Capítulo 5

Alba, una mujer de dieciocho años, morena y embarazada, saltó del remolcador en el extremo del muelle de Sant Beltrá, de donde ella y Dídac habían salido poco antes del verano, y encontró el lugar triste y lóbrego, ya que la tarde era gris.

Ella misma amarró el Benaura mientras Dídac recogía la cuerda que sujetaba la barquita y la empujaba hacia el muelle, donde lo descargaron todo y lo cargaron acto seguido en el jeep que les esperaba y que les costó poner en marcha.

Tuvieron que confesarse que, curiosamente, no se sentían en absoluto en casa, quizá porque aún guardaban en sus retinas la imagen de aquellas tierras que habían recorrido y de un mar sin límites aparentes, abierto al latido del verano. Ahora volvían a la vida cotidiana.

Y antes de la noche ya estaban en el campamento, donde el camión-despensa seguía cubierto y las dos roulottes cerradas y con una apariencia más descuidada que de costumbre, o quizás a ellos se lo parecía, ya que durante aquellos pocos meses no podían haber cambiado mucho.

Dentro había polvo, pero todo tenía un aire acogedor que aún lo fue más cuando encendieron el quinqué y la claridad del gas expulsó el mundo exterior y restituyó al lugar su antigua intimidad. Hasta entonces no sintieron que sí, que habían vuelto a casa. Una vez en la cama, sin embargo, antes de dormirse, no hablaron de las tareas que habían de reemprender, sino aún del viaje; el deslumbramiento proseguía.

Y al despertarse al apuntar el día, arrancados del sueño por la algarabía de los pájaros, cada vez más y más numerosos ahora que debían salvar todas las crías, salieron a lavarse en el agua fría de la acequia y vieron que del huerto prácticamente no quedaba nada; las aves lo habían destrozado todo.

Se animaron un poco al descargar el jeep y emprender la tarea de ordenar los libros que traían en la roulotte-biblioteca. Pasaron toda la mañana y toda la tarde en aquella tarea, entretenidos en examinar con detalle, por primera vez, las láminas de los volúmenes de brujería y demonología, casi todos fechados en el siglos XVII y XVIII, y las ilustraciones de las obras eróticas, cuyos textos no podían leer porque estaban en otros idiomas.

Uno de los tratados de ciencias ocultas, sin embargo, sí que les era accesible, y decidieron dejarlo de lado, puesto que llamaba su curiosidad un tema como aquél, tan desconocido para los dos.

Y después Alba se arrepintió de ello, porque al cabo de unos cuantos días, cuando ya habían vuelto a la vida «normal», una noche Dídac dijo:

—Mira, aquí explica cómo invocar al demonio. Y no parece muy complicado. ¿Por qué no lo probamos?

Ella se quedó sorprendida y, después, preguntó:

—¿Quizá quieres pedirle algo?

—No lo sé… Para verlo, simplemente.

La muchacha hojeó el volumen.

—¿No te has fijado que dice que hay que creer en él? Y nosotros no creemos, ¿verdad?

—¿Quieres decir que no existe?

—Para los que creen en él, sí. Se lo hacen ellos.

—No me lo explicaban así, cuando era pequeño…

—Pero ahora ya no lo eres, Dídac. Todo eso era para darle miedo a la gente, para hacer que obedeciera, para que se resignara…

—¿A qué?

—A muchas cosas. Los que eran muy pobres, por ejemplo, a que los hubiera muy ricos. Ahora eso ya no es necesario. Aquel mundo ha desaparecido y vivimos en otro donde, por ahora, no puede haber injusticia. ¿No te parece que vale la pena vivir sin supersticiones para no exponernos a transmitírselas a nuestros hijos? ¿Te gustaría que ellos creyeran en el diablo?

Dídac apenas se lo pensó:

—No; por supuesto que no.

Y pese a la respuesta, la conversación le hizo comprender a Alba que aquellos libros podían constituir un peligro. ¿Qué hambriento de poder o de inmortalidad del futuro no podía extraer de ellos los elementos de otra doctrina sobrenatural?

Pero se dijo que no tenía derecho a destruirlos, que para los hombres del futuro serían también una fuente de conocimiento de sus antepasados. De hecho, no tenía derecho a destruir nada, puesto que, si lo hacía, caería en aquella categoría de fanáticos, a menudo aludida por su padre, que quemaban todo aquello que no les gustaba y contrariaba sus opiniones; una gente que no creía lo suficiente en sí misma como para respetar, a la hora de combatirlas, las ideas de los demás.

Conservaría los libros, pues. Y se alegró de haber tenido un padre como el suyo, que había estado en prisión para que ella, hoy, pudiera decidir como decidía.

Y aquella conversación tuvo también la virtud de hacerle ver que Dídac ya tenía suficiente edad como para rehuir evasivas o respuestas poco satisfactorias cuando se referían, aunque fuera raramente, a temas que una diferencia de educación hacía conflictivos. En lugar de evitarlos, pues, ahora fue buscando ocasiones de ir hasta el fondo de su pensamiento, y mientras llevaban libros de un lado para otro o se ocupaban de tareas de una utilidad más inmediata, libraban pequeñas discusiones sobre problemas trascendentales, a menudo, pensaba Alba con una cierta ironía, expuestos de una forma tan ingenua que hubieran hecho reír a una persona realmente instruida.

O quizá ni siquiera eran discusiones, al fin y al cabo; para Dídac, aquel mundo en el cual se creía en todo aquello que no creía la muchacha, resultaba más remoto que para ella, y, por otra parte, quizá no había tenido tiempo de delimitarlo totalmente. Y también había aquellos años intermedios, tan atareados, vividos en un mundo inhabitual, y precisamente con Alba por toda compañía. Una muchacha, por si fuera poco, mayor que él y que siempre le había tratado con amor, como una hermana al principio y ahora como una amante que le hacía sentirse hombre quizás antes de hora…

De hecho, Alba se dio cuenta enseguida, le gustaba que le hablase como le hablaba. A sus años, y con el amor de la muchacha, su mundo era demasiado inmediato y concreto como para que quisiera oscurecerlo.

Y con el paso del tiempo, el vientre de Alba empezó a perder aquella lisura adolescente y una leve curva confirmó la futura maternidad. Dídac se dio cuenta de ello incluso antes que ella, un mañana que lo palpaba con su oscura mano, y dijo:

—Ya se nota, Alba.

La hizo levantarse para mirarla de perfil y volvió a recorrer aquel espacio que conocía tanto o más por el tacto que por la vista, y confirmó:

—Sí, se nota. Ahora deberá ir más de prisa, ¿verdad?

—Creo que sí.

Él abrazó sus muslos, apoyó la cabeza en su vientre, y la muchacha le acarició la mejilla.

—Pareces contento…

—¡Oh, sí! ¡No creía que me hiciera tanta ilusión haberte embarazado! ¿Te imaginas, Alba? A los doce años…

—Casi trece, Dídac.

—Pero aún no los tenía.

Era como si pusiera en ello una punta de orgullo.

Y Alba, que ya había seleccionado previamente unos cuantos textos, se puso a estudiar ginecología y obstetricia a fin de estar bien preparada en el momento del parto, que sería hacia finales de primavera. También Dídac decidió estudiarla y, si bien al principio lo hacía más que nada por un sentimiento del deber, después se fue aficionando a ella, fascinado, sobre todo, por los procesos de germinación, de transformación y de crecimiento del feto. Quedaba maravillado cuando leía que hasta al cabo de cinco o seis semanas de la fecundación no se decide el sexo de las criaturas, el cual hasta entonces es siempre femenino. Tirando del ovillo, fue preocupándose por cuestiones de genética y, con gran regocijo de Alba, pronto empezó a especular sobre genes dominantes y genes recesivos. Un día le dijo:

—Yo querría que fuera de un color como el que tienes tú durante el verano, cuando nos toca tanto el sol; de un moreno muy oscuro, sin llegar a negro. Pero las probabilidades son de que sea blanco; al fin y al cabo, yo solamente tengo una mitad de herencia negra. ¡Y quién sabe si no estará ya mezclada! ¿Tú no sabes nada de mi padre?

—No. Margarida debió hablar de ello a los de casa, quiero decir a mi madre, pero yo era demasiado joven como para que me dijeran algo.

—Lástima.

Y volvió a sumergirse en el estudio de las leyes de Mendel.

Y al cabo de tres meses, cuando la barriga ya se le redondeaba francamente, Alba, que hasta entonces se había encontrado siempre bien, empezó a sufrir náuseas y vómitos, sobre todo por la mañana, cuando se levantaba, pero ni el uno ni la otra se preocuparon, porque era una cosa prevista y, según los textos, muy generalizada.

Eso, por otra parte, no la privaba de llevar una vida activa, recomendada por los tratados que leían, y por lo tanto seguía saliendo con Dídac y ayudándole en la tarea de recoger libros, si bien ahora se lo tomaba con más calma, para no cansarse indebidamente. De todos modos, él procuraba sustituirla en muchas cosas que hasta entonces siempre había hecho la muchacha, como era la comida, puesto que algunos olores la repugnaban. Como ella decía:

—Me estoy volviendo melindrosa.

Y después pasó por una etapa de melancolía y de lágrimas. Sin causa aparente, los ojos se le humedecían y, si bien procuraba contenerse, a veces sufría grandes accesos de llanto. Dídac asistía a aquellas alteraciones impotente, sin saber qué hacer ni cómo distraerla. Y más le desconcertaba el que evocara, como hacía a veces, a su madre, la cual, lloriqueaba, le hubiera hecho compañía y dado consejo. Estaba tan desamparada…

—Me tienes a mí, Alba.

En aquellos momentos, sin embargo, la presencia del muchacho no le era de ningún consuelo, y él, que se sentía rechazado, se entristecía hasta el punto de faltarle las palabras. Mudo, tenía que esperar a que ella se desahogara.

Y había otros días, en cambio, en los que se despertaba muy lánguida y tierna, devorada por una absorbente sensualidad, como si toda ella fuera una zona erógena sin solución de continuidad que vibraba con una fiebre sostenida y voluptuosa. Entonces le abrazaba y le llenaba de besos.

Dídac se preocupaba un poco ante aquellos ojos que brillaban como deslumbrados por una claridad interior y ante aquella desazón que, al fin y al cabo, se le contagiaba porque Alba, incluso con un hijo en su vientre, era cada día más y más hermosa, y él la amaba. Y en aquellos momentos el amor se convertía en una llama devoradora que Alba, sin proponérselo, por una necesidad instintiva de expresarse, alimentaba con sus susurros, con sus suspiros de hembra que se realiza en una vocación de la carne.

Y también había días en los que se levantaba terriblemente malhumorada y todo lo encontraba mal y le gritaba y le miraba con una expresión hostil, como si fuera culpable de algo, y solamente lo fuera él. Era capaz de quedarse horas enteras en un rincón de la roulotte, irritada y entonces tan quieta que Dídac, temeroso de una explosión, prefería desaparecer discretamente.

Era como si en su persona hubiera tres Albas diferentes que se iban sucediendo sin orden y de una forma tan imprevisible que el comportamiento de la víspera no era ninguna garantía del comportamiento del día siguiente.

Pero él lo aceptaba sin hacerle recriminaciones, como si una sabiduría que no provenía de él, sino de la raza, le hubiera preparado para todos aquellos cambios. Ella volvería a ser la que había sido y aquélla era, simplemente, la prenda que pagaban por el hijo que mientras tanto iba madurando.

Y fue pasando el invierno y vino la primavera. Ahora Alba ya estaba de seis meses y cada día se examinaba las piernas por si se le hinchaban. Sabía que en un mundo normal hubiera debido hacerse analizar la orina y, ahora, ella misma lo hubiera hecho si hubiese encontrado algún libro con una descripción suficiente de la técnica que había que emplear, pero los textos de que disponían solamente aludían a aquello, sin detallarlo. Por suerte, solamente se le hinchaba el vientre; los pechos aún no habían sufrido cambio alguno, lo cual no dejaba de preocuparla, porque le parecía que, a esas alturas, ya hubiera debido tenerlos un poco más grandes. Alguna vez, pues, se quejaba:

—Con tal de que no me falte leche…

Y como previsión, por si se confirmaban aquellos malos presagios, Dídac dedicó muchas horas y muchos esfuerzos a la búsqueda de biberones y de botes de leche que no se hubiesen hinchado, señal ésta de que el producto se había estropeado.

No cometió el error de ir a Barcelona, sino que dedicó sus esfuerzos a los pueblos de los alrededores donde, gracias a la modestia de una buena parte de los edificios, era más fácil encontrar tiendas poco derruidas, si bien los años transcurridos habían hecho que se desplomaran los techos y muros que, en un primer momento, habían resistido.

Buscaba en tiendas de alimentación y en farmacias, y al cabo de casi un mes había reunido una cincuentena de botes, cuya concentración habría que rebajar, y media docena de biberones, un número más que suficiente, decidió Alba, para cubrir todo el período de lactancia.

Y al mismo tiempo, Dídac buscaba espéculos y sondas por si el parto presentaba alguna complicación y había que intervenir. Algunos libros de obstetricia advertían de la posibilidad de que, a veces, quedara un fragmento de placenta en el interior, y de la necesidad de limpiarla inmediatamente a fin de evitar hemorragias que podían ser fatales. Todo esto, aunque pareciera muy sencillo, preocupaba mucho a Dídac; no veía como, sin ningún tipo de práctica, podría salirse de todo aquello sin lesionar ningún órgano de la muchacha. Comentaba:

—Es todo tan delicado…

Ella le tranquilizaba:

—Lo parece más de lo que es, ya lo verás. O no lo verás, porque a buen seguro todo irá bien. Para las mujeres, dar a luz es una cosa natural.

Pero el muchacho no estaban tan convencido. Es decir, podía ser natural, pero los libros enumeraban una cantidad tan grande de problemas posibles que bastaban para atemorizarse de verdad.

Y ahora Alba ya no le acompañaba en sus salidas por miedo a perjudicar a la criatura con las sacudidas constantes del vehículo, ya que, una vez en los pueblos, siempre circulaban sobre escombros y no había, como quien dice, un palmo de terreno llano. Se quedaba en casa, donde para entretenerse, si estaba animada, recomenzó una vez más el cultivo del huerto. Sabía, de todos modos, que difícilmente medraría ninguna verdura. Los insectos y las aves eran demasiado abundantes como para que sirviera de nada perseguir a los primeros y poner espantapájaros para ahuyentar a los segundos. Y, al cabo de unas cuantas pruebas, también se convenció de que era inútil combatirlos con la esfera mortífera; cierto que caían a docenas, pero al cabo de dos minutos los árboles volvían a estar llenos de ellos. No había la menor duda de que, de momento al menos, ellos habían heredado la tierra.

Y un buen día se dieron cuenta de que, desde hacía meses, de hecho desde que sabían que estaba embarazada, no hablaban casi de nada más que de la criatura y de todo aquello que se relacionaba con su próximo nacimiento. Y es que para ellos, como dijo Alba, era un acontecimiento histórico a nivel personal y a nivel colectivo. Y sobre todo, existía el hecho de que estaban solos, desprovistos de toda asistencia profesional; era natural que hicieran un castillo de todo ello, pese a haber querido aquel embarazo y aquel hijo. Y reflexionaban:

—Con los otros que vendrán después será distinto; ya nos habremos acostumbrado.

Por otra parte, Alba estaba contenta de haber quedado embarazada en el momento en que lo estuvo, ya que así la criatura nacería de cara al verano, con cinco o seis meses de buen tiempo por delante. En las condiciones en que vivían, aquello era importante.

Y tan pronto como los días fueron un poco más cálidos, bajaron a la playa, donde una mañana Dídac trajo la barquita con el Benaura, si bien condujo inmediatamente el remolcador al muelle, a donde durante todo el invierno había acudido de vez en cuando a fin de mantenerlo en buen estado; un día u otro volverían a navegar.

Escogieron un rincón relativamente abrigado y, como había hecho el día de la tempestad, cuando costeaban la península italiana, clavó unas cuantas estacas en la arena, esta vez bien profundas y sólidas, a fin de que las mareas no se llevaran la menuda embarcación.

Le gustaba remar un rato, sin alejarse demasiado, pero Alba, en su estado, prefería quedarse en la playa, y solamente en días particularmente tranquilos, cuando casi no había olas o eran muy mansas, entraba en el agua, que allí era muy poco profunda.

Desnuda, sin ni siquiera un simple bikini, a ella misma le resultaba difícil reconocerse en aquella masa de carne que, aún conservando un torso delicado y grácil, se desparramaba en el abdomen formando un bulto que, según ella, le daba un aspecto grotesco.

Pero Dídac, que no era del mismo parecer, le decía:

—A mí me gustas.

Y se lo probaba.

Y no fue mucho después de iniciar aquellas salidas a la playa cuando los dos observaron como se le llenaban los pechos; fue una transformación que tuvo lugar casi de un día para otro y que enseguida se acentuó. Pronto los tuvo tan hinchados que le dolían y un día, tocándoselos, incluso se desprendió una gota de leche. Dídac se echó a reír pensando en aquel acaparamiento tan laborioso de botes y de biberones, y dijo:

—¡El pequeño va a tener más de la que necesita!

Y ella, que tanto había sufrido por ello, ahora se lamentaba:

—Me voy a quedar como una ama de cría…

Y durante aquellos últimos tiempos no tan sólo le habían pasado todas las molestias físicas de meses atrás, sino que ya no tenía tampoco aquellos bruscos cambios de humor que la llevaban del llanto a la ira. Confesaba, un poco sorprendida, que nunca se había sentido tan bien, y un día añadió casi seriamente que estar embarazada la probaba.

—Lo cual es una buena suerte, porque me pasaré así toda la vida.

—Toda la vida quizá no, Alba. Solamente podrás tener hijos hasta los cuarenta y tantos años, según he leído.

—¿Y te parece poco? Echa cuentas… A hijo, digamos cada año y medio, podemos tener una veintena. ¿Qué dices a eso?

Dídac se echó a reír.

—Digo que, cuando tengamos los últimos, los primeros ya habrán empezado por su cuenta…

Y cuando entraron en el último mes, hicieron un repaso de las cosas que necesitaban, y les pareció que no les faltaba nada. Durante sus correrías, Dídac se había procurado también, y espontáneamente, sin que la muchacha se lo tuviera que decir, una cuna y un montón de prendas de ropa infantil que, de todos modos, de momento no serían apenas aprovechables; de una farmacia había traído un gran cargamento de gasas y de algodón hidrófilo en paquetes donde decía «esterilizado», y de un almacén de ferretería recogió un barreño y una tina que Alba calificó de reliquias, porque eran de cinc.

Fue casi a última hora cuando cayeron en la cuenta de un olvido: ¡no tenían polvos de talco! Pero no fue problema; ahora Dídac estaba tan familiarizado con una extensa geografía de farmacias que, al cabo de una hora de haberse dado cuenta, ya volvía con un cajón lleno de botes. Divertidos, dijeron que tendrían al menos para los cinco primeros hijos.

Y tan sólo con seis días de retraso sobre la fecha prevista, a la muchacha se le presentaron una noche los primeros dolores. Sabían que podían durar horas, pero Dídac, que desde hacía una semana conservaba una hoguera encendida día y noche no muy lejos de la roulotte, le añadió un gran manojo de leña seca y puso a hervir olla tras olla de agua que después echaba en la tina y, cuando la tuvo llena, en el barreño. Sacó el botiquín donde guardaban los instrumentos médicos y, sujetándolos con unas tenazas por los extremos, los esterilizó directamente al fuego antes de dejarlos en un cacharro de aluminio en el que quemó una cuarta parte de una botella de alcohol.

Cuando lo tuvo todo listo, extendió una sábana limpia, sin estrenar, entre dos piedras escogidas con anterioridad, y a continuación acercó la cuna. Abrió un paquete de gasas y otro de algodón, y se le veía tan atareado que Alba, de pie y desnuda al lado de la roulotte, porque no sabía estar sentada, aún tuvo el suficiente humor como para hacerle observar que únicamente le faltaba una bata blanca para parecer un médico a punto de abrir a alguien.

Y como que ahora ya era totalmente oscuro, el muchacho sacó el quinqué de la roulotte y lo colocó cerca de las piedras, ya que el fuego estaba demasiado lejos y su resplandor era demasiado caprichoso como para iluminar aquel lugar del modo que él quería.

Entonces volvió al lado de Alba, la cual, pese a que no llevaba ni una pizca de ropa, estaba empapada en sudor de la cabeza a los pies; la noche era muy calurosa, sin un soplo de aire, y eso se añadía a su malestar, puesto que, aunque se jactara de valiente, se la veía sufrir y de vez en cuando se contorsionaba bajo el dolor que laceraba su vientre.

El muchacho sujetó su mano, se la apretó, y le besó la mejilla.

—¿Crees que va a tardar mucho?

Y aún transcurrió casi una hora antes de que, habiendo roto aguas, le pidiera que la acompañara hasta las piedras, entre las cuales se acuclilló, sostenida por él. Había leído en un texto escrito por un tocólogo que la posición más natural para dar a luz era agachada, con los muslos bien abiertos, y que así solían parir las mujeres hasta el siglo XVI, cuando, para comodidad de los médicos, comenzaron a hacerlo tendidas boca arriba. Y entonces, un poco románticamente, había pensado en tenerlo fuera, sobre la tierra, como un fruto más de ella, que les alimentaba.

Pero ahora resultó que las piedras en las cuales pensaba apoyarse más bien le molestaban, de modo que Dídac tuvo que apartarlas y ella se abrió más de piernas, casi arrodillada y con las manos planas apoyadas en el suelo, delante suyo.

Y casi enseguida, gimió y dijo:

—¡Ahora!

Dídac, fascinado y con el corazón tan desbocado que le dolía, asistió a las convulsiones y vio como la vulva se dilataba como si fuera de goma y se abría en un salvaje arco para dar paso a la cabeza de una criatura que resbalaba fácilmente entre las paredes que la expulsaban.

Alargó las manos, aprisa, mientras ella volvía a gemir, y la recogió antes de que tuviera tiempo de tocar el suelo. Era una cosa gelatinosa y repugnante, sujeta por el cordón umbilical a la invisible placenta, retenida en el interior.

Alba gimió otra vez, con las piernas temblándole, y el muchacho, sin soltar al recién nacido, con la otra mano abierta presionó a ambos lados del pubis; la masa oscura, como sanguinolenta, se desprendió con un plof, y la muchacha, exhausta, cayó de rodillas.

Y Dídac, que sudaba tanto como ella y casi estaba mareado de angustia, se apoderó de las tijeras, cortó el cordón para hacerle el nudo del ombligo y, alzándose, giró boca abajo a la criatura y le administró unos golpecitos en las nalgas; la criatura lloró. Era un niño.

Dídac, como si tuviera envidia, estalló también en sollozos.

Y Alba, que le había dicho que no se ocupara de ella hasta después de haber lavado y empolvado al pequeño, siguió un rato a cuatro patas, respirando fuertemente y con la vista alzada hacia el muchacho y su hijo; pero casi no los veía, impresionada aún por aquello que acababa de ocurrirle y que no sospechaba que fuera posible. Ahora sabía algo que no le había dicho nadie, que jamás había leído en ningún texto especializado: que, en el momento de ser madre, una mujer puede conocer un gran éxtasis voluptuoso.

Estaba aturdida y, a la vez, era intensamente feliz.

Y cuando él dijo, con voz aún estrangulada, que era un macho, la muchacha sonrió, sin contestar, y fue tendiéndose sobre la sábana, donde se quedó hasta que Dídac la ayudó a incorporarse y la condujo hasta la roulotte. Ahora le fallaban las piernas, pero se sentía terriblemente bien en aquel cuerpo suyo que ya no pesaba, y se tendió con gesto lánguido una vez el muchacho la hubo lavado superficialmente, tan sólo con agua.

Entonces dijo:

—Tráemelo.

Dídac salió a buscarlo y, cuando volvió, con cuna y todo, Alba se había dormido.

Y el niño, que parecía robusto y tenía un rostro del todo arrugado, era del color exacto que el muchacho había deseado, ni blanco ni negro, sino de un moreno de sol que seducía.

Se orientó muy aprisa hacia el pecho de Alba y, sin tener que monear mucho, acertó el pezón, que empezó a mamar casi por sí mismo, tan llena de leche estaba la muchacha.

Dídac, sentado a los pies de la cama, contemplaba a la madre y al hijo, unidos en un abrazo, ya que el pequeño también había alzado débilmente las manos hacia el seno, y ahora le parecía más increíble todavía que antes que fueran tres.

Y a la mañana siguiente, cuando Alba quiso levantarse y reemprender la vida normal porque, como decía ella, aquello no le había costado nada y había dado a luz con una facilidad de animal, tomó un cuaderno que tenía preparado, escribió en él el nombre de Dídac y el suyo, seguidos de la fecha de nacimiento según el calendario bajo el cual habían vivido hasta el día del cataclismo, trazó una línea y, un poco más abajo, puso «Mar», y entonces se detuvo al oír a Dídac que decía:

—Ponle tu apellido.

Y cuando ella lo miró, sorprendida, ya que nunca se le había ocurrido alterar una norma que le parecía natural, por no haber conocido ninguna otra, el muchacho le explicó:

—Esta noche he pensado mucho en esto. Los hijos tendrían que llevar el nombre de la madre.

—¿Lo dices porque tú llevas los de la tuya? No es lo mismo.

—No, no es por eso. Es porque eres tú quien lo ha llevado nueve meses y lo has parido.

Ella objetó:

—¡Pero es de los dos!

—Por supuesto. Ponle tu apellido, y después el mío.

A continuación de Mar, pues, escribió «Clarés y Ciuró». Y entonces, por primera vez, puso la fecha del nuevo calendario.

Y el vientre de Alba, que se había vuelto fláccido, como si le sobrara piel por todos lados, fue recuperando la lisura de antes del embarazo, y al cabo de poco tiempo su cuerpo volvía a ser tan armonioso que nadie hubiera dicho que acababa de dar a luz. Lo delataban tan sólo los pechos, más amplios y de un balanceo reposado y contenido cuando se desplazaba de un lado para otro. Dídac decía:

—¡Y pensar que antes yo veía a todas las madres como viejas!

—Entonces eras pequeño.

—Debe ser eso. Y tampoco las veía desnudas. Y de pronto preguntó:

—¿Crees que nos tendríamos que vestir, cuando sea un poco mayor?

—¿Por qué? Más vale hacer como ahora, que nos vestimos cuando tenemos frío, y basta.

—Y, para amarnos, ¿nos ocultaremos?

Alba reflexionó unos segundos, mirando al niño.

—No sé qué decirte, Dídac. Ya que tenemos ocasión de empezar de nuevo, más valdría hacerlo sin hipocresías; es un acto natural, ¿no? Pero… pero me temo que me sentiría cohibida. ¿Y tú?

—Sí, yo también.

Y ahora sustituyeron otra vez las lecturas, y de los libros de ginecología y obstetricia pasaron a los de puericultura; pero naturalmente resultó que estaban escritos para una gente que vivía en una civilización ahora desaparecida y muchas de las cosas que decían no les servían y casi les hacían reír. Acabaron por centrarse únicamente en las partes o capítulos que se referían a enfermedades infantiles, sobre las cuales, de todos modos, Alba tenía ya una preparación. Confiaba, sin embargo, en que no necesitaría tener que poner a prueba su ciencia en nada grave, puesto que llevaban una vida sana, al aire libre, y el peligro de las mismas infecciones procedentes de la putrefacción de tantos cadáveres hacía ya tiempo que había pasado, y el pequeño no asistiría jamás a ninguna escuela ni jugaría con otros niños. Era así, leía, como se transmitían antes muchos gérmenes y se difundían algunas epidemias. El peligro de un contagio de persona a persona quedaba, pues, prácticamente anulado.

Y tan pronto como les pareció que podían hacerlo, a los quince días del nacimiento del pequeño, volvieron a bajar a la playa, deseosos de no perderse ni un ápice de aquel verano que ahora empezaba. De un chalet, Dídac recogió un magnífico parasol con unas prolongaciones de tela por los lados que permitían cerrarlo como una caseta y lo plantó casi a la orilla del agua, pero después ocurrió que lo utilizaban poco, ya que cuando les apetecía la sombra preferían situarse entre los pinos, donde también Mar parecía más contento, quizá porque se distraía más allí cuando no dormía, que era casi siempre, con el leve movimiento de las ramas que le servían de dosel.

Alba se pasaba casi todo el tiempo a su lado, vigilando que una rendija entre el ramaje no hiciera incidir demasiado sol en sus ojos, o jugando con él y dándole el pecho a horas regulares, como recomendaban los textos, pero de vez en cuando emergía de aquella penumbra y atravesaba la arena envuelta en aquel bikini que ahora volvía a llevar, coquetamente, y Dídac, que la esperaba al borde de las olas, la arrastraba hacia el mar o la abrazaba y la hacía caer para rodar con ella, y, alguna vez, arrancarle aquella prenda blanca que la muchacha se dejaba arrebatar riendo antes de besarle con una embriaguez que les hacía recordar los días de Capri, de Taormina…

Y como se encontraban tan bien en aquel lugar, al cabo de unos días decidieron instalarse allí hasta el otoño. Escogieron un chalet edificado en terreno llano, que era el mejor conservado, ya que tan sólo tenía unas cuantas goteras como vieron el primer día que llovió, lo limpiaron, sin olvidar los dos cadáveres que había en él, para que fuera más habitable y, dos veces a la semana, Dídac volvía al campamento a buscar agua, ya que allí no la había que fuera potable.

En una de sus salidas por el vecindario descubrió, al pie de la carretera, un supermercado que les aprovisionó de muchas cosas durante aquel tiempo, pero ahora cada vez encontraban más botes hinchados o que el abrirlos olían mal. Se daban cuenta de que, por abundantes que fueran aún los productos alimenticios a su alcance, aquella fuente de provisiones acabaría por agotarse y deberían, por lo tanto, hacer un esfuerzo más serio que hasta entonces cultivando la tierra.

De momento, sin embargo, como al fin y al cabo les sobraba fruta, lo iban aplazando hasta la otra estación.

Y fue precisamente por aquel entonces, poco después de instalarse cerca de la playa, cuando Dídac se convirtió en cazador. A menudo habían pensado en la caza, pero nunca habían sabido encontrar ninguna escopeta, ya que había pocas armerías y dos que habían visto en Barcelona estaban demasiado derrumbadas como para intentar entrar en ellas.

Ahora, sin buscarla, el muchacho descubrió una en el antiguo pueblo de Gavá, donde le fue posible apoderarse no sólo de un par de armas de aquel tipo, sino de una buena cantidad de cartuchos de perdigones con los cuales comenzó a entrenarse disparando contra las gaviotas que se acercaban a la playa y los pájaros que poblaban el bosque de la urbanización.

Él y Alba, al fin y al cabo criados en una población de tierra adentro, pensaban en perdices y codornices, que eran el tipo de caza que allí abundaba, pero en la costa no las había y sabían que si querían cazarlas tendrían que internarse tierra adentro. También lo dejaron para el otoño.

Y ahora, en días de bonanza especial, hacían también alguna salida al mar, sin alejarse demasiado. En esas ocasiones se trasladaban con el jeep a Barcelona, embarcaban en el remolcador y terminaban dirigiéndose hacia alguna cala particularmente atractiva, donde se quedaban hasta media tarde. Al pequeño debía gustarle navegar, ya que, cuando entraban en el mar, nunca lloraba. Dídac encontraba extraordinariamente hermoso ver a Alba sentada en la popa, con el hijo en brazos, sobre todo cuando la criatura se le colgaba a los pezones. Más de cuatro veces los fotografiaba entre el aire y el agua a fin de hacer duradera la imagen de aquella madre tan joven, apenas salida de la adolescencia, gravemente inclinada sobre el bebé que mamaba sin dejarse distraer por el clic de la máquina.

Y el muchacho aprovechaba esas salidas para visitar los pueblos cerca de los cuales desembarcaban, si es que había alguno, cosa que casi siempre sucedía, en aquella costa donde los pueblos casi se tocaban, y fue así como una tarde volvió a la playa con una gallina. No habían vuelto a ver ninguna desde que dejaron la comarca natal, pero en otros lugares debían haber quedado algunos ejemplares, y ahora allí tenían la prueba.

La había oído cacarear antes de verla, y estuvo a punto de escapársele, o quizá se le escapó, de hecho, porque el animal, al huir, le condujo hasta otro lugar donde había al menos una docena; pudo acorralar a una de ellas, la de antes u otra, en un pequeño terreno mal cerrado por una pared que debía haber sido la de un huerto, al lado mismo de una casa baja, en la cual debían dormir las aves porque estaba llena de excrementos.

Alba le preguntó:

—¿No has visto ningún gallo?

No se había fijado, pero cabía suponer que sí, que había alguno; sin gallos, a aquellas alturas ya no habría gallinas. La que ellos llamaban la generación de la catástrofe no podía haber sobrevivido tantos años.

Y al cabo de dos días, después de haber preparado una especie de jaula provisional, volvieron al pueblecillo con una red de pescador y los tres, porque no podían dejar al niño, se encaminaron hacia el huertecillo. Esta vez, sin embargo, las gallinas, que estaban dispersas, no se dejaron coger y, para no acabar de asustarlas, decidieron retirarse y esperar a la noche, cuando fueran a cobijarse.

Prácticamente a oscuras, consiguieron atrapar a tres en la red y, cuando las tuvieron seguras, se dedicaron a un registro que les proporcionó ocho huevos.

Después vieron que eran animales jóvenes, y que las tres no eran gallinas; entre ellas había un gallo agresivo e indignado, que les plantaba cara como un chulo.

Y las metieron en una jaula provisional mientras iban a buscar otra más grande que tiempo atrás habían visto en una masía cerca del campamento. Era de maderas alistonadas, y debía haber sido de palomos, pero en ella cabían holgadamente una docena de gallinas. Olvidando momentáneamente la playa, reclavaron los listones que flojeaban o se habían desprendido y, a media altura, fijaron otras maderas para que las aves pudieran trepar.

Mientras tanto, el gallo, nervioso, no dejaba de montar a las gallinas y, puesto que éstas seguían poniendo, se prometieron una nidada de pollitos, si la una o la otra se decidía a ponerse clueca.

Y ahora volvieron a quedarse en el campamento a fin de cuidarlas y salvar todos los huevos, que recogían. Pero al cabo de una semana Alba pensó que, si hasta entonces habían ido naciendo pollitos sin ayuda de nadie, quizá valiera la pena no tocarlos y dejarlo todo al instinto de las gallinas.

Y acertó, puesto que casi enseguida, cuando los animales estuvieron un poco aclimatados a la jaula, una de ellas empezó a mostrarse un poco extraña, como inquieta, y al cabo de tres días ya incubaba cuatro huevos. La muchacha, como quien no hace nada, le metió otros tres debajo del culo. El pobre animal estaba tan enfebrecido que ni siquiera se movió.

Puesto que no iban a poder tener tantos animales en aquella jaula, donde estarían demasiado apretados por grande que fuera, Dídac, renunciando casi definitivamente a la playa, acudió a la ferretería que ya conocía, sacó de ella unos rollos de alambre y, después de haber escogido el lugar, a continuación del huerto, clavaron estacas a fin de construir un cercado.

Con la intención de que las gallinas tuvieran un lugar donde resguardarse, decidieron que colocarían la jaula de palomos dentro, ya que tenía techo.

Y todos aquellos trabajos, que para ellos no eran sencillos, les ocuparon tantos días que, poco después de haber terminado, ya nacieron los pollitos. Solamente les falló un huevo, que quizá no había sido fecundado. Y entonces empezó el auténtico trabajo.

Alba sabía que, en el pueblo, les daban moyuelo amasado, pero ellos no tenían, de modo que tuvieron que triturar maíz con unas piedras y mezclarlo, con agua, con sémolas de las que habían recogido hacía tiempo.

Y al ver que se lo comían y después empezaban a dar pequeños golpecitos con el pico en el suelo, quisieron hacer una prueba y, un día, dejaron la puerta del cercado abierta.

Todo fue tal como habían imaginado; la clueca salió, con los polluelos desplegados detrás suyo y, fuera por eso, fuera porque los animales adultos ya se habían acostumbrado a aquel ambiente, ninguno de ellos intentó huir. El gallo ni siquiera llegó a separarse más de dos metros del corral; aparentemente, había descubierto un nido de gusanos, del que seguidamente tuvo que expulsar a una otra gallina, que se lo disputaba.

Y ahora cada mañana les despertaba el canto del gallo, que era muy escandaloso.

El primer día que ocurrió se alzaron de la cama con la impresión, inmediatamente disipada, de que salían de una pesadilla y se hallaban en el pueblo, en la cama de su casa. ¡Hacía tantos años que no oían ningún gallo! Quizá por eso, al cabo de un rato se pusieron a hablar de la vida de antes, en Benaura; o más bien habló de ella la muchacha, porque Dídac pronto se quedó silencioso y después, cuando ella se lo hizo notar, dijo:

—Pensaba que si no hubiera ocurrido todo esto, no serías mi mujer. Claro que supongo que entonces no me hubiera importado, pero ahora, pensando en ello…

—¿Volverías atrás, si pudieras?

—No lo sé, Alba, no lo sé. Ya sé que es una enormidad eso que digo, pero… no, no volvería.

La miró casi tímidamente.

—Te debe parecer que soy un monstruo, ¿verdad?

—No, Dídac… O, en todo caso, lo somos los dos.

Y fue al cabo de dos días de aquel primer despertar al canto del gallo cuando Dídac descubrió y pudo entrar en una casa donde se habían vendido herramientas agrícolas ligeras, sobre todo de horticultura y de jardinería, y encontró una gran cantidad de sobres con simientes de flores, de legumbres y de especias. Los recogió todos, y después volvió a las roulottes con el jeep tan cargado que incluso llevaba cosas entre las piernas.

Alba se quedó maravillada y, durante un montón de días, no hizo más que clasificarlos y leer las instrucciones, impresas en cada sobrecito. Decían cuándo se habían de plantar, si querían sol o no, si se habían de regar mucho, y cuáles abonos eran más convenientes.

Y aunque en cada sobre había pocas, entre todos tenían suficientes como para plantar dos veces toda la extensión de aquel terreno que llamaban el huerto. Ahora sólo faltaba que no hubieran perdido el poder de germinar, siendo tan viejas.

Y empezaron a plantar enseguida aquéllas que más encajaban con la estación en la cual estaban o podían plantarse en cualquier tiempo, y ahora, aunque no confiasen mucho en ello, porque estaban escarmentados, extendieron de lado a lado del huerto una auténtica red de cordeles y colgaron de ella, a intervalos más o menos regulares, muchos harapos que el aire hacía mover. Procuraron también hacer una limpieza de pájaros a base de perdigonadas, y a muchos de ellos los colgaron como advertencia, si querían hacer caso, para los supervivientes. También prepararon una buena cantidad de maleza seca a todo su alrededor con la intención de prenderle fuego cuando las plantas salieran; confiaban que la humareda ayudaría a ahuyentar a los intrusos.

Y cuando lo tuvieron todo listo, como fuera que el verano terminaba, quisieron aprovechar que el cielo seguía limpio y claro para bajar otra vez a la playa, donde les esperaba una sorpresa. Además de su barca, bien varada, había otra encallada en la arena. Pese a que no se veía a nadie, se escondieron de nuevo inmediatamente entre los pinos, donde se pasaron unas horas espiando y escuchando. No se oía ningún rumor sospechoso ni se notaban señales de personas extrañas, pero la barca no estaba antes y era difícil creer que hubiera llegado hasta allí por casualidad.

Cuando al final decidieron examinarla desde más cerca, salió solamente Dídac y Alba se quedó oculta, con una metralleta en las manos y la esfera mortífera entre la piel y la camisa que se había puesto. Pero nadie interceptó el paso del muchacho ni le impidió mirar la embarcación desde todos lados. Era vieja y dentro no había nada, excepto un remo; se veía claramente que hacía agua, y lo más admirable era que hubiera podido llegar a la playa.

Pese a todo, y para tranquilidad propia, se quedaron hasta que ya fue oscuro; nadie se dejó ver.

Y a la mañana siguiente la barca continuaba en el mismo sitio, como si la marea no hubiera sido capaz de arrancarla de la arena donde se había incrustado, de modo que no se preocuparon más por ella, y tampoco les inquietó el hecho de que, al cabo de cuatro días, ya no estuviera; aquella noche se había levantado el viento y las aguas, agitadas, debían habérsela llevado mar adentro, o quizá a una playa como la de donde la había sacado antes.

Hoy hacía un poco de fresco, como si en algún lugar hubiera habido temporal, y solamente se quedaron hasta después del mediodía, sin saber, cuando se marchaban, que aquel verano ya no volverían allí, ya que por la noche llovió un poco y al día siguiente, aunque hiciera sol, era pálido, y de vez en cuando las nubes lo cubrían.

La lluvia se repitió en la madrugada del día siguiente, se hizo más intensa, disminuyó de nuevo, y entonces, lenta y persistente, los mantuvo dos días aislados en el campamento.

Y Dídac y Alba, que recordaban la anterior inundación y temían que pudiera repetirse, no quisieron que esta vez les cogiera de improviso y se preocuparon, pues, de cargar en el jeep un montón de cosas que necesitarían si tenían que huir. No querían quedarse sin fuego, sin luz y prácticamente sin comida como la otra vez; ahora estaba el pequeño que, si bien crecía fuerte y robusto, no estaba acostumbrado a pasar dificultades como ellos.

Durante aquellos dos días, y también los dos días que siguieron al temporal, siempre hubo uno de ellos vigilando por la noche la posible subida de las aguas, pero ahora no subieron; apenas hubo un ligero aumento del caudal que circulaba por la acequia. El huerto, sin embargo, estaba tan empapado que, de momento, no se podía entrar en él.

Y poco después, como fuera que la tierra se apelmazaba y cuarteaba y eso, según Alba, podía impedir que las plantas salieran, se pusieron los dos a entrecavar las tablas y los caballones, vigilados por las gallinas y los gallos, puesto que en la pollada también había un gallito de lo más vivaracho y que muy pronto, por lo que se veía, le haría la competencia a su padre.

Alba dijo:

—Dentro de unos pocos meses vamos a tener que separarlos.

—¿Por qué?

—Siempre oí decir que en un gallinero no puede haber dos gallos.

Dídac se sentó, con la azadilla entre las piernas, y miró a las aves como si las viera por primera vez. A Alba le hizo gracia su expresión, y preguntó:

—¿Qué te ocurre?

El muchacho desvió los ojos hacia ella y le sonrió:

—Nada… Pensaba que también a mí me gusta ser el único gallo.

Y aquella noche, cuando al coger un libro le cayó entre las manos aquel Manual del piloto, que tiempo atrás les había hecho recorrer el Prat, lo abrió, lo cerró, y ya iba a guardarlo cuando lo abrió de nuevo, como si alguna cosa hubiera llamado su atención.

Dijo:

—Escucha, Alba… ¿Verdad que con un motor podríamos fabricarnos electricidad?

—Oh, no lo sé. ¿Por qué?

—Dije que lo estudiaría, pero… Se me ha ocurrido que, si es posible, quizá nos servirían los motores de los aviones; son más potentes que los de los coches.

—Sí, supongo… Pero antes de ir a sacarlos es mejor que leas un poco como funcionan esas cosas.

—Tan pronto como acabemos de ablandar la tierra iré a buscar libros; sé que hay algunos entre los que encontramos en aquella librería técnica. ¿No crees que vale la pena?

—Sí, siempre estaría mejor que esto del gas. Por cierto, tendrás que ir a buscar, se nos están terminando las bombonas.

Dídac asintió.

—Aprovecharé el viaje; lo haré a la vuelta.

Y listo ya el trabajo del huerto, que les llevó aún otros dos días, porque era cansado para ellos ya que no estaban acostumbrados a trabajar agachados, Dídac, después de desayunar, tomó el jeep y se alejó hacia Barcelona, de donde calculaba volver a la hora de comer, si bien Alba lo dudaba, ya que tenía la impresión de que aquellos libros de electricidad estaban muy enterrados bajo otros volúmenes.

Por eso no le extraño en absoluto cuando a primera hora de la tarde aún no estaba en casa. Se había pasado la mañana jugando con el niño, contenta porque, mientras entrecavaban, el día antes, habían visto que algunas plantas ya estaban a punto de brotar; si todo iba bien, pronto tendrían que hacer otra limpieza de pájaros y quemar los matojos para protegerlas mientras aún eran tiernas. Incluso estaba dispuesta a perder horas vigilándolas.

Así pues comió sola, le dio el pecho a Mar, y después se sentó con un libro en las manos hasta que sintió un ligero dolorcillo en la parte baja del abdomen y, enseguida, una cosa cálida y húmeda entre los muslos. Era la regla; siempre se le presentaba así, ahora, desde que había tenido al niño.

No le sorprendió tampoco, puesto que ya sabía que las probabilidades de volver a quedar embarazada durante los primeros meses posteriores a un parto son escasas, sobre todo cuando la mujer le da el pecho al hijo; confiaba, de todos modos, en volver a quedar encinta antes del invierno.

Se levantó, calentó un poco de agua, se lavó, se colocó un apósito y, encima, se puso el bikini; sólo cuando hubo acabado con todo aquello pensó que Dídac se estaba entreteniendo demasiado.

Y al cabo de dos horas más, cuando la luz ya estaba muy baja, aquello que había sido un pensamiento pasajero se convirtió en inquietud, puesto que el muchacho seguía ausente. Tenía tiempo de sobra de haber hecho lo que quería hacer y, por otra parte, siempre que se tenía que marchar volvía antes de la noche; por experiencia sabían que no era cómodo circular a oscuras por un mundo lleno de escombros.

Pero aún había luz suficiente, de modo que tampoco era para preocuparse; de un momento a otro, estaba segura de ello, oiría el ruido del jeep… Siempre se oía desde lejos.

Salió afuera, con el niño que se había despertado de una larga siesta, y se sentó en una piedra, bajo el eucalipto. Pero estaba demasiado nerviosa como para quedarse allí mucho rato y, al cabo de unos minutos, cruzó hacia la parte de atrás de la roulotte y dio unos pasos por el lado de la acequia; ahora ya casi no se veía nada.

Y cuando ya no se veía nada en absoluto, retrocedió de nuevo hacia la roulotte, dejó al niño en la cuna y encendió el quinqué. Lo sacó afuera y, sentada al lado de la luz, siguió esperando.

El pequeño la obligó a levantarse y acudir de nuevo a la roulotte; se había orinado y estaba dormido, pero lloraba. Aquello le pareció una señal de mal agüero y tuvo que hacer un esfuerzo para dominar sus nervios. El que Dídac aún no estuviera allí no quería decir nada. Podía haber sufrido una avería, como les había ocurrido otras veces, y en ocasiones lo suficientemente graves como para necesitar horas para repararlas.

Y si no la había podido reparar a oscuras, quizá volvía a pie…

Y si venía andando, la avería debía haber ocurrido muy lejos, porque a medianoche el muchacho seguía ausente. Puesto que el niño había vuelto a dormirse profundamente y no corría el riesgo de asustarle, se le ocurrió tomar un máuser y hacer unos cuantos disparos. Quizás él, que también iba armado, como siempre, no había tenido esa idea…

Disparó dos veces y escuchó. Al no oír ninguna respuesta, disparó otra vez, hizo una pausa, y repitió. La noche, después de cada disparo, parecía más silenciosa, como si incluso las hojas de los árboles se inmovilizaran temerosamente. Tan sólo su corazón martilleaba.

Y apenas había un asomo de claridad cuando Alba se aseguró de que no quedaba ningún fuego ni ninguna luz encendida y, dejando al niño, que ahora volvía a dormir, encerrado en la roulotte, puso en marcha el tractor y, bien armada, emprendió el camino que normalmente seguían para ir a la ciudad. Pero no llegó a ella. Antes, como asaltada por una premonición, se desvió hacia el lugar de donde ahora, desde que habían agotado las del camión, se proveían de bombonas de butano.

Enseguida vio el jeep, parado delante del almacén y con la portezuela abierta, tal como Dídac debía haberla dejado al saltar del vehículo. Él, sin embargo, no estaba. Tampoco había cargado ninguna bombona, porque dentro únicamente vio media docena de libros sobre electricidad, depositados en el asiento delantero.

Se volvió y empezó a llamarlo.

Y Dídac no contestaba, ni le encontró en el almacén, donde entró a continuación.

Volvió a salir y, desorientada y angustiada, miró a su alrededor. Ahora, la luz era ya más intensa, pero ella estaba demasiado desconcertada como para identificar como una pierna aquella extremidad donde posó los ojos y que sobresalía de un amontonamiento de piedras, quizás a cuarenta o cincuenta metros de donde se había detenido.

Cuando finalmente el cerebro captó el mensaje de la vista, la muchacha dio un salto, disparada por los nervios, y echó a correr hacia el montón de escombros, al cual ya llegó llorando.

Era Dídac, sepultado hasta las rodillas. En el momento de entrar en unos bajos, por una razón que ella nunca llegaría a saber, el techo le había caído encima.

Y frenéticamente, con las manos, empezó a sacar cascotes mientras sollozaba y lo llamaba. Había gran cantidad, y al cabo de un rato las manos le sangraban. Pero ella no se permitió ni un solo minuto de reposo hasta que, al cabo de una o dos horas, o quizá más, porque había perdido la noción del tiempo, emergieron el tronco y la cabeza. En aquel momento ya sabía que estaba muerto, porque el cuerpo se había enfriado y estaba rígido, de modo que no tuvo ninguna sorpresa, pero sí aumentó su desconsuelo al ver que tenía todo el pecho hundido y el cráneo abierto bajo los cabellos blancos de yeso.

Bajó su rostro hasta el de él, en nada desfigurado, ya que tan sólo estaba surcado por una herida delgada y larga, desde la oreja hasta la base de la nariz, y descansó sobre él sin palabras, apretando aquel cuerpo con unos dedos agrietados y que habían perdido el tacto.

Y ya era casi mediodía cuando volvió a alzarse y, con un esfuerzo que la hacía tambalearse, lo cargó a su espalda y lo llevó al jeep, donde lo sentó sobre los libros, apoyado contra la portezuela cerrada.

Puso en marcha el motor como un autómata y, poco a poco, porque le costaba enfocar la vista, condujo el vehículo hasta más allá de los escombros, hacia el camino que llevaba al campamento, pero antes de llegar a él tuvo que detenerse un par de veces, porque había momentos en los que no distinguía nada, como si fuese ciega.

Y al llegar a casa, el llanto del niño, que debía tener hambre, la ayudó a serenarse un poco. Pero no quiso darle de mamar, ya que estaba convencida de que, con el disgusto, la leche se le debía haber agriado. Lo alimentó con unas cucharadita de azúcar que puso en un pañuelo húmedo y atado, para que lo chupase, y salió otra vez al exterior.

Tendió el cadáver de Dídac sobre una sábana, lo desnudó y lo lavó de cabeza a pies con una esponja, hasta que quedó completamente limpio, sin rastro de sangre ni de yeso. Entonces lo cubrió con otra sábana a fin de protegerlo de los insectos, y escogió un lugar entre dos sauces.

Inmediatamente se puso a cavar.

Y hacia media tarde se sentó en el suelo, al lado del muchacho, y tomó una de sus manos entre las de ella. Durante dos horas permaneció quieta, únicamente con los labios moviéndose silenciosamente a medida que iba recordando, y recordándole, una historia común de esfuerzo y de amor.

No se movió hasta cerca de la puesta del sol, cuando se arrodilló e, inclinándose sobre él, besó sus labios, fríos y calentó su piel con sus últimas lágrimas.

Y con los últimos rayos del sol, volvió a cargarlo otra vez entre sus brazos y, ahora sin que las piernas le vacilaran, lo llevó hasta los sauces y lo bajó a la tumba.

Su ánimo desfalleció por un segundo en el momento de tomar la pala, pero se rehizo y fue cubriéndolo hasta que estuvo bien tapado. Con las manos, niveló la tierra, que quedaba un poco más alta, y donde al día siguiente plantaría flores.

Ya era oscuro cuando lo dejó y volvió a la roulotte.

Y yo, Alba, una madre de dieciocho años, miré a Mar, que lloraba en la cuna, y pensé que apenas sería una mujer de treinta años cuando él cumpliera los doce. Y en el fondo de mi corazón deseé fervientemente que fuera tan precoz como Dídac, su padre; si lo era, aún podría tener unos cuantos hijos de mi hijo…