—¿A que no sabés con quién me encontré ayer? —preguntó, de pronto, Marcelo, como animado por poder brindar un tema de conversación.
—¡Qué se yo con quién te encontraste ayer, hermano! —dijo Ricardo, que había llegado con ganas de hinchar las bolas—. Uno se encuentra con tanta gente en Rosario; lo único que me falta es que me ponga a averiguar con quién te encontrás vos por la calle, viejo. Yo tengo que pensar en mi trabajo, hermano. Somos pocos para tirar del carro. Mirá si me voy a poner a pensar esas pelotudeces…
—¿Terminaste? —apretó una sonrisa paciente Marcelo. El Ñoqui, a su lado, seguía revolviendo su cortado, divertido, pero sin intervenir.
—No sé… —siguió Ricardo— te habrás encontrado con algún otro de esos viejos chotos como vos, de esos que se juntan para tomar copetines, con alguno de esos te habrás encontrado. Si a vos los pendejos ya no te dan bola…
—¿Terminaste?
—Sí, terminé, hermano, terminé. Pero… —Ricardo se dirigió al Ñoqui— miralo a éste —señaló a Marcelo—. Está convencido de que nosotros vivimos pendientes de con quién se encuentra por la calle, con quién no se encuentra, se cree que nosotros nos…
—Con el Caburo Peña —apresuró Marcelo, advertido de que la cosa iba para largo.
—¿Con el Caburo? —se interesó, sorpresivamente, Ricardo—. ¿Dónde te lo encontraste? ¿Acá? Jugaba bien al fútbol ese guacho…
—Sí. Acá lo encontré. Por la calle.
—¿Sigue jugando? Porque estaba en Grecia, en Turquía… En un lado de esos estaba jugando.
—Estaba en Grecia. Pero se volvió porque no sé qué problema tenía con el pase… Una cosa así…
—Jugaba bien ese tipo. Decí que era muy loco, muy zarpado…
—Anda con un quilombo de papeles… ¡También! Ha pasado por diez mil clubes.
—Jugó en Central Córdoba.
—En las inferiores de Ñul…
—Ahí empezó. Con Alfarito… Che… —Ricardo hacía girar el sobrecito de azúcar, golpeándolo de canto sobre la mesa—. ¿Y qué hace el Caburo? ¿Se queda? ¿Se vuelve para allá? ¿Qué hace?
—No. Se vuelve. Creo que tiene para un año más de contrato allá.
—Un año más de choreo.
—Apenas termine con este quilombo se pira. Fijate que es por no sé qué milonga de un pase que le pertenecía a un club donde él jugó acá, por Acebal, por Mugueta… No sé bien dónde carajo era que jugó… Un pueblo de estos…
—Y… —sonrió, pensativo, Ricardo—. ¡Si no debe haber club donde no haya jugado el Caburo!
Se quedaron un momento así, callados, hasta que Ricardo decidió romper, finalmente, un ángulo del sobrecito de azúcar. Ese acto mínimo, o el silencio, animaron al Ñoqui.
—Mugueta —dijo, lacónico.
—¿En Mugueta es? —consultó Marcelo.
—Mugueta —la seguridad del Ñoqui aventaba toda duda.
—No sé… —insistió, sin embargo, Marcelo— porque te confieso que no he seguido demasiado de cerca la carrera futbolística de este muchacho.
—Mugueta. Mugueta —irrumpió Pochi, ya decidido, en la conversación—. Te digo porque yo, con el Caburo, prácticamente nos criamos juntos. Mejor dicho —admitió— …del que yo era muy amigo era del Pelusa, el hermano del Caburo. Porque yo era de Bigand y ellos, el Caburo y el Pelusa, eran de Mugueta. Pero…
—¿Vos sos de Bigand? —preguntó Marcelo.
—Fue un año o dos que nosotros vivimos en Bigand, por el laburo de mi viejo. Y en esa época, en Mugueta no había escuela secundaria, entonces el Pelusa venía a Bigand a estudiar. Mugueta y Bigand están ahí, casi pegadas. Y estábamos en el mismo curso. Y yo iba siempre a Mugueta, a la casa de ellos. El padre tenía una ferretería, me acuerdo. Y ahí estaba el Caburo, éramos todos de esa barra, que estaba también el Perro Terzano, que después jugó un tiempo en Central…
—Sí. Un tiempo —retomó su tono zumbón, Ricardo—. Cuarenta y cinco minutos…
—Bueno, estuvo poco… Pero el Perro también era de allá. Y mirá una cosa, fijate vos una cosa curiosa… —anunció el Ñoqui, reclamando, de cierto modo, atención—. Caburo siempre jugó al fútbol y todavía sigue choreando con eso, y eso que el Caburo ya no es ningún pendejo… Pero el que jugaba bien, pero muy bien al fútbol, era el hermano, el Pelusa…
—No jodás.
—Te digo más… El Caburo era un tronco, pero un tronco, que no lo poníamos ni de veedor en los partidos. A veces se lo dejaba jugar cuando faltaba alguno, porque él tenía una voluntad terrible. Y jugaba de lo que lo ponían con tal de jugar. Pero te digo que allá en Mugueta no lo poníamos en el equipo nuestro. El que era crack, pero crack, era el Pelusa, el hermano. Ese era el que todos esperábamos que llegara a primera. Pero después se lesionó, se jodió una rodilla, dejó de jugar, empezó a ocuparse más de la ferretería del viejo… y cuando volvió ya no era el mismo, ya era un tipo de 23, 24 pirulos, se le había pasado el momento…
Hicieron un corto silencio, respetuosos del infortunado sino que malograra la carrera del hermano del Caburo.
—Porque vos sabés —retomó Marcelo, dirigiéndose a Ricardo— que recién ahora al Caburo se le ocurrió poner todo este estofado en manos de un abogado. En alguien que le maneje los papeles. En un representante y… ¿sabés quién es?
—¿Quién es?
—El Chiquito Salsarrí.
—¿El Chiquito? Uy, Dios…
—Sí. Le está dando una mano…
—Le va a afanar hasta los cordones de los botines, el Chiquito.
—Nooo —pareció ofenderse Marcelo—. Es un buen abogado. No sé, yo no lo conozco demasiado personalmente. Pero me han dicho que es buen abogado.
—Te digo en joda —se replegó Ricardo—. Si lo he visto dos veces en mi vida al Chiquito, es mucho.
—Yo creo que está en buenas manos…
—Ignacio Jorge Salsarrí —tiró el Ñoqui sobre la mesa, como quien deja caer el definitorio ancho de espada—. Muy buen abogado. Excelente.
—Excelente, ¿no es cierto? —consultó Marcelo.
—Te diría… —moduló el Ñoqui— que con Chiquito nos criamos juntos. O, al menos, hicimos los primeros años de abogacía juntos…
—¿Vos estudiaste abogacía? —preguntó Marcelo.
—Empecé —desestimó el Ñoqui—. Empecé pero largué al poco tiempo. Pero me acuerdo que con el Chiquito estudiábamos juntos. Él vivía en una pensión de calle Urquiza al 1300. Y morfábamos en el Rafa, el de acá, de Mitre entre San Lorenzo y Urquiza.
—¿Cuál? —arrugó la frente, Marcelo.
—El que está ahora en calle Entre Ríos —aportó Ricardo.
—El que está ahora en calle Entre Ríos —siguió el Ñoqui—. Y el Chiquito era un excelente estudiante. Brillante, pero brillante en serio. Un tipo muy inteligente. Ahora… ¿querés que te diga una cosa?… Ojalá que el Caburo no hubiera caído en las manos del Chiquito Salsarrí…
Marcelo y Ricardo lo miraron, como temiendo lo peor.
—Ojalá —siguió el Ñoqui— hubiera caído en las manos de Javier Salsarrí, el hermano de Chiquito. Porque estamos de acuerdo en que el Chiquito es un tipo muy confiable, muy sólido, muy correcto, que no te va a currar ni por puta, pero el que ahí, en esa familia, sabe, pero sabe de verdad, es el hermano, el Javier. ¡Ese sí que es un fenómeno! Javier, Javier… —el Ñoqui apuntó a la nariz de Ricardo con su dedo índice como acusándolo—… fue el que llevó adelante el quilombo del Banquito Ferroviario, no sé si te acordás, una pila de años atrás…
—Cómo no me voy a acordar si la prendieron a mi vieja —murmuró Ricardo.
—Bueno, eso lo manejó Javier Salsarrí, un tipo realmente brillante. Hizo la carrera en tres años…
—¿En tres años?
—En tres años. Yo le decía «Animal, pará un poco. Dedicate un poco a la joda. Viví la vida, te vas a matar así». Y él me decía «Jorge, no seas gil. Yo me rompo el culo tres años, pero después las tengo todas para mí». Un fenómeno el Javier. Y ahí está, ahí lo tenés, ahora anda por los Estados Unidos, por Canadá, por ahí, le supervisa los contratos a la Deltec, a una compañía de ésas… Yo no te digo que el Chiquito no sea un tipo serio y responsable. Pero el que se destacaba, el que era una lumbrera, pero lumbrera lumbrera de verdad era el Javier, el hermano.
Volvieron a hacer un silencio. Ricardo apuró su cortado. Marcelo se quedó mirando hacia calle Santa Fe y el Ñoqui permanecía con la mirada en un punto vago.
—Ah… —pareció recordar Marcelo, con una sonrisa—. Y… ¿sabés qué me dijo el Caburo? ¡Este Caburo es mundial! Me dijo que por ahí le compra el pase este tal… González… Rodríguez… ¿cómo se llama?
—¿Rodríguez?
—Uno que canta…
—¡El Puma Rodríguez! —se rio Ricardo—. El venezolano. El Puma Rodríguez…
—Ese mismo. Un tipo que canta… Parece que le quiere comprar el pase para colocarlo no sé dónde…
—Adentro de un cajón. ¿Adónde mierda lo puede colocar al pase del Caburo, hermano? Ya tiene sus buenos pirulos el Caburo. ¿O nosotros solos cumplimos años?
—Y este Puma Rodríguez… —se interesó Marcelo—. ¿Se ocupa de eso? ¿También anda en la transa de jugadores?
—Andaba en eso, en una época…
—José Luis Rodríguez —el dato concreto, de labios del Ñoqui, volvió a caer sobre la mesa como un sello de lacre—. El Puma José Luis Rodríguez…
—No me digas que también lo conocés… —lo miró Marcelo.
—Y claro, gil… —Marcelo iba a argumentar algo, pero el Ñoqui lo frenó poniéndole una mano sobre el hombro—. Pará que te explique, porque es una linda historia. Escuchá un poco… Vos te acordás que acá, en los Carnavales, para los años sesenta, acá venían todos, porque venían todos acá. Venía Joan Manuel Serrat, Sylvie Vartan, Johnny Halliday…
—Gloria Gaynor… —ayudó Marcelo.
—Julio Iglesias —dijo Ricardo.
—Julio Iglesias… bueno, todos —sintetizó el Ñoqui—. A Provincial, a Gimnasia y Esgrima, a Ñul, a Echesortu, todos venían a matarse el hambre con nosotros…
—Y ahí vino el Puma…
—Claro, querido. Ahí vino el Puma. Mirá qué sencillo. Lo que pasa es que no lo conocían ni los perros. ¿Quién carajo sabía, en ese entonces, quién era el Puma Rodríguez? Pasó sin pena ni gloria, como tantos otros que pasaron por aquí en aquel tiempo. Pero, uno de esos años, no recuerdo si en el 65, 66, por ahí fue a Bigand…
—¿A Bigand? —Marcelo puso cara de asco.
—A Bigand, querido, como cualquier hijo de vecino. Porque los tipos se hacían el yiro completo. Hacían base en Rosario, pero por ahí, en la misma noche te hacían Rosario, Uranga, Acebal, Pavón Arriba, Coronel Bogado…
—Así se mataban…
—Así se daban unas hostias de la reputísima madre, con el auto…
—Como le pasó a Tito Rodríguez…
—¡Tito Rodríguez! —se emocionó Marcelo.
—Casi se hace percha en Pergamino —aseveró Ricardo.
—En Pergamino —rubricó apresurado para retomar el comando de la narración—. Y bueno, una noche de esas, el Puma fue a Bigand, cuando yo vivía allá. Hizo Mugueta, Arminda, Pueblo Muñoz, Bigand…
—… Firmat, Cañada del Ucle…
—No —el Ñoqui osciló un dedo índice, disfrutando con la negativa— porque en Bigand lo cagaron, lo recagaron. El representante, un garca del año uno, lo dejó en pampa y la vía, mi querido. A él y a todo el conjunto los cagó. ¡Seis meses lo tuvimos que bancar al Puma entre otros muchachos y yo en Bigand, seis meses! Y te aseguro que tiene mejor estómago que garganta. Venía siempre a casa, a comer, porque estaba pasado de hambre, pobrecito.
—Mirá vos, el Puma —aprobó Ricardo, algo abstraído.
—Buen tipo, muy buen tipo —siguió el Ñoqui—. Mi vieja lo adoraba. Porque es muy simpático el negro, muy entrador… Y siempre me decía «Jorge, ya te voy a escribir cuando haga alguna gira por Europa». Mirá la fe que se tenía. Y me escribe, me escribe. Hace poco me llegó una postal desde Estambul, o Teherán, un lugar de ésos. Te la voy a traer.
Se quedaron en silencio, sumidos en la recordación del cantautor latinoamericano. Marcelo iba a comenzar a hablar pero lo detuvo la mano del Ñoqui sobre el brazo solicitando continuar.
—Sin embargo… —retomó el Ñoqui— mirá cómo son las cosas… Cuando se quedaron varados en Bigand estos muchachos, el Puma y los del conjunto, se quedaron una punta de ellos. Y para pucherear organizaban bailes, peñas, esas cosas ahí mismo, en el pueblo… ¡Si hasta uno, el tecladista, se casó con una mina de Berrotarán y se fue a vivir ahí, en Berrotarán, y todavía vive ahí!… Y te digo una cosa, el que cantaba bien, pero verdaderamente bien, que apuntaba para fenómeno, era el hermano del Puma, el Pumita…
Marcelo y Ricardo se miraron.
—Ese pibe era una maravilla —siguió el Ñoqui—. Cheíto le decían. Mucho, mucho mejor que el Puma cantaba ese pibe. Pero era medio retraidón, muy calladito, uno lo veía y no daba un sorete por él… Fijate vos, el que triunfó fue el hermano, el Puma… Buen pibe el Cheíto, pero muy raro…
Se hizo otro silencio que Marcelo ocupó en pagar el café.
—Decile al Caburo si lo ves —aconsejó el Ñoqui a Marcelo, que ya se paraba— que si se contacta con el Puma Rodríguez, le mande saludos míos, del Bocha que le ponga, porque allá me llamaban Bocha…
Marcelo tomó sus carpetas, hizo un gesto vago de asentimiento y se fue.
El tema de la apasionante vida del Caburo no daba para más, indudablemente. El Ñoqui y Ricardo se quedaron comentando, ligeramente sorprendidos, lo extraño que resultaba el hecho de que todavía no hubieran llegado Galleta, el Zorro, el Pitufo o Manuel. Pero, apenas pasados unos diez minutos, Ricardo lo encaró al Ñoqui.
—Ñoqui —le dijo—, vos sos un hijo de puta. Resulta que el otro viene, habla del Caburo, y resulta que vos, no sólo lo conocés al Caburo, sino que te criaste con él, viviste en la misma casa, te culeabas a la hermana, y salís con la posta posta de que el hermano era mucho mejor que él…
El Ñoqui hizo un gesto de defensa. Ricardo no lo dejó.
—Pará —apuró—. Cuando Marcelo sale con el asunto de que el Caburo puso todo en manos del Chiquito, del abogado, también. Resulta que vos sos como chancho con el Chiquito, que morfaban en no sé qué boliche desde que eran así, que eran culo y camisa, que usaban los mismos lompa, que te lo cojías en la pensión de la calle Urquiza, que crecieron juntos, que nacieron en la misma cuna…
—Oíme —esgrimió el Ñoqui.
—Después… —Ricardo se había aferrado el dedo meñique de la mano izquierda con los dedos de la derecha, a título de enumeración, y continuaba—… cuando el otro te cuenta que el Puma Rodríguez le quiere comprar el pase al Caburo, resulta que vos sos carne y uña con el Puma Rodríguez, que le enseñaste a cantar, que salían a dar serenatas juntos en Bigand, que tu vieja le cambiaba los pañales cuando se cagaba encima antes de irse a la cumbiamba, y que el que la hacía de trapo cantando era el Pumita…
—Dejame que te explique, forro… —trató de suavizar, el Ñoqui.
—¡Qué me vas a explicar, querido…! —pegó con las palmas de las manos en la mesa, Ricardo, desahogando—. ¿Sabés lo que sos vos? Un charlatán. Un charlatán de feria, querido …
El Ñoqui se quedó en silencio. Pegó una ojeada hacia calle Santa Fe y meneó la cabeza como diciendo «Está bien».
—Oíme forro… —solicitó luego de un momento—. Vos decís que yo soy un charlatán ¿no? Vos decís que yo hablo al pedo ¿no? Bueno…
Ricardo lo miró fijamente.
—Si vos decís que yo soy un charlatán… —aceptó el Ñoqui—… vos tendrías que conocer a mi hermano… ¡Ese sí que es un charlatán! Vos tendrías que conocerlo…