El mayor de mis defectos

¿Sabés cuál es el mayor de mi defectos, viejo? Soy muy sincero. Soy demasiado sincero. Yo te tengo que decir una cosa y te la digo. No me callo ¿viste? Yo sé que a veces es mejor callarse, quedarse en el molde, mandarse a guardar, pero ¿qué querés que te diga? Yo soy así. Por ejemplo, cuando veo alguna injusticia, alguna cosa injusta, no me puedo quedar callado. Y te digo, te digo, yo sé que más de una vez más vale no hablar, ¿viste? Es más inteligente, más diplomático, salís ganando si te quedás en el molde pero, bueno, es un defecto, como cualquier defecto de cualquier ser humano.

Yo te digo que me he metido en más de un quilombo por ser como soy. Muchas veces los amigos me dicen «quedate callado, no abrás la boca» pero ¿viste? uno es así, qué le vamos a hacer. Entonces hay cosas que no las puedo escuchar sin decir algo, mi viejo. Porque uno escucha decir una sarta de pelotudeces que te da en el quinto forro de las pelotas. A mí no me la van a venir a contar, a mí no me la van a venir a vender cambiada, porque yo estuve también allá. ¿O no estuve yo también allá? ¿A mí me la van a venir a contar? Entonces aparece un tipo como éste y te cuenta esas historias de que se ha cojido a todas las minas habidas y por haber en Europa y te aseguro que a mí me hace reír las bolas, no me vengás. Porque este tipo que estuvo recién acá, y que yo me quedé bien callado la boca porque no sé si será amigo tuyo o qué será; este tipo, te cuenta la mitad de la historia, no te cuenta todo el asunto como es en realidad. Entonces yo sí, te garanto, te puedo contar cómo es la verdad de la milanesa, con las buenas y las malas, que no es lo que te contó el muchacho este, que no sé si será amigo tuyo o qué será. Y te digo más, esto que te voy a contar no se lo he contado a nadie, porque si yo tengo algún defecto, ése es el de la discreción. Yo soy muy discreto, viejo. Soy una tumba. Yo no te voy a andar ventilando, como este nabo, que me voltié esta mina o aquella otra. En esos casos hay que ser más reservado, yo creo. Pienso ¿no? Y te digo que esto de la discreción es un defecto porque a veces uno tiene que saber venderse, vender tu imagen ¿viste? Si no lo hace uno, ¿quién lo va a hacer? Aparece cada nabo que se viene a contar la Pasión y la pasa de Gardel y a uno, como es callado, no le dan ni pelota. Pero, es así, a mí no me gusta andar ventilando.

Entonces te cuento lo que me pasó cuando estuve en Israel. Porque yo estuve en Israel. Vos te preguntarás ¿qué carajo hacía este tipo en Israel? Bueno… Yo estuve en Israel porque yo, aunque vos no lo creas, soy muy creyente ¿viste? Cada uno en lo suyo. Y así como yo respeto tus creencias, yo te exijo que vos respetés las mías. Creo que eso es lo más justo. No sé. Pienso. Y así soy para todo, porque si yo tengo algún defecto es el de ser muy respetuoso. Muy respetuoso. Muy estricto. Yo soy respetuoso con vos pero ¡ojo! vos tenés que ser respetuoso conmigo ¿me entendés? Y, bueno, era la época del dólar barato, la vaquería andaba un vagón, entonces agarré unos verdes y me fui a Europa. Y, de paso, de paso, me corrí hasta Israel. Porque, además, yo conocía una piba que se había ido a estudiar a la Universidad de Beersheva. Beersheva es una ciudad universitaria ¿viste? y esta piba, que era argentina, estaba estudiando ahí. Yo, en realidad, quería ir a Jerusalén, para ver el asunto del Muro de los Lamentos, el Vía Crucis y todas esas cosas. Correrme hasta Belén llegado el caso. Pero Beersheva tampoco me venía mal y ya hacía pie en lo de esta piba. Era una piba judía que yo me matraqueaba en un tiempo, hace mucho, pero le escribí y la piba me dijo que macanudo, que fuera a visitarla. Ventajas que da el hecho de que yo siempre me porté bien con ella ¿viste? Lo que te dije del respeto por todas las creencias religiosas. Bueno, caigo por Beersheva y ¡para qué te cuento! La de minas que había allí no te lo podés imaginar. Vos pensá, una ciudad de estudiantes, ¡estaba así de pendejas! Y allí, vos sabés cómo es la cosa, las minas son mucho más independientes, más superadas. Allá ellos saben que, en cualquier momento, se les arma el quilombo con los árabes, que, en cualquier momento, los palestinos les meten una bomba, entonces ellos viven el presente, el día de hoy, no tanto hacer planes para el futuro ni un carajo. Si hay que cojer, cojen, si hay que pelear, pelean, si hay que estudiar, estudian. Son así, es otra forma de ser. Y, te imaginás, vos llegás ahí, sos argentino y ¡para qué! no sabés la bola que te dan. Porque eso de los argentinos es cierto, es cierto. Pero ¡cuidado! cuidado, porque yo te voy a contar bien el final de la milonga, que es lo que no contó el nabo éste que vino antes. Estos te cuentan la mitad de la historieta, entonces esperá que yo te cuente la otra parte. Mirá, llegó un momento en que decidí irme de ahí porque tenía el ganso destrozado, era una magnolia eso, una cosa lamentable. Y así no se puede, viejo. Así no se puede. Porque al final vos no disfrutás. Yo te digo que en Beersheva había mucho para ver, porque era medio desértico eso, pero algunas cosas eran interesantes, más para un tipo como nosotros que nunca hemos estado ahí, por esa zona. Pero yo me la pasaba todo el día encamado, al final no sabía si afuera llovía, salía el sol, qué mierda pasaba. Había que irse. Te cuento que las minas, las compañeras de estudio de esta piba, mi amiga, me decían «Quedate, Carlitos, quedate», me rogaban casi. Pero yo me piré. Estaba fusilado, por otra parte. No te podés exigir tanto. Y eso que, vos sabés, yo soy una máquina pirovando. No me voy a agrandar y a decirte que soy un fenómeno, no voy a caer en la misma de este pelotudo que estaba antes, pero tenés que tener en cuenta que cuando yo llegué a Beersheva ya llevaba como tres días de ayuno. Llegué desesperado. Me ponían un camello adelante, me lo fifaba. Me la había pasado de avión en avión y, si no es por una francesa que conocí en un vuelo Copenhague-Niza, y que después te voy a contar, hubiera venido de mucho tiempo más sin sacar a declarar al Topo Gigio.

La cuestión es que Carlitos se alquiló un auto, una especie de Fiat que allá no sé cómo mierda lo llaman, y me piré para el Mar Rojo. A Eilat, que es un balneario sobre el Mar Rojo, en la frontera con Jordania. Solo. Solo mi alma. Hay que cruzar el desierto de Negev, viejo. Es un desierto eso, pura arena. De tanto en tanto te cruzás con un tanque hecho pomada, que ha quedado de la Guerra de los Seis Días. Vos no sabés la cantidad de esos tanques que se ven por ahí. Para mí que los dejan como escarmiento, como acá cuando matan un carancho y lo cuelgan del alambrado para que los otros se caguen en las patas.

En Eilat estuve un par de días, no sé, dos o tres días habré estado y, como medio me hinché las bolas, me volví para Tel Aviv. Y te digo, en Eilat nada, pero nada de nada, abstinencia total, ni un palestino me cojí, para que veas que la cosa no es tan sencilla como te la pinta el flato este. Bueno, de vuelta a Tel Aviv, de nuevo el desierto, y el Mar Muerto, que es una cagada que no lo podés creer, después te cuento por qué. Y ahí tenés que pasar por Masada. Vos te preguntarás qué es Masada. Bueno, Masada es una fortaleza que está arriba de una montaña, una montaña bastante altona.

No me preguntés quiénes eran los que defendían esa fortaleza porque no me acuerdo, ahí había un guía que te contaba la historia, pero como yo no cazaba un soto de inglés, no le entendí. Pero parece que, en esa fortaleza, miles de años atrás, se refugiaron unos ñatos. Te digo que de la fortaleza quedan las ruinas. Medio que te la tenés que imaginar. Y se llega ahí por un cablecarril, está lleno de turistas eso. Lo que yo me preguntaba era a quién carajo le molestaba esa fortaleza, porque si los enemigos pasaban por abajo, tan alto es eso, que ni los de arriba pueden tirarle nada a los de abajo, ni los de abajo podían hacerle nada a los de arriba. Te imaginás que no había cablecarril en esa época. Entonces, yo pienso, si yo hubiera sido uno de los de abajo y vos te mandabas ahí arriba a refugiarte… ¡pero yo te dejo, querido! ¡Quedate ahí hasta que se te canten las bolas! ¡Si no me podés hacer un sorete!… Pero, bueno, yo entro a recorrer ese asunto, ahí arriba y, en una de ésas, miro para abajo y veo, en una meseta, no tan alta como la fortaleza, pero bastante alta, ahí al lado, una serie de tiendas, de carpas, un montón de gente, autos, camiones, y hasta una de esas catapultas ¿viste? de esas catapultas con que los antiguos se cagaban a piedrazos. Una de ésas. Yo lo veía medio chiquitón todo, desde arriba, pero se veía bien. ¿Qué es eso?, me acuerdo que pensaba yo. Y unos italianos que estaban al lado mío, un matrimonio grande, me dicen: están filmando una película. Los yanquis están filmando una película. «Masada» se va a llamar.

Mirá vos. Mirá vos qué bien, dije yo. Y chau picho, ni bola le di más al asunto. Bueno, bajo y me piro. Cazo el Fitito y me piro.

Muy bien, llego a Tel Aviv y allí yo tengo un amigo, un muchacho de acá, de Rosario, que hace una pila de años se fue para allá a jugar al fútbol y terminó poniendo una pizzería. Le va muy bien con la pizzería. Y ahí, en la pizzería del Raúl, conozco a otros argentinos y a un peruano. Este peruano se hizo muy amigo mío, yo no sé, le caí bien, qué sé yo. Vos viste que los peruanos, los bolivianos, en fin, en el resto de Sudamérica nos tienen como una especie de admiración a nosotros, no sé, nos ven distintos, con más mundo, más roce, te diría. Y me invita a una joda. Pero él no me dijo qué tipo de joda era. Me dijo «vení a una joda» pero no me dijo nada más. Resulta que, este peruano, era de una embajada, de un consulado, algo así, me enteré después, y estaba relacionado, pero muy bien relacionado, con el alto nivel de Tel Aviv, con lo bacán bacán de Tel Aviv. Bueno, yo llego a la joda con él —que no era en su casa pero era en la casa de unos amigos de él— y me encuentro con una casa de puta madre, con parques, jardines, pileta de natación, y un culerío de gente. Yo, en el molde ¿viste? porque si yo tengo algún defecto es que soy muy medido. Demasiado medido. A veces hay que ser más arremetedor, más caradura, lo comprendo, pero a mí no me gusta. No me gusta pasarme de la raya, ni bandearme del lugar que me corresponde. Entonces, yo había ido ahí llevado por un amigo y no quería hacerlo quedar mal ni ponerme en evidencia al pedo. Yo me conozco ¿viste? Y eso que, te cuento, apenas llegué, había como mil personas ahí, las minas ya empezaron a marcar. Eso no es verso, viejo. Lo que te contaba antes este muchacho no es todo verso, algo de verdad hay, lo que pasa es que no te contaba toda la historia. Pero lo cierto es que los argentinos tenemos algo especial, algo que es difícil de explicar, y que no es ni la pilcha, ni los zapatos, ni los talompa, porque todo eso ellos lo tienen y lo tienen mejor que nosotros, querido. No. Es otra cosa ¿viste? Yo no sé. Por ahí es ese toque medio reo, medio canchero ¿viste? que ellos no están acostumbrados a ver. Y, además, no nos hagamos los giles, está la cosa exótica. Para ellos Sudamérica es un zoológico. Y las minas te ven a vos y ya piensan en la Revolución, en la cosa salvaje, el toque medio aindiado les cabe mucho, Se vuelven locas cuando ven a alguien medio tirando a morochón, sabés. Y además el hecho de que uno sea argentino, porque si vos sos sudaca, pero sos un bolita o un paragua, o un peruca mismo, la cosa ya cambia. Te miran, sí, pero como con curiosidad, como vos podés mirar un ornitorrinco en el jardín zoológico, que lo mirás y decís «qué bicho interesante» pero no te lo vas a llevar a tu casa ni en pedo, es la verdad.

En cambio, un argentino, combina un poco esa cosa salvaje —salvaje para ellos—, del sudamericano, esa cosa aindiada, algo primitiva, con el toque europeo, lo que nosotros tenemos de la cultura europea. Y después está la rapidez ¿viste? la viveza de uno para captar enseguida. Eso las mata. Vos podés no entender el idioma, estar en un lugar que no conocés, pero el argentino es águila para ver cómo viene la mano, para darse cuenta enseguida con un gesto, con una mirada. Es al pedo, es así. Ve bajo el barro. Uno no podrá sabérselas todas pero la cancherea. La necesidad te hace así, y las minas se dan cuenta enseguida. Tanto que, te digo, los machos se rompen bien roto las pelotas.

Cae un argentino a una fiesta y los machos te miran con una cara de orto que te asusta, porque las minas, ponele la firma, que no se te van a venir encima pero te marcan, y marcan descaradamente. Así que yo llegué ahí y ¡para qué! había como mil minas y entraron a junar, a comentar entre ellas.

En fin, lo de siempre. Además ¿sabés por qué? Hay mucho trolo. En Europa hay mucho trolo, las pendejas te cuentan que ya no confían en nadie. Que hasta el tipo con más pinta de macho resulta que es un trolo del año uno. O le gustan las dos, está en las dos, es binorma. Capaz que hoy te salen con una mina, muy bien, todo bárbaro, y mañana se hacen romper el culo con un grone, ahí todo vale. A más de una mina le ha sucedido de pasarse toda la noche con un tipo y que, a la mañana, el tipo le diga «ahora, querida, rajate que va a venir mi amigo». Así nomás, de frente march.

Pero, te digo, en esa fiesta yo tomé la política de ir despacio ¿viste? por lo que te conté. No quería pisar en falso, mandarme alguna cagada. Entonces, me serví un trago, había mozos a rolete, y me mantuve carpeteando, tranquilo. Además, te aseguro que no te lo podés creer, no se puede creer la bola que te dan las minas. Porque te cuento que había muchos machos ahí, con sus buenas pintas, no te vayas a creer, yo no me engaño, que yo pensaba «¡Qué me van a dar bola a mí, con la facha que tiene uno!». Yo tampoco me voy de boca, uno sabe que no es Alain Delon tampoco. Y en eso, en eso que estaba en la fiesta, gran revuelo, gran quilombo, porque llegaba alguien, alguien muy especial. La gente que corre hacia una de las puertas… en fin… alguien venía. Entonces veo que entra una mina espectacular, pero espectacular te juro, una belleza. Acompañada por un rubio grandote con cara de caballo, pero que tenía su lomo el rubio. «¿Quién es? ¿Quién es?» todo el mundo, yo también. «Es una estrella de cine» me dice el peruano «que está filmando Masada, acá nomás». Y ahí yo relaciono lo que había visto en el viaje. Y ahora te pido a vos que me perdones una cosa… no te voy a decir el nombre de la mina ¿viste? Total, para la anécdota es lo mismo. Yo te digo que es una actriz de cine y ya está porque… no me gusta andar desparramando por ahí lo que uno hace con las minas. Aunque te digo que, en este caso, ella se merecería que yo le contara a todo el mundo cómo fue el fato, por lo que me hizo después. Lo que me hizo después no tiene nombre. Pero te digo que era una estrella de las más, más renombradas del ambiente. Te repito que si yo tengo algún defecto, ése es el de la discreción y esta mina sigue laburando, sigue filmando, es una mina de una vida pública y no quiero que, algún día, pueda decir que yo anduve bocineando un fato por ahí. Así que dejalo ahí, era una estrella de cine de fama internacional y punto.

Qué te digo que cuando a mí me dijeron el nombre de esta mina, yo, despistado como soy, ni la ubiqué. Después me apiolé y la reconocí. Claro, desde que la había visto en «Bullit», con Steve McQueen, que no la veía. Bueno, ahí yo la corté. La vi entrar a la mina con el macho —de más está decir que enseguida desapareció en un remolino de gente— y yo me olvidé del asunto. Me puse a conversar por ahí con unos italianos, con un brasileño que había, en fin, con la gente con la que podía entenderme más o menos. Y, en eso, miro, y ahí cerca, a unos seis, siete metros, en un grupo de gente, estaba la mina ésta, con el punto que la acompañaba (después me dijeron que era un ruso que bailaba ballet), mirándome. Pero no mirándome así como quien mira a alguien, cómo te diría, por mirar… No. La hija de puta me clavaba la mirada como para matarme. Yo aparté la vista, pero cuando la vuelvo a mirar, esta mina me seguía mirando. Entonces yo, y te juro, a riesgo de pasar por boludo o por puto, me fui para otro lado, me las tomé, no quería lola ¿viste? vos me podés entender. Mirá, el mayor de mis defectos es que yo soy muy respetuoso. Demasiado respetuoso. Y a veces por educado te confunden con trolo. Pero, oíme, si vos tenés una mina, y es tu mujer, y vos la querés y estás bien con ella, ella se me podrá tirar una y mil veces que yo no le voy a dar bola. Las minas son muy guachas en ese aspecto, muy guachas. Pero uno debe guardar un respeto, un decoro. Y esa mina estaba con el rubio o al menos había llegado con el rubio y yo prefería, en principio, hacerme el sota. Entonces cacé otro vaso de whisky y me mandé para una escalera, algo apartada, donde ya había algunas parejitas sentadas, charlando ¿viste? con los platitos de queso y esas boludeces en las rodillas, escuchando música. Yo me fui ahí y me senté. Y estaba en eso, medio mirando otra cosa, no sé qué sorete estaba mirando, cuando por ahí escucho «esquiusmi» y alguien me toca el hombro, como para pasar, como para subir la escalera para arriba. Levanto la vista y estaba la mina, ahí nomás. Te juro que los ojos, ojos verdes, eran una cosa de locos… dos… dos esmeraldas eran, eso. Dos esmeraldas. Yo, boludo, medio me hago a un lado como para dejarla pasar, para que suba. ¡Y la mina se sienta, se sienta al lado mío, en el mismo escalón! «¿Tú espic inglis?» me dice, algo así, que yo me di cuenta que me preguntaba si yo hablaba en inglés. «No» le digo yo, un poco en duro, un poco en asqueroso, mientras junaba para ver adónde andaba el rubio.

Pero no lo veo, el rubio había desaparecido. «No» le digo. «Tú eres argentino» me dice la mina, en un castellano bastante atravesado pero entendible, «Tú eres argentino». ¿Podés creer? La mina se había dado cuenta. Lo que yo te decía antes de nosotros en el exterior. Hay que creer o reventar, viejo. Yo no sé si se dan cuenta por la forma de pararnos, o de caminar, o de mirar; puede ser por la forma de mirar, medio de ajoba ¿viste?; pero estas turras se dan cuenta enseguida que uno es argentino. Bueno, no te la hago larga. La mina me dice que ella había estado en la Argentina, que era un país que le gustaba mucho, que le hubiera gustado estar más tiempo… Y me sale con algo que me sentó de culo. «Yo a ti te conozco» me dice. ¡Mirá vos! Yo me quería morir. ¿De dónde carajo me iba a conocer esa mina? «Yo a ti te conozco» me dice. «Vos estuviste en Masada ¿no es cierto?». «Sí» le digo yo. «Bueno, yo te vi cuando te asomabas. Yo estaba mirando hacia arriba con unos prismáticos. Me fascina esa construcción de tanto tiempo atrás. ¡Tiene un algo fantástico y misterioso!». ¡Mirá vos! La mina me había visto y no sólo me había visto sino que me había reconocido. Pero se ve que vio mi cara de asombro, mi cara de sorpresa, que va y me la completa… «¡Tú tenías puesto un sombrero de colores azul y rojo!». Y era verdad, viejo, te juro por mi madre que era verdad porque yo llevé por toda Europa un gorrito de San Lorenzo que me regaló un hincha de ellos cuando vinieron una vez a jugar a Rosario. Viste que la hinchada de Central y la del Ciclón son muy amigas. Rosario y el Ciclón, un solo corazón. Y yo andaba con una de esas gorritas… ¡Y la mina se acordaba! Entonces me dice… «Mirá, yo tengo, siempre las llevo conmigo, unas fotos de la Argentina, pero hace tanto que estuve allá, y son tantos los países que recorro en poco tiempo, que me gustaría que vinieras conmigo al hotel y me ayudaras a identificar lugares que ya no recuerdo cómo se llaman o dónde eran». Mirá qué manera piola de decirte «Loco, vení a encamarte», mirá vos el nivel de la mina. «¿Ahora?» le pregunto. «Ahora» me dice. No sé, tal vez a ella le había impresionado que yo estaba un poco en duro, pero yo estaba en duro de prudente nomás, como te había contado, de medido, no por hacerme el Bronson. Pero allá donde las minas nunca saben bien si están hablando con un macho o con un travesti, me parece que les gusta ver que uno medio las basurea. A ellas les gusta saber que uno les va a dar rigor, las hace sentir más mujeres eso. Eso del feminismo y las pelotas de Mahoma son puros versos. Están desesperadas buscando un tipo que, en realidad, las ponga en vereda y las trate con mano firme. No te voy a decir que les pegue, no soy tan boludo, yo no me engaño, pero que las ponga en su lugar. Y eso, ellas saben que lo encuentran en los argentinos, al menos en los de barrio, como uno, en los que no se piantaron en el verso del psicoanálisis.

Entonces yo le digo a la mina… «Pero… vos viniste acompañada… ¿y el rubio?». «No problem» me dice ella y yo entendí que no había problemas. «No problem». Claro, yo, en ese momento, no sabía que el rubio era bailarín de ballet. Te imaginás, trolo del año que le pidas, que, por otra parte, es lógico. Porque si no sos trolo no podés bailar con esas minas que son una cosa de locos, y que te pasan las gambas por acá, por acá, se te refriegan, las tenés que alzar, te refriegan las gomas por la trucha, te las sentás en un hombro, las pasás por debajo de las gambas, las tenés que levantar agarradas del culito… si vas al frente más vale que te las cojés. Ahí mismo, arriba del escenario, no terminás la función ni de pedo. Si estás en eso del Lago de los Cisnes, te juro que al segundo cisne ya te tienen que sacar entre cuatro, abotonado, te tienen que tirar agua los de la orquesta. Por eso los eligen trolos. No son giles.

«No problem» dice la mina y creo que saca la llave del auto. Se levanta, muy decidida y entra a caminar para afuera. Te imaginás la cara de los ñatos, cómo me junaban. Pero, dentro de todo, bien, muy bien, incluso las otras minas. Porque allá es distinto, están más acostumbrados a estas cosas, no es tanto escándalo, no es tanto puterío como acá, lo toman todo como algo más natural. Acá te arman quilombo por cualquier cosa, allá no.

Pero, en eso veo que la mina se manda derecho para donde estaba el rubio, que estaba hablando con otros tipos, todos machos, mirá el detalle, y le dice algo al oído. Yo pensé «acá se arma el quilombo. El tipo se me viene encima y me destroza». Porque, te digo, yo no sé si el rubio iba para atrás o para adelante, yo no sé si le gustaban las minas o la enema con peluca, pero que tenía un lomo como para hacerme tres veces mierda, te lo puedo asegurar.

Pero, nada, el rubio le dio otra llave a la mina, después me enteré que era la llave de la habitación del hotel, y siguió charlando. Lo más choto. A mí ni me miró, ni pelota. Bueno, cazamos el auto, un Porsche de la gran puta, plateado, que manejó la mina, y nos fuimos al hotel. Un hotel a todo culo, cinco estrellas, en fin, los hoteles donde para este tipo de gente: no van a estar en los albergues estudiantiles.

Y bueno, te voy a abreviar ciertos detalles porque te los podés imaginar. Lo único que me dijo la mina antes de dormirse, como tres horas después, que jamás le habían hecho el amor como se lo había hecho yo. Te juro. Y te cuento que yo no había hecho nada excepcional, ningún exotismo, ninguna cosa rara. Pero también pasa eso; ellos ya están tan en el relajo, en el «salto del tigre», la «guerra de las galaxias» y una serie de refinamientos, que se han olvidado de cómo es un polvo pero un polvo polvo de los polvos clásicos, como Dios manda. Mucho consolador, mucha muñeca inflable, mucho vibrador, mucha tecnología de punta, pero del viejo y conocido polvo, ni noticias. Se van en condimentos raros, pero la carne argentina es la carne argentina, mi viejo. La cuestión es que la mina se quedó chocha, enloquecida, diez puntos.

Muy bien. Y ahora viene lo que te quería contar. La diferencia con lo que te contó el otro punto antes. Yo, esa noche, antes de dormirme, pienso… «Bueno, esto viene para las películas. Es algo de no creer, porque esta mina se queda unos cuantos días acá, por lo menos una semana más, filmando, nos podemos hacer la fiesta bien seguido. Por ahí me lleva a la filmación, quién te dice que no me da un papel, por ahí salgo de legionario y todo, con un casco, para que me vean los muchachos después en el barrio y vean que no son versos lo que les cuento. Por ahí me presenta alguna otra estrella, me recomienda a alguna otra extra de esas que no dicen una palabra en el filme pero que vos las ves atrás y están más buenas que la artista principal»… Fijate vos, todo eso pensaba yo antes de dormirme.

A la mañana, cuando me despierto, no sé qué hora sería, miro al costado y no la veo a la mina. «La puta», pienso yo, que me quería echar un mañanero, «estará en el baño». La llamo y nada, la entro a buscar por la pieza —te imaginás que eso era una suite enorme como con tres baños y esas piecitas donde se cuelgan las pilchas, los cambiadores que les llaman—, y nada. Entonces veo, en la mesa de luz, al lado mío, una nota, una nota que decía: «Fue todo muy lindo. Dejá la habitación a mediodía que vuelve Alexander. Nunca te olvidaré» y un billete de cincuenta dólares al lado. ¡Guita! ¡Me dejaba guita la desgraciada! Me pagaba por el servicio. ¡Y cincuenta dólares! Que si hubieran sido dos mil, tres mil verdes, era otra cosa… ¡pero cincuenta dólares!

Y, además, con esa nota, me pegaba una patada en el orto como diciendo: «Pirate, tomátelas que ya no te quiero ver más, ya estuvo bien». Te juro que me comí una bronca, una frustración, una sensación de que me había usado como forro, una amargura porque, incluso, yo le había tomado afecto a la mina. Cómo será que esto que te cuento a vos jamás se lo conté a nadie. Pero te lo cuento para que no te llevés por lo que nos contó el nabo éste que estuvo antes. Yo no sé si siempre será así allá, por ahí es una costumbre que se da en Hollywood, pero a mí, como a vos, o a cualquiera, no me cabe, viejo. A mí no. Y te digo más, a los cincuenta dólares se los hice un bollo y se los tiré arriba de la cama, de bronca; para que se los metiera en el culo. Y eso que yo los necesitaba, me hubiesen venido bien, a mí no me sobraba la guita en ese viaje, pero… ¿sabés cuál es el mayor de mis defectos? Yo soy muy orgulloso, viejo. Demasiado orgulloso.