Tú estás acodado a la barra de un elegante local nocturno. Llegaste a Itaparaíba en horas de la mañana y has tenido un día de muchísimo trabajo. Tu ocupación es la de vendedor de una importante firma dedicada a la fabricación de ropa deportiva. Contrariamente a lo que suponías, luego de la intensa jornada, después de tomar una ducha bien caliente y de comer a satisfacción, no tienes sueño. Diste vueltas y vueltas por tu confortable habitación, prendiste y apagaste el televisor buscando algún programa entretenido y, por último, volviste a vestirte, bajando al lobby del gran hotel. Tus pasos te llevaron, primero, a recorrer las vidrieras de las suntuosas boutiques, ya cerradas por supuesto y, por último, una música suave guió tus pasos hacia una escalera que descendía, invitante.
Ahora estás en el «Mauna Loa Cabaret Inn» bebiendo una bebida con alcohol. El cansancio parece haber abandonado tu cuerpo a través de alguna secreta filtración y sientes, como tantas veces, el conocido hormigueo en la zona del pubis. Una melodía envolvente satura el aire con las voluptuosas divagaciones de un saxo, la luz no es mucha y contigo, pese a la hora, casi las tres de la mañana, hay una docena de personas. Hombres, casi todos. Pero no todos. El fragor de un «Bramido de oso», con bastante ajenjo, te ha convulsionado el cuerpo y, ahora sí, te parece una tontería irte a dormir solo, sin aprovechar la noche de libertad, en la sugerente ambientación de un hotel de cinco estrellas. No tienes mucho tiempo, después de todo, y debes apresurar el trámite.
Las opciones no son muchas. Una hora atrás había dos muchachas jóvenes y alegres, solas, sorbiendo bebidas livianas en un reservado. Ahora se han sentado con ellas un par de americanos que intentan hablar el idioma entre risas tontas y bromas. Los cuatro ríen y parecen estar muy contentos. Pero para ti el punto de atracción se halla casi en el otro extremo de la barra. Es una mujer no tan joven, interesante, vestida recatadamente, de bellos ojos grises, que muestra unas bonitas pantorrillas al cruzar sus piernas en el taburete. Parece dulce y un tanto inerme, casi desubicada en aquel lugar nocturno. Quizás sea una ejecutiva viajera, hostigada por el insomnio, como tú. Quizás sea una persona que sufre la soledad y no ansía más que una charla ocasional con un interlocutor entretenido. O quizás sea una prostituta que juega el papel de señora elegante y mundana y trabaja para la administración del hotel. No obstante, bajo tu observación escrutadora, no la has visto intercambiar más que frases cortas e impersonales con el barman, solicitando su trago sin familiaridad alguna, o requiriendo fuego para el fino cigarrillo que fuma, ahora, pensativa. Te ha sostenido la mirada, incluso, un par de veces. En la última ocasión, ha esbozado una sonrisa, tras girar la cabeza. Es tuya. Si te lo propones, es tuya. Pero algo viene a alterar la quieta calma de tu elección obligada: una esplendorosa muchacha de pelo corto y aspecto agresivo llega a la barra contoneándose como un felino. Tiene pómulos altos, mirada dura y boca sensual. Deja un pequeño bolso de mano con lentejuelas plateadas sobre la barra y bromea con el barman. Tú sientes el desesperado llamado del deseo aleteándote en la garganta. Puedes adivinar el largo de sus piernas maravillosas y el abrupto promontorio de los senos. Pero… ¡ahora la reconoces! ¡Es la misma muchacha que hiciera el número de strip-tease, media hora antes! Así, vestida, te ha costado reconocerla. Además, habla en voz baja, cómplice, con el barman. Si no se trata de una profesional, es, sin duda, una amateur recurrente. Te ha mirado un par de veces, de reojo, y, a la tercera vez, amaga un saludo corto con la cabeza y se pasea la lengua por los labios rojos. Tienes, entonces, frente a ti, dos opciones: puedes encarar el acercamiento con la melancólica y bella mujer de la punta de la barra, la de aspecto plácido y reconcentrado, que te ofrece quizás una posibilidad intelectual y amatoria a tu medida. O bien puedes decidirte por intentar el seguro éxito frente a la bailarina espectacular que te pone en un grito todas las terminales nerviosas de tu cuerpo. En ocasiones normales, más que seguro que te decidirías por esta última. Tienes una sola noche de distracción y no es la intención ponerse de novio. Pero algo te detiene en la elección: la bailarina, con su estatura aventajada, te intimida un poco. Y hay algo más: sus hombros anchos, su voz levemente áspera, te hacen sospechar de que puede ser un travesti. La viste contorsionarse sobre el pequeño escenario y la deseaste locamente. Tu curiosidad hubiese agradecido que se quitase, incluso, la última prenda, el minúsculo slip dorado que atesoraba su recóndito encanto. Tal vez haya sido una concesión suya al pudor, pero te queda la duda. Es un riesgo, por cierto. Lo concreto, lo evidente, es que debes tomar una determinación. La dulce mujer de la punta de la barra, tras mirarte por última vez, está recogiendo el paquete de cigarrillos e introduciéndolo en su cartera, como para irse. La bailarina ha apresurado su diálogo con el barman, como dispuesta a retirarse. Para detener la acción, llamas al barman, le indicas el número de tu habitación para que lo registre en la cuenta y te pones de pie. Lentamente te encaminas hacia una de ellas.
Si eliges a la mujer melancólica de la punta de la barra, pasa a la página 18.
Si eliges a la bailarina espectacular, pasa a la página 23.
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Ella ha fingido sorpresa al verte parado al lado suyo. Había terminado de guardar sus cosas en la cartera y se había tomado del borde de la barra para bajarse del taburete cuando tú le hablaste.
—¿Puedo invitarte a otro trago? —le has dicho. Ella sacude la cabeza, en un gesto que no aclara nada pero ondula seductoramente su cabello castaño y abundante. Te gusta. Te das cuenta de que has elegido bien. Tiene lindos ojos.
—Me parece que ya es un poco tarde —dice ella, sonriente.
—No creo que estén aún por cerrar —indicas—. ¿Están por cerrar? —preguntas, cómplice, al barman. Este hace un gesto de «no hay problemas». La bailarina te mira, con cierto desdén divertido, por sobre el hombro.
—Digo que ya es un poco tarde para mí. No para el bar —aclara tu flamante elección—. Mañana debo trabajar.
Un relámpago de alarma te recorre de derecha a izquierda. Miras de reojo a la bailarina. Aún está allí. Deberás apurar el trámite con la dulce mujer. Si no ocurre nada, todavía estás a tiempo de abordar a la otra. Pero debes andar rápido. Miras tu reloj.
—No es tan tarde —defiendes tu posición—. Y, después de todo, el año está perdido.
Es un chiste que repites con mucha frecuencia y siempre da resultado. Esta vez también, ella se ríe. Piensa un instante.
—Bueno —dice— pero algo más bien rápido —amenaza. Es un avance. Por menos tiempo que te dispense, tu labia y tu don de gentes la ganará para tu causa. Ojalá se fuera de una buena vez por todas la bailarina. Refulge a dos metros de ti y su presencia insiste en decirte que erraste al elegir. Pero no debes perder concentración. Debes actuar como un jugador de tenis de alta competencia. Fijar tu atención sólo en la bella solitaria que has elegido.
—Aunque, mejor… —comienza ella. Nueva alarma.
—¿Qué pasa? —tiemblas. A tu espalda, oyes a la bailarina que se despide. Si tu nueva amiga te rechaza, habrás perdido ambas oportunidades y te irás a la cama solo.
—Tal vez, en lugar de tomar un trago… —continúa ella—… podemos salir a caminar un rato. La noche está muy hermosa.
—Bu… bueno. Cómo no —vacilas. Te han hablado de las riesgosas calles brasileñas.
Ella toma su cartera. Se para.
—Hace como dos horas que estoy encerrada aquí. Me vendrá bien tomar un poco de aire.
—¿Estás parando en este hotel?
—No —y no agrega nada más.
Han salido y caminan por las calles prácticamente desiertas. La noche no está todo lo cálida que podría esperarse en esas latitudes. Corre un viento fresco desde el mar y tú sientes algo de frío, Tu amiga tiene puesto un abrigo, pero tú apenas luces una prenda deportiva de mangas cortas, elegante en lugares cerrados, pero que se torna inerme al aire libre.
—Yo vivo aquí —dice ella.
—¿Aquí? ¿En Itaparaíba?
Ella asiente con la cabeza. Se llama Julia, sabrás luego. Te invita a sentarse en el banco de una plaza. Es una bella plaza con abundante vegetación y una elevada glorieta central donde, sin duda, los domingos actúan bandas de música. Cada tanto miras a los costados y hacia atrás. No olvidas los peligros que acechan en Brasil. Ella lo advierte y te tranquiliza. Pone una de sus manos sobre las tuyas y tú no la dejas escapar. Ella no quita su mano de entre las tuyas. Dos minutos después ambos se fagocitan mutuamente, con una avidez que te hace olvidar por completo a la bailarina. Las bocas se deforman, retuercen y contorsionan la una contra la otra y las manos inician búsquedas arriesgadas. Pese al golpe de calor que te asalta, estimas que el recurso del frío puede ser una buena excusa para destrabar la situación.
—Hace frío en este lugar —musitas en un instante en que tus labios abandonan los de ella.
—¿Frío? —parece asombrarse ella.
—Pese a todo.
—La noche está bellísima —dice ella, elevando sus ojos al cielo—. Mira allá. Venus.
Tú la miras a ella. Aprecias la suave curvatura de su cuello. Imaginas la escondida tibieza de sus senos.
—Podríamos irnos a otra parte —sugieres.
—¿De veras tienes frío?
—Un poco.
—Pobrecito —musita Julia. Y te abraza. Es notorio que has acertado en el papel de viajante desprotegido. Primero con el temor a los ladrones. Luego con el frío.
—Mira… —piensa ella—. Podemos hacer dos cosas.
Tú aguardas. En un momento pensaste en ofertar la habitación de tu hotel. Pero no conoces los hábitos de la administración. Si te cobran la noche con otra persona, no podrás recargarle el sobreprecio a tu compañía. Tampoco querrías darles explicaciones a tus superiores. Esperas su propuesta.
—O bien podemos ir a mi casa… —dice ella—… O bien podemos ir a la orilla del mar, buscar algún reparo y contemplar las olas. Observar el mar en una noche de luna como ésta… —se arroba, ella—… me eleva, me exalta, me dan ganas de amar…
Te hallas de nuevo frente a otra encrucijada del camino. Debes elegir. ¿Cuál de las dos opciones te suena más apetecible? La casa de ella te parece algo más lógico. Ya no tienes veinte años para andar revolcándote como un perro de aguas por la arena. Pero algo te contiene y te induce a sopesar con más cuidado la oferta. Ella ya te ha sacado del hotel donde parabas. Ahora intenta conducirte hasta su casa. No sabes nada de ella. Puede estar en conexión con una banda de facinerosos brasileños. Con una sociedad delictiva para el crimen que se ocupa de secuestrar ejecutivos extranjeros.
La otra posibilidad tiene también ventajas y desventajas. Ella te ha dicho bien a las claras, y ha sonado sincera, que el mar la enloquece, la enajena y eso te asegura una cabalgata de desenfreno y pasión bajo la cómplice lujuria de la naturaleza en todo su maravilloso esplendor. Le temes, eso sí, un poco, a lo ríspido, a lo inconfortable, a lo salvaje de las arenas entre tus carnes, el filo avieso de las rocas y la amenaza constante de los cangrejos. Pero debes decidir rápidamente. El tiempo pasa y no falta mucho para el amanecer.
Si decides ir con Julia a la casa de ella, pasa a la página 18.
Si decides ir con Julia a la playa, pasa a la página 19.
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La arena cruje bajo tus zapatos. Julia ha sido más práctica y, apenas abandonaron la veredita, se apoyó en uno de tus brazos y se quitó el calzado.
El crujido de la arena se confunde, cada vez más, con el crujido de tus dientes al apretarse. La luna ilumina todo el subyugante paisaje, la playa, el mar y los morros, pero el frío te está atravesando el alma como una bayoneta. Has metido tu mano derecha en el bolsillo de tu pantalón y con la otra sostienes a Julia por la cintura. No es fácil hacerlo, ya que ella está al parecer en un mundo fantástico. Canta en portugués, se contorsiona y baila, alejándose de ti. Dos esperanzas te reconfortan, encontrar un reparo al viento helado que llega del mar y calentar luego tu cuerpo en el contacto con la piel efervescente de Julia.
—¿Dónde podremos ponernos? —preguntas, procurando disimular el castañeteo de tus dientes. Julia parece no escucharte. Ahora habla de un poeta brasileño desconocido, de Goiana, y te pregunta si lo conoces. Le dices que no, que no se lo conoce en la Argentina. En verdad, no conoces ningún poeta brasileño y puedes memorizar apenas algunos nombres de futbolistas famosos. Finalmente, Julia te conduce al reparo de una roca de unos diez metros de alto. Te metes detrás del refugio, saltando para calentar tu cuerpo aterido. Julia advierte tu estado de ánimo. Sin dejar de recitar te abraza y comienza a friccionarte. Poco a poco, las fricciones se convierten en caricias, más y más audaces. La abrazas y buscas el calor de su cuerpo con la desesperación de alguien que se está ahogando. Ella te empuja contra la roca y pugna por quitarte la remera.
Procuras decirle que no, que no lo haga porque el viento helado flagela tu vientre como un escalpelo, pero tu boca está ocupada con la de ella y, por otra parte, tu respiración se entrecorta. Semidesnudos, caen al suelo y es como si te aplicasen una descarga eléctrica. Han caído sobre un charco de agua helada formado en una depresión de la arena, junto a la roca. Chapoteas desesperado, entre la sensación de muerte por congelamiento, los manotazos de Julia y un último recuerdo para tu madre.
—Yo te caliento. Yo te caliento —jadea ella, a horcajadas sobre ti. Pierdes el sentido del tiempo. Cuando recuperas algo de discernimiento, sigues aterido, enredado con ella que recorre con labios y manos tus rincones más privados.
Pero algo no funciona en ti. El hielo ha llegado a ciertos mecanismos naturales inutilizándolos. Los nervios y tendones que debían ejercer la tracción para elevar tu orgullo, al menos hasta el nivel mínimo de la demanda, se han paralizado, ateridos ante el gélido acoso. Lo que busca Julia incluso tanteando con dedos ávidos entre la achaparrada pelambre, casi no existe. Se ha replegado sobre si mismo, como un molusco, como un pequeño caracol amenazado y es ahora un fláccido montoncito buscando abrigo y cobijo en la espesura púbica.
Tras insistir vanamente, Julia desiste. Se pone de pie y recitando ahora versos de otro autor desconocido, sin alegría ya, comienza a vestirse. Tú saltas sobre tu ropa y también te la colocas temblando torpemente.
—Me voy sólo mañana por la tarde —le dices calzándote los zapatos y olvidando que falta poco para que aclare—, podrías pasar por mi hotel al mediodía…
Ella asiente con la cabeza. Se acerca a ti y te deposita un beso en la mejilla.
—Me voy —dice—. Se me hace tarde.
Y se marcha. Tú la ves cruzar la generosa anchura de la playa, hacia la veredita. Terminas de vestirte y corres hacia tu distante hotel. Piensas que jamás has sentido tanto frío en tu vida. Piensas, también, que jamás volverás a ver a Julia.
Lo tienes merecido. Eres un pusilánime. Entre el desafío riesgoso de la bailarina y la mansa expectativa de Julia, te quedaste con esta última. Cuando ella te sugirió dejar el hotel y salir a la calle, también lo aceptaste. Temiste a la opción de ir a su casa por el riesgo de verte envuelto en una trama policial y te dejaste seducir por su entusiasmo en la contemplación del mar. Con tan bajo grado de autodeterminación, no es extraño que te ocurran estas cosas.
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Ella te ha pedido «Espera un poco» y busca y rebusca dentro de su amplia cartera las llaves del edificio.
—¿Las tenías? —inquieres, inquieto. Asiente enérgica, con la cabeza que casi mete luego dentro de la cartera, atisbando bajo la tenue luz que ilumina el palier del edificio. El aspecto de la construcción no es malo, dictaminas. Tal vez ella tenga un departamentito de un par de ambientes. O de un solo ambiente dividido por una cortina, bien arreglado, con muchos pequeños adornos y juguetes. De ésos con el colchón en el suelo. Tal vez ella sea una profesional joven, o una empleada jerarquizada de una gran compañía de las que han impulsado el milagro brasileño.
—También puedo llamar… —musita fastidiada y al principio tú no adviertes lo amenazante de la frase.
—¿Llamar? —reaccionas—. ¿A quién?
—No. No —sacude ella, triunfal, las llaves en el aire. Aquí están.
No te inquietes. Tal vez ella se refería al portero. O a alguna amiga fiel de otro departamento, que conoce sus retornos tardíos. Pasan al palier y agradeces que sobre tu piel haya dejado de castigar el frío. Has elegido muy bien. El mar habría sido romántico y definitorio, pero de suma incomodidad. Esperan el ascensor. Cuando suben a él, te abalanzas sobre ella y vuelven a enredarse en un manoseo frenético. Ella te aparta cuando llegan. Salen a un oscuro corredor. Con la puerta del ascensor abierta para aprovechar la luz Julia abre la puerta de su departamento. Te hace pasar y cierra. Tú estás con los radares funcionando a pleno, pero nada parece erróneo. Ella ha prendido la luz de un pequeño living y todo responde a tus expectativas. Hay esteras y almohadones en el piso, bibliotecas hechas con ladrillos y listones de madera, colgantes brasileños, un equipo de música moderno, una pequeña mesa redonda cerca de la entrada. Ella se dirige hacia una puerta que da a otro ambiente y la cierra con precaución, solicitándote silencio con un dedo sobre los labios.
Tú no sabes si es que hay gente en ese departamento o bien te pide silencio por los vecinos. Es una de esas construcciones cuyas paredes parecen de papel y todo se escucha. Julia se ha quitado el saco, prende el equipo de música y oyes a Vangelis. Todo está bien. Aquello no parece una madriguera de cangaceiros. Es el momento de implementar el ataque final. Rodeas el talle de ella y buscas su boca. Ella te detiene con una mano sobre el pecho y presta atención a algo, con el dedo índice de la otra mano en el aire. Escucha con el ceño fruncido, Tu alarma retorna, pero sólo oyes a Vangelis.
—¿Qué pasa? —preguntas.
—No. No. Nada —dice ella.
—¿Están tus hijos? —arriesgas.
—No —dice ella. Te toma de la mano y te conduce sobre unos almohadones. Se sientan en el suelo, las espaldas descansando contra la pared y retoman el toqueteo. De pronto, ella vuelve a prestar atención como un cervatillo nervioso. Te fastidias. Ella se pone de pie, al tiempo que la puerta interna se abre y aparece la cara somnolienta de una muchacha de unos treinta años, en camisón. Te mira apoyada en el vano de la puerta y se sonríe. Te saluda, la saludas. Julia se le acerca y habla en portugués, en voz baja, como si tú no existieras. Silenciosamente la recién llegada se marcha, cerrando la puerta. Julia se vuelve a sentar junto a ti.
—¿Quién es? —preguntas, un poco ansioso.
—Mi prima.
—¿Alquilan juntas?
—Sí.
—¿Y…?
—No hay problemas.
Julia vuelve a pasar un brazo sobre tu pecho. Tú estás algo dubitativo. Te aprestas a besarla cuando vuelve a abrirse la puerta. Aparece un niño de unos seis años. Y luego otro, una niña, quizás de cinco.
—A cambiarse, a cambiarse —palmotea Julia, desde el suelo, repentinamente animada—. ¡Qué tarde se ha hecho! Ya se van a la escuela.
Te pones de pie, al igual que Julia. Revisas algunos adornos en los estantes. Uno de los niños se va pero entra una señora gorda, mayor y casi mulata.
—Tía Martiné —presenta Julia, mientras extiende un mantel sobre la mesa. Tía Martiné te pregunta algunas cosas sobre Argentina y te ofrece un dulce de la zona, hecho con mango macerado en leche de mandioca, muy feo. Vuelve a entrar la prima de Julia, quien pone el café sobre una hornalla de la pequeña cocinita que da al living. Aparece también la madre de Julia. Julia te dice que no sabe muy bien para qué se levanta mi madre a esa hora si luego se vuelve a acostar hasta el mediodía.
—Para desayunar con los chicos —dice la madre, mordisqueando un pedazo de galletita. Entra también un señor muy anciano que se sienta a la mesa.
—Julia —solicitas, tú, un poco de atención.
—¿Alcanzas esa silla? —te indica Julia, ya desentendida de ti. Se abre la puerta y aparece un adolescente delgado y con rulos, rascándose la espalda.
—Julia… —repites. Una señora, de lentes, llega desde adentro, ya vestida, con una carpeta en la mano. Te saluda con un vaivén de cabeza. En un momento en que Julia pasa a tu lado llevando unas frazadas, le dices:
—Me voy…
—¿Ya? —se sorprende genuinamente, ella—. ¿Por qué no desayunas con nosotros?
Tú has oído hablar de los desayunos brasileños, pero no es el caso.
—No entiendo… —dices.
—¿No entiendes, qué? ¿El idioma?
—Tu invitación. Si sabías que…
—Pensé que te gustaría un momento hogareño. La vida de hotel agota. Es tan impersonal…
—Me voy —repites. La Tía Martiné te ofrece harina de mandioca entre sus dedos rugosos. Se abre la puerta y aparece un señor de unos cincuenta años con camiseta de tiras, agujereada. Tú abres la puerta de entrada y dices «chau» hacia donde está Julia, arreglando la ropa de uno de los niños. Pero ella no te escucha. En el ascensor, te golpeas varias veces la frente contra el espejo. Primero levemente, como para despejarte. Luego con furia, hasta que el cubículo metálico se estremece peligrosamente. Lo tienes merecido. Te lo has ganado por tu proverbial comodidad y molicie. Primero dejaste —con tu habitual mansedumbre— que ella te sacara del hotel. Luego rechazaste su invitación a contemplar el mar nocturnal por temor a las intemperancias de la naturaleza. Siguiendo esa ley del menor esfuerzo te mereces vivir frustrantes episodios como el que has vivido.
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Sin pensarlo mucho —el licor te imprime una fuerza extraña— le has hablado. Está casi al alcance de tu mano, después de todo. Y parecía esperar que lo hicieras.
—Me gustó mucho tu número —le has dicho.
—¿Sí? —ha contestado ella, entre la sorpresa y la complacencia.
—Muy bueno —repites. Muy bueno.
Aplomado, te levantas de tu taburete con la copa en la mano y te sientas en el que estaba vacío, al lado de ella. Te sientas allí, casi codo a codo con la bailarina.
—¿Hace mucho que trabajas aquí? —preguntas.
—Bastante —ella sonríe y mira al barman. ¿Será la novia del barman? No te arredres, no has dicho nada impropio hasta el momento. Ahora puedes verla de más cerca. La piel de sus hombros desnudos es tersa, su voz seductoramente ronca, sus cejas, quizás mal depiladas, tienden a juntarse sobre el puente de la nariz recta. Otra vez te asalta la duda. ¿Será un muchacho? De reojo, ves que la mujer bella y melancólica de la otra punta de la barra, guarda sus cigarrillos en su cartera. Se dispone a partir, desalentada por la elección adversa. ¡Aún estás a tiempo! La embriagadora bailarina que está junto a ti puede ser una formidable compañía de lecho, como pocas veces has tenido oportunidad de poseer o bien revelarse como un avanzado estudiante de arquitectura, un músico de la línea de Hermeto Pascoal o un astro de fútbol de salón.
—¿Tomas algo? —preguntas por mantener vivo el fuego de la conversación.
—Estoy tomando —dice ella, mostrándote el largo vaso lleno casi hasta al borde con un líquido amarillento. Habla un castellano con fuerte acento portugués. Bebe, ahora, para demostrarte que no precisa otro trago. ¡Esa puede ser la prueba! Alguien te ha dicho que los travestis pueden disimularlo todo menos la nuez de Adán. La observas con fijeza y no percibes ninguna saliente extraña subiendo y bajando por su cuello maravilloso mientras traga.
No parece ser un hombre. A tus espaldas, la cabeza gacha, se marcha la mujer lánguida de la punta de la barra. Ya puede irse. Tu estás embarcado en una relación con una muchacha estremecedora que generaría la envidia de cualquiera de tus amigos. Miras alrededor. Desde el fondo del salón, un americano te mira y sonríe fugazmente. ¡Otra vez la horrible incertidumbre! ¡Quizás eres el único en no advertir que tu codiciada presa no es lo que parece ser! Pero… no te persigas. No te tortures, no hay indicios que indiquen que esa belleza es un muchacho. Un poco ancha de hombros, tal vez; caderas algo finas, quizás demasiado huesuda, pero eso es todo. El barman, por otra parte, te alertaría. A nadie le interesa perder un cliente por una tontería así.
—Cuando termines… —retomas el insulso diálogo que se ha interrumpido hace un tiempo espantosamente largo— …te convido a otro trago.
—Es un poco tarde.
—¿Qué tienes que hacer después…? —vacilas—. Olvidé tu nombre. Lo vi en el cartel de la entrada pero…
—Nara.
—Bien, si no tienes que hacer nada…
—Nara. Me llamo Nara.
Te ríes con ella. Esa confusión ha sido buena. Ha distendido el ánimo.
—Y tengo algo que hacer —continúa ella—, debo ir a mi casa.
—¿Puedo acompañarte?
—¿De veras? Se te hará muy tarde…
—De cualquier forma, el año ya está perdido.
—No digas eso. Estamos recién en abril.
El chiste siempre te ha dado resultado. No esta vez. Ella lo ha tomado seriamente y tú te sientes un poco imbécil. La chica no parece ser una lumbrera. Pero no se puede tener todo.
Ella se ha puesto de pie y su cuello delgado es escultural. Es casi tan alta como tú. Tú también te paras. Ella te pone una mano familiarmente sobre un hombro y hace oscilar en la otra el pequeño bolso de lentejuelas plateadas que pende de una larga cadenita fina.
—¿Te vas, Nara? —ha dicho el barman.
—Tengo quien me acompañe —se sonríe tramposa, ella, y pega con el bolso contra tu estómago—. Para que veas que aún tengo éxito con los hombres —se ufana, y el segundo vaivén del bolsito te golpea exactamente en los testículos. Aspiras hondo y tensas los músculos del cuello. Te ha dolido y lo que es peor, te dolerá más. Transpiras. Por fortuna, tu respingo fue casi imperceptible. Ella no lo ha notado. El barman, que te miraba, sí. Te hace un gesto con las cejas, enarcándolas. ¿Qué ha querido decirte? ¿Ha querido prevenirte, acaso? ¿Está tratando de comunicarte algo? ¿Está intentando advertirte de un peligro? ¿O será simplemente una recomendación para que te cuides de la carterita? Sales con ella a la calle. Por un momento has pensado en ofertarle la habitación de tu hotel. Pero pueden cobrarte un recargo por compartir el cuarto. Tú puedes afrontar ese gasto, pero quizás conste en la factura y no quieres dar explicaciones a tus jefes.
—¿Dónde dejé el carro? —se pregunta ella cuando salen al fresco de la noche.
—¿Tienes carro?
—Allá está —en la calle desierta, casi sobre la esquina, reluce bajo la luz de mercurio un Volkswagen escarabajo rojo, como un gigantesco hongo.
—Pensé que tendría que acompañarte a pie.
Ella te alcanza unas llaves.
—No deberás hacerlo. Pero puedes conducir.
Suben al coche. Cuando te ubicas en el asiento del conductor compruebas lo alta que es tu ocasional acompañante. La butaca te queda lejos de los pedales. Calientas el motor y, en tanto esperas, adviertes algo que te inquieta. El parabrisas tiene una calcomanía. Al través observas que se trata del símbolo de un club de artes marciales. ¡No te arredres! La ocasión es más que propicia para iniciar un ataque. Te lanzas sobre ella y la besas con desesperación. Su lengua sabe a tabaco pero no difiere en mucho a la del resto de las mujeres. Ella responde con franqueza y buena disposición. Sus manos, grandes y angulosas se meten bajo las mangas cortas de tu remera. Tú, entonces, te sientes habilitado para iniciar una exploración por abajo, en la entrepierna. Pero ella te detiene. Atrapa tu mano y se retira un poco.
—Juicioso —modera, sin perder la sonrisa—. Después.
Tú vuelves a enfrentar el volante y arrancas. La duda torna a escarbar tu cerebro como un insecto depredador. Las calles están desiertas y van a buena velocidad. Con buen humor, ella te va haciendo indicaciones. Te informa que en un edificio que han pasado trabaja su hermana.
—¿Son dos mujeres? —has preguntado.
—Sí —ha dicho. Es algo. Al menos tendrás una cosa para reprocharle después, si ha mentido. Llegan. Ella te indica que estaciones frentes a un hotelucho.
—Es aquí —dice.
—¿Aquí? —te asustas. Ella advierte tu resquemor.
—Aquí. ¿Por qué? —ella también mira hacia el hotelucho como si lo viese por primera vez. La puerta abierta muestra un hall de entrada de paredes descascaradas y cochambrosas, bañadas tenuemente en una luz amarilla que llega desde una bombilla asmática. Los dos peldaños que acceden al interior están curvos de tan gastados. Hay manchas de humedad y sólo puedes ver, además, una escalera mugrienta que se pierde hacia arriba. Apoyado en el marco de la puerta hay un negro grandote, panzón, mal entrazado. Entre la sombra que echa sobre su rostro oscuro la visera de la gorra y la luz escasa que lo ilumina de espaldas, adviertes el brillo del blanco de los ojos y la brasa del cigarrillo. Otro negro, más delgado, de bigotes, como salido de la nada, se acerca al primero con una botella de cerveza en la mano. Se apoya en el vano de la puerta del lado de afuera y mira hacia el auto. Hay un olor penetrante a fritanga, pese a la hora y a las cerradas ventanillas del Volkswagen. De pronto se escuchan gritos de mujer en el interior del hotelucho, un portazo, una bocanada de música movida. Otra vez el silencio. El negro recién llegado eructa como una bestia.
—¿No te gusta? —pregunta Nara.
Haces un gesto más que elocuente con la cara.
—Mi pieza es linda —aporta ella—. Nos metemos allí dentro y nos olvidamos del mundo.
—¿Qué otra posibilidad hay? —preguntas, casi con la misma frialdad que consultarías sobre otro plan de pago.
—El auto. Nos vamos por las afueras, para evitar los curiosos.
La vida te obliga a elegir a todo instante. La disyuntiva está muy clara y debes tomar una decisión. El hotelucho o el auto. El hotel parece brindarte la ventaja de una cama y quizás un baño, según la información brindada por Nara, que suena a sincera. Juega en contra la evidencia de su aspecto ruinoso. Es, sin duda, una madriguera de malandras que te mirarán como a un bocado apetitoso. El auto tiene, también, ventajas y desventajas. La ventaja reside en la seguridad, en el aislamiento, en la privacidad que te brinda el carrozado alemán. No tendrías, por otra parte, que abonar la noche de hotel si es que Nara no vive permanentemente allí. Las desventajas son, también, obvias. El tamaño escaso del «escarabajo», sumado al físico generoso de la bailarina, harán dificultoso el acople. Debes elegir y hazlo rápido. No hay demasiado tiempo que perder.
Si decides quedarte en el hotelucho con Nara, pasa a la página 10.
Si decides por continuar en el auto con ella, pasa a la página 57.
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Se han bajado del auto y pugnas por parecer tranquilo mientras te metes el arrugado borde posterior de tu remera bajo el cinturón. El olor a frito es más fuerte afuera del coche. Desde un balcón te llegan unos gritos destemplados, unos golpes y el gemir agudo de un perro. Ya no puedes volverte atrás, pero deberías haber pensado mejor la posibilidad de hacerlo en el auto. Fijas la vista en el trasero apretado y musculoso de ella que ya entra al hotel para animarte. La codicia por poseerla te hará superar todos los temores y las amenazas. Cuando subes los peldaños para acceder al hall, escuchas que el negrazo de la gorra te dice algo con voz ronca. Te haces el que no lo oyes. Un ramalazo de aliento a alcohol te golpea la cara. Nara contesta por ti. Durante unos instantes parlotea con el negro en un portugués cerrado que parece ruso. El otro negro te mira y se ríe, después tose. Suben por las escaleras y comienzan a divagar por pasillos laberínticos y nuevas escaleras. Suben y bajan en aquella semipenumbra, por momentos tienes la impresión de que ya deben haber salido del estado de Santa Catarina. Cada tanto, Nara te indica que no pises a alguien o algo tirado en el piso. Cuando ya tus nervios están a punto de traicionarte llegan a su habitación, la 7863 del hotel «Nirvana». Cuando se meten adentro y Nara cierra con llave, respiras aliviado. Ella prende la luz y puedes ver una habitación bastante amplia y aceptable. Hay una puerta alta y estrecha que da a un baño, seguramente, lo que te tranquiliza. Sería inquietante tener que salir de nuevo a esos pasillos, perseguido por necesidades fisiológicas. ¡Te jugaste y ganaste! El arriesgarse valió la pena. Por fin estás solo con ella y ya casi ha desaparecido en ti esa duda horrible que te atenazaba el pecho. Máxime ahora cuando ella se refriega contra ti como una víbora, los dos enlazados, de pie, en el centro de la habitación. Del mismo modo extemporáneo como saltara sobre ti, ahora pone distancias. Se para junto a la cama y se quita el vestido ceñido, contoneándose como lo hiciera en el escenario de tu hotel. Tú no puedes quitarle los ojos de encima, jadeante y ardiendo. Ella ha pateado sus zapatos debajo de la cama y aquello le ha restado apenas unos centímetros, pero sigue siendo de una dimensión estremecedora. Sin dejar de mirarte se quita el sostén y te brinda la prueba definitiva: con un movimiento grácil y coordinado se saca también el pequeño slip negro. ¡Es una mujer! ¡No quedan dudas! Casi a tirones te arrancas la ropa en tanto ella se dispone a ir al baño. Tú también quedas desnudo y te abalanzas sobre la cama. Ella abre la puerta del baño y por allí aparecen dos morenos de un tamaño fenomenal.
—No está armado —les dice ella, ya seria, entrando al baño. Los morenos casi no te miran a ti, que yaces envarado, de espaldas sobre una colcha áspera y desaseada, con tus ojos levemente desorbitados. Mientras los negros, entre los cuales reconoces al de la gorra, revisan tus ropas quedándose con los dólares y las tarjetas de crédito, oyes como Nara canturrea bajo el agua de la ducha. Luego ves como el negrazo panzón se te acerca y te toma de la muñeca. Si intenta ponerte boca abajo, habrá llegado el momento de defenderse. Pero el negro, con un tirón limpio, se queda con tu Bulova Calendar «CL». Luego los morenos indican que te levantes, le gritan algo a Nara que saluda desde el baño. Te ordenan que, desnudo, salgas de nuevo a los pasillos, delante de ellos. Después, te meterán en el Volkswagen y, sin una palabra, te abandonarán en la esquina de tu hotel, sin tocarte uno solo de tus cabellos. ¿Quieres saber algo? Lo tienes más que merecido. Fundamentalmente por irresponsable. Aquella muchacha bien hubiese podido ser un travesti. Pero, aun cuando no lo fuera, como efectivamente sucedió a la postre, sólo un irresponsable integral puede aceptar entrar en un hotelucho de esos por seguir a una hembra. Tampoco pensaste en el peligro de un contagio de una enfermedad venérea, en la amenaza creciente del Sida. Tú te lo has ganado, muchacho. A tu edad, deberías saber calcular mejor las posibles consecuencias.
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Vuelves a dar contacto al motor, cargado de dudas. Por una parte, te tranquiliza alejarte de aquel infecto hotel y sus tenebrosos habitantes. Pero, admites, que el momento de poseer a tu formidable acompañante parecía tan próximo y ahora torna a alejarse. ¿Adónde irás a parar? ¿En qué desierta carretera de tierra tendrás que adentrarte? ¿Entre qué poco tranquilizadores matorrales deberán estacionar para acometer el último de los actos? ¿Cómo se las arreglarán Nara y tú para contorsionarse dentro de aquel pequeño prodigio de la técnica automotriz germana y encontrar lo que pretenden el uno del otro? Tal vez hayas equivocado tu decisión. No te tortures, pero es posible que le hayas errado de medio a medio. El Volkswagen ya ha dejado las calles suburbanas y está lanzado por la carretera. Esta es serpenteante, sinuosa y amenaza convertirse en camino de cornisa. No quieres distraerte, pues el camino es peligroso pero te resulta difícil lograrlo ya que Nara te ha atrapado con sus largos brazos por el cuello y te asesta larguísimos y húmedos besos sobre la clavícula derecha. Pese al entusiasmo que aquello te ocasiona tratas de indicarle que se modere, ya que no puedes concentrarte en el camino. Ella no ceja en su desborde en tanto tú adviertes que estás contorneando los altos morros y el haz de luces amarillas del Volkswagen ilumina los guarda-rails.
—¿Dónde podemos parar, Nara? —jadeas.
Ella no contesta, se está encaramando sobre ti, ha pasado una de sus largas y enloquecedoras piernas sobre tus muslos. Tú quitas el pie del acelerador y gritas.
—¡Cuidado! ¡Nos vamos a matar!
Ella está en pleno desenfreno. Insiste en ponerse a horcajadas arriba tuyo.
Eso es inadmisible para cualquier espíritu razonable. Debes detenerte. Pero no hay banquina donde ubicarse y las curvas se suceden en loco carrusel.
De repente, un bocinazo, con la estridencia, la potencia y la densidad de una sirena de transatlántico parece elevar por detrás a tu coche. Al mismo tiempo que todos los cabellos de tu nuca se erizan como los de un gato aterrorizado una luz de deslumbrante blancura pone de día el interior de tu coche. ¡Hay un camión semirremolque de 50 toneladas detrás tuyo! ¡Casi tocando con su paragolpes la luneta trasera de tu Volskwagen! ¡Y ese monstruo está lanzado a no menos de 130 kilómetros por hora! Para colmo, Nara, como si no hubiese caído en la cuenta de nada, está ya, frenética, sentada sobre ti, entre tu pecho sudoroso y el volante, sus dos senos han emparedado tu cara, sus brazos te atrapan por la nuca, sus piernas ciñen tu cintura y salta, brinca y muerde como una perra.
—¡Nara! ¡Nara! ¡Nara! —gritas, desesperado, pese el incontenible llamado del sexo. ¡Te inclinas, locamente, hacia ambos costados, procurando ver el camino pero ella te cubre los ojos y la nariz con sus labios ávidos! ¡No puede esperar hasta un sitio donde detener el auto! ¡Es una pantera sedienta de sexo! No puedes creer lo que te está sucediendo. Aquello es maravilloso para contarlo después a tus amigos, pero altamente dramático para vivirlo en ese momento. Otro bocinazo, más perentorio, más largo y más abrumador que el anterior te hace saltar en el asiento, pese al peso de ella. Oprimes el acelerador hasta la tabla y ya no ves nada. Sientes, por último, un golpe y el mundo se oscurece para ti.
Te despiertas en la cama de un hospital. No puedes moverte. Todo lo que puede registrar la visión periférica de tus ojos es vendaje. Tu pierna derecha pende de un sostén metálico. El dolor te recorre el cuerpo como un rayo hirviente. Un médico se acerca y te habla en portugués. Entiendes, a duras penas, que te devolverán a tu país en un helicóptero de las Naciones Unidas. Tu aventura ha terminado mal y… ¿sabes una cosa? Te lo has buscado. Lo tienes merecido. Por varias razones. Te has enceguecido con el sexo. La grosera pasión carnal te vendó los ojos por completo. Tenías la posibilidad de alternar con una joven dulce y melancólica, sin duda mucho más acorde con tus apetencias y sensibilidades que la bailarina. Pero no, tu libido exaltada prefirió la oferta más grosera y primaria. Desechaste el hotel, además, por no gastar unos miserables dólares de más, rechazando la seguridad que te brindaba.
Y te dejaste llevar de la nariz, por otra parte, como si siempre hubiese nada más que dos opciones. Y tú sabes que, con imaginación, puede hallarse una tercera. Lo tienes merecido, muchacho. Y ha sido doloroso el aprendizaje.