Capítulo 3

Alba, una muchacha de dieciséis años, virgen y morena, pisó el acelerador con el fin de que el vehículo superara la pendiente de los últimos cien metros de camino y, arriba, giró hacia la izquierda. Poco acostumbrada al tractor, parecía como si quisiera ayudarlo con su propio esfuerzo y por eso se inclinaba hacia adelante con los músculos tensos y la boca ligeramente entreabierta, anhelante. Una vez en la carretera, sin embargo, se relajó.

Pasaron por las afueras de Benaura sin detenerse, con un breve vistazo a las ruinas que, más adelante, se repetían monótonamente, esparcidas bajo el sol que les acompañaba en el viaje, aún pujante. Ambos llevaban shorts y la muchacha una camisa de manga corta desabrochada sobre los pechos, dorados por el verano. Dídac, tras ella, sujetaba un máuser entre las manos; el otro descansaba a los pies de Alba.

Pero no era probable que necesitaran servirse de las armas. Tras los parabrisas de los coches sobre los cuales habían pasado dos años de sol y viento, no había más que esqueletos caídos contra el volante o encima del asiento, y los campos y los pueblos eran desiertos surcados, en el aire, por los pájaros que perseguían invisibles insectos. No se observaba ninguna otra presencia animal.

Y al llegar a la carretera general, donde un cartel, en el cruce, indicaba las direcciones, comprobaron el acierto de haber elegido el tractor, ya que inmediatamente se vieron obligados a desviarse hacia las fincas que la orillaban. En muchos lugares, los coches y camiones se habían visto sorprendidos en el momento de adelantarse, o había pequeñas caravanas que, al coincidir procediendo de lados opuestos, ocupaban prácticamente toda la anchura del asfalto. De vez en cuando, casi siempre junto a la cuneta, encontraban motos caídas, cuyos ocupantes yacían con una pierna aprisionada bajo la máquina y el casco protector envolviendo el cráneo de la calavera. La ropa, más duradera que la carne, cubría a menudo los huesos o las pieles resecas, como curtidas, con sus harapos deslucidos por la intemperie, y en muchas falanges o sobre los esternones relucían aún anillos y collares.

El cementerio de vehículos y de personas se prolongaba kilómetro tras kilómetro entre breves interrupciones que quedaban compensadas por concentraciones increíbles, donde los coches habían avanzado hasta tocarse el uno con el otro, o bien, a medio camino de una subida, habían ido rodando hasta el llano, donde a menudo se amontonaban entremezclándose huesos y chatarra. En un lugar, un pesado camión había aplastado a tres turismos cargados de gente y, en una curva, un coche remolque, una furgoneta cargada de máquinas de escribir y dos motos, se habían desplomado a un barranco.

Alba y Dídac, impresionados, apretaban los dientes, sin atreverse a hablar.

Y junto a las casas de los pueblos, o lo que habían sido casas y pueblos, había los cadáveres de la gente sorprendida en su ir y venir, hombres, mujeres y niños que habían caído en las aceras, o cruzando la calle. En una plaza se veían todavía los restos de cinco o seis cochecitos de niño cerca de los bancos de piedra donde se habían sentado las madres o las niñeras, ahora convertidas en esqueletos tan inidentificables como los huesos esparcidos por el césped, donde un día habían sido niños y niñas que jugaban y corrían.

Pies y piernas descarnados asomaban por las montañas de cascotes bajo los cuales yacían los cuerpos y, en un pueblo, donde debía haber sido fiesta mayor, se alzaba una plataforma con sillas de hierro e instrumentos de música aún aferrados por manos esqueléticas delante de una terrible mezcolanza de cadáveres enlazados; debía haber habido más de cien personas, entre bailarines y espectadores.

El tiempo se había llevado consigo las miasmas y los hedores, y por todas partes la atmósfera era limpia pese a la temperatura, alta para un día de otoño. Sólo quedaba ya la materia no putrescente, los huesos, los tendones y los cartílagos que se irían convirtiendo en polvo en un proceso largo, de años o de siglos.

Y en ningún lugar había la menor señal de vida, ya fuera de terrícolas o de alienígenas. El tractor, ahora conducido por Dídac y con Alba al acecho, con el fusil, atravesaba las calles y las plazas o rodeaba los pueblos por los arrabales sin ninguna voz, sin ningún grito que se alzase de entre los escombros al oír el rumor vivo, casi escandaloso, del motor.

Y entre pueblo y pueblo, en los campos donde de vez en cuando se distinguían un tractor y el esqueleto humano que inevitablemente lo acompañaba, tampoco había ninguna mancha de cultivo reciente, ninguna indicación, por pequeña que fuera, de una actividad ordenadora, humana. En muchos lugares, los hierbajos densos y ufanos se enseñoreaban de los bancales de árboles frondosos y despeinados que nadie podaba, y los mismos caminos de carro empezaban a cubrirse de plantas que los desdibujaban y terminarían borrándolos.

El motor roncaba en la soledad.

Y Alba, con el máuser entre las manos y la pequeña esfera mortífera en el bolsillo de la camisa, lloraba; unas lágrimas silenciosas trazaban surcos en sus morenas mejillas y se deslizaban cuello abajo, hacia los pechos que las sacudidas del tractor hacían oscilar. Nada de aquello le resultaba nuevo, pero no había tenido suficiente imaginación como para evocar tantos kilómetros de ruinas, de cadáveres, de soledad. Era mucho peor que un desierto; la compañía de todas aquellas piedras que habían sido casas y de todos aquellos esqueletos que un día habían sido gente viva, no creaban un yermo, sino un vacío.

Instintivamente, apoyó una mano en el hombro de Dídac, el cual, como si fuera un hombre y no el muchacho de once años que era, separó la suya del volante y se la acarició.

Y a últimas horas de la tarde, aún con luz del día, se detuvieron a pasar la noche en un chalet, a dos o trescientos metros de una gasolinera en la que acababan de renovar su provisión de combustible. Era una construcción baja, casi intacta, puesto que tan sólo había perdido parte del tejado y un trozo de pared, y debía pertenecer a gente de ciudad que normalmente no vivía en ella. Había una chimenea y la encendieron, sin que fuera necesario, quizá para sentirse más acompañados o para tener un poco de claridad; hacía tiempo ya que las pilas se habían pasado.

Después de cenar, Dídac dijo de pronto:

—¿Cuántos años crees que serán necesarios para que en el mundo haya tanta gente como había antes?

—Si no queda nadie más, muchos; miles y miles.

—¿Y nos recordarán a nosotros, entonces?

—Quizá no. ¿Por qué lo preguntas?

—No lo sé; me gustaría.

—Dídac y Alba… Como Adán y Eva, ¿no?

—Sí. ¿No sería hermoso?

—Sí, sí lo seria.

Y se quedó soñadoramente pensativa.

Y a la mañana siguiente, al adentrarse en las primeras ciudades industriales que, de lejos, rodeaban Barcelona, comprendieron que, en materia de desastres, aún no habían visto nada. Aquí, donde ya había construcciones realmente elevadas, los escombros obstruían totalmente las calles principales, por amplias que fueran, y sepultaban a los vehículos que estaban circulando en el momento del cataclismo. En algunos lugares, el derramamiento era tan copioso que incluso resultaba difícil distinguir el trazado de las vías de tránsito. Los dos años transcurridos desde el ataque habían terminado de nivelar los escombros, si bien algún trozo de pared o de tabique seguía todavía alzando sus aristas como un brazo mutilado.

Hubieron de dar rodeos por las calles exteriores, donde en algunas puertas de las fábricas había camiones detenidos y cadáveres que aún conservaban, podría decirse, el gesto de ir a cargar o descargar una máquina, un fardo… En el patio de una escuela, que tenía las paredes intactas, quizá porque estaban reforzadas con armazón de hierro, un gran número de pequeños esqueletos indicaba que habían sido sorprendidos por la muerte a la hora del recreo.

Y se perdieron por callejuelas sin salida que les obligaban a retroceder y por caminos y carreteras de segundo orden que conducían hacia otros pueblos, hacia otras ciudades por las cuales no hubieran necesitado pasar y, una vez, directamente a un río que había perdido el puente, ahora aplastado contra el agua, que discurría mansa y somera…

A duras penas, equivocándose continuamente, encontraron al fin la carretera principal, donde el puente también se había derrumbado; pero más arriba, allá donde había una extracción de grava, un camino conducía a las profundidades del lecho del río y el tractor consiguió atravesarlo hasta la otra orilla, demasiado abrupta como para trepar por ella.

Tuvieron que hacerlo por unas huertas, llenas de cañas secas de maíz, y proseguir a través de una viña que se prolongaba hasta la carretera. Pero no pudieron subir a ella hasta mucho más adelante, y después aún tuvieron que volver a dejarla por culpa de una aglomeración de vehículos.

Y entre una cosa y otra, ya que no llevaban ningún mapa, pronto vieron que se habían extraviado, pues casi a la caída de la noche se hallaron a la vista de lo que debía haber sido la montaña de Montserrat. Las agujas, truncadas, se habían precipitado por las laderas, y la parte de arriba, donde había estado el monasterio, no era más que un montón caótico de rocas que hacían pensar en una convulsión geológica.

Una de las cabinas del aéreo colgaba sobre el abismo, probablemente retenida por uno de los cables, y dentro se veía como un muñeco medio doblado hacia el exterior. No muy lejos descansaba un autocar, ruedas arriba, y entre las rocas se distinguían, gracias a los prismáticos, más vehículos mal sepultados por el aluvión de piedras.

Aquella hecatombe les hizo sentirse más pequeños que nunca.

Y por la noche aún les faltaba un buen puñado de kilómetros para llegar a Barcelona. La oscuridad les obligó a detenerse cerca de un grupo de árboles donde había dos roulottes y una tienda de campaña. En el interior de uno de los vehículos encontraron dos cadáveres, aparentemente de un hombre y una mujer, pero los propietarios del otro, así como tres niños, habían muerto a la intemperie. Se instalaron allí para dormir en unas literas, cuyas ropas estaban llenas de polvo, y a la mañana siguiente, al levantarse, Dídac se pasó casi tres horas con el motor del coche que la remolcaba, hasta que consiguió ponerlo en marcha. Alba, fascinada por la roulotte, había dicho:

—Sería estupendo tener una casa así, transportable…

Hubo también que trabajar con las ruedas, por supuesto, pero el vehículo disponía de una bomba de aire y los neumáticos, excepto uno, que tuvieron que cambiar, lo retenían.

Acabaron de llenar el depósito con la gasolina del depósito del otro coche, donde además había dos bidones, y a las once, al terminar, reanudaron la marcha hacia la capital, la muchacha delante, con el tractor, y Dídac detrás, al volante del nuevo vehículo. No estaban seguros de conseguir llegar con él hasta Barcelona.

Y lo consiguieron. Tantos enfrentamientos con todo tipo de obstáculos los había vuelto pacientes e ingeniosos y, alguna vez, cuando las cosas se presentaban demasiado difíciles y era cuestión o de abandonar la roulotte o de exponerse, Alba no dudó en embestir los coches que, por la carretera, les molestaban. Tan sólo una vez tuvieron que renunciar, al encontrarse con dos camiones de los más grandes que habían quedado el uno al lado del otro, en direcciones opuestas, sin que entre ellos o por los lados hubiera espacio suficiente para maniobrar. Por suerte, uno de los camiones iba lleno de tablones, y descargaron unos cuantos para improvisar una especie de puente que permitió a la roulotte bajar a la finca de abajo y volver a salir a la carretera un kilómetro más arriba, donde había un camino.

Y a las siete y media, se hallaban detenidos a las puertas de Barcelona, al principio de la amplia perspectiva de la Diagonal, inmersa en unas tinieblas que no quisieron penetrar más allá de los jardines que precedían a la ciudad universitaria, de cuyo paisaje habían desaparecido todos los edificios altos mientras se conservaban algunos otros, más modestos, que resultaban vagamente visibles al escaso resplandor de una luna escondida tras unas nubes transparentes.

Por ningún lado brillaba la menor luz ni se oía ningún rumor. De la ciudad ascendía un silencio más denso y angustioso que el de los campos o el de los pueblos y aldeas, quizá porque sabían que aquí habían vivido dos o tres millones de personas. Era una especie de quietud que impresionaba.

De pie al lado de la roulotte, Dídac preguntó con voz temerosa:

—¿Qué haremos aquí, Alba? ¿Nos quedaremos? Pero ella tampoco lo sabía, aún.

Y seguía sin saberlo al día siguiente, cuando abandonaron la roulotte y, con el tractor, fueron bajando por la gran avenida bordeada de escombros y con el asfalto cuarteado en más de un lugar, como si la falta de contacto con las gomas de los coches hubiera perjudicado su cohesión normal.

Y poco a poco y rodeados por el mismo silencio tétrico de la víspera, que apenas les había dejado dormir, entraron sin dificultad hasta la plaza del Turó, donde la avenida se estrechaba y las construcciones habían sido más imponentes. Los paseos laterales estaban cubiertos de escombros que se esparcían hasta la calzada central, pese a que las casas, como en Benaura y las demás poblaciones que habían atravesado, debían haberse aplastado sobre sí mismas. Eran demasiado altas, sin embargo, como para que no se produjera un gran esparcimiento de materiales. Por encima de todo ello, las copas de los árboles que no habían resultado arrancados mostraban unas ramas desnudas y secas, como de esqueleto.

La ciudad era una orgía de chatarra, de piedras, de cadáveres sorprendidos en todas las posiciones, de cristales rotos… Todo lo que veían parecía estarles gritando: ¡no viviréis aquí!

Y gracias al tractor, que era capaz de trepar casi por cualquier terreno, si bien con peligro de volcar, penetraron hasta la parte superior del paseo de Gracia donde, quizá porque había habido edificios relativamente más bajos, la entrada del metro era practicable. Bajaron, pero salieron de estampida inmediatamente, ahuyentados por el hedor a descomposición que impregnaba los corredores, en algunos lugares casi repletos de cadáveres. El de la taquillera había caído de frente contra el cristal de su garita, que permanecía indemne.

Fuera, siguieron hasta la plaza de Cataluña, donde los escombros habían respetado el espacio central; multitud de esqueletos con las ropas hechas jirones se sentaban solemnemente en las sillas dispuestas en hileras bajo los árboles muertos o vivos, ya que algunos habían reverdecido.

Fue allí donde Alba contestó definitivamente a la pregunta que Dídac le había hecho la noche antes:

—No, no nos quedaremos.

Y puesto que la pared de escombros, en la embocadura de las Ramblas, era demasiado alta para que el tractor pudiera escalarla, volvieron a subir el paseo, donde se encontraron con la boca de un aparcamiento subterráneo al cual pudieron bajar con el vehículo. Estaba lleno de coches alineados y solamente supieron ver siete u ocho cadáveres, demasiado pocos para que el local oliera a muerte. Además, había una buena ventilación.

Entre los coches descubrieron un jeep de ruedas compactas, y, de pronto, Alba creyó que valdría la pena llevárselo. De modo que Dídac, una vez más, tuvo que entretenerse en restablecer las conexiones del motor y ponerlo en condiciones de funcionar. Lo hizo más aprisa esta vez, y al cabo de dos horas ya volvían hacia donde les esperaba la roulotte.

Y aquel mismo día, sentados cara a la ciudad muerta que se extendía a sus pies como un paisaje apocalíptico, esbozaron el plan de su vida futura. Puesto que no podían vivir allí, debido a que les resultaría difícil procurarse alimentos de unas tiendas en general enterradas bajo montañas de escombros y, por otra parte, les convenía comer cosas frescas, era necesario buscar un lugar donde hubiera tierra cultivable, de riego, pero no tenía que ser muy lejos de Barcelona, ya que Alba se proponía salvar todo aquello que fuera recuperable de las bibliotecas que fueran descubriendo y concentrar los libros en un gran depósito seguro para que sus descendientes pudieran disponer de ellos. Añadió:

—Y nosotros también, Dídac. Hemos de estudiar mucho, ya lo sabes.

—¿Pero podremos hacer todo lo que dices?

—Lo intentaremos.

Y al día siguiente, a primera hora de la tarde, su primer viaje de exploración por los alrededores de la ciudad los llevó hasta el mar. Dídac, que no lo había visto nunca, se quedó inmóvil y con la boca abierta, casi en una actitud de reverencia ante aquella vastedad de agua que, en el horizonte, se unía al cielo; pero Alba, que ya había estado algunas veces en la playa, se quitó los shorts y la camisa y, desnuda, corrió hacia las olas que rompían como de mala gana en la arena, y gritó:

—¡Ven!

Él dijo que no con la cabeza y se sentó, mirándola, mirando el mar. La muchacha se adentró con precaución, nadó veinticinco o treinta metros, se sumergió, volvió a reaparecer y retrocedió hacia la playa. Se echó a reír.

—¡He estado a punto de pescar un pez!

Dídac seguía mirando al mar, mirándola a ella.

—¿Te has quedado mudo?

—No… ¡Es tan hermoso! Y tú también, Alba…

Y, tendiendo la mano, le acarició tiernamente la nalga y el muslo, que chorreaban agua.

Y hasta al cabo de mucho rato, cuando también él ya se había bañado, no se les ocurrió que en toda aquella extensión de arena no había ningún cadáver. Supusieron que, en dos años, se los debía haber llevado algún temporal, o las arenas, ya que era difícil creer que en el momento del desastre, en pleno día, la playa estuviera desierta, sin ningún bañista.

Después, Dídac sacó sus conclusiones:

—También resulta extraño que no se salvara nadie, si había bañistas. Alguno debía nadar bajo el agua. Si esto fue lo que nos salvó a nosotros…

—No lo sabemos, Dídac; es una suposición.

De hecho, sin embargo, ambos estaban convencidos de ello. Y era intrigante, pues, que en ningún lugar hubieran visto a nadie.

Y al cabo de dos días de explorar, ahora siempre con el jeep, que era más manejable, escogieron, no sabían si provisionalmente, unos bancales de tierra de cultivo, donde había habido verduras y hortalizas, en un lugar a caballo entre el Hospitalet y el Prat, como supieron por los indicadores que aún se conservaban. A lo largo de la finca, en uno de cuyos extremos había tres sauces y un eucalipto muy alto, una amplia acequia, que casi parecía un pequeño canal, les aseguraba el agua procedente del Llobregat, y el lugar ofrecía la ventaja de que, a su alrededor, se alzaban grupitos de árboles frutales, muchos de ellos cargados aún de frutos tardíos.

También había una casa, no muy grande y parcialmente derruida, pero no tenían intención de utilizarla. Habían decidido vivir en la roulotte.

Y vieron que, un poco como en el pequeño huerto de la masía, aquí también había plantas que se habían ido reproduciendo espontáneamente al caer sus semillas; pero eran pocas, y dedicaron los días siguientes a localizar algún establecimiento de granos, que forzosamente tenía que existir en aquellas localidades relativamente campesinas.

Pero no encontraron ninguno. En cambio, en otra casa de campo, una construcción casi totalmente de barro que había resistido bien, desenterraron unos cuantos sacos de garbanzos, judías y habas y, en una habitación-despensa, dos jamones en buen estado y unos cuantos embutidos tan secos que era difícil hincarles el diente.

Lo cargaron todo en el jeep, y a la mañana siguiente empezaron a limpiar una buena franja de tierra que sembraron seguidamente, sin preocuparse, tampoco ahora, de si era la estación adecuada. Respetaron, de paso, todas las matas de verduras que encontraron entre la jungla de hierbas silvestres.

Y al terminar, fueron a buscar un camión vacío y provisto de toldo que habían visto en su deambular de un lado para otro y, con el tractor, lo remolcaron hasta la finca para que les sirviera de despensa. Lo limpiaron escrupulosamente, aserraron varias maderas para hacer estanterías y, entonces, se apresuraron a recoger los frutos de los árboles vecinos, que eran casi todos perales y manzanos. También había melocotoneros, pero los melocotones ya habían caído de las ramas y acababan de pudrirse en el suelo. Pudieron aprovechar, en cambio, porque era el momento, la última floración de seis higueras de higos negros, como las que había habido en el huerto de los padres de Alba.

Al dar el trabajo por terminado, porque ya no les cabía nada más en los estantes, tenían fruta suficiente como para comer de ella todo un año sin necesidad de racionarla.

Y entre una cosa y otra, pasó más de un mes antes de que decidieran volver a la ciudad, donde tuvieron que registrar unos cuantos coches antes de que en uno de ellos, curiosamente de matrícula extranjera, hallaran lo que buscaban: una guía que les ayudara a localizar las bibliotecas públicas.

Querían empezar por la de la Universidad, pero allí había habido un derrumbamiento tan masivo que, si bien consiguieron penetrar en el edificio por la parte de los jardines, no pudieron llegar hasta donde estaban los libros. Más afortunados fueron en la Biblioteca de Cataluña, buena parte de la cual quedaba a la intemperie. El desparramamiento de volúmenes era impresionante y, aunque algunos habían protegido a otros, la mayor parte de ellos no eran aprovechables. De todos modos, quedaban aún los suficientes a cubierto como para asegurarse un buen botín. Tendrían trabajo para años.

Y mientras esperaban a que las plantas germinasen bajo tierra y se decidieran a salir, se trasladaron cada día a Barcelona donde, antes de almacenar los libros, fueron efectuando el recorrido por todas las bibliotecas que indicaba la guía; pero el gran descubrimiento lo hicieron, por casualidad, en una librería quizás especializada en publicaciones técnicas, casi todas inmaculadas, como salidas de la imprenta, ya que el techo del establecimiento había resistido con firmeza el impacto de la caída de los pisos de encima. Había también allí, con gran alegría de Alba, una buena cantidad de textos de medicina, muchos de los cuales se llevó a la roulotte, si bien de momento no los podría leer porque de día bastante trabajo tenían y por la noche existía el problema de la luz, al cual hasta entonces habían dedicado poca atención.

Y las plantas ya empezaban a asomar la nariz, quizá favorecidas por un final de otoño y principio de invierno benignos, cuando una mañana entraron el primer cargamento de libros al subterráneo del paseo de Gracia, donde, sin muchos lugares entre los cuales escoger, decidieron reunir todos los volúmenes salvados de la hecatombe. Como no había estanterías y el local estaba lleno de coches, empezaron a apilarlos en el interior de los vehículos. En la parte exterior de los parabrisas pegaban un papel que especificaba el contenido de la «biblioteca».

Y fue por aquellos días cuando, un mediodía, al regresar a casa más pronto que de costumbre, porque llovía, fueron a pasar cerca de donde había un camión cargado de botellas de butano. Al comprobar que muchas estaban llenas, acabaron de desescombrarlo, puesto que estaba medio cubierto de cascotes y, con el jeep, hicieron tres viajes para llevárselas todas. Ahora les faltaba un quinqué y una estufa, y no pararon hasta que en la misma ciudad del Hospitalet encontraron una tienda donde las había de muchas marcas, y también cocinas, neveras y lavadoras. Pero estas dos últimas eran eléctricas y no les servían. Cogieron, pues, lo que andaban buscando, el quinqué, la estufa, una cocina y un montón de tubos de goma que Alba ya sabía cómo funcionaban, porque en su casa habían utilizado butano. Aquel día, al volver a la roulotte, se sentían bien preparados para enfrentarse al invierno y a todo lo que pudiera pasar. De un solo golpe habían solucionado dos problemas importantes: calefacción y luz.

Y no les desanimó en absoluto el que, de hecho, casi no consiguieran nada del huerto pese a la primera promesa de las plantas. De momento, la comida no les preocupaba. A las frutas y a las conservas, si bien de estas últimas muchas salían deterioradas, podían añadir aquel par de jamones ahora colgados del techo del camión-despensa, y muchas otras cosas que les proporcionaban sus viajes de exploración. Por aquel entonces disponían de aceite, de vino, de sal, de pastas, de arroz, y de una buena cantidad de productos del cerdo. Algunos de éstos, sin embargo, estaban rancios, y otros, como las moscas debían defecar sobre ellos, estaban picados. También estaban las judías, los garbanzos y las habas. No se morirían de hambre.

Y poco a poco, superado el traumatismo de aquella tragedia que los había dejado solos, fueron dándose cuenta de que, en cierta manera, eran felices. Los dos congeniaban mucho, y llevaban una vida demasiado activa como para que les quedara tiempo de pensar sobre el pasado, el cual, ahora, tan lejos de los lugares familiares, tendía a borrarse. Sólo de tarde en tarde tenían el uno o el otro un momento de melancolía, y para estas recaídas siempre estaba el compañero que reconfortaba al apesadumbrado con su sola presencia. Por eso, a veces, se decían, se repetían:

—¡Fue una suerte que quedáramos los dos!

Y se abrazaban, se besaban, con un sentimiento amistoso de bienestar que quizá, sin saberlo ellos, empezaba a hacerse amoroso. Dídac, a sus once años, ya tenía la apariencia de un apuesto adolescente, y a Alba le parecía que, desde aquel día en la playa, ya la veía como a una mujer.

Y el frío, aquel año, no se dejó sentir hasta bien entrado el invierno, cuando una mañana, al salir de la roulotte, vieron que los campos estaban cubiertos de una fina capa de escarcha. El brusco cambio de temperatura, sin embargo, no alteró sus costumbres; siguieron trasladándose casi cada día a la ciudad y amontonando libros en el aparcamiento hasta que, a la mañana siguiente de una noche que había llovido a cántaros, lo encontraron medio inundado de agua.

Tuvieron que interrumpir entonces aquella tarea y, durante una semana, trabajaron entre los escombros para abrir un desagüe hacia una boca de alcantarilla que les costó descubrir y limpiar. Con todo ello, ambos convinieron en que quizá no habían escogido el lugar más adecuado para convertirlo en biblioteca; de momento, sin embargo, no se les ocurría otra solución.

Y la encontraron una mañana en que, en las Ramblas, donde habían entrado por la parte de abajo, Dídac se metió por un agujero, siguió por un pasadizo, bajó unos escalones y, al final, desembocó en una sala donde había un escenario y un montón de mesitas y sillas; debía haber sido una sala de fiestas, probablemente un cabaret, y no se veía ningún cadáver. Por aquellas horas, cuando se produjo la acometida de los aviones, debía estar vacío. El techo resistía bien y, pese a la reciente lluvia, no se notaba ninguna señal de humedad.

Con cuidado, ensancharon el agujero exterior, apuntalaron con maderos la entrada y una parte del pasadizo, donde el techo se arqueaba con una cierta comba sobre las polvorientas fotos de chicas casi desnudas que colgaban de una pared, y amontonaron las mesas y las sillas a un lado. No era una sala muy grande, pero podían caber en ella miles de libros, y allí no se mojarían.

Y mientras iban trabajando, Alba, a la que siempre le habían gustado las reproducciones de cuadros y estatuas de los libros escolares y de las revistas, pensó que con los libros no había suficiente, que también valía la pena preocuparse de las obras artísticas que debía haber en los museos. Subieron pues a Montjuic, donde el Palacio Nacional, pese a que no era un edificio alto, estaba totalmente derruido, quizá porque se hallaba en la parte más alta de la montaña, y al día siguiente se abrieron paso hasta el de la Ciudadela, el cual, a la inversa del otro, seguía en pie, si bien la techumbre había sufrido en algunos lugares y algunas telas, por culpa del agua, parecían muy deterioradas.

Empezaron a trasladarlas todas hacia los rincones que ofrecían más seguridad, pero al cabo de un rato Dídac dijo:

—Si lo hacemos así, lo empezaremos todo y no terminaremos nada, Alba.

La muchacha comprendió que era una observación con sentido común y, como le parecía que, al fin y al cabo, los libros tenían prioridad, dejaron para más adelante aquel trabajo. Era una lástima, reflexionó, que no dispusieran de más manos.

Y un día que pasaban con el jeep por un lugar donde no habían ido nunca, hacia la parte del Hospitalet, Dídac, que conducía, frenó bruscamente el vehículo, ya que frente a ellos, entre dos palos largos clavados en los escombros, un trozo de ropa blanca, probablemente una sábana, les cortaba el paso con un rótulo pintado con letras negras, gruesas: «Aquí hay supervivientes». En la parte inferior, una flecha mal dibujada señalada hacia los escombros de la izquierda.

Durante uno o dos minutos permanecieron totalmente inmóviles, como si fueran de piedra, puesto que aquélla era la primera señal que encontraban de la existencia de alguien más como ellos. Después, saltaron del jeep y, gritando, se metieron por entre los escombros, sin pensar siquiera que era muy extraño que nadie hubiera salido al oír el ruido del coche.

Tampoco sus gritos atrajeron ninguna presencia, pero eso, de momento, no les desanimó. Quizá los desconocidos vivían en un sótano, bajo tierra, y las voces no les llegaban… Exploraron, pues, a conciencia toda aquella parte de la calle, hasta donde había estado la calle de atrás, buscaron entradas subterráneas y penetraron en habitaciones de techumbres peligrosas, pero en ningún lado supieron ver rastros de ocupación humana. Nada, aparentemente, había turbado aquellos alrededores desde el día del cataclismo.

Finalmente, la llegada de la noche les obligó a interrumpir su búsqueda.

Y como sea que aún no estaban satisfechos, volvieron a la mañana siguiente por si el día antes aquellos supervivientes estaban fuera de donde solían vivir, en alguna expedición, pero tampoco hubo respuesta a sus voces y nadie se manifestó ni cuando decidieron disparar los máusers, que se oían desde lejos.

No fue hasta el mediodía cuando Alba observó un montón de latas arrinconadas en un saliente de pared, pero estaban al otro lado de donde señalaba la flecha. Pese a todo, aquella acumulación era lo suficientemente extraña como para que valiera la pena subir hasta el muro, y así lo hicieron.

Eran latas de conserva, abiertas y vacías, y había docenas de ellas, quizás incluso un centenar. No podía dudarse de que alguien vivía, o había vivido, por aquellos alrededores.

Dispararon de nuevo, gritaron otra vez y, luego, fueron recorriendo los edificios vecinos o lo que quedaba de ellos, sin ver nada ni a nadie que saliera a su encuentro. El lugar estaba desierto. Dídac dijo:

—Debieron marcharse, y no pensaron en quitar la sábana.

Y al cabo de un momento, cuando ya no esperaban nada, resultó que no era así.

El propio Dídac descubrió, en los bajos de un edificio, un agujero muy bien disimulado por una puerta que no le pertenecía y tras la cual había unos peldaños. El interior se perdía en la oscuridad y, antes de aventurarse, gritaron otra vez.

Después bajaron, débilmente iluminados por el encendedor que llevaba Alba y los fósforos que de vez en cuando encendía el muchacho. El lugar, un sótano, era muy profundo y, a medida que iban metiéndose en él, sintieron un cierto hedor que, al primer momento, atribuyeron a la falta de ventilación. Sólo al llegar abajo comprendieron que procedía de un cadáver.

El cuerpo, en el cual apenas se observaban las primeras señales de descomposición, era el de una mujer de unos treinta años y estaba tendido en el suelo, a los pies de su catre, como si no hubiera tenido fuerzas suficientes para subirse a él o hubiera caído durante la agonía.

No podían saber de qué había muerto, por supuesto, pero la defunción era reciente, quizá cinco o seis días como máximo. Fuera como fuese, la muerte no era debida al hambre, ya que en el sótano había comida suficiente como para sobrevivir de dos a tres años, y la mujer había sabido organizarse bien. Disponía, como ellos, de una cocina, de un quinqué, de una estufa, y en un rincón no faltaban las reservas de butano. Sobre una mesilla había un cuaderno escrito, que Alba se llevó.

Afuera, volvieron a colocar la puerta tal como la habían encontrado.

Y el cuaderno, que leyeron aquella noche, era una especie de diario con el cual la mujer había entretenido su soledad, ya que eso era lo primero que decía, que se había quedado sola. Las anotaciones, que no eran diarias, hablaban de su peregrinación de un lado a otro, ya que tenía hermanos casados y otros parientes a cuyas casas acudió para encontrarlas derruidas. Había pensado en suicidarse, pero le había faltado valor y, poco a poco, se adaptó a aquella situación que, decía, «nunca dejaré de creer provisional».

Evocaba a menudo a un prometido o amante y se refería, con una crudeza desacostumbrada para Alba, a sus necesidades sexuales; debía haber sido una mujer de mucho temperamento.

Lo más importante para ellos dos; sin embargo, era aquella página en la cual describía el espectáculo con el que se encontró, en la playa, al salir del agua. No era necesario que dijera, porque se comprendía, que había estado sumergida. No mencionaba para nada a los aviones, y Dídac se lo hizo notar a la muchacha. Ella explicó:

—Es natural. Le pasó como a ti. Cuando salió del agua, ya estaban lejos.

Y durante un montón de días volvieron a especular a menudo acerca de cómo era posible que no se hubieran salvado más personas, porque por las playas debía de haber como mínimo un buen número de pescadores submarinos, a buen seguro hundidos a mayor profundidad que no ellos dos y la mujer. A Dídac se le ocurrió:

—Quizá se salvaron y después los aviones les dieron caza. Quiero decir aviones como aquéllos que vimos en la masía.

—Sí, que efectuaban un vuelo de reconocimiento… Y, naturalmente, al oírlos la gente debía salir de donde estaba, quizá para correr hacia el agua si relacionaron ambas cosas.

Dídac se mostró preocupado:

—¿No convendría que nos fuéramos a vivir a la playa, por si vuelven?

—No podemos vivir allí. Siempre necesitaremos cosas que nos obligarán a abandonarla, en un momento u otro.

El muchacho concluyó:

—Vivimos muy expuestos, entonces.

Y durante unas cuantas semanas volvieron a sentirse realmente expuestos, como antes, cuando incluso decidieron no encender fuego para que el humo no les delatara, y otra vez miraban constantemente al cielo con desconfianza, temerosos de la amenaza que podía surgir de allí.

Día tras día, sin embargo, el cielo continuaba limpio de aparatos, ahora muy bajo y oscuro, puesto que hubo un mes de nubes de tormenta que, de vez en cuando, descargaban auténticas cortinas de agua. Más debía llover sin embargo en la montaña, en la fuente de los ríos, porque después, de cara a la primavera, el Llobregat se desbordó e inundó las tierras bajas, incluido aquel campo donde vivían y del que tuvieron que salir huyendo a toda prisa una madrugada, cuando el agua ya subía más de dos palmos.

Se dirigieron hacia la parte alta del Hospitalet, con el jeep y la ropa que llevaban encima, sin tiempo ni ganas de llevarse nada al verse rodeados por aquella capa líquida que, en apariencia, cubría kilómetros enteros.

Y mientras duró el mal tiempo, vivieron en los bajos de un corredor de casitas miserables, con comedor-cocina y una habitación, que no se habían derrumbado en absoluto, pese a estar construidas con ladrillo común. Escogieron la única en la que no encontraron ningún cadáver, y tuvieron que proveerse como pudieron en las tiendas de la vecindad. No disponían de agua, de modo que sacaron un barreño, para que lo llenara la lluvia, pero siempre caía tan poca dentro que la tuvieron que racionar.

Lucharon contra el frío con una gran hoguera que fue consumiendo los escasos muebles de la barraca y, cuando era necesario, se iluminaban con las velas que desenterraron del fondo de un pequeño armario. Ambos coincidieron en que, después de la catástrofe, nunca habían pasado por un momento tan amargo.

Y al cabo de un tiempo que les pareció muy largo, cuando el sol se decidió a brillar otra vez con continuidad, bajaron nuevamente a aquel lugar que llamaban su casa, pero aún no pudieron acercarse a ella; toda la explanada era un lago de fango en el que patinaban las ruedas del jeep, y los pies se hundían demasiado como para que fuera prudente aventurarse en ella.

Por tanto, se desviaron hacia Barcelona y provisionalmente se instalaron en la misma sala donde acumulaban los libros. Ahora había ya muchos miles de ellos, pero aún quedaban más fuera, esparcidos por las bibliotecas públicas y privadas de la urbe.

Algunos, que databan de tres o cuatro siglos atrás, tenían las hojas tan amarillas que Dídac, un día, preguntó:

—¿Cuánto tiempo debe tardar un libro en estropearse?

—¿Quieres decir que no se pueda leer? Supongo que miles de años. Confío en que, antes de que éstos sean ilegibles, ya habrá gente que pueda volver a hacer ediciones.

—¿No valdría la pena intentar salvar también una imprenta?

—Sí. Una imprenta, y otras máquinas. Un día lo haremos.

Y cuando el fango se hubo secado y pudieron volver a la roulotte, vieron que los daños eran escasos. El agua no debía haber subido mucho más de cuando escaparon, puesto que no había llegado a penetrar en los vehículos y, dentro, todo estaba seco. La tierra, en cambio, y en particular el huerto, daba pena verla. Las plantas que quedaban estaban aplastadas contra el suelo, que las aprisionaba bajo una capa de barro, y la división en tablas y caballones ya no existía.

Dedicaron buena parte de la primavera a rehacerlo y a sembrar de nuevo; pero lo hacían sin demasiado entusiasmo, como si se dieran cuenta de que, al fin y al cabo, no servían como campesinos y hortelanos. Se reanimaron cuando, más adelante, les salieron unas habas espléndidas y unas judías exuberantes. Lo atribuyeron, más que a sus méritos, al abono que había supuesto la riada.

Y aquel año pudieron aprovechar todos los albaricoques y melocotones que tuvieron tiempo de recolectar, quizás incluso demasiados, porque sufrieron unas diarreas tan fuertes que ambos pensaban que iban a morirse. Las combatieron con unas pastillas del almacén de fármacos que había reunido Alba y con una dieta seguida y rigurosa de arroz hervido; pero salieron de aquello tan débiles que tuvieron que renunciar, durante una temporada, a sus actividades habituales.

Leían mucho, Alba casi siempre medicina, y ahora ya sabía perfectamente en qué lugar del cuerpo se hallaba cada órgano, cada hueso, cada músculo o cada nervio. Pero era un conocimiento teórico sobre el que nunca podría profundizar con una práctica obligada con cadáveres. En ningún lugar debía quedar ninguno entero. En cambio, en cuanto a huesos…

Y un día Alba se decidió. En una finca de más arriba, cerca de la cual pasaban a menudo, había un esqueleto caído, al pie de un muro sin terminar, en la construcción del cual debía haber estado trabajando aquel hombre el día de la hecatombe. Pero, con gran sorpresa de Alba, resultó que, de hecho, era una mujer. Las características diferenciales de la pelvis lo decían bien claro, como se lo mostró a Dídac, admirado de sus conocimientos. Le dijo:

—Hay cosas que tendría que comparar con otro esqueleto, para estar segura. Pero ¿ves esos orificios? Se les llama isquipubianos… Los hombres los tenéis ovalados, y esos son triangulares. Y el arco púbico también es muy abierto, como lo tienen la mujeres.

—¿Y qué es lo que hace que haya estas diferencias? A mí me parece que todos los esqueletos deberían ser iguales.

—Tiene una explicación muy fácil. La pelvis de la mujer ha de ser más amplia que la del hombre, por los hijos.

Dídac no estaba seguro de ello.

—Pese a todo, sigo viéndolo muy estrecho.

—Te lo parece. Y, en el momento del parto, todo se ensancha, incluso los huesos. Ya lo verás.

—¿Yo?

—Sí, cuando tenga un hijo tuyo. Me tendrás que ayudar a parir. ¿Acaso no querrás hacerlo?

El muchacho asintió, y entonces, inesperadamente, preguntó:

—¿Tendremos que esperar mucho?

—Creo que no, Dídac. Pero esperemos, ¿eh?

Y aquel verano fueron muchas veces a la playa, donde al muchacho, más que nadar, le gustaba quizá contemplar el mar, al principio desde la arena y luego, cuando una tarde encontró un patín, desde el agua que les acunaba entre las débiles olas en las cuales llameaba el sol para encenderlas y apagarlas en un vaivén ininterrumpido, siempre idéntico y siempre diferente.

Su silueta oscura y la de Alba, más clara pese a lo mucho que se había atezado, iban cambiando a medida que el sol avanzaba hacia el cenit y desde allí iniciaba su descenso, ya que cuando iban a la playa se pasaban horas, sin temor a las insolaciones, hechos como estaban a la vida al aire libre. Desde que hacía buen tiempo, en la roulotte únicamente dormían, y aún no siempre; a menudo las noches eran tan hermosas, tan estrelladas, que preferían quedarse fuera, bajo los sauces y el eucalipto que perfumaba el aire.

Y a veces se dedicaban también a pescar o a cazar cangrejos, con los cuales Alba, o el propio Dídac, cocinaban unas sopas espesas, de pasta, quizá las últimas que se comían, ya que cada vez les era más difícil encontrar algunas que no estuvieran rancias o picadas.

Había días que se quedaban a comer en la propia playa, al cobijo de los pinos, ya que ahora habían descubierto un lugar, antes de llegar a Castelldefels, donde el bosque casi rozaba el agua. Allí debía haber habido una urbanización de casas no muy altas y donde los escombros, por lo tanto, eran pocos, y más de cuatro veces penetraron en los apartamentos a registrar un poco y, si convenía, a llevarse cosas que les podían servir.

Todas estaban llenas de electrodomésticos y de muebles de tipo funcional, y en casi todas había juguetes. Fue allí donde empezaron a recuperar discos, pese a que no podían escucharlos por la falta de electricidad; los había por todas partes. También había libros, pero pocos; principalmente eran novelas policíacas. Alba, que no había leído nunca ninguna, empezó con una y muy pronto se aficionó.

Y fue allí donde, un día, Dídac sacudió a una Alba adormilada por el calor de las primeras horas de la tarde y, casi mudo de emoción, le señaló una jibosidad extraña en el horizonte, donde por la mañana no estaba.

Corrieron al jeep, en el que tenían los prismáticos y, después de haber mirado, los dos coincidieron en que parecía un barco. Por si lo fuera, improvisaron inmediatamente todo tipo de señales con trozos de ropa sacados de los apartamentos y, con maderas y muebles, prendieron una gran hoguera en la playa, la cubrieron con mantas por consejo de Dídac y obtuvieron así, durante un rato, una gran columna de humo que desde el barco tenían que ver forzosamente.

Al anochecer, sin embargo, la nave continuaba aproximadamente en el mismo lugar; sin haberse acercado en absoluto, y al hacerse totalmente oscuro no supieron distinguir en ella ninguna luz. Como dudaban en irse, hicieron noche bajo los pinos, con uno de ellos vigilando, por turno, y cuidando de alimentar la hoguera que iluminaba las tinieblas.

A la mañana siguiente, al hacerse de día, el barco seguía aún en el horizonte, como si estuviera anclado allí.

Y se quedaron aún un par de días, pero a la tercera mañana, al despertarse, vieron que durante la noche el barco se había acercado. Se pasaron horas enteras con los prismáticos a los ojos, sin sacar ninguna conclusión concreta de las maniobras a las que debía dedicarse. Estaban seguros de que la hoguera, ininterrumpidamente encendida con trozos de muebles que cada vez tenían que ir a buscar más lejos, no les podía pasar inadvertida. ¿Qué estarían haciendo? Dídac dijo:

—Quizá tienen miedo…

Sustituyeron todos los trozos de ropa que no eran blancos por sábanas, en señal de paz, pero eso no dio la menor prisa a la gente de la nave. Al cabo de horas y horas apenas se había desplazado, y aún parecía que estuviera alejándose.

Y la espera duró más de una semana, hasta que un mediodía tuvieron la embarcación lo suficientemente cerca como para que con los prismáticos pudieran distinguir la cubierta, de cuyos extremos colgaban unos bultos que debían ser barcas con fundas de lona. Aparentemente estaba desierta.

—¿Te apuestas algo a que no hay nadie?

Y así debía ser, puesto que ninguna señal del muchacho y de la muchacha obtuvo respuesta y, al cabo de otros dos días de remolonear, como indecisa, la nave fue derivando hacia el sur, quizás ayudada por el viento. En ningún momento habían oído el menor rumor de máquinas, pero eso no quería decir nada; nunca se había acercado lo suficiente a la playa como para que pudieran oírlas, si funcionaban.

Llegaron a la conclusión de que la embarcación viajaba sola, arrastrada por las corrientes marítimas, desde el día del ataque. Seguro que transportaba un cargamento de cadáveres.

Y fue como consecuencia de este episodio que Alba pensó en la conveniencia de aprender el alfabeto Morse, por si en alguna ocasión volvían a encontrarse en una situación por el estilo. Recordaba haber visto un libro de Morse, pero como ya no sabía dónde lo habían dejado, tuvieron que estar removiendo volúmenes durante días antes de encontrarlo.

Emprendieron ambos el estudio y más adelante, cuando ya empezaban a dominarlo, se comunicaban a menudo desde lejos, con banderas improvisadas, o desde cerca, uno a cada lado de la pared de la roulotte, a fin de practicar. Alguna vez también lo hicieron con espejos, con lo cual alcanzaban una mayor distancia.

Hacia finales del verano, ya se comprendían perfectamente. Pero no habían visto más barcos, ni confiaban en realidad en ver ningún otro.

Y, mientras tanto, habían seguido yendo a la playa y entreteniéndose con registrar otras urbanizaciones vecinas o torres aisladas, donde a veces saltaba la sorpresa, como aquel día en que descubrieron un escondrijo de armas, probablemente de alguno de los grupos que, según se decía antes, estaban disconformes con el gobierno y se preparaban. Había un poco de todo, principalmente armas largas y metralletas. Se llevaron un par de ellas, y municiones, y las probaron contra una veleta que aún presidía un tejado. Hacían mucho ruido y disparaban rápido, una bala detrás de otra, pero no se podían comparar, naturalmente, con aquella pequeña esfera que no necesitaba ser alimentada con nada y no se agotaba nunca, porque de vez en cuando Alba quería asegurarse de que continuaba funcionando, y cada vez calcinaba aquello que se le ponía por delante. Era muy misterioso. Más aún que el aparato recogido en el bosque, que debía ser una especie de termómetro/barómetro, ya que las agujas cambiaban de posición según el día o las estaciones. Pese a todo, sin embargo, eran incapaces de interpretarlo, como tampoco comprenderían jamás, probablemente, el significado de la tarjeta que llevaba la criatura con la bolsa marsupial.

Y otro día, encontraron a alguien que también había sobrevivido a la destrucción, pero que no había sabido resignarse. Era un cadáver tendido en una habitación de niños, y, entre los descarnados dedos, conservaba aún el revólver con el que se había suicidado. En la cuna había otro esqueleto, muy pequeño, y dos más en una cama. Todo parecía indicar que el hombre, porque era un hombre, los había reunido antes de matarse. No se veía, en cambio, rastro de ninguna mujer.

Pese a aquel endurecimiento inevitable en un mundo reducido a cementerio, los dos salieron de la habitación impresionados por una escena pretérita, que jamás presenciaron pero que vivían con la imaginación: el padre, salvado por milagro, que recogía uno tras otro los dos hijos mayores, quizá caídos en la playa, o en el jardín del chalet, los llevaba al lado del pequeño y, a continuación, los acompañaba en el gran viaje. Dídac pregunto:

—Y la madre, ¿dónde debía estar?

Era un detalle, un simple e insignificante detalle perdido en una destrucción a nivel planetario, pero durante algunos días les preocupó. Señal, dijo finalmente Alba, de que aún somos humanos.

Y una tarde, ahora en el pueblo, cuando se hallaban en un estanco al que habían entrado para proveerse de tabaco, al ver, cuando pasaban por delante, que los escombros no tapaban la puerta, se encontraron con que, dentro, comunicaba con otra tienda por un agujero, y que esta otra tienda era un establecimiento de material fotográfico. Había una gran cantidad de aparatos, y aún debía haber más enterrados en la parte correspondiente al escaparate, sepultado por un trozo de techumbre.

Dídac tomó uno de ellos, se lo llevó a la cara, hizo funcionar el dispositivo con un clic y, riendo, dijo:

—¡Te he hecho una foto!

Pero Alba, que se había quedado seria, reflexionó:

—Sería interesante que pudiéramos fotografiar todo esto, las casas caídas, las ruinas, las ciudades destruidas… O filmarlo. ¿Cómo no lo hemos pensado?

—Quizá porque no entendemos de eso.

—No es razón.

Y puesto que no lo era, hicieron una requisa en forma: dos cámaras cinematográficas, tres fotográficas, cintas de negativo y carretes, dispositivos de flash, y un montón de libros sobre fotografía. También se llevaron una máquina de proyectar pese a saber que, sin electricidad, jamás podrían ver ninguna película, si llegaban a rodarlas.

Aquella misma noche estudiaron las instrucciones que acompañaban a los aparatos de simple fotografía y empezaron a hojear los manuales que con el tiempo les enseñarían la forma de revelarlas. Eran totalmente ignorantes en aquella materia, pero en los libros había una gran cantidad de esquemas que les ayudarían.

Una vez en la cama siguieron hablando de ello, soñando ya en un gran documental que mostraría a las futuras generaciones la devastación de la tierra. Antes de dormirse, Dídac dijo:

—Tendré que pensar un poco en eso de la electricidad. Porque si filmamos ese documental, quiero verlo.

Y resultó que en uno de los libros de instrucciones se hablaba de unas cámaras que revelaban automáticamente las fotografías, pero no eran unos modelos como los que ellos tenían. De modo que volvieron a la tienda, donde no había, o estaban enterrados.

Tuvieron, pues, que localizar otros establecimientos del ramo en los cuales les fuera posible penetrar, y en esa búsqueda perdieron cuatro o cinco días.

Finalmente encontraron una en el estudio de un fotógrafo, donde entraron sin demasiada confianza y, más que nada, porque era un local al que podía accederse fácilmente. Y aún encontraron más, puesto que la habitación donde evidentemente revelaba los negativos, una estancia estrecha y larga que antes debía haber sido una cocina, al lado de un patio interior, se conservaba muy bien, y únicamente sería necesario retirar unos cuantos trozos de yeso caídos del techo. De momento, sin embargo, no tocaron nada.

Y aquella misma tarde se fotografiaron mutuamente delante de la roulotte donde vivían, pero las pruebas, que eran en color, no salieron demasiado claras, quizá porque los negativos eran demasiado viejos y estaban pasados, o por culpa de la luz.

A la mañana siguiente vieron que era eso último. Las fotografías, hechas al mediodía y teniendo en cuenta la posición del sol, mostraban una muchacha alegre y de expresión decidida, vestida únicamente con unos shorts, porque no se le había ocurrido ponerse una blusa para cubrirse los pechos, y un adolescente de facciones bien dibujadas y ojos grandes que ponía una cara ligeramente asustada.

Después se hicieron otras, pero aquellas dos, que consideraron las primeras, las clavaron en una pared de la roulotte.

Y casi inmediatamente estuvieron en el otoño, cuando los días se acortaban con rapidez y disponían por tanto de más horas para estudiar y conversar tranquilamente a la luz del quinqué de butano, colocado en mitad de una mesa arrinconada contra la pared de la derecha, donde primitivamente había habido una litera que ellos habían acondicionado al lado de la de la izquierda, para hacer así una cama más amplia y poder dormir juntos como habían hecho desde el primer día. Excepto que ahora ya no era exactamente lo mismo; el niño de años atrás se iba convirtiendo en un adulto que ya tenía plena conciencia de dormir con una mujer y, a menudo, la tocaba con un latente deseo, demasiado maravillado por la calidez de su piel y la dulzura del cuerpo femenino como para que la caricia no fuera aún ingenua, inocente.

Y ella asistía, complacida, a su maduración. Como si lo hubiera escogido ella y no el azar, quería a aquel adolescente.