Capítulo 4

Alba, una muchacha de diecisiete años, virgen y morena, entró cargada de libros en la sala donde los guardaban y casi tropezó con Dídac, que salía, excitado, con un volumen en las manos. El muchacho se detuvo y le dijo:

—Mira lo que he encontrado…

El título era Manual del piloto, y en su interior había páginas y páginas con gráficos de motores de aviación. Ella lo hojeó.

—¿Qué tiene de particular?

—Podríamos aprender a volar.

—¿Y de qué nos serviría?

—¿No me dijiste, una vez, que en el Prat hay un campo de aviación?

—Sí.

—Y que debe haber allí aviones en buen estado, y muchos coches… ¿Por qué no vamos a verlo?

Y fueron a la mañana siguiente, un poco a ciegas, ya que la muchacha no sabía exactamente dónde se hallaba; solamente había oído hablar de él, en el pueblo.

Lo localizaron antes del mediodía. Los vestíbulos, relativamente poco destruidos, estaban llenos de cadáveres y de maletas; pero ellos pasaron por una puerta exterior y penetraron en el campo, donde había cinco aviones en las pistas y otro estrellado cerca del edificio; debía estar despegando cuando se presentaron los platillos volantes.

También uno de los que se veían enteros debía haber estado a punto de emprender el vuelo, ya que casi en todos los asientos había un esqueleto retenido por un cinturón de seguridad; pero los otros cuatro aparatos estaban vacíos. Aunque la larga permanencia a la intemperie, sin que nadie cuidara de ellos, había perjudicado su aspecto, todos parecían en buen estado.

Y el proyecto, o el sueño, murió allí mismo. Un instante de reflexión hizo ver a Alba los peligros a que se exponían si un día conseguían volar. Y dijo:

—Nos lo jugaríamos todo en una sola aventura. Esto no es un coche, que si se estropea te quedas parado y ya está. No basta con hacer funcionar los motores; hay que saber dirigir el vuelo y, después, cómo aterrizar. Entre los conocimientos teóricos y la práctica hay mucha diferencia, Dídac. Nadie ha volado nunca solo, sin un instructor, la primera vez.

El muchacho opuso tímidamente:

—Al primer aviador no le entrenó nadie, Alba.

—Es cierto; pero entonces aquellos aparatos eran más sencillos y no debía costar tanto dominarlos. ¿Te has fijado en las enormes bestias que son?

Dídac asintió.

—Y piensa que, si nos matamos, se habrá terminado absolutamente todo.

—¿Te parece, pues, que lo dejemos correr?

—Sí, Dídac; es mejor.

Y, pesarosos pese a todo, ya que aquello les hubiera permitido, de una manera definitiva, comprobar si la destrucción era general o si en algún lugar quedaban todavía criaturas vivas, se dedicaron a la tarea de registrar cinematográficamente los efectos del paso de aquellos aparatos extraterrestres.

Gracias a los libros, ya tenían una idea de cómo había que proceder, al fin y al cabo, no se trataba de hacer ninguna obra de arte, sino simplemente de ofrecer unas imágenes fieles a la realidad para que, tal como había ocurrido con las civilizaciones antiguas de las que hablaban los libros escolares, los hombres del mañana no tuvieran que hacer conjeturas sobre el fin de un mundo en las postrimerías de aquello que se había dado en llamar el siglo XX.

Fue entonces cuando Alba, con la entusiasta aprobación de Dídac, al que le hacía gracia encontrarse en un comienzo, decidió instaurar una nueva cronología que bautizó con el nombre de Tiempo Tercero y que regiría, retrospectivamente, desde la mañana del cataclismo.

Y dedicaron un mes largo en recorrer la ciudad de punta a punta a fin de recoger, a veces en amplias panorámicas y otras en primeros planos, una imagen cuanto más completa mejor de aquel paisaje alucinante, de pesadilla, que para ellos era ya habitual.

Subieron al Tibidabo, a Vallvidrera, a la Montaña Pelada, a Montjuic y, desde allí, los objetivos de sus cámaras captaron, como si lo hicieran desde el aire, kilómetros y kilómetros de escombros sin solución de continuidad. En los días de sol, la atmósfera siempre era clara, sin perturbaciones procedentes de la industria del hombre, más o menos como debía ser en un tiempo primitivo y que ellos jamás habían conocido.

Bajaron también al puerto y, desde Can Tunis hasta el Campo de la Bota, donde subsistía una población de chabolas, rodaron multitud de imágenes casi idílicas de naves y barcas inmóviles y de aguas tranquilas que contrastaban con las visiones que las mismas cámaras daban de la ciudad.

Y fue en uno de aquellos días, al filmar en la Barceloneta, cuando nació el segundo gran proyecto, también en el cerebro de Dídac, que hizo notar a su compañera:

—Escucha… Un yate sí que podríamos tripularlo, ¿verdad?

—¿Supones que no sería tan peligroso como un avión?

—Exacto. Y con él podríamos también dar la vuelta al mundo.

—Con tiempo…

—Claro, con tiempo. ¿No es una buena idea?

Alba asintió, e incluso aceptó visitar algunas de las pequeñas naves, casi todas extranjeras a juzgar por los nombres de los puertos de matrícula, amarradas entre los muelles del Dipósit y del Rebaix. También habían sido marcadas por el tiempo, y algunas tenían maderas podridas y filtraciones de agua que las iban hundiendo; pero otras, quizá mejor calafateadas, probablemente les servirían si conseguían, de alguna manera, poner en marcha los motores. La muchacha dijo:

—Verás, hagamos una cosa… Esperemos a que vuelva el buen tiempo, cara al verano, y así tendremos tiempo de prepararnos. Mientras tanto, continuaremos con el documental.

Y una vez que creyeron tener ya una visión bastante completa de Barcelona, empezaron a realizar excursiones a los pueblos de tierra adentro, filmando las carreteras donde miles de coches y de camiones se convertían lentamente en chatarra, puentes caídos por haber resultado dañados en algún punto flaco de su estructura metálica, campos con tractores y máquinas agrícolas tripulados por cadáveres, caminos devorados por la hierba, asfaltos que el sol y las heladas agrietaban, villorrios de casas bajas donde los escombros eran pocos, pueblos aplastados que también acabarían cubriéndose de vegetación…

No quisieron perderse los despeñamientos de Montserrat y, con paciencia, en jeep y a pie, dieron la vuelta a la montaña antes de ascender como dos cabras a fin de obtener, desde arriba, metros y más metros de película que registraban las poblaciones vecinas, los bosques que se disponían a invadirlas, las líneas de tren que se oxidaban, los riachuelos en los cuales el agua saltaba de piedra en piedra como lo había hecho siempre.

A menudo hacían noche fuera y dormían en el mismo jeep.

Y como fuera que cada vez se alejaban más, un día se decidieron y, aproximadamente por los mismos caminos y carreteras que les habían llevado a la ciudad, regresaron a Benaura.

Esta vez se metieron por las calles y subieron también al cerro de los depósitos del agua, totalmente vacíos, a fin de empezar con una larga panorámica seguida por otras panorámicas más cortas que precedían a las visiones parciales de esqueletos ahora anónimos, de establecimientos reventados, de paredes hundidas, de rincones donde aún se veían vigas o fragmentos de techumbre en equilibrio.

Se entretuvieron más en llegar a las dos casas contiguas donde habían vivido y que, pasajeramente, resucitaron en ellos una emoción fácil de contener, porque ahora ya no eran aquellas dos criaturas que, de pronto, lo habían perdido todo, sino un muchacho y una muchacha entonces inexistentes, cuya historia empezaba en el momento en que se decidieron a ser origen y no final.

No pudieron entrar en casa de Margarida, ya que se había acabado de desplomar, ni en algunas de las tiendas en las cuales se habían aprovisionado; pero sí pudieron penetrar aún en la gasolinera de las afueras, donde Alba se dirigió directamente a los servicios y completó el reportaje cinematográfico con la imagen de la muchacha, que había sido amiga de su hermana, derrumbada sobre la taza del wáter. Quizá la otra vez se había emocionado más de lo que creía, porque ahora se sentía cruel.

Y fueron a la cueva del bosque, donde durmieron aquella noche, y a la masía, de la que les había ahuyentado la presencia de aquel ser de aspecto porcino. Su tumba seguía intacta y la casa estaba, también, tal como la habían dejado, excepto que dentro del cobertizo se veían muchos nidos de golondrinas, ahora alejadas por el otoño.

Tanto la cueva del bosque con su cascada cercana como la masía se incorporaron al documental. Por un momento pensaron incluso en desenterrar a la criatura alienígena, pero la idea les repugnaba un poco y renunciaron a ella. A esas alturas debía estar medio podrida y tampoco podrían captar, con la cámara, las características que más les interesaban.

Al día siguiente emprendieron el viaje de vuelta, ahora más lento, porque por el camino fueron filmándolo todo hasta que se quedaron sin película.

Y ya de nuevo en Barcelona, hicieron aquello que Alba llamó un «cursillo de repaso» de revelado y, en la cámara oscura de aquel estudio donde habían conseguido la máquina con la cual obtuvieron la primera fotografía, estropearon unos cuantos centenares de metros de película antes de salvar un par de docenas que, una vez secos y mirados a contraluz, les hicieron saltar de alegría. Si todo el documental había salido como aquella muestra, se podían dar por satisfechos; casi no había ninguna imagen borrosa.

Almacenaron todas las cintas en cajas de hojalata bien cerradas y con una capa de cera que protegía las ranuras, y las llevaron a la sala-biblioteca. Según cálculos aproximados de Alba, allí debía haber material para una proyección de quince a veinte horas. Mientras lo pensaba, dijo:

—Debe ser la película más larga que se haya hecho jamás.

Y durante aquel invierno se dedicaron a hacer un examen a fondo de todas las embarcaciones que les parecieron suficientemente manejables amarradas al puerto de la ciudad. Eliminaron desde un principio aquéllas que eran demasiado grandes o exigían un exceso de reparaciones. Se concentraron, pues, en las más pequeñas y mejor conservadas, y ya habían escogido dos, entre las que dudaban, cuando tropezaron con un remolcador que, por lo que decían la lona tendida sobre él y los dos salvavidas que llevaba, formaba parte de los servicios oficiales del puerto. Se balanceaba ligeramente en una punta de lo que, según el plano, era el muelle de Sant Beltrá y, al retirar la tela, vieron que no había sufrido ningún daño. A bordo no había nadie.

Alba consideraba que era demasiado pequeño y dijo:

—Piensa que, si hacemos un viaje largo, vamos a tener que llevarnos un montón de cosas. Y aquí no cabe nada.

Pero Dídac, que a veces parecía tener un conocimiento misterioso de cosas acerca de las cuales no hubiera debido saber ni un ápice, opinó:

—Nos conviene, porque tiene poco calado. Si costeamos, como tendremos que hacer, con una embarcación como ésta no estaremos expuestos a embarrancar.

Alba insistió:

—Y de todo lo que tenemos que llevarnos, ¿qué?

Él se rascó la cabeza, y reflexionó un momento.

—¡Ya lo tengo! Ataremos a popa una barca de remos, y pondremos en ella todo lo que no quepa en el remolcador. Después se les ocurrió que no tan sólo era una buena idea, sino que así tenían una embarcación de reserva por si naufragaban o se quedaban sin combustible.

Y sin dejar a un lado las demás tareas acostumbradas, se fueron preparando para aquella salida aún lejana. En primer lugar, acudieron a la antigua Escuela Náutica, donde había muchos textos sobre navegación que les permitirían familiarizarse un poco, teóricamente, con el manejo de un barco y los rompecabezas de una expedición marítima.

Resultó que muchas cosas no las entendían, porque eran demasiado técnicas, pero al fin y al cabo ya tenían bastante con unos conocimientos básicos que, de todos modos, pondrían a prueba antes de emprender la aventura.

Hubo también el asunto del motor, el cual, como ya imaginaban, no funcionaba.

Tampoco funcionó más adelante, después que Dídac se hubiese pasado un montón de días desmontándolo, volviendo a montarlo y examinándolo con una paciencia y una minuciosidad que no pasaba nada por alto. Por suerte tenían a mano otros dos remolcadores del mismo modelo y, si bien el motor de uno de ellos se mostró rebelde, el otro se puso en marcha casi enseguida.

E inmediatamente calafatearon la embarcación con una buena capa de brea que la dejó, exteriormente, como nueva. Limpiaron también el interior, que estaba muy sucio, y en la proa pintaron el nombre que llevaría el remolcador: «Benaura».

Entonces se hicieron con una barca pequeña y ligera que descolgaron de un yate de matrícula nórdica, la bajaron al agua para que se rehinchara y, una vez eliminadas las filtraciones, la calafatearon y, con una cuerda nueva, sacada de unos almacenes, la amarraron al muelle, cerca del remolcador.

A partir de aquel momento, una vez a la semana volvían al puerto a engrasar el motor y a asegurarse de que seguía funcionando. Con Alba o con Dídac al timón, porque a ambos les interesaba el manejo de la pequeña nave, salían por la escollera y se encaminaban dos o tres kilómetros mar adentro si el agua estaba calmada. Lo estaba casi siempre, puesto que aquel invierno fue suave, con lluvias tranquilas y vientos ligeros.

Y todas estas actividades y proyectos hicieron que un día Dídac dijera:

—Cuanto más pienso en ello, más seguro estoy de que ya no queda ningún superviviente. Los pocos que hubo deben haber muerto… Porque esto de la barca o del avión también se les tendría que haber ocurrido, ¿no te parece?

—Quizá se les ocurrió, pero no tenían ni barcas ni aviones…

—Tampoco los teníamos nosotros, al principio, y nos hemos apañado.

—También pueden haber volado o navegado hacia otros lugares. El que nosotros no los hayamos visto no quiere decir nada.

—Quizá no… ¿Y qué haríamos, si encontráramos a alguien?

—Eso depende también de ellos.

Y se quedaron reflexionando sobre el asunto, porque también era posible que a aquellos otros, si existían, la destrucción que habían presenciado y la ingrata lucha de cada día en unas condiciones hostiles les hubiera hecho enloquecer; eso si no se habían convertido en puras bestias, dominadas únicamente por el instinto de conservación…

Cierto que ellos habían sabido preservar su cordura y se habían adaptado, pero eran dos y eran muy jóvenes, un factor que también tenía su importancia. Añadió:

—Por suerte, tenemos armas.

Y ahora, en parte porque era invierno y en parte porque pronto se irían, empezaron a despreocuparse del huerto y de las pequeñas satisfacciones que les había dado últimamente. También contribuía a su desinterés el que las provisiones aumentaran en vez de disminuir; siempre que salían de expedición volvían cargados y, por aquel tiempo, localizaron un almacén lleno de pilas de sacos de arroz y de azúcar; también había café en grano, y eso les obligó a buscar un molinillo que no fuera eléctrico.

Curiosamente, lo encontraron en la trastienda de un establecimiento de confección donde habían entrado a renovar sus prendas de vestir. Allí Alba tuvo el primer capricho femenino que se permitía desde que se habían quedado solos: se enamoró de un bikini blanco, breve como un pañuelo, que al probárselo resultó que le iba como hecho a la medida. Durante todo el verano solamente lo abandonaría unas horas de vez en cuando, para lavarlo.

Y fue también entonces cuando, dado que los libros que se iban llevando a casa por un motivo u otro les ocupaban ya un espacio que necesitaban, se decidieron a remolcar otra roulotte al campamento a fin de convertirla en biblioteca. Habían descubierto un lugar de camping, cerca de Esplugues, donde las había a docenas, y se quedaron con la mayor de todas, un vehículo de forma exterior ovalada, que debía haber pertenecido a gente aficionada también a la lectura, puesto que en ella encontraron más de veinticinco volúmenes de poesía en una lengua que no entendían y un texto manuscrito, aparentemente inacabado; quizás había vivido en él un poeta.

Vaciaron la roulotte por completo, colocaron estantes con tablones nuevos sacados del muelle, donde había verdaderas montañas, instalaron una amplia mesa, dos sillas, un quinqué y una estufa, y durante aquel fin de invierno les sirvió de gabinete de estudio.

Y cuando los árboles ya estaban floridos y empezaban a dejarse sentir los primeros calores de la primavera, pese a que las noches aún eran frescas, iniciaron los últimos preparativos que precederían al viaje. Puesto que sería largo, calculaban unos cuantos meses, cargaron en la embarcación dos cestitos de manzanas arrugadas, un jamón, una caja de latas de conserva que parecían en buen estado, un saquito de arroz y otro de judías y un queso redondo, casi tan grande como las ruedas de los carretones con los que habían huido de Benaura, y muy duro.

Añadieron unas garrafas de agua y un botiquín bien surtido, sin olvidar las armas y las municiones. También pensaron en los aparejos de pesca, en una provisión suficiente de tabaco, en los utensilios de cocina indispensables y en las dos cámaras cinematográficas, para las cuales ya volvían a tener película. La barquita la llenaron de combustible.

Durante aquella expedición, tan aventurada, querían ser autosuficientes.

Y cuando lo tuvieron todo a bordo, Dídac dedicó aún otro día completo a revisar a fondo el motor. A últimas horas de la tarde, a fin de comprobar cómo navegaba con la carga, le ataron la barquita y él solo atravesó el puerto de parte a parte. Alba, desde el muelle, lo vio evolucionar con la línea de flotación lo suficientemente alta como para que no tuvieran problemas en aquel aspecto; pero el muchacho, al volver, mostraba un semblante preocupado. Dijo:

—Somos unos pasmarotes. ¡No hemos pensado que quizá necesitemos piezas de recambio!

Las escogió al día siguiente, de los motores desechados, y, una vez cargadas, pusieron por última vez el remolcador a prueba. Esta vez, con los dos a bordo, salieron del puerto y navegaron hasta las cercanías de Gavá. La embarcación, a la cual el lastre parecía dar aún más estabilidad, demostró que era capaz de llevarles hasta donde fuera necesario.

Y al cabo de tres días, porque al día siguiente y al otro no hizo sol y querían salir en un día muy claro, cubrieron la parte de atrás del camión que les hacía las veces de despensa con una tela gruesa que habían hecho suya con esa intención, cerraron las puertas y las ventanas de las roulottes para que no entraran ni insectos ni pájaros y, con el jeep, volvieron a Barcelona.

Dejaron el vehículo en un almacén del muelle y, bajo un sol brillante y ya casi de mediodía, porque se habían entretenido más de lo que pensaban, abandonaron la protección de la escollera y Dídac, que estaba enormemente excitado, puso rumbo al nordeste. Una vez a dos kilómetros de tierra mantuvo una dirección paralela a la costa, a lo largo de la cual fueron sucediéndose inmediatamente toda una serie de pueblos y de ciudades que Alba, con ayuda de un mapa, iba identificando en voz alta: Badalona, El Masnou, Premiá y Vilassar de Mar, Cabrils, Mataró… Por todas partes donde las casas eran un poco altas, un paisaje de ruinas, casi uniforme, contrastaba con las manchas de vegetación que avanzaban hacia las carreteras y con la belleza de las playas totalmente solitarias, como si en ellas jamás hubiera habido ningún bañista, ningún pescador, y aquel mundo no hubiera estado habitado por criaturas como ellos.

En el puerto de Arenys había multitud de yates y otras embarcaciones pequeñas, y en muchas playas se veían barcas caídas en la arena, y en algún lugar, también, inmensas redes que los pescadores desaparecidos debían haber extendido para remendarlas. Era un espectáculo más triste incluso que las ruinas, quizá porque aquello era una novedad.

Y hacia la altura de Tossa, no supieron resistir a la atracción de una costa atormentada por masas de rocas en las que se alineaban una serie de rincones cerrados al interior, abiertos únicamente al mar que no se atrevía a penetrar muy adentro y lamía los bajíos con sus lenguas azules. Con precaución, para no encallar, se acercaron a cincuenta metros de una calita pequeña como un puño, anclaron y, con la barca, prosiguieron hasta la playa, mucho antes de llegar a la cual Alba ya se había lanzado al agua cálida y se confiaba a las olas que la arrastraban a la bahía.

Como deslumbrados por la maravilla del lugar, se revolcaron como dos cachorrillos por la arena que ardía, volvieron al agua y se atiborraron de sol y de espuma hasta el anochecer, cuando decidieron quedarse a dormir allí.

Y aquella noche, entre dos mantas que habían ido a buscar al remolcador y que extendieron en el lugar más resguardado de la calita, contra las rocas, Dídac acercó su boca al oído de la muchacha y murmuró:

—Alba, ¿no crees que ya soy un hombre?

Ella abrió los ojos que había entrecerrado, apartó la manta que la cubría y susurró a su vez:

—Sí, Dídac.

Lo abrazó en el momento en que él se incorporaba y se deslizó bajo él, mirándolo con el rostro iluminado por el resplandor de las estrellas; él también la miraba, y dijo:

—Te quiero, Alba…

Ella le tomó una mano y se la apretó fuertemente mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. Y entonces se alzó hacia él para que la penetrara.

Al acabar, tuvieron que correr, perseguidos por la marea que ya les mojaba los pies.

Y a la mañana siguiente, el mar era más azul y el cielo más resplandeciente, aunque los dos convinieron que quizás habían cometido una imprudencia, puesto que no convenía que ella se quedara embarazada cuando apenas se hallaban al principio del viaje. Sin embargo, se sentían demasiado felices como para preocuparse demasiado por ello y, sin darse cuenta ni proponérselo, se hallaban constantemente el uno en brazos del otro, enardeciéndose con palabras que nadie les había enseñado y que por la noche, o de día incluso, en playas anónimas y abandonadas, les llevaban a amarse entre la soledad del mar y la soledad de la tierra.

A lo largo de jornadas sin prisa, fueron subiendo hacia el golfo de León y por la Costa Azul en medio de un silencio que tan sólo turbaban ellos, con sus palabras, o el tuf-tuf monótono del motor de la embarcación que surcaba las aguas libres con la misma destreza con que años antes guiaba los barcos dentro del puerto.

En algunas playas profundas aún había esqueletos donde las mareas no habían llegado, y ellos fotografiaban aquellas presencias y la de los edificios, al fondo, caídos sobre los paseos y entre el verdor, si eran altos, o aún en pie, poco perjudicados, si las construcciones eran únicamente de planta baja.

Entre aquello y el lugar de donde venían, no había ninguna diferencia.

Y ya estaban a la altura de Niza cuando Alba, una mañana, se despertó con el bikini manchado de sangre y, a la vez, se alegró y sintió pena, ya que en el fondo no le hubiera sabido mal quedar embarazada y, al ver que no lo estaba, temió, secretamente que ella o Dídac pudieran ser estériles. Pero había leído ya muchos libros sobre temas sexuales y sabía que los primeros contactos no daban fruto tan a menudo como creía, o le habían hecho creer cuando era más jovencita. También podía atribuirse a la edad del muchacho.

Dídac, al que no le dijo nada de sus pequeños temores, le sonrió.

Y al cabo de otros dos días de una navegación tranquila, siempre acompañados, de día, por un sol progresivamente más ardiente que incendiaba el mar, estaban ya más allá de La Spezia, con sus grandes jardines al borde del agua y las casas de Manarola aplastadas, con roca incluida, como un juego de cartas, cuando distinguieron una figura solitaria en la playa. Era la primera persona viva que veían desde hacía tanto tiempo, y lo esperaban tan poco, que se miraron más amedrentados que eufóricos.

Los prismáticos les aseguraron que no se habían engañado, que era realmente un hombre; pero entonces, al enfocarlo, ya solamente lo vieron de espaldas; él, gritando, corría como si huyera hacia unas construcciones pegadas a los árboles. Desapareció entre ellas cuando ya giraban el rumbo de la embarcación a fin de acercarse a la costa, en la que desembarcaron dos minutos más tarde, armados, y Alba discretamente cubierta con una camisa que se abrochó sobre los pechos.

Y una vez en la playa, esperaron aún un rato, indecisos y con el convencimiento de que el hombre volvería; pero el tiempo pasaba y él no se dejaba ver de nuevo. Quizá les tenía miedo.

Finalmente avanzaron hacia donde había desaparecido, y ya estaban cerca de una especie de barraca cuando una voz gritó unas palabras que ellos no comprendieron desde detrás de un parapeto de piedras. Pero el sentido de lo que decía era claro, puesto que allí había tres hombres que les apuntaban con armas de fuego.

Dado que no tenían donde refugiarse y les habrían matado antes de poder servirse de los máusers, los dejaron caer a sus pies y permanecieron inmóviles en su sitio, Alba con la pequeña esfera mortífera disimulada en la palma de la otra mano. Su corazón galopaba desbocado, y de pronto se dio cuenta de que habían caído en una trampa.

Y los desconocidos, dos hombres como de unos treinta años, muy barbudos, y otro más joven que tenía una expresión como idiotizada, los tres sin una pizca de ropa, salieron del refugio del parapeto y se les acercaron, sin preocuparse de esconder la excitación que les provocaba la presencia de una muchacha como Alba; más bien al contrario, puesto que el más joven se masturbaba.

Los otros dos, casi con violencia, intercambiaron unas palabras mientras miraban a Dídac. Resultaba claro que tenían la intención de matarlo antes de lanzarse sobre la muchacha, y ella no lo pensó ni un instante: alzó rápidamente el brazo y el abanico de rayos que brotó bruscamente de su mano los calcinó a los tres antes de que tuvieran tiempo de darse cuenta de que morían.

Recuperaron los máusers y, sin entretenerse, volvieron a la barca y al remolcador.

Y Alba se pasó quizá cinco o seis horas quieta, sin decir nada ni cuando Dídac le hablaba. Después, sin avisar, se arrojó al agua y nadó un largo rato mientras el muchacho, que había reducido inmediatamente la marcha, la seguía a pocos metros de distancia. Al subir de nuevo a la embarcación, dijo:

—Volvamos a casa, Dídac. No quiero tener que matar a nadie más.

El muchacho argumentó:

—Quizá no sea necesario, otra vez. Puede haberlos que ya tengan mujer.

Ella lo miró, por primera vez sarcástica.

—Y también puede haber mujeres que no tengan hombres. Entonces les molestaré yo.

Dídac calló.

Y aquella noche, pese a que era poco probable que por allí viviera alguien más, durmieron por turno y vigilaron por turno, sin desembarcar. El remolcador se balanceaba quizás a un kilómetro de la costa, con el motor parado bajo el cielo oscuro y ante una tierra aún más oscura que, al hacerse de día, les ofreció nuevamente su desolación.

Alba, que a aquella hora estaba de guardia, contempló las rocas y las playas que emergían de la noche, y se sintió tan terriblemente desgraciada que le dolía el corazón.

Rodeada de agua y con el muchacho durmiendo envuelto en una manta, a sus pies, le parecía haber pasado por otro anonadamiento del cual quizá ni él podría salvarla.

Pero después, cuando Dídac se despertó con aquella expresión tierna y como iluminada que tenía desde la noche en que se amaron por primera vez, la tristeza que la afligía se hizo más dulce, soportable; de hecho, había matado para salvar a su macho.

Y aquel pensamiento la dejó tan vulnerable, como para que, al cabo de un rato, a Dídac le fuera fácil persuadirla de que, habiendo llegado tan lejos, obrarían mal no prosiguiendo. Le dijo:

—Y si vemos a alguien, o señales de que hay alguien, no es necesario que nos acerquemos. Hagámoslo solamente por el viaje, Alba. ¿No te gusta vivir en el mar, navegar?…

Pero también la atraía la tierra firme, pese a los peligros que quizá les esperaban, si bien no se atrevió a hablar de ello hasta que estuvieron cerca de Nápoles, al cabo de una semana; y ella, con cierta sorpresa por parte del muchacho, lo aceptó, quizá porque su madre, un año, le regaló un álbum geográfico donde había unas cuantas fotografas de la ciudad, entre ellas, recordaba, la de un castillo que le gustó mucho.

Y el castillo, que era el de l’Ovro, aún existía, pero no exactamente el de la foto, ya que se había derrumbado una torre, cuyos restos cubrían parcialmente varias barquitas que debían haber estado amarradas cerca de las murallas, donde se veían unas cuantas grietas que perjudicaban su solidez. Temerariamente, sin embargo, se subieron a las ruinas para contemplar desde más arriba el Vesubio y las islas vecinas.

Después, recorriendo al azar la ciudad, se encontraron con un museo del cual se derramaban piezas de bronce, mosaicos y, sobre todo, una gran cantidad de muebles antiguos triturados. Se llevaron una estatuilla femenina que quizá fuera una Venus. Cerca de allí, en un entrepaño de una casa colgaba una placa que llevaba el nombre de la calle: Michelangelo.

Alba pensó melancólicamente en todas aquellas riquezas y en tantas otras que se perderían sin remedio. Después del hombre, desaparecería su patrimonio.

Y al salir del golfo, se desviaron hacia Ischia, donde solamente querían hacer noche y se quedaron cuatro días explorando las calas, las menudas islas satélites, los cerros cubiertos de viña, las extensiones de naranjos y los pequeños bosques de pinos entre los cuales terminaron de olvidar la desgraciada aventura de La Spezia. El agua de las bahías era rabiosamente azul y tan transparente que los peces parecía que nadasen tras un cristal purísimo. Se los veía tan libres y confiados que no se atrevieron a lanzar el anzuelo, si bien los asustaron más de cuatro veces con sus inmersiones y los gritos con los que se perseguían, se abrazaban, como embriagados por aquel prodigio de intensos colores, por la armonía establecida entre el cielo, el mar y la tierra.

Y aún embriagados, siguieron descendiendo a lo largo de la bota hasta el estrecho de Messina, donde se detuvieron en una playa entre Gioia Tauro y Palmi, sin saber qué hacer: si proseguir hacia el mar Jónico o poner rumbo a la costa de Sicilia. Ella pensaba en Venecia, cuyos canales, que había visto a menudo en el cine, la atraían; pero el mapa indicaba que caía muy arriba, en el arco del Adriático. Si se alejaban tanto, quizá les sorprendería el otoño, quién sabe si incluso el invierno…

Finalmente atravesaron el estrecho y navegaron hasta Taormina, desde donde se veía la cima del Etna, aún nevado. Los viejos monumentos apenas habían sido castigados, y las ruinas del teatro griego debían ser las que ya había antes del ataque de los platillos volantes. Se instalaron en la ladera, entre unos cipreses, de donde no se movieron durante una semana.

También aquí el azul del cielo y del mar eran implacables, y la belleza de la tierra exultaba una vez más con una especie de delirio que se apoderaba del espíritu. El paisaje, la estación, la soledad, el lujurioso estallido de las aguas, todo invitaba a un desbocamiento pagano de los sentidos que forzosamente había que obedecer. No sentían el menor deseo de negarse.

Y al abandonar Taormina la estación ya estaba suficientemente avanzada como para que la prudencia les aconsejara desandar camino hacia Barcelona. En dos jornadas tranquilas y bien calculadas fueron costeando para no separarse de la tierra firme hasta Capri, donde fueron metiéndose por rincones, calas y grutas y descubrieron un inmenso arco natural, de roca, como jamás habían visto ninguno. Más tarde desembarcaron en una playita menuda, bajo el camino de Anacapri, donde había gran número de estrellas de mar y, como por todas partes, una enorme cantidad de pájaros, las únicas criaturas ruidosas, con ellos dos, en un paisaje que descansaba como suspendido en el tiempo.

Tanta belleza casi constreñía el corazón y Alba, con un acento extraño, dijo:

—¡Y pensar que de no haberse producido este cataclismo, no lo hubiéramos visto nunca!

Dídac opinó:

—Quizá sí, cuando hubiéramos sido mayores.

Pero ella pensó que, de mayores, Dídac hubiera sido un pobre asalariado, quizás un médico, y ella… ¿qué hubiera sido ella?

Le angustiaba la monstruosa certeza de que eran felices sobre una montaña de cadáveres.

Y más adelante, cuando estaban ya cerca de Tarquinia, la primera tempestad que les sorprendió les obligó a refugiarse cuarenta y ocho horas en una cala en la cual estuvieron a punto de quedarse sin embarcación cuando las olas, que luchaban con el motor, la embarrancaron. Novicios como eran en los incidentes de la navegación, se les ocurrió clavar estacas en la arena a fin de sujetarla, y tuvieron la suerte de que resistiese; pero después, al amainar el temporal, quedó tan alta que no podían devolverla al agua.

Hasta la mañana siguiente no vieron que la marea lo hacía por ellos.

Tuvieron que descargarla y poner sus posesiones a secar, ya que todo estaba empapado. Pero en ningún momento llegaron a asustarse; en el transcurso del viaje habían visto tantas embarcaciones que, aunque fuera a remo y por pequeñas etapas, sabían que, de uno u otro modo, volverían a casa.

Y como que estaban casi al lado, Alba creyó que valía la pena visitar la necrópolis etrusca, a una veintena de kilómetros si la escala del mapa era exacta; pero no pasaron del museo, donde se les hizo de noche mientras, embobados, recorrían el lugar donde había también tumbas reconstruidas y muchos sarcófagos y vasos grabados que la destrucción había respetado; de hecho, el museo se conservaba sin más daño que unas cuantas grietas tan superficiales que no llegaban a separar las paredes.

Durmieron en una especie de nicho, y a la mañana siguiente regresaron al mar; les daba un poco de angustia dejar tantas horas el remolcador abandonado. Alba, como había hecho en Nápoles, no supo resistir la tentación de llevarse un modesto botín, esta vez dos losetas en las cuales los etruscos habían grabado centauros y otros animales fabulosos.

Y a la altura de Piombino, al día siguiente, dejaron la costa para acercarse a la isla de Elba, que Alba asociaba a la historia de Napoleón Bonaparte… Casi todas sus remembranzas eran de sus lecciones de historia, en el colegio; pero el recuerdo de un emperador allí confinado se borró de su mente al ver, una vez en tierra, que aquí se repetía un poco el prodigio de Ischia o de Taormina. Visitaron un pueblecito de pescadores, donde las casitas se conservaban, pero pasaron aprisa porque el lugar estaba lleno de esqueletos. Únicamente había dos, en cambio, en una iglesia pintoresca y de aspecto muy viejo.

Al día siguiente por la mañana, cuando se marchaban después de haber pasado la noche en un bosquecillo, a nivel del agua, de Porto Azurro, Alba, que filmaba, se quedó sin película.

Y cuando ya habían pasado de nuevo La Spezia y se acercaban a Génova, se dieron cuenta de que los víveres no les alcanzarían ya que, durante el temporal, las olas les habían arrebatado una gran parte de sus reservas. Atracaron, pues, en un puerto aún lleno de embarcaciones intactas, y se adentraron por un amontonamiento de cascotes como aplastados contra el suelo, sin encontrar, en ningún lugar, un agujero por el cual meterse en una tienda; era como si no hubiera habido ninguna. Pero aquello que les negaban los establecimientos se lo proporcionó un palacio de la vía Garibaldi, un edificio imponente del que tan sólo había caído la fachada y una parte de la techumbre que se apoyaba en ella.

En la parte de atrás, que correspondía a una cocina inmensa, necesitaron retirar dos cadáveres que impedían la entrada a una habitación dividida en dos piezas desiguales. La más pequeña contenía una buena cantidad de botes de conservas de frutas y mermeladas de fabricación casera, y en la otra, las estanterías estaban generosamente llenas de tarrinas de foie-gras, jarras de manteca como las que Alba había visto en su casa, quesos, paquetes de pasta, pastillas de mantequilla, embutidos envueltos en papel de aluminio… No todo era aprovechable, sin embargo.

Con las sábanas de una cama improvisaron una especie de alforjas en las cuales metieron las provisiones en buen estado, y al día siguiente hicieron aún otro viaje para llevarse las conservas.

Y en el palacio, que registraron de arriba a abajo, sin dejar cajón por ver ni armario por consultar, había una biblioteca con unos cuantos miles de libros, algunos de ellos muy antiguos, en pergamino e iluminados como lo hacían antes los frailes, y otros, ya de los tiempos de la imprenta, con láminas extrañas e inquietantes, de brujos, demonios, mujeres despeinadas y personajes contrahechos que participaban en ceremonias infernales. Se veían tan antiguos, y aquellos grabados eran tan sugestivos, que a Alba le dolía dejarlos.

Tomó la decisión de llenar con ellos dos cestos rectangulares, de mimbre, que debían haber servido para poner ropa, y al vaciar los estantes se encontró, detrás, con otra biblioteca que, al hojear los primeros volúmenes, la dejó sin respiración. Eran cerca de un centenar de obras eróticas, maravillosamente encuadernadas, impresas en papel de calidad y, todas, con ilustraciones increíbles en las cuales los dibujantes se habían dejado arrastrar, según su temperamento, por la fantasía más desbordada o por un afán de realismo que no retrocedía ante ningún detalle.

Inmediatamente comprendió que, en aquel género, eran obras valiosas y, con la ayuda de un Dídac más asombrado aún que ella, llenó dos cestos más. Al terminar, y cuando empezaban el traslado, en cuatro viajes, se echó a reír al pensar que estaban salvando para el futuro los libros prohibidos del pasado.

Y al salir del palacio con el último cargamento, se encontraron de pronto con una mujer vestida con una especie de camisa de dormir, larga, sucia y tan hecha jirones que casi exhibía todo su seno, dos pechos vacíos y caídos que causaban repugnancia. Iba sola y no se la veía armada, pero ellos dejaron caer inmediatamente el cesto que llevaban entre los dos y tomaron los máusers que colgaban de sus hombros.

La mujer, como si no observara aquel gesto amenazador, pronunció una palabra, bambina, les sonrió con una expresión entre amistosa y extraviada, como si ignorase que sonreía, alargó una sarmentosa mano hacia Alba y entonces, sin llegara tocarla, su expresión cambió, dio media vuelta y echó a correr sin decir nada más. La siguieron, un poco separados y con las armas siempre apunto por si salía alguien más, pero ella saltó detrás de una montaña de piedras y, cuando llegaron, había desaparecido. Luego la oyeron cantar. Estaba en una especie de cueva que formaban los mismos cascotes, donde tan sólo había una yacija de ropas desordenadas y una cuna que ella mecía mientras canturreaba.

Dentro de la camita se distinguían unos cuantos huesos; eran tan pequeños que debían haber pertenecido a una criatura de un par de años como máximo.

Alba y Dídac dieron la vuelta sin molestarla; estaba muy claro que la mujer se había vuelto loca.

Y creían que no volverían a verla, pero entonces ocurrió que, al salir del puerto, el motor del Benaura les falló unas cuantas veces, como si tosiera para librarse de una obstrucción, y finalmente se paró.

Lo revisaron allí mismo, de momento sin poder descubrir qué era lo que se había estropeado, y cuando al cabo de dos horas seguían hallándose en la misma situación, aún empeorada porque tan sólo les quedaban un par de horas o no mucho más de luz, decidieron regresar a tierra, donde hicieron noche.

Al día siguiente, a media mañana, Dídac había solucionado el problema, al fin y al cabo muy sencillo, puesto que se trataba simplemente de una pieza gastada cuyo juego fallaba, y necesitó únicamente sustituirla por otra de las que llevaban de recambio para que todo funcionara otra vez normalmente.

Una vez hubieron comido, estaban a punto de reemprender el viaje cuando Alba se dio cuenta de la presencia de la mujer, quizás a cincuenta metros; se lo hizo notar a Dídac, el cual se volvió y dijo, inseguro:

—¿Te parece que querrá algo? ¿Quizá que la llevemos con nosotros?

—No lo sé…

Le hicieron señas de que se acercara, pero ella seguía sin moverse, mirándoles, hasta que Alba dijo:

—Vayamos nosotros…

Y la mujer, al ver que avanzaban hacia ella, retrocedió y echó a andar por entre los escombros, pero esta vez lentamente, como si quisiera, precisamente, que la siguieran.

De vez en cuando se volvía, para asegurarse de que continuaban detrás de ella. Los condujo hasta la misma cueva donde la habían visto el día anterior y, cuando ellos llegaron, ya mecía los huesecillos. Al cabo de un momento se interrumpió, se dirigió hacia Alba, la tomó de la mano y medio la arrastró hasta cerca de la cuna. Entonces, con un suave gesto, le sujetó un pecho. La muchacha retrocedió bruscamente, mientras Dídac preguntaba:

—¿Qué quiere?

La mujer repitió el gesto, pero ahora no pudo tocarla, porque Alba se había dado vuelta y se dirigía hacia la salida de la cueva con una expresión que Dídac no había visto nunca en ella. La siguió afuera e insistió:

—¿Qué quería?

—¿No lo has entendido? ¡Que les diera el pecho a los huesecillos!

Dídac, asombrado, la miró, volvió a mirar al interior. La mujer, al lado de la cuna, la mecía.

Y al cabo de una hora volvían a estar en el mar, con un apesadumbrado Dídac al timón. Le costaba mucho creer que alguien pudiera enloquecer hasta el extremo de querer dar de mamar a una criatura muerta hacía más de tres años.

—¿Estás segura, Alba?

—¿Por qué me cogió el pecho, si no? ¿Por ganas de tocarme?

—No, claro… Di entonces que, de normales, solamente debemos quedar nosotros.

La muchacha, que se sentía de un humor quebradizo, contestó:

—No, ni nosotros. ¿A ti te parece normal que, a los doce años, duermas con una mujer? ¿Y que yo quiera dormir contigo?

Dídac aseguró, sin ninguna vacilación:

—¡Sí; absolutamente! No es la edad lo que cuenta, Alba.

Y la muchacha tuvo que darle la razón; al fin y al cabo, era la misma reflexión que se había hecho ella.

Y ya en las costas francesas, tuvieron que detenerse seis días en Tolón por culpa de otro temporal. Esta vez, sin embargo, habían sabido captar las señales precursoras de la tempestad, muy elaboradas, y cuando los elementos se desencadenaron, con un despliegue delirante de rayos y truenos, ellos ya se habían refugiado en el puerto.

Se resguardaron en un edificio que debía haber sido unas dependencias oficiales, pero no escogieron muy bien, puesto que al anochecer se desprendió un ángulo del techo, hinchado por el agua, y un trozo de yeso hirió a Alba en la sien.

Dídac, bajo una lluvia densa y enfurecida, corrió al remolcador y volvió con el botiquín.

Se trasladaron a otra habitación del mismo edificio y, una vez hubo desinfectado la herida, que era extensa pero superficial, se la protegió con una gasa y un esparadrapo. Después, con trozos de muebles, encendieron un fuego sobre las baldosas del suelo, porque el muchacho estaba empapado y desnudo, y hacía frío.

Ya no dejaron que se apagara hasta que la tempestad se alejó.

Y fue mientras esperaban cuando los dos se convencieron de que el viaje, tan decepcionante en ciertos aspectos, no había sido totalmente inútil. Ahora sabían que no podían contar con nadie. Si bien quedaba demostrado que no eran los únicos habitantes de la tierra, nada de lo que habían visto les invitaba a asociarse con los supervivientes de la catástrofe. Alba dijo:

—De modo que vamos a tener que proceder como si no hubiera nadie más. Seguiremos haciendo lo que hacíamos.

—Pero eso no debe impedirnos volver a salir, el verano próximo. Me parece bonito, ir de un lado para otro…

Ella asintió, un poco reticente, como distraída; pero el muchacho no le hizo caso, porque ya sabía que Alba no era tan nómada como él.

Y puesto que el tiempo no se prestaba a salir y a explorar la ciudad, se pasaron prácticamente los seis días en aquel caserón oficial. Lo visitaron de uno a otro extremo, eso sí; pero era un lugar sin sorpresas, y se cansaron de él antes de que amainara el temporal.

Lo hizo casi inesperadamente, una tarde, cuando el chaparrón cesó y por las ventanas sin cristales entró una claridad dorada que lamió la hoguera y a ellos les hizo correr al exterior, donde el aire era terriblemente húmedo y, en el horizonte, un sol, ahora liberado de las nubes, avanzaba hacia su ocaso. Un inmenso arco iris atravesaba el firmamento como un puente entre dos mundos. Entre los escombros brillaba una multitud de fragmentos de vidrio y abajo, en el muelle, el remolcador era una barquita insignificante que chorreaba agua.

Era demasiado tarde para irse, y aquella noche aún durmieron cerca de la protección del fuego.

Y hacia la madrugada, Dídac supo que la reticencia de Alba, días atrás, no tenía nada que ver con su falta de espíritu nómada. Ambos se habían despertado, como les pasaba a menudo a aquellas horas, cuando la hoguera, consumida, ya no desprendía calor, y el muchacho se alzó para reavivarla.

Al volver al lado de Alba, la acarició y, cuando la joven lo abrazó, se deslizó sobre ella. Fue entonces cuando la muchacha susurró:

—¿Quieres saber una cosa?

—Sí.

—Me parece que estoy embarazada.

Él casi se apartó, impresionado.

—¿Desde cuándo?

—Tú no te has dado cuenta, pero hace más de dos semanas que hubiera debido tener la regla…

Y le besó, con los labios henchidos de excitación, antes de repetir:

—Me has embarazado, Dídac…

Y a la mañana siguiente, ya en el mar, el muchacho no dejaba de mirarle el vientre pese a que ella, riendo, le había dicho:

—Aún no se puede ver, tan pronto.

Pero a él le fascinaba el que allí, en aquellas entrañas, germinara una criatura que sería suya, que él había engendrado. Era muy distinto a hablar de ello como de un proyecto futuro, como habían hecho durante tanto tiempo. El hijo crecía ya, oculto en el vientre todavía liso, y eso lo cambiaba todo. La miraba, pues, con ansia y maravilla, casi sorprendido de que ella dijera:

—¡Sí, soy la misma, Dídac!

—¡Oh, no!

—¿Por qué?

—No lo sé… Porque, ahora que es verdad, no puedo imaginarme que te haya hecho un hijo.

Ella volvía a reír:

—Pues me lo has hecho. ¡Y me harás más, muchos más, Dídac!

Y estaban tan terriblemente contentos, inmersos en ellos mismos, que casi no se daban cuenta de por donde pasaban. Quisieran o no, la conversación volvía siempre a aquel hijo, y a veces se referían a él con gravedad, como cuando el muchacho dijo:

—Ahora tendrás que cuidarte mucho; no te dejaré hacer ningún trabajo pesado.

Y otras veces su alegría se traducía en comentarios que después eran motivo de carcajadas, aunque contuvieran un fondo de verdad, como cuando Alba exclamó:

—¡Hemos de poblar la tierra! ¿Te das cuenta del trabajo que tenemos todavía?

—Por supuesto; ¡si apenas empezamos!

—Afortunadamente nos gusta, ¿no?

Él la abrazaba.

—¡Es lo que más me gusta, Alba!

Y puesto que no todo debían ser alegrías ni consideraciones juiciosas, también hubo alguna discusión por motivos ridículos, como cuando una mañana Alba se encontró con que el muchacho le prohibía nadar a fin de no perjudicar a la criatura. Le dijo:

—Báñate un poco en la playa, si quieres.

Ella se burló:

—¿Un poco? ¿Los pies, quizá?

Dídac se enfadó de que se lo tomara tan a la ligera y le recordó que al fin y al cabo él era el padre y que, por lo tanto, tenía una responsabilidad. Ahora fue Alba quien se molestó:

—Naturalmente, soy una irresponsable, ¿verdad?

Se lanzó al agua sin esperar su respuesta y al volver, al cabo de veinte minutos, cuando él le hizo más reproches, se quejó:

—En el pueblo decían que los hijos unen, pero al parecer a nosotros nos pasa al revés, muchacho.

Pero después se enterneció al recordar lo que él había dicho, acerca de la responsabilidad que tenía, y ella misma quiso hacer las paces.

Y ahora el tiempo cambiaba ya decididamente, o al menos así lo parecía; el sol no calentaba tanto, los días eran mucho más cortos, y, excepto las horas del mediodía, tenían que ir vestidos. A menudo amenazaba lluvia; había montones de castillos de nubes sucediéndose en manadas de horizonte a horizonte, y aquello les engañaba. Más de una vez se precipitaron a tierra cuando el cielo se ennegrecía demasiado y cada día, por precaución, amarraban antes de la puesta del sol en algún lugar al abrigo.

El viaje, pues, era ahora más lento de lo que se habían propuesto, pero tampoco les preocupaba demasiado. Se habían aficionado realmente al mar, y lo que más lamentaban de que entrasen en el otoño era que, una vez en Barcelona, ya no podrían bajar a la playa.

Y una de aquellas noches sufrieron un sobresalto cuando oyeron ladrar, a no mucha distancia, con una insistencia feroz y de mal augurio. Los dos, que dormían, se alzaron con la mano instintivamente tendida hacia las armas que siempre dejaban cerca.

Dídac cuchicheó:

—Parece un perro, ¿verdad?

Desde aquel día de la catástrofe no habían visto nunca ninguno que no estuviera muerto y, quizá por eso, se inclinaban a creer que la especie estaba extinguida. Ahora, aquellos ladridos lo desmentían, si realmente eran caninos.

La noche era demasiado negra como para que la vista distinguiera nada más allá de la pequeña planicie de tierra que les separaba, como habían visto al anochecer, de una carretera, y en la oscuridad no se atrevían a abandonar su refugio provisional. Se limitaron a esperar, pues, al acecho, pero el animal tampoco parecía decidido a acercárseles, en el supuesto de que los hubiese olido.

Siguió ladrando, entre breves silencios, hasta poco antes de amanecer, cuando calló definitivamente y debió irse, puesto que la pequeña batida que efectuaron al salir el sol no dio ningún resultado.

Tampoco se dejó oír, ni ver, más tarde, cuando ya navegaban cerca de la costa y con los ojos atentos a cualquier forma que se moviera. No podían creer, sin embargo, que aquello fuera un engaño de los sentidos; los ladridos los habían oído los dos, y duraron demasiado rato como para haberlos imaginado. Dídac dijo, y seguramente tenía razón:

—A buen seguro debe haber quedado un poco de todo; animales esparcidos, como los hombres, aunque sean pocos…

Y no volvieron a detectar otra presencia viva en todo lo que restaba del viaje.

Ahora se hallaban más allá de Séte y descendían hacia lo que había sido la frontera.

Ahora no había ninguna en ninguna parte y, pensando en ello, a Alba se le ocurrió una idea marginal que la hizo reír:

—¿Sabes, Dídac, que somos unos indocumentados?

Él no comprendió lo que quería decir, quizá porque nunca había tenido ningún documento; aún era demasiado joven cuando existían las autoridades que los confeccionaban.

Y fue al atardecer, al disponerse a acampar, cuando a Alba todavía se le ocurrió otra cosa también relacionada con lo que había dicho:

—Nuestro hijo no figurará en ningún registro… ¿Qué te parece si, cuando nazca, empezamos uno?

Pero él tampoco sabía lo que era un registro, y se lo tuvo que explicar. La muchacha añadió:

—Y le pondremos el nombre que nos guste, sin que nadie pueda decir nada.

Porque en la tierra donde habían nacido únicamente se aceptaban nombres de santos, y nadie era libre de inventarse ninguno.

—¿Has pensado en alguno?

Pero no, Dídac aún no había pensado en ello.

Y la idea debía rondarle el cerebro, ya que al día siguiente, hacia mediodía, cuando navegaban perezosamente bajo un sol que volvía a quemar, como si el tiempo hubiera retrocedido y estuvieran de nuevo en mitad del verano, dijo:

—¿Podemos ponerle el mismo nombre, tanto si es niño como si es niña?

—Supongo que sí.

—A ti, ¿qué te parece que será?

—¿Cómo quieres que lo sepa, Dídac? ¡Quizá sea niño y niña!

Él la miró, y luego sonrió.

—¡Oh, pues estaría bien, tú!

Pero ella no lo creía, porque en su familia nunca había habido gemelos. Preguntó:

—¿Qué nombre has pensado?

—Mar.

Alba lo encontró acertado; además de ser bonito, en su idioma era a la vez masculino y femenino.

Y dos jornadas más les llevaron otra vez a Tossa, un hito en su vida ya que, como recordó ella, hacía cuatro meses habían desembarcado allí como unos niños y, al embarcar de nuevo, eran hombre y mujer. Se detuvieron en el momento en que el sol estaba más alto, y también esta vez Alba quiso hacer su entrada a la playa nadando. El tiempo seguía siendo bueno y el agua, a aquella hora, estaba tibia.

Dídac amarró la barca y se reunió con ella para nadar juntos o dejarse flotar, ahora sin protestar de que la muchacha se librase a aquel ejercicio; desde la disputa de días atrás había reflexionado que nadie podía saber mejor que Alba lo que le convenía o no le convenía: era ella quien llevaba al hijo.

En la playa, le quitó el bikini y le tocó el vientre con el delicado gesto con que siempre lo hacía; le preguntó:

—¿Todavía no lo notas?

La muchacha le sonrió, negando, y él se separó un poco, mirándola, tendida en la arena y con la piel llena de gotas de agua que iban deslizándose hacia sus inmóviles costados o surcaban la redondez de sus pechos. Después le dijo:

—Hoy es como un aniversario, ¿no?

Ella asintió, silenciosa y con una sonrisa que cambiaba. Dídac se inclinó sobre ella, arrodillado, y besó los labios que se entreabrían y parecía que se hincharan, como siempre que le esperaba.

Pero tardó mucho rato en hacerle el amor.