Ernesto Esteban Etchenique es un hombre, fundamentalmente, sensible. ¿Cómo podría no serlo, alguien que ha dedicado toda su vida, sus desvelos, sus esfuerzos, a la escritura de aforismos? ¿Podría abrevar la insensibilidad, acaso, nos preguntamos, en un ser humano que tensa su cuerda vital, tan sólo en procura de apresar, en la breve continencia de mínimas palabras, el Universo de un significado, de un significante, de un mensaje esplendoroso que nos ilumina y hace pensar? ¿Podría? «Recua», en oportunidad de su segunda edición (año 1975) recogió, como recoge el pescador el fruto de su jornada, el pensamiento vivo de Ernesto Esteban Etchenique, en un sucinto pero emotivo reportaje. Y allí, en aquella oportunidad, pudimos palpar, aprehender, captar, la infinita profundidad espiritual del escritor, del poeta, del artista… ¿cómo llamarlo? ¿Simplemente, «el ser humano», quizás?
Así y todo, en esta segunda y regocijante cita, a pesar de marchar prevenidos sobre el cúmulo de afecto y nivel perceptivo con el cual nos íbamos a encontrar, Ernesto Esteban Etchenique ha vuelto a sorprendernos, a conmovernos, a estremecernos.
Cuando trasponemos la puerta cancel de su casa solariega, ese hermoso caserón desprovisto de lujo pero repleto de cariño, Ernesto Esteban Etchenique nos aguarda con una sonrisa mansa y ojos húmedos. Y es allí, ante nuestra sorpresa, cuando cae frente a nosotros, de rodillas, y nos besa las manos.
—Las manos —nos confía, en tanto las besa— que tienen el privilegio de posarse sobre las teclas de una máquina de escribir y transmitir el repetido milagro de la comunicación a todos los rumbos del mundo.
Un nudo nos atenaza la garganta ante la visión de este hombre cuya fama ya ha trascendido los límites de nuestra querida Patria, hincado a nuestros pies, con la humildad de un santo. Con esfuerzo, lo ayudamos a incorporarse, no sólo porque persiste en acariciar nuestros dedos, sino porque, además, anidan en el poeta, cual flores malas, algunas dificultades físicas.
—Una rebelde artrosis de cadera —nos explica, ya de pie— agravada por mi tonta tendencia a caer de rodillas ante cualquier impulso que me motive, que me sacuda.
Procurando alejarlo de un tema tan lastimoso, le preguntamos el porqué de su convocatoria, esa convocatoria que, así como nos halaga, nos intriga.
Notamos, con renovado asombro, que Ernesto Esteban Etchenique, no nos oye. Su vista se ha perdido en el vacío, por sobre el muro recubierto por la posesiva enredadera, una bellísima Santa Rita. Sus ojos se han vuelto a humedecer y tememos interrumpir su abstracción. Veinte minutos después nos atrevemos a preguntarle por el motivo de su ensimismamiento.
—El atardecer —nos responde, con voz que procura ser firme—. El atardecer ejerce sobre mí un extraño encantamiento.
Le recordamos, con timidez, que es de mañana.
—En todo buen amanecer… —concede— …puede adivinarse el ocaso.
Y nos mira a los ojos, escrutante, procurando detectar si aquella frase, si aquella maravillosa y compleja frase, ha calado hondo, o no, en nuestros espíritus. Nos la repite, dos o tres veces, sin apartar sus ojos de los nuestros, jugueteando en sus labios una traviesa sonrisa. Nos explica, también, que una frase, una palabra, una letra tan sólo, es como una piedra preciosa tallada en infinitas caras. Allí, al dar la luz, se refracta en mil direcciones diferentes, vibrante en rayos de disímil intensidad y color.
Podríamos quedarnos conversando con él horas y horas, pero la urgencia del periodismo moderno nos empuja a terminar nuestro anuario lo antes posible.
Es por eso que volvemos a requerirle la causa de su llamado. Y es entonces cuando nos sorprende y nos conmueve una vez más.
—Quería entregarles —nos dice— mis nuevos aforismos.
Así de sencillo. Con la llanura y la simplicidad de los grandes de verdad.
—«Recua» es la única publicación —agrega— que no ha publicado mis trabajos entre los avisos clasificados.
No dice más. Entendemos que está a punto de romper en llanto, pues parpadea con velocidad vertiginosa y su voz se quiebra en repetidas ocasiones. Nosotros tampoco podemos articular palabra. El escritor, el poeta, el Hombre, nos ha regalado, con humildad de asceta, la monumental ofrenda de su trabajo, de su inspiración, de su intrínseca sensibilidad, en carne viva.
—Son apenas… —nos informa—… unas pobres frases despojadas, sin mayor pretensión que la de acercar, al corazón de un amigo, de mi hermano, una cuota de esclarecimiento. Quiera Dios que, tras su publicación, el Mundo encuentre su verdadero camino…
Ya debemos irnos. Ernesto Esteban Etchenique retiene nuestras manos entre las de él y nos mantiene apresados. La emoción le impide hallar ¡tan luego a él, baqueano del vocabulario! las palabras de la despedida.
—¿Acaso la gratitud —desgrana, por fin— …no es la cuesta que debe enfrentar aquel… para quien la montaña… representa la incomprensión… severa de los orfanatos?
Lo miramos durante largo rato y él vuelve a escrutarnos, hasta estar seguro de que el mensaje ha llegado limpio a nuestra comprensión. Le decimos que consideramos imperioso marcharnos.
—El ómnibus tiene su parada en la esquina —nos dice. Nos quedamos mirándolo sin llegar a aquilatar en toda su magnitud la profundidad del aserto.
—En la esquina —nos repite. Y ahora sí, la frase se integra a nosotros, enriqueciéndonos para siempre. Sin pretender más, nos marchamos.
Nuevos aforismos de Ernesto Esteban Etchenique
A mi esposa Angelita,
sin cuya inestimable colaboración,
hubiese sido imposible esta dedicatoria.