—Será mañana —canturreó Vieja Kush cuando escuchó el ruido de los primeros truenos. Dejó a un costado el hilado en el que trabajaba y se acercó hasta la ventana para mirar el bosque. No sentía ninguna inquietud, porque en su casa todo estaba debidamente dispuesto.
Días atrás, su hijo y sus nietos varones habían terminado de recubrir el techo con brea de pino. La casa tenía su provisión de harinas dulces y amargas, y su montaña de calabazas. Los cestos estaban colmados de frutos secos y semillas. En el leñero había troncos para arder todo un invierno. Además, ella y las niñas habían tejido buenas mantas de lana que, ahora mismo, eran un arduo trabajo de colores apilado en un rincón.
Como había sucedido en todos los inviernos recordados, regresaba a la tierra de los husihuilkes otra larga temporada de lluvias. Venía del sur y del lado del mar arrastrada por un viento que extendía cielos espesos sobre Los Confines, y allí los dejaba para que se cansaran de llover.
La temporada comenzaba con lloviznas espaciadas que los pájaros miraban caer desde la boca del nido; las liebres, desde la entrada de sus madrigueras y la gente de Los Confines, desde sus casas de techo bajo. Para cuando las aguas se descargaban, ningún ser viviente estaba fuera de su refugio. La guarida del puma, las raposeras, los nidos de los árboles y los de la cima de las montañas, las cuevas subterráneas, las rendijas del cubil, las gusaneras, las casas de los husihuilkes, todo había sido hábilmente protegido según una herencia de saberes que enseñaba a aprovechar los bienes del bosque y los del mar. En Los Confines, las Criaturas afrontaban lluvias y vientos con mañas casi tan antiguas como el viento y la lluvia.
—Será mañana que empezarán las aguas —repitió Kush. Y enseguida se puso a tararear entre dientes una canción de despedida. Kuy-Kuyen y Wilkilén fueron hasta el calorcito de la revieja.
—Vuelve a empezar, vuelve a empezar con nosotras —pidió la mayor de sus nietas.
Kush abrazó a las niñas, las atrajo hacia sí, y juntas recomenzaron la canción que entonaban los husihuilkes antes de cada temporada de lluvia. Cantó la voz cálida y quebrada de la raza del sur; cantó sin imaginar que pronto se harían al mar los que traían el final de ese tiempo de bienaventuranza.
Ellas cantaban esperando a los hombres que de un momento a otro aparecerían por el camino del bosque con las últimas provisiones. Vieja Kush y Kuy-Kuyen lo hacían al unísono, sin equivocarse jamás. Wilkilén, que sólo llevaba vividas cinco temporadas de lluvia, llegaba un poco tarde a las palabras. Entonces levantaba hacia su abuela una mirada grave, como prometiendo algo mejor para la próxima vez. Las husihuilkes cantaban hasta pronto…
Hasta pronto, venado.
¡Corre, escóndete!
Mosca azul vuela lejos
porque la lluvia viene.
Padre Halcón protege a tus pichones.
Buenos amigos, bosque amado,
volveremos a vernos
cuando el sol retorne a nuestra casa.
Los tres rostros que miraban desde la casa eran de colores oscuros en el cabello, la piel y los ojos.
La raza husihuilke se había forjado en la guerra. De allí la dureza de sus hombres; y de las largas esperas, los esmeros de sus mujeres. Los corales del mar enhebrados en las trenzas, engarzados en brazaletes y collares o ceñidos a la frente, eran el único bien que realzaba las vestiduras de las mujeres husihuilkes: túnicas claras que bajaban de las rodillas, sandalias y, según la estación, mantos de hilo o de lanas abrigadoras. Así lucían ahora la abuela y sus dos nietas, generosas en la belleza de su raza.
—¡Los lulus, allí están los lulus! —gritó Wilkilén—. ¡Vieja Kush, mira los lulus!
—¿Adónde los ves tú, Wilkilén? —preguntó su abuela.
—¡Allí, allí! —y señalaba con precisión un gran nogal que crecía a mitad de camino, entre la casa y el bosque.
Kush miró. En verdad, dos colas luminosas se enroscaban y se desenroscaban al tronco, como pidiendo atención. Una era de color rojo y otra era apenas amarilla. El color indicaba el tiempo de vida de los lulus, más viejos mientras más blanca la luz de sus colas.
La anciana husihuilke no se sorprendió. Los lulus venían en busca de tortas de miel y calabaza, igual que cada atardecer de la buena estación desde el día de la muerte de Shampalwe. Kush puso dos tortas tiernas en una cesta, salió sola de la casa y tomó el camino del nogal para dejárselas allí y regresar. Ellos nunca le hablaban, no lo habían hecho en los cinco años que llevaban sus visitas.
Los lulus no hacían amistad con los hombres y siempre que les era posible, huían de su presencia. En esas ocasiones abandonaban la posición erguida y corrían, veloces, sobre sus cuatro patas. Pero si eran sorprendidos en medio del bosque, los lulus permanecían inmóviles, con la cabeza agachada y las pezuñas agarradas a la tierra, hasta que el hombre se alejaba. Sin embargo, y a pesar de la mala amistad, fueron los lulus los que trajeron a Shampalwe hasta la casa, ya casi muerta por la mordedura de una serpiente, y la depositaron suavemente junto al nogal. Esa fue la primera vez que Kush vio de cerca los ojos de un lulu. «No pudimos hacer más por ella», así le habían dicho esos ojos. Ahora Vieja Kush marchaba a enfrentar una mirada parecida.
La revieja había depositado la cesta en el suelo y se disponía a volver con las niñas cuando el soplido de uno de los lulus la detuvo. Se rehizo del asombro y giró de inmediato, temiendo un ataque. En cambio, se encontró con los ojos del lulu de cola amarilla. La miraba igual que aquel lulu la había mirado el día en que murió Shampalwe. Kush supo que se avecinaba otro dolor, y lo enfrentó con la serenidad aprendida de su pueblo.
—¿Y ahora qué sucederá? —preguntó.
El lulu se quedó en silencio. Sus grandes ojos llenos de presagios.
—Háblame, hermano lulu —rogó Kush—. Dime lo que sabes. Tal vez podamos remediar algo todavía.
Pero el lulu giró hacia el bosque y se alejó de allí en cuatro patas. El más joven, ajeno a la preocupación, no se resignó a malograr el festín. Sacó las tortas de la cesta y, recién entonces, corrió tras su compañero.
Kush desanduvo muy despacio el trecho que la separaba de la casa. Mientras regresaba, le pasó por el alma ensombrecida, todo enterito, aquel día lejano en que murió Shampalwe y nació Wilkilén.
Shampalwe se había desposado con Dulkancellin poco después de la fiesta del sol. Venía de WilúWilú, una aldea cercana a las montañas Maduinas. Tenía el corazón más dulce de cuantos corazones latieron en Los Confines.
—Cuando canta se ven crecer los zapallos —le gustaba decir a la gente que la conocía.
Después hubo años buenos. Dulkancellin salió a cazar con los hombres de la aldea, participó en todas las rondas territoriales y regresó de dos batallas entre linajes. Kush y Shampalwe se repartieron las labores y los niños nacieron. Cinco hijos tuvieron Shampalwe y Dulkancellin que fueron cinco risas para Vieja Kush. Primero nacieron dos varones, Thungür y Kume. Muy pronto nació Kuy-Kuyen. Luego Piukemán, el tercer varón. Y en el medio de un verano, nació Wilkilén. Ahora le gustaba a Kush mirarlos despaciosamente, uno por uno, porque de una manera o de otra todos le recordaban la belleza y la gracia de Shampalwe.
El día del nacimiento de Wilkilén, Shampalwe dejó los niños al cuidado de la abuela y partió hacia el Lago de las Mariposas. La joven iba a sumergirse en las aguas que devolvían, a las madres recientes, el vigor del cuerpo y la serenidad del ánimo. De allí la trajeron los lulus con el poco de vida que le duró para besar a sus hijos y pedirle a Kush que los cuidara por ella. Y un rato más, para esperar el regreso de Dulkancellin que había salido a cazar carnes sabrosas para celebrar el nuevo nacimiento. En la boca de una cueva, a orillas del lago, una serpiente gris de las que hacía años no se veían por el lugar mordió a Shampalwe en un tobillo. La madre había estado cortando unas flores que tenía entre sus manos cuando los lulus la hallaron.
—Flores que no nacieron de semilla… Trampas de la serpiente —masculló Kupuka.
El Brujo de la Tierra intentó recobrarla para la vida con las medicinas del bosque y de la montaña. Pero ni los remedios de Kupuka, ni la juventud de Shampalwe, ni siquiera el ruego de un hombre que nunca antes había rogado; nada consiguió salvarla. Murió ese mismo día mientras atardecía en Los Confines.
Fue por eso que Kush había pedido a los lulus que vinieran por un obsequio, cada atardecer en que fuera posible andar a la intemperie por esas tierras.
—Así nosotros vamos a agradecerles, y ustedes van a recordarla —les dijo la anciana.
Los lulus partieron. Kupuka partió. Dulkancellin disparó sus flechas a las estrellas. Y al amparo de Kushlos niños siguieron creciendo.
La anciana escuchó risas lejanas. Kuy-Kuyen y Wilkilén estaban riéndose de ella que, de tanto recordar se había quedado absurdamente inmóvil un paso antes de la puerta y con un brazo extendido.
—Ya está bien… Hay que seguir trabajando —Kush entró a la casa fingiendo un enojo que nadie le creyó.
—¿Vieja Kush, qué pasó con los lulus? —preguntó Kuy-Kuyen. Herencia de su madre la facultad de ver profundo.
—¿Qué podría haber pasado? —contestando así, Kush quería convencerse a sí misma—. Nada… Nada.
Wilkilén habló a su manera:
—De que te cantaron la canción linda, abuela Kush. De los lulus… que yo también sé cantar —trataba de soplar como ellos y daba saltos cortitos sobre un pie y sobre otro. La pequeña Wilkilén había heredado de su madre el don de la alegría.
Antes de que la abuela pudiera dar la orden de regresar al tejido, llegaron hasta la casa voces familiares. Dulkancellin y sus hijos varones regresaban del bosque. Traían algo más de leña, hierbas aromáticas para quemar en las largas noches de contar historias y una liebre, la última de la temporada, que comerían apenas Kush la cocinara.
Los hombres no fueron directamente a la casa. Antes guardaron la leña nueva junto con la restante, cuidando separarla por tamaño. Enseguida se dirigieron hasta una construcción de pared baja y circular, levantada con piedras de las Maduinas. Aquel era el lugar donde lavar sus cuerpos y frotar un aceite liviano sobre los rasguños que traían del bosque.
El primero en entrar fue Dulkancellin. Detrás de él lo hicieron sus tres hijos.
Afuera, la noche se cerró. Los grandes árboles hincaron sus raíces en la tierra. El viento llegó arrastrando una bandada de cuervos, y se metió en lo oscuro.
Sobre un cuero extendido humeaba la liebre cocida en agua sazonada. Liebre con hierbas de sazón, pan de maíz y hojas de repollo era la comida de aquel día para la familia del guerrero.
A la luz del fuego, los siete rostros parecían de sueño. Los husihuilkes comieron en silencio; y sólo después de que todos hubieron terminado, Dulkancellin habló:
—Hoy, en el bosque, escuchamos el tambor de Kupuka llamando a alguno de sus hermanos. Y también escuchamos la respuesta que le enviaron. No pude entender lo que decían, pero los tambores de los Brujos sonaban muy extraños.
El nombre de Kupuka siempre interesaba a los mayores y silenciaba a los más pequeños.
—¿De dónde venía el sonido? —preguntó Kush a su hijo.
—El tambor de Kupuka venía desde el Volcán. El otro se oía más débil. Tal vez, venía de…
—De la isla de los lulus —terminó Kush.
—¿También ustedes lo escucharon? —la pregunta de Dulkancellin se quedó sin respuesta porque Vieja Kush había regresado a la mirada del lulu de cola amarilla.
—¡Kush! —llamó su hijo—. Te estoy preguntando si también aquí lo escucharon.
La anciana salió de sus sombras y pidió disculpas. Sin embargo, no quiso contarle a Dulkancellin el incidente de esa tarde.
—No escuchamos nada —dijo. Y enseguida agregó—. Me gusta adivinar cosas.
—Mañana veremos a Kupuka en el Valle de los Antepasados. Hablaré con él —con estas palabras Dulkancellin dio por terminada la conversación.
Cada año, justo antes de que empezaran las lluvias, los husihuilkes se reunían en el Valle de los Antepasados para despedirse de los vivos y de los muertos. Era fiesta de comer, bailar y cantar. Pero sobre todo, de intercambiar aquello que tenían en exceso por aquello que les faltaba para resistir la mala temporada. Día de compensar abundancias con escaseses, de modo que todos tuvieran lo imprescindible.
En poco tiempo los separaría la tierra empantanada, los vientos y el frío. No era época de caza, de siembra o de guerra. Y la comunicación entre ellos quedaría reducida a las necesidades más severas.