Elviro Lezama («Lezamita»)
—¿Cómo es posible una cosa así? —preguntó aquella tardecita de abril del 1927, el Negro Ezequiel Canestra—. ¿Cómo es posible que, este muchacho, no tenga, todavía, ningún apodo?
Y era entendible la inquietud del célebre autor de «Bochinchera» y «Dispensario de mi aldea», ya que, en el «Café de la Cicatriz» ninguno de los parroquianos andaba por el mundo despojado de sobrenombre. Allí se juntaban «Sgunfia» Marsala, el «Púa» Berisso, Humberto «Trucha» Corintio, Gilberto «Gamulán» Krasniaski y tantos, tantos otros que «aterrizaban» en la mesa aglutinante del Negro Canestra. Sin embargo, aquel muchachito esmirriado, de grandes ojos absortos («como de vaca mirando el tren» diría, en su acertado gracejo, Lorenzo Chamanía), que no llegaba a pesar 47 kilos ni su altura a superar el metro con sesenta, no había sido rebautizado aún con ningún apodo.
—Déjenme a mí —tranquilizó a la barra el mismo Negro Canestra en aquella oportunidad—. En un par de días voy a encontrar un sobrenombre que le venga como anillo al dedo.
Y no podía dudarse de que Canestra encontraría el apelativo que se ajustase perfectamente a la personalidad del joven en cuestión, ya que había sido el mismo Negro quien, en un rapto de genialidad, bautizara al inolvidable Emilio Rafael Tarducci con el sobrenombre de «Pochi». Por otra parte, no podía significar aquella una tarea difícil para el veterano bardo, capaz de plasmar en su tango «Fragollo», aciertos tales como «… una mina que enarbola su elixir de copetines…».
Fue así que Canestra, días después, mirando fijamente al jovencito tímido y apocado y bajo la atención divertida de los amigos, lo saludó de esta forma: «¿Qué tal, Lezamita?».
Y así le quedó el nuevo nombre a Elviro Lezama, «Lezamita», natural de Tierras Hondas, en Santiago del Estero, llegado a Buenos Aires de muy pibe en un camión de reparto. De reparto de pibes, precisamente. De esta forma, a través de ese gesto bautismal y amistoso del Negro Canestra, Lezamita pasó a ser parte de la barra, ingresó en aquel círculo talentoso y bohemio donde abrevaban Camilo Zaspe, Indalecio Dalesio y también Pantaleón Acuña, el creador de «Queso Bola», «Astringencia», «Mirá si no viene mamá» y tantos otros tangos memorables.
El hecho de haber sido incluido entre las bromas y las chanzas de la muchachada equivalía, en el «Café de la Cicatriz», a ingresar en el grupo, a ser considerado un par, a haber rendido exitosamente el examen de admisión en aquel círculo. Pero no era corto el «derecho de piso». Por dos años (desde 1925 a 1927) los parroquianos de aquel legendario punto de reunión no le habían dirigido la palabra a Lezamita. Y lo grave residía en que él era el mozo. Por lo tanto, el consumo disminuyó a niveles insospechados.
Fue en esas mesas, a fines del 28, donde Elviro Lezama, «Lezamita», comenzó a interesarse por la música. Sin duda, las conversaciones entre autores de la talla de «Carancanfún» Sopelssa, o el Indio Nicolás Bañera, despertaron su apetito por el conocimiento de notas y partituras.
«Era una época de un tango prohibido y prostibulario —dice, y dice bien, el Flaco Rafael Daneri en su ensayo Tango: inseminación y prontuario—. La canción ciudadana se abroquelaba, jaqueada por el desprecio de los culturosos, en piringudines de cuarta y expendios de bebidas espirituosas».
Pero si bien Lezamita no ignoraba el carácter marginal y subterráneo de aquel género que estaba surgiendo en los arrabales, su ingenuidad recién supo del cachetazo de la censura cuando fueron prohibidos dos de sus primeros temas: «La Pindonga» y «Viejo Choto». La quema de ambas partituras, públicamente, en Plaza Francia, indicó a Lezama que su camino no sería, en rigor, nada fácil.
—Recién a mediados del 30 Lezamita se atreve a mostrar algunas de sus primeras composiciones a Canestra —cuenta Esteban Perchinov en el número 97 de su revista «¿Dónde estás, corazón?»—. Se trataba de una marcha militar y un carnavalito con ritmo de chaya, de versos primarios.
—Esperá, pibe. No te apurés. La guerra del 14 ya terminó y hay poca demanda para estas marchas —dicen que le aconsejó Canestra en directa alusión a «Ya se ven los flemáticos pendones» título, a la sazón, de la obra—. Pero hay una nueva música que viene haciendo furor. Se canta mucho en los burdeles y en los presidios, pero no tengo ninguna duda que, en breve lapso, podrá oírse también en los leprosarios.
—Y… ¿Cómo se llama esa música? —se interesó el aspirante a autor.
—Se llama «tanto», «tambo», «cango» o algo así —contestó Canestra. Eran aquellos los albores de lo que luego sería nuestra música popular por excelencia y aún, incluso los más avisados desconocían su verdadera denominación.
No era sencillo acercarse o volcarse al tango en aquella época. Más de un autor sufrió la amputación de su dedo pulgar derecho, a manos de la policía, al ser sorprendido garrapateando cuartillas de música con la, para entonces, pecaminosa música que surgía. Los hermanos Beresteim —Isoldo y Cataldo Beresteim— autores de «Cachetearte la empanada» y «Saltá que se cae solita», sufrieron la quema de sus labios por haber sido sorprendidos silbando una de sus composiciones. Patotas ensoberbecidas de jóvenes distinguidos solían aventurarse por Patricios, por Mataderos, aguardando detectar aquella música atrevida y cadenciosa escapando desde algún sótano.
Pese a todo, con una determinación que desmentía su físico, Elviro Lezama no estaba dispuesto a abdicar y, en sólo dos años, compone un quinteto de éxitos mayores: «Juná la vieja», «Mezcolanza», «Rascame por allá abajo», «Ojos tristes» y «Temulento», éste último dedicado a su hermano Gervasio. Para ese entonces, ya el tango se había hecho su lugar, conquistando algunas zonas del arrabal porteño, sitios que fueron llamados por el inmortal Pedrito de la Médula, «zonas liberadas».
Lezama arma, entonces, su primera orquesta, con el violín de Juanito Parcemídemes y Albistur Mapocho —el «Tuerto» Mapocho— al piano. La bautiza «Cuatro para el tango» lo que configuraba una argucia legal, ya que la orquesta estaba integrada por nueve músicos, pero, de aquella manera, Lezama podía dividir las ganancias por cuatro, solamente. Pese a las discusiones y controversias que aquella determinación le ocasiona, «Cuatro para el tango» toca en lo de Margarita Xirgu, en el «Patio de la Rejilla» y en el instituto penitenciario de Caseros, adonde concurren una vez y no los dejan salir. Es allí, en la soledad de su celda 371 que Lezamita compone aquel descomunal tango canción «¡Qué fría es la cama de los presos!», donde nos acongoja con el párrafo que dice: Si mañana la vida, con su mano/ de perlado sudor y palma sucia/ te engayola en la sombra de una celda/ y a tu oído te grita: «¡No saldrás nunca!»/ elegí el clavo más agudo/ como el que Cristo se llevó a la tumba/ y anotá en la piedra de esos muros/ los días que te faltan/ para seguir tu ruta.
Cuando sale, cinco años más tarde, organiza un conjunto, un trío, esta vez con Demetrio Pacheco y Francisco Artemio. Con el trío acude a tocar a los burdeles, pieza por pieza, habitación por habitación.
—Es en esa dura disciplina —puntualiza Ricardo Dámicis, en el fascículo 348 de su obra Milonga Milonga— que Lezama infiere, deduce, con certeza de coreógrafo, cómo es que se baila el tango.
Tal vez sea cierto lo que pregona Dámicis, quien no se equivocó al calificar a Buenos Aires como una ciudad «portuaria». Tal vez haya sido esa visión íntima de las parejas amándose la que le haya develado cuál era la acción, el movimiento, la cadencia móvil que debía acompañar la música de tango. Lo que no puede ponerse en duda es que, así como Gardel inventó una forma de cantar el tango, Elviro Lezama encontró la manera de bailarlo.
La incomprensión y la intolerancia lo vuelven a golpear a fines de 1928, justamente cuando Lezama estaba recogiendo los frutos de su éxito «Paparrucha» y la prosperidad que le depara el haber compuesto un par de piezas de indudable intención publicitaria, a pedido, para el café y tertulia «La Retama». Del mismo modo en que se inmortalizan otras composiciones con similar finalidad: «Bar Exposición», «Petit Colón», etc. La obra de Lezamita «Desayune hoy en la Retama» configura un verdadero acierto para la época con sus sentidos versos: Por un veinte podés/ saborearte una ensaimada/ a cincuenta está el cortado/ por cinco, leche malteada.
Es entonces que un comando paramusical —en aquel momento se dijo que pertenecía a una parroquia de Avellaneda— enardecido por aquellos pasos de baile que Elviro Lezama mostraba con descaro al mundo y que no era otra cosa que el remedo de movimientos amatorios aprendidos en los burdeles, secuestra a Lezamita. En lo confuso de la acción, el vate logra, a duras penas, tragarse la partitura de la que era, según su propia opinión, la más inspirada de sus composiciones: «Comprale mondongo al gato». Dado el susto que aquel malhadado episodio causara a Lezama, éste, al ser liberado, olvida por completo la obra ingerida, al punto que luego la recompone con la misma letra, pero con música de guaracha. Su liberación por parte de los secuestradores, no había sido gratuita, lamentablemente.
—Te largamos —le habían dicho— si te marchás inmediatamente del país.
Lezama tiene un último gesto de valentía, lo que reafirma su compromiso con el nuevo género musical y lo confirma como un autor de fuste. Compone «A Lev Davidovitch», dedicado a Trotsky, cuya versión grabada nunca alcanza a oír pues se marcha a Francia, con el corazón hecho harapos.
Allí se gana la vida bailando el tango, ante la falta de tolerancia y la sorpresa del público galo. Para ese entonces, hablamos del año 36, todavía el tango se bailaba entre hombres, por lo que Elviro Lezama actúa con un acompañante marsellés, presentándose como la pareja de tango fantasía: «Elviro y Eduardo». El público, desconcertado, no acierta a determinar si se trata de una nueva danza sudamericana o de un arte marcial similar al «sumo» japonés.
Los acontecimientos se iban a precipitar para Elviro Lezama, en el año 38. Una noche, en el «Nibelungo Dancin», del Barrio Latino, un empresario norteamericano asiste a una de las demostraciones de Lezamita en su «tango apache». El yanqui no es otro que un representante del celebérrimo William F. Cody, más conocido por «Búfalo Bill», y se encontraba en París buscando indios para su espectáculo de rodeo. Visita a Lezama en su camarín y le dice, somero: «Usted es el apache que William necesita para su espectáculo». Lezama duda, al principio, pero el dinero que el empresario le ofrece es tentador. Y es así como Elviro Lezama, Lezamita, el autor de «Chingolito de mi cuadra», «Cascarita», «Besos secos» y «Pañoleta de papel» termina su carrera, disfrazado de guerrero apache, persiguiendo la carreta del carapálida en los rodeos de Wyoming y Wasatch Range.
Curioso final para el hombre que, con la maestría de sus versos y sus metáforas, nos conmoviera más de una vez, desde la placa fonoimpresa.
Ahora bien, se dijo, quizás con resentimiento, que nunca más se había visto a Elviro Lezama por estas tierras, adonde creciera como compositor prohibido y contestatario. Aquellos que sostuvieron tal tesitura ignoran, quizás, un detalle que, si bien carece de relevancia artística, desmiente la versión de su no retorno, de la misma forma en que confirma lo extraño de su sino.
En la película de la RKO «Sombras sobre mi montura», con Gary Cooper y Virginia Feminnore, en la escena en que el protagonista es herido en la ingle por una flecha incendiaria, Lezamita es el penúltimo de los indios que lo persiguen, el que levanta un brazo, el que se cae del caballo, el que se estrella contra un cactus, aparatosamente.