Verano del 53

Nunca olvidaré aquel verano del 53. Volví otras veces a Pearl Bay, en los años siguientes, pero nunca olvidaré aquel verano del 53.

Era la primera vez que iba a la casa de tía Mimsi, entre los médanos, y hacía ya como cuatro años que no veía a mi prima Dorothy. La última vez que habíamos estado juntos —para unas Pascuas, en Cincinnati—, tanto Dorothy como yo éramos unos chiquillos. De aquella ocasión, sólo albergaba dos recuerdos: el vestidito amarillo de mi prima flotando en el aire, mientras ella bailaba, y una marca en mi rodilla debido a un puntapié que Dorothy me propinó por la posesión de una rosquilla con nata.

Pero cuando volví a encontrarla, aquel primer veraneo en la playa, Dorothy se había convertido en una maravillosa adolescente de deslumbrante belleza y, de más está decirlo, me enamoré al instante de ella. Yo tenía apenas once años, tres menos que Dorothy, y había ido de vacaciones con Peanut, mi mejor amigo. Peanut tenía casi quince, su cuerpo empezaba a tornarse anguloso y su cara, siempre roja, se había poblado de granos. Yo admiraba a Peanut, pues no sólo era capaz de arrojar una piedra más lejos que todos, sino que era, también, el que orinaba a mayor distancia. A cambio, Peanut profesaba por mí una suerte de afecto fraterno y, podía decirse, me protegía. Obvio es apuntarlo: Peanut se enamoró locamente de mi prima.

No obstante, las cosas no serían tan fáciles para mi amigo. En una de las casas vecinas a la de mi tía Mimsi estaba veraneando Tom, otro amigo de Dorothy. Tom era alto para su edad, decía tener 16, era rubio y podía dar cuatro vueltas carnero sobre la arena sin desnucarse. Por supuesto, Tom se hallaba preso de un amor catatónico por Dorothy.

A todo esto, ella, con esa ingenua maldad de ciertas adolescentes, jugueteaba con nosotros, coqueteando, fingiendo desconocer la situación, explotando su dominio sobre el grupo y logrando ponernos en un grado de exaltación, ansiedad e incandescencia, a todas luces peligroso.

—Oye, Tommy… ¿qué tengo acá? —solía preguntar, por ejemplo, con tono distraído, a nuestro nuevo amigo y competidor, en tanto se bajaba el escote de su bañador casi hasta la altura del pezón. Veíamos a Tom tragar saliva, mirar con interés esa parcela tersa de piel, amagar palpar con el dedo y quedarse callado, transpirando—. Tal vez me ha picado un bicho —insistía ella—. Toca, toca… ¿no tengo una roncha?

Tom solía depositar sobre la zona un dedo tembloroso y luego salía a escape a esconderse detrás de los médanos, o a practicar carreras por la playa en procura de dar vía libre a sus tensiones. En esos casos solía gritar al viento como un coyote.

El magnetismo de Dorothy nos agrupaba como una pequeña manada de animales jóvenes. Estábamos siempre juntos, caminando por la playa, vagabundeando por la calle principal del pueblo y, a veces, dábamos la impresión de ser un terceto de perros en celo trotando tras una hembra.

Algunas noches, nos quedábamos hasta tarde en la playa, fumando palitos de zarzaparrilla, bebiendo cerveza que robábamos de la nevera de tía Mimsi, y hablando de historias reales o inventadas. Dorothy solía fabular ingenuas historias eróticas que la tenían a ella como protagonista y que atraían malsanamente nuestra atención. Eran siempre anécdotas donde algún viejo sucio la había toqueteado, o bien contaba cosas sobre algún grasiento mecánico que, supuestamente, había intentado llevarla a la rastra hasta el galpón de su taller. La tensión en el grupo en esas ocasiones se hacía insoportable y podía olerse sexo a cuatro millas a la redonda.

Peanut y Tom competían visiblemente por los favores de Dorothy y se desafiaban a competencias desmesuradas y tontas, como quién podía comer más helado de pistaccio o cuál de los dos recordaba más nombres de insectos celenterados. Por supuesto, las pujas tenían lugar siempre, como casualmente, frente a los ojos divertidos de Dorothy, quien reía en forma franca ante estas demostraciones y solía premiar con un beso en la mejilla al ganador.

—Oye, Peanut —alenté, en una oportunidad, a mi amigo—, demuéstrale a Tom que tú orinas más lejos que él.

Vi a Peanut enrojecer, ya que Dorothy había escuchado mi propuesta fingiendo escandalizarse. Todo lo que logré fue una reprimenda de parte de Peanut lo que inhibió aun más mi conducta dentro del cuarteto. Yo siempre caminaba unos pasos retrasado de los demás y debía conformarme con asistir a la competencia entre los dos mayores frente a los coqueteos de ella.

Sin embargo, aún no he contado lo mejor. Dorothy aumentaba día a día sus caprichos, acrecentando su dominio casi despótico sobre nosotros. Ya no sólo se contentaba con desafiar a ambos varones mayores a luchas cuerpo a cuerpo sobre la playa. Estas luchas, vale consignarlo, dejaban a Tom o a mi amigo, según cual fuera el contendor, convertidos en una brasa, exudando deseo, con las pulsaciones aceleradas al borde de la crisis cardíaca y unas erecciones tan rebeldes que sólo media hora de agua helada en el mar podía reducirlas. Ahora Dorothy proponía nuevas pugnas entre sus pretendientes, nuevas pruebas donde demostraran hasta qué punto estaban decididos a conseguir sus favores. Así fue como envió a Peanut a nadar hasta un promontorio rocoso que casi no se veía desde la playa y que nosotros solíamos confundir con Gibraltar. Peanut llegó a duras penas a la roca, ya sin fuerzas para regresar y debió ser rescatado, al día siguiente, por un helicóptero de la Guardia Costera. Mi amigo me confesó, incluso, que había sido olfateado intensamente por un tiburón.

Pero también Dorothy probó a Tommy desafiándolo a que se arrojara desde lo alto de un molino de viento sobre una parva que había en la granja del señor Sennett. Tommy lo hizo y tuvo que estar una semana con una escayola de yeso inmovilizándole el cuello, ya que se dislocó dos vértebras cervicales, aparte de tener que pagar un ganso al que aplastó tras rebotar en la parva.

Por si aquella crispada y caliente situación no hubiese alcanzado para convertir aquel verano del 53 en algo fijo e inamovible en mi memoria, sucedieron también otros hechos que enfervorizaron nuestros asombros adolescentes. Una noche, como tantas otras en que nos quedábamos en la playa, decidimos caminar un rato junto al mar procurando que el fresco de la brisa amenguara el frenesí insensato que había insuflado en el grupo un nuevo relato de Dorothy que incluía, esta vez, a un cura. Fue cuando vimos, difusas en la penumbra nocturnal, unas figuras enormes y oscuras, alargadas, sobre la arena, como emergiendo del mar.

—¡Ballenas! —gritó Dorothy, al tiempo que retrocedía, espantada.

—¡No! ¡Son tiburones! —ululó Peanut, a quien el susto de la travesía hasta la roca le perduraba.

No nos detuvimos a averiguar qué clase de cosa o animal eran aquellas sombras que se elevaban, monstruosas, unos trescientos metros delante nuestro.

Al día siguiente, temprano, volvimos a ese sitio. Sabíamos que nadie más podía haber llegado antes, dado que era un lugar casi desierto, como lo era todo Pearl Bay antes de transformarse en lo que es ahora. Con asombro infinito, comprobamos la verdadera identidad de aquellas moles depositadas en la arena, como vencidas.

—Submarinos —musitó Tommy, sin poder creerlo.

—Submarinos —dijimos nosotros, en tanto nos acercábamos lentamente hacia los oscuros cilindros metálicos. Las naves —eran dos— tenían casi tres cuartas partes de sus estructuras descansando sobre la playa, y el resto en el agua. Cientos de ágiles arañas de mar y cangrejos pululaban en torno a ellas pensando, quizás, en un posible manjar. De repente, la escotilla del más próximo de los submarinos se abrió con un chirrido y apareció un japonés. Vimos claramente su casco con una faja de tela blanca rodeándolo.

En la faja, pese a la distancia, podían apreciarse caracteres nipones. El japonés nos miró con desinterés, dio unas cuantas órdenes en su idioma gutural y, sin más, cerró la escotilla. Minutos después, el zumbido de los motores de las naves llegó hasta nosotros y, antes de que pudiéramos reaccionar, ambos sumergibles dieron marcha atrás y se hundieron en el mar, entre un torbellino de espuma. Quedaron, entonces, en la playa, dos anchos surcos que pronto fueron anegados por las olas.

Estábamos sin aliento, chapoteando en los rastros dejados por los submarinos cuando escuchamos gritar a Dorothy.

—¡Allá! ¡Allá hay otro! —y señalaba una masa inmóvil echada sobre la arena, como a mil metros de distancia. Corrimos hacia ella con desesperación y dimos, esta vez sí, con un delfín. Había quedado varado en la arena y abría y cerraba la boca como queriendo decir algo.

—¿Hablan? —inquirió Dorothy.

—Claro que sí. Si uno les enseña —dijo Peanut. Luego estuvimos un largo rato discutiendo sobre cuál era la actitud más conveniente a adoptar con el pez. Dorothy insistió, casi hasta el llanto, en que quería llevarlo a su casa ya que podía ponerlo plegado en la bañera. Pero privó el concepto de Tommy y Peanut, en inusual y responsable comunión, de devolverlo al mar. Así lo hicimos, no sin esfuerzo, y vimos cómo nuestro delfín —«Rusell» lo habíamos bautizado— se hundía, gozoso, en su hábitat natural.

Al día siguiente, sin embargo, allí estaba de nuevo Rusell, frente a la misma playa, esperando por nosotros, emitiendo un extraño silbido, contento de vernos. Desde ese momento, el delfín fue un permanente compañero de juegos acuáticos, delicadeza que nosotros agradecíamos brindándole sardinas en lata, atún, arvejas y hasta bananas que aceptaba con devoción. No obstante, un día lluvioso, Rusell no vino por nuestra playa, como así tampoco los días siguientes, por lo que dedujimos que se había cansado de nuestra presencia, se había marchado tras alguna delfina o, lo que más nos inquietaba, había caído presa de los pescadores.

—Extrañaré su silbido por las mañanas —gimoteó, aquella tarde, Dorothy, que aún insistía en que lo mejor hubiese sido confinarlo en su bañera.

—Yo vi barcos atuneros, ayer —reflexionó Peanut, con expresión madura, en tren de sobrecoger el corazón de mi prima.

—Tal vez lo cazaron —sentenció Tommy. Y todos bajamos la cabeza. Pero, aún no he contado lo mejor.

La temporada iba llegando a su fin y, salvo castos besos en las mejillas, perturbadores abrazos que fluctuaban entre lo amistoso y lo concupiscente, inquietantes roces dudosamente circunstanciales, tanto Tommy como Peanut nada habían conseguido de Dorothy. Ambos estaban en el salvaje amanecer del sexo y el llamado del deseo había puesto a los dos en el limite de la explosión. Fue Peanut, entonces, el que decidió contraatacar, procurando, quizás, dar un paso decisivo hacia la conquista final. Decidió someter, él, a una prueba a Dorothy. Y todo sobrevino a raíz de que mi prima había propuesto que los dos muchachos sostuvieran un combate de box. Habíamos visto una pelea por televisión entre «Sugar» Ray Robinson y Jack La Motta, lo que, tal vez, sugirió dicha idea a Dorothy.

—Yo acepto —recuerdo que dijo Peanut— pero con una condición: que tú pases una prueba anterior.

Dorothy lo miró con curiosidad, apretando una sonrisa.

—Correrás una carrera en bicicleta con Derek —me señaló Peanut, con lo que me vi repentinamente involucrado—. Si tú ganas, Tommy y yo nos trenzaremos a golpes a cinco rounds de tres minutos cada uno. Si Derek te gana, tú me darás un beso. Pero un beso en la boca.

Dorothy, sorprendida, miró a Tommy como buscando apoyo. Pero Tommy, en un rasgo de dignidad, o de revancha por tantas exigencias recibidas, se puso de lado de su rival.

—Es justo, Dorothy —dijo, muy serio—, es justo que tú hagas algo, también.

Yo era muy bueno con la bicicleta y Peanut lo sabía. En nuestro pueblo nadie podía superarme y, si bien debo admitir que ninguno de los otros niños de Asbury tenía bicicleta, yo era bueno de veras sobre las dos ruedas. Lo que no había percibido Peanut, en su torpe estado de aturdimiento al que había sido empujado por su enamoramiento veraniego, es que yo también había caído preso de los encantos de mi prima. Cosa que no había pasado desapercibida, en cambio, para ella, con esa certera intuición propia de las mujeres hermosas.

Recuerdo que fuimos por las bicicletas y mi cabeza era un torbellino de confusiones y sentimientos. Nos alistamos con Dorothy en uno de los caminos de arena mejor afirmados; Pearl Bay no era lo que es ahora; en tanto mi amigo Peanut y Tommy aguardaban seiscientos metros más allá, en la llegada marcada por unos árboles.

—Vamos, Derek —me zamarreó cariñosamente por los hombros Peanut, momentos antes de la largada—, ella nunca podría ganarte.

Yo asentí con la cabeza, pero la oscura hiedra de la duda había hecho presa de mis convicciones.

Como era de esperar, mientras estábamos alistándonos en la largada, Dorothy sacudió su largo pelo castaño y me dijo:

—¿Te dejarás ganar, no es cierto?

Nunca se borrará de mi memoria esa imagen. Ella, hermosa, tostada por el sol, el brillo de sus ojos, los dientes blanquísimos en su boca grande, los músculos de sus piernas jóvenes junto a la bicicleta, el respingo que su camiseta blanca y suelta experimentaba a la altura de los pechos. Y yo mismo, haciendo un movimiento equívoco con la cabeza, que podía interpretarse como de aceptación o negativa.

Largamos y recuerdo que debí esforzarme para ir tan lento. Al fin consciente de que sería muy notoria mi demora para permitir la victoria de ella, encontré un recurso convincente y desesperado: aceleré mi marcha y me estrellé contra un árbol que se levantaba junto al camino.

Cuando llegué hasta donde estaban los otros, rengueando, con la rueda delantera de mi bicicleta desarticulada, hallé a una Dorothy triunfante, y vi lágrimas en los ojos de mi mejor amigo. Y luego, en esos mismos ojos, una mirada de odio que me perforaba.

—Lo hiciste a propósito —masticó las palabras, con rabia, cuando estuvo a mi lado. Yo hice un gesto vago, señalando mi bicicleta rota, como demostración de que no había, allí, mayor perjudicado que yo.

—Él se cayó, Peanut —reía, para colmo, Tommy—. Derek se cayó.

Pero comprendí que aquello no disiparía las sospechas de Peanut. Sin embargo, aún no he contado lo mejor.

Aquel suceso fue terrible para mí. Sin ganas de presenciar el combate entre Peanut y Tommy, volví a casa y estuve llorando unas dos horas y media. Había traicionado a mi mejor amigo, comprado por la sonrisa artera de una mujer. Lo había privado a él de un beso inolvidable, acceso, quizás, a aproximaciones más contundentes, tan sólo por el pedido tramposo de aquella niña. Había roto, además, mi querida bicicleta. Tirado sobre mi cama, llegué a la conclusión de que lo único que podía expiar mi culpa era el suicidio, siguiendo el camino señalado por Judas Iscariote.

Esa noche, solo, fui hasta el mar y me interné en sus negras aguas. Cuando estaba a punto de perder el conocimiento por el frío intenso y había tragado suficiente líquido como para hundirme por tercera y última vez, sufrí un topetazo tremendo en un flanco, como si me hubiese dado contra una roca.

Aquel golpe me despejó de mi aturdimiento y me permitió volver a la superficie. De inmediato, otro golpe, éste más suave, a la altura de la cintura. Fue cuando escuché el silbido. ¡Era Rusell! ¡Rusell, que había reconocido, en mí, al amigo que lo alimentaba con plátanos verdes y me estaba conduciendo hacia la playa mediante sucesivos cabezazos!

—¡No, Rusell, no! —le gritaba yo, en el paroxismo de la desesperación—. ¡No, demonio! ¡Estoy tratando de matarme!

Pero el delfín, desmintiendo la versión que lo sindica como uno de los mamíferos más inteligentes, en dos nuevos topetazos y un golpe de su cola formidable no sólo me devolvió a la playa, sino que me enterró en uno de los médanos más cercanos. Cuando me puse de pie, magullado, aún escuché a Rusell saludándome con su silbido socarrón. Cinco veces intenté esa noche suicidarme, y las cinco veces Rusell me devolvió a la playa como si fuera una pelota de tenis. Yo había escuchado historias similares, contadas por pescadores o ecologistas, peo creo que ninguna puede asimilarse con aquella vivida por mí en las costas de Pearl Bay, mucho antes de que esa ciudad fuese lo que hoy es.

Al día siguiente, permanecí encerrado en mi habitación, temeroso de aparecer ante los ojos de Peanut. Recién bajé al comedor a la hora del almuerzo empujado por la curiosidad y por el hambre. Fue allí que me encontré con Dorothy, que llegaba de la playa. Recuerdo que nos sentamos en los escalones de la galería de madera y ella me dijo:

—Oye, Derek, lo que hiciste ayer fue maravilloso. Alguien que hace eso por una mujer, es todo un hombre.

Yo la escuchaba, entre herido y halagado. Dorothy puso una mano cálida sobre mi rodilla y sentí agitarse mi corazón dentro del pecho.

—Quiero pagártelo de alguna manera —continuó ella—. Yo conozco la forma de pagártelo. Tú has mantenido durante estos días una actitud digna, no como los otros dos payasos, Peanut y Tommy, que han cometido toda clase de tonterías para deslumbrarme. Eres lindo, además, y siempre me han gustado los chicos más jóvenes que yo.

Yo estaba a punto de perder el conocimiento.

—Esta noche te encontraré en nuestra playa. Estaremos solos.

—¿Y Peanut? ¿Y Tommy? —alcancé a preguntar.

—Oh… ellos quedaron muy mal después de la pelea. Peanut se rompió la mano derecha. Golpeó muy fuerte con esa mano sobre la escayola de Tommy y se partió un par de huesos de acá. Está enyesado.

—¿Y Tommy?

—Tommy también está hospitalizado. Tiene para tres meses. El médico dice que tiene una costilla quebrada y principio de conmoción cerebral.

Se puso de pie y vi relucir sus muslos a la luz del sol.

—No faltes esta noche —me dijo. Yo quedé sentado en la galería, como atontado.

Pero, aún no he contado lo mejor. Aquel verano del 53 fue, para nosotros, como entrar a otro mundo, como huir de nuestro rutinario universo habitual y vislumbrar una vida silvestre, libre y excitante. Tanto, que nos hallábamos totalmente ajenos a todo lo que ocurría fuera de nuestra casa y de nuestro grupo. Fue así que yo no percibí cómo el viento se hacía más intenso sobre la tarde. Al llegar la noche, aquello era casi un huracán.

Luego supe que los noticieros de la radio y la televisión habían estado anunciando, desde hacía una semana, la llegada del tifón «Lucile». Yo no pude llegar al punto de reunión con Dorothy, ya que un pesado cartel, desprendido de una gasolinera cayó sobre mí aplastándome como a un cascarudo. Recién al día siguiente pudieron sacarme con ayuda de unas máquinas Caterpillar. Y de mi prima Dorothy nunca más se supo. Un pescador contó que la había visto pasar casi de noche, hacia nuestra playa. Alguien comentó que la habían visto sobrevolar Dutch Harbor, al norte de las islas Aleutianas.

Volví a Pearl Bay los años siguientes, a veces solo, a veces con Peanut, ambos tal vez con la ilusión de ver reaparecer a la bella Dorothy. Pero el pequeño pueblo ya no era el mismo. El tifón, el retiro de la fábrica de jabón de anchoa que se hallaba en el otro extremo de los médanos, vaciaron sus calles y lo convirtieron en un pueblo fantasma. Y no sólo es un pueblo fantasma, hoy por hoy, debido a que de sus viejas casas de madera no quedan más que las cáscaras, o porque por sus calles ruedan los consabidos arbustos, sino porque Pearl Bay, como buen fantasma, de tanto en tanto aparece en otra parte. Hubo un año en que, vecinos de Sarasota, denunciaron haberlo visto estacionado cerca de Lakeland. Y, al año siguiente, la alarma llegó desde el estado de Nevada. Pearl Bay había hecho una fantasmagórica aparición pegado casi a Las Vegas y el alcalde de esta frívola ciudad se quejaba por el negativo efecto que el andrajoso aspecto del pueblo podía ejercer sobre turistas y jugadores. El año pasado, sin ir más lejos, la Unesco denunció que nuestro pequeño pueblo costero había hecho su aparición en Guanacaste, cafetero distrito de Costa Rica.

Algún día, quizás, yo abra las ventanas de mi departamento en Brooklyn y encuentre frente a mi vista el espectro de Pearl Bay estacionado en el parque que se extiende frente a nuestra manzana. Pero no será necesario este gesto patético de la vieja villa para que yo la mantenga siempre presente en mi recuerdo. Nunca olvidaré aquel verano del 53.