El preferido del General MacArthur
El 8 de marzo de 1954 me sorprendió, en mi función periodística, circulando por las calles de Bangkok, Tailandia, en un rickshaw, el clásico transporte asiático. Y me sorprendió aun más, ya que yo no iba a bordo del rickshaw, sino tirando de él.
Tan sólo dos meses atrás me había contratado Eduardo Botero, el conflictivo hombre de prensa, en su carácter de flamante director de un nuevo diario: «Músculos criollos». Me había dicho, perentorio, que el lema del periódico sería de allí en más: «Músculos Criollos, siempre junto a nuestros atletas». De tal forma, me ordenaba partir de inmediato a cubrir la gira que «Viropinto II» realizaría por Asia. Era la primera vez que un gallo de riña salía a competir en el exterior y Botero atribuía al evento una importancia a mi juicio desmesurada. No obstante, Botero era un profesional de innegable olfato periodístico y no debe olvidarse que en 1953 llevó adelante el concurso «Acierte y gane», del semanario «Hechos». En dicho concurso, al lector que acertara el veredicto del jurado en el mundialmente famoso «Caso Rosemberg», se lo premiaba con un vuelo a los Estados Unidos a los fines de presenciar personalmente la ejecución en la silla eléctrica de la malograda pareja, Ethel y Julius.
—Nuestro periódico —me había dicho Botero— será un permanente testigo de toda la actividad del deporte argentino en cualquier lugar del orbe. Y muy especialmente —resaltó— de aquellos deportes que son genuinamente nuestros, como el pato, la sortija o la taba.
Fue así como 25 días después de aquella conversación, asistí a la pelea de «Viropinto II» contra un medio mediano oriundo de Corea que respondía al nombre de «Tan Huyen Cok», en el picadero de Bangkok.
La esperanza argentina, en verdad, tuvo corto vuelo, ya que «Tan Huyen Cok» le cagó un ojo a poco de empezar y los segundos de «Viropinto», los hermanos Causida, retiraron al gallo rafaelino del anillo de combate antes de que los espolones del asiático lo degollaran definitivamente. Mi crónica cubriendo la riña no fue muy extensa, recuerdo, pero sí ácida. Hice especial hincapié en la falta de organización que había rodeado el viaje de «Viropinto», imprevisión que no había contemplado los cambios de comida u horarios y que llevaron al animal a lanzarse a cantar saludando el amanecer en pleno combate, lo que le valió la pérdida de su ojo derecho.
Quedé a la espera de una contestación desde Buenos Aires indicándome cuál sería mi próximo destino. No fue eso lo que recibí, para mi amargura, cuatro días después. Llegó tan sólo un telegrama donde se me notificaba que, por cierre del diario, quedaba despedido. Sin trabajo, sin pasaje de retorno y sin dinero, me encontré perdido y preocupado en la lejana Bangkok. Fue así que obtuve, tras angustiosa peregrinación, un puesto de portador de rickshaw y me dispuse a comenzar con mi nuevo trabajo. No obstante, el Destino tiene recursos y subterfugios capaces de desconcertar, incluso, a un periodista avezado. Mi primer viaje fue contratado por tres hombres, dos de ellos de voluminoso porte, quienes me indicaron que los condujese hasta su hotel.
La empresa no era fácil para mí, no sólo por mi esmirriado físico, sino porque Bangkok es una ciudad donde ninguna calle mantiene una línea recta por más de veinte metros, no hay numeración correlativa y las arterias cambian de nombre luego del mediodía hasta la medianoche, hora en que retoman su denominación original. Me volví para solicitar alguna indicación y fue cuando uno de ellos me reconoció.
—¡Luis Alberto! —gritó, alegre, el hombre moreno—. ¿Qué hacés vos por acá?
Francamente, no podía creerlo. Quien así se congratulaba de encontrarme no era otro que Aníbal Nicolás Céspedes, el ex-manager de Ignacio «Bonzo» Carnevali. Nos abrazamos conmovidos por esa jugada insólita de la vida que nos había puesto a uno en el camino del otro. Céspedes me presentó a sus compañeros.
Eran dos yanquis, Ollie Larkey, futuro campeón del mundo de los medianos según Céspedes, y su entrenador, el profesor Yakusa Buffum. Mientras tiraba del rickshaw transpirando copiosamente entre el endemoniado tráfico de la capital tailandesa hacia el hotel de mis amigos, estaba yo aún lejos de imaginar que aquel encuentro providencial me convertiría en testigo de uno de los hechos más curiosos y desconocidos del boxeo mundial.
Dos horas después, cuando llegamos al hotel de Céspedes, este me invitó a almorzar con ellos, quizás en agradecimiento a que yo no les había cobrado el viaje. Durante el almuerzo pude observar con más detenimiento al ascendente púgil norteamericano. Era muy alto para su categoría, alrededor de un metro noventa y cinco, tenía un físico excepcional y era silencioso como una lápida.
—Estoy trabajando con ellos desde hace un año —me confió Céspedes—, Buffum tiene fundadas esperanzas en este chico y no duda que ganará el combate del próximo miércoles contra el tailandés Phnom Phu.
Me sorprendió la dieta de Larkey, a base de calamar y pulpo crudo, y se lo hice saber a mi amigo.
—Es para fortificar su mandíbula —me dijo—, Mister Buffum es un fenómeno para mejorar los puntos débiles de sus pupilos. Se dice que este chico tiene mandíbula de cristal y este tipo de alimentos, correosos, fibrosos, gomosos, le impone un ejercicio masticatorio que le va confiriendo a su mandíbula una fortaleza formidable.
—No da esa impresión —le dije—. Esas quijadas parecen a prueba de proyectiles.
—Justamente por esta dieta. Buffum comenzó con la clásica goma de mascar pero luego la cambió por pedazos de neumáticos, brea solidificada y estos moluscos asiáticos que son de una consistencia indestructible.
A través de Céspedes me enteré de otro detalle que luego me explicaría el insólito final de la pelea contra el tailandés. Ollie Larkey había sido campeón del cuerpo de Infantería de Marina durante tres años consecutivos, los últimos tres años coincidentes con el fin de la guerra de Corea.
—Tal vez por ello no te haya sonado su nombre —me explicó Cespedes—. Estuvo en la guerra, alejado de la prensa y la publicidad.
Eso me hizo comprender algunos rasgos curiosos en el carácter introvertido del muchacho. Manifestaba el habitual ensimismamiento del que ha conocido el fragor de los bombardeos, el permanente codearse con el peligro, la atemorizada convivencia de las trincheras. Pese a que parecía estar permanentemente murmurando, debido a la masticación constante de fibras gomosas, creo que nunca le escuché articular una palabra hasta aquella inesperada explicación final que, días más tarde, nos llenaría de asombro y desconcierto.
—Detesta a los amarillos —continuó Céspedes—. Ha visto morir a muchos de sus compañeros, detrás del paralelo 38. Destrozará, sin duda, al tailandés. Es un fighter. Un peleador impresionante. Se dice que uno de sus principales seguidores durante la campaña boxística en la Infantería de Marina, fue el mismísimo general MacArthur.
Confieso que aquellos datos de Céspedes no hicieron otra cosa que aumentar mi interés por ver a aquel atleta formidable en acción. Para mi alegría, Céspedes, tras un breve cuchicheo con Buffum, dijo que me conseguiría una entrada para la pelea.
Recuerdo que terminamos aquel almuerzo con una sorpresa que me llenó de consternación. Céspedes y yo habíamos estado saboreando un guisado de carne de ave, cocido en su propio jugo gástrico, plato muy apreciado en Bangkok. Cuando tomé la última presa, el cogote y cabeza del ave, reconocí a «Viropinto II», el malogrado gallo de riña que me había llevado tras de sí, a aquellas lejanas tierras.
—Traje a los hermanos Causida a comer acá —me explicó Céspedes—, y no tenían dinero para pagar. Los convencí para que dejaran su pupilo en canje. Sabés bien que un gallo de riña, tuerto, ya no puede aspirar a nada serio en su carrera.
Me conmovió el gesto de Céspedes, tan propio de los argentinos, solidarios con el compatriota en desgracia.
La noche de la pelea por el título del mundo, el viejo estadio «Suvanna Fuma», de Bangkok, estaba colmado por unos 78.000 energúmenos. El clima dentro de aquella clásica construcción de la época de la dominación francesa era irrespirable, no sólo por la fuerte transpiración de los asiáticos, sino porque el estadio había sido un antiguo mercado de peces y hortalizas, y el olor a medusa pútrida no había querido abandonar el recinto pese al paso de los años.
Phnom Phu era un ídolo de la afición tailandesa y acababa de vencer al español Isidro Tomarro tras una durísima pelea que definió con un fantástico puntapié en la carótida. El tailandés venía del «Tai», el boxeo de su tierra, que aceptaba la aplicación de la patada, y los árbitros solían perdonarle el empleo de dicho recurso dado su cercano paso por tal disciplina. Sin embargo, desde el primer round contra Ollie Larkey fue notorio que nada ni nadie podría salvar al amarillo. La sensación que cruzó a la concurrencia, entre la que se contaba el general MacArthur, fue la de que un gato de albañal había sido echado a un recinto cerrado junto con un doberman rabioso. Sin hacer caso a los tímidos mandobles de tanteo que disparaba Phnom Phu, el americano se lanzó sobre él con la furia homicida grabada en el rostro. En aquellos tres minutos iniciales, el muchachón de Oakland desfiguró la cara de su rival, hasta que la sangre impregnó los carteles de publicidad que bordeaban el ring side. Daba la impresión de que el asiático había caído en una picadora de carne. El gong que indicó el final de la primera vuelta desató una batahola de gritos y llanto entre los asistentes del tailandés, que se derrumbó sobre su banqueta como destruido. Mediante el sabio e intenso manejo de la esponja y el abuso en la distribución de parafina, los segundos de Phu lograron recomponerle la expresión, cerrarle la herida cortante que le había aparecido en el arco superciliar derecho y devolverle a la nariz su orientación original.
El segundo round fue peor que el primero. Larkey metió ocho directos demoledores que revolcaron al asiático por la lona. Tres veces tuvo que recurrir a la cuenta de protección el árbitro y la campana sorprendió al crédito local aferrado desesperadamente a un tobillo del americano. Pudimos ver cómo el médico se acercaba al rincón y revisaba a Phu. Primero le buscó el pulso para constatar que estaba vivo y luego se abocó a estudiarle la herida que se le había producido sobre uno de los pómulos. Cruzamos una mirada con Céspedes en el rincón de Larkey, y yo bamboleé mi cabeza como apostando que el local no salía a combatir. Fue entonces cuando pude apreciar una actitud de Ollie, que, en cierto modo, me desconcertó. Miraba con fijeza demencial el rincón de su rival, con ceño fruncido, como sin entender demasiado y hasta esbozó un gesto de impotencia, difícil de admitir en tales circunstancias.
El tercer round pareció ser el definitivo. Larkey arrinconó a su rival contra un rincón neutral y lo molió a trompadas. En el silencio aconsejado del estadio y sobre el estallido intermitente de los golpes sobre la humanidad del asiático, se elevaban los gritos alborozados de dos centenares de infantes de marina, quienes habían ido a presenciar la consagración de su ex compañero y ya paladeaban el próximo final. Cuando Phnom Phu se arrastró hasta su banqueta, sus segundos se abalanzaron sobre él con ímpetu caritativo.
Nadie apostaba un centavo a que el tailandés se levantara para iniciar el round siguiente. Sin embargo, le hicieron oler sales, frascos de amoníaco, le localizaron el ojo izquierdo entre la sangre, los guiñapos de piel y la carne arrancada por el golpe y se lo lavaron con creolina. Otra vez el médico trepó al rincón del oriental y, con manos nerviosas, procuró presionar acá y allá, devolviendo apófisis mastoides a sus antiguos lugares, reponiendo el occipital a la zona posterior y hurgando con sus dedos dentro de la boca del púgil en procura de impedir que el hueso inferior de la mandíbula, definitivamente desprendido, se precipitase esófago abajo. Miré hacia el rincón de Larkey y torné a verlo atónito, contemplando el rincón rival. En parte era comprensible su sorpresa ya que Phnom Phu se puso de pie, inesperadamente lúcido y predispuesto, aun antes de que sonara la campana del cuarto round. El cuarto round, lisa y llanamente, fue una masacre. No contaré, por crudos, detalles muy gráficos de lo sucedido en aquellos interminables tres minutos, pero sólo diré, como dato significativo, que ocho veces el asiático se resbaló en su propia sangre. Cuentan que el mismísimo general Douglas MacArthur, hombre de guerra habituado al cotidiano contacto con la ordalía de los campos de batalla, lucía descompuesto y demacrado, ante lo espantoso de la grandguiñolesca escena. Cuando un impresionante derechazo de Larkey proyectó a Phu contra su propio rincón, ahogando el impacto el tañir del gong, nadie en su sano juicio podía afirmar que la pelea iba a continuar.
Pero todos vimos, una vez más, cómo los segundos del titular de los medianos se lanzaban sobre los despojos de éste para devolverlo a la vida. Esponjas, agua jabonosa, parafina, kilos de ungüentos cicatrizantes y sales aromáticas devolvían el conocimiento al tailandés, cuando volvió a acercarse el médico.
Entonces, cuando esperábamos que el facultativo diera por finalizada la pelea, cuando todos apostábamos a que el médico dibujaría en el aire los clásicos ademanes de «no va más», lo vimos revisar detenidamente a Phnom Phu, atisbar en sus ojos en busca de un brillo vital y, ante el estupor general, indicarle cómo debía armar su guardia para evitar que Ollie le machucara nuevamente la ceja herida. Luego le mostró como jabear con la izquierda para mantenerlo a distancia y vimos, por fin, cómo el médico bailoteaba en el precario equilibrio brindado por el estrecho saledizo que resta del ring por fuera de las cuerdas. Miré a Ollie y lo vi lívido. No entendí tanta ferocidad y angustia en su rostro. Si bien era cierto que aquel campeón le resistía de una manera sobrehumana y casi milagrosa; si bien era cierto que esa pelea ya podría haberse terminado dos o tres rounds atrás, todo consistía, simplemente, en saber esperar un poco más para quedarse con el cinturón consagratorio de la categoría. Aun si no acertara un solo golpe —hecho por demás improbable— de allí al final del decimoquinto round, la pelea se le daría ganada por un abrumador margen de puntos. Larkey ya era el campeón y nada podía alejarlo de tal logro.
Hubo un renovado ulular de asombro cuando Phnom Phu se puso de pie, una vez más, para iniciar el sexto round. Su cara era un guiñapo irreconocible, pero bailoteaba y armaba su guardia mecánicamente Al sonido del gong, Ollie salió disparado hacia su contrincante, que ensayó un escape lateral. Y fue allí cuando se produjo la sorpresa. Ollie no persiguió a Phu. Viró su embestida hacia el rincón mismo del asiático y descargó un mandoble homicida sobre la nuca del manager de su rival, que se estaba bajando del ring. Ante el desconcierto general, Ollie no se detuvo. Inclinado el torso por sobre las cuerdas, sacudió un derechazo salvaje, de arriba hacia abajo, sobre la cabeza del otro ayudante del tailandés para luego, sin dar tiempo a nada, saltar las cuerdas y emprenderla con una seguidilla de golpes devastadores en la zona baja del médico.
Media hora después, el camerino de Ollie Larkey parecía un velatorio. Aníbal Nicolás Céspedes caminaba de un extremo a otro del vestuario sin hallar explicación a la actitud de su crédito; actitud que, por supuesto, lo había llevado a la inmediata descalificación. El profesor Buffum se hallaba derrumbado en un sillón, el rostro desencajado. Yo no me animaba ni a respirar, en un costado del recinto. Ollie estaba sentado sobre una camilla, la vista fija en el piso, los guantes aún puestos, laxo, tranquilo.
—¿Por qué lo hiciste, muchacho? —preguntó, finalmente, Céspedes, deteniendo su constante caminar frente al ex campeón de los infantes de marina.
—Tú no puedes luchar contra un enemigo así —respondió Larkey, haciéndome oír su voz por vez primera y sin apartar su vista del suelo—. Tú no puedes luchar contra un enemigo que golpea y luego se retira detrás de sus líneas. Porque tú le atizas, le atizas, le das duro donde lo hallas, pero luego ese enemigo se retira, se escapa y es reaprovisionado, reparado y pertrechado de nuevo en su base, lejos de tus golpes.
Buffum y yo escuchábamos con los ojos levemente desorbitados.
—Cuando él se decide a presentar batalla, tú le pegas con todo —continuó Ollie—. Si tienes suerte de agarrarlo, lo sacudes. Pero cuando suena la campana él huye a su base y allí se fortalece, gana tiempo, se recompone ¡Así no puedes pelear con él! —se había puesto de pie, exaltado—. ¡Mil y una vez lo dijo el general MacArthur! «¡Vayamos tras ellos, busquemos sus bases y peguémosle allí, donde les duele! ¡No importa que estén en territorio neutral! ¡No es territorio neutral si permite sus bases!». ¡Mil veces lo dijo el general! ¿Qué historia es ésta que permite que tu enemigo te ataque, te provoque y, cuando tú le atizas duro, él corre a refugiarse a su base de operaciones? —Ollie estaba, ahora, fuera de sí—. ¡Es allí donde hay que pegarles, adonde tienen su logística, su aprovisionamiento! ¡De lo contrario nunca podremos vencerlos! ¡Allí es donde hay que triturarlos, demonio, y que forniquen a sus jodidas madres todos aquellos que opinen lo contrario! ¡De nada vale que los destruyas en el frente de combate si les permites ir a refugiarse como niñitas en sus campamentos detrás del paralelo 38 para que, desde allí, se burlen de ti! ¡Allí es donde hay que pegarles!
Recuerdo que abrí la puerta y me deslicé afuera, donde aún seguía el festejo por la inesperada victoria del local. Buffum y Céspedes procuraban contener a Ollie, en tanto. Yo estaba seguro, sin embargo, de que al llegar a mi hotel ya Larkey habría recobrado la particular introspección de aquél que ha estado en las trincheras. El gesto ácido de quien ha visto caer tantos compañeros en Corea. El taciturno aspecto de quien ha conocido el vértice inmisericorde del combate, en suma.