Alba, una muchacha de quince años, virgen y morena, se quedó inmóvil al borde de los matorrales que acababa de separar y, sin volverse, dijo:
—Mira, Dídac.
El muchacho saltó a su lado y también se detuvo.
—Una masía…
Se hallaban a unos tres kilómetros de la cueva, siguiendo el bosque hacia el norte, paralelamente al roquedal, y nunca se habían aventurado tan lejos. La casa estaba inmediatamente debajo, en la hondonada de tierras de cultivo que interrumpía la loma, y detrás había un camino.
A continuación de la construcción principal, demolida, se veía una especie de cobertizo largo y más bajo cuya techumbre apenas había sufrido daños. Delante, cerca del pozo donde colgaba un cubo, había una máquina de segar y trillar. Dídac miró a la muchacha.
—¿Bajamos?
Ella, sin moverse, olisqueó, pero no se notaba ninguna clase de hedor, pese a que el aire soplaba hacia ellos. Quizás era debido a que los muertos estaban muy sepultados bajo los escombros. Dijo:
—Probémoslo.
Y no había nadie, ni vivo ni muerto. Fueron acercándose a través de lo que había sido la era cuando aún se batía con animales, hicieron una pausa cerca del pozo, y entonces, tras unos cuantos pasos más, se plantaron donde había estado la puerta. Aún estaba, pero los escombros, dentro, formaban una montaña que había hecho saltar las bisagras sin llegar a abrirla, porque los batientes estaban unidos por la cerradura. Alba murmuró:
—No lo entiendo… Como no sea de noche, en las masías siempre tienen la puerta abierta.
Dieron la vuelta a la construcción por el lado opuesto al cobertizo y, olisqueando de nuevo, se metieron por un agujero. La nieve, las lluvias y las heladas habían completado la obra destructiva, pero no se veía ningún miembro humano que sobresaliera por entre los escombros ni se sentían olores de descomposición. En el momento de la catástrofe, la casa estaba deshabitada.
Y al salir de nuevo afuera comprendieron que no podía haberlo estado, ya que no muy lejos había dos gallinas que, al verles, huyeron alborotadamente. De noche se debían cobijar en el corral, en cuyo gallinero había montones de trocitos de cáscaras de huevo; seguro que se los comían.
En una jaula cercana contaron siete esqueletos de conejo que aún conservaban parte de la piel. A Alba le pareció que, para una casa de campo, eran pocos, y entonces atinó:
—Ya lo sé: ¡habían ido al mercado! Aquel día había mercado en Vilanova.
La ausencia de animales de tiro parecía confirmarlo; en aquel tiempo aún había muchos payeses en las masías que iban al mercado en carro.
Y en el cobertizo, cuya puerta tuvieron que forzar, se encontraron con un tractor y con multitud de ristras de ajos y sacos de patatas que se habían agrillado y que solamente eran aprovechables en parte.
El vehículo no funcionaba pese a que aparentemente se veía en buen estado y el depósito estaba lleno. Alba preguntó al muchacho:
—¿Serías capaz de repararlo?
—Creo que sí. ¿Pero para qué lo queremos?
—Para irnos de aquí, Dídac.
Las ruedas eran macizas y, con él, no tendrían problemas de neumáticos. Y podrían desviarse por los campos, si encontraban las carreteras obstruidas.
—Tienes todo un año para estudiar qué es lo que le falla.
—¿Quieres decir que nos quedaremos aquí?
—Si el agua del pozo es buena, sí. Estaremos mejor que en la cueva, ¿no?
Y el pozo estaba lleno de agua clara y fresca que, al probarla, les gustó; una tela densa, de cedazo, había impedido que cayeran en él animales o porquerías, pese a que en el pozal se veían excrementos de pájaros y de gallinas. La familia que había ocupado la casa debía ser ordenada y limpia, como lo corroboraba también el pequeño pajar al otro lado de la era; pese a que apenas debían haber acabado de trillar, ya se habían preocupado de enfangarlo y, debajo, la paja era blanca y bien conservada.
Sacaron un poco para hacer una yacija a cubierto y los dos se revolcaron en ella, juguetones, antes de dormirse para pasar su primera noche en la nueva casa.
Y a la mañana siguiente, a primera hora, volvieron a la cueva para ir transportando sus bienes: la comida que aún les quedaba, las armas, los fármacos, la ropa y las herramientas. Emplearon para ello cuatro jornadas completas, y la última tarde se bañaron por última vez en la cascada del riachuelo. Dídac hubiera querido decirle adiós al Peque, pero hacía tiempo que no lo veían y Alba suponía que debía haber muerto. Aquella noche, al llegar a la masía, pudieron salvar el primer huevo.
Y a la mañana siguiente les despertó la lluvia, puesto que en el cobertizo había goteras y caía un buen chaparrón. Lo aprovecharon para apoderarse de las gallinas, acobardadas, y las encerraron en una de las jaulas de los conejos que la muchacha limpió con unos puñados de paja mientras Dídac sujetaba las aves por las patas, cabeza abajo.
No se explicaban cómo aquellos animales habían podido vivir tanto tiempo sin disponer de agua con regularidad, y ahora les colocaron un pote lleno y las alimentaron con espigas de las que habían segado hacía tiempo; había que quitarles la costumbre de comerse los huevos.
Y aquella misma semana, al cesar la lluvia, que duró un par de días con breves interrupciones, reforzaron la techumbre del cobertizo con tejas recuperadas de los escombros de la masía.
Fue mientras lo hacían cuando a Alba se le ocurrió que sería conveniente limpiar toda la casa, convencida como estaba de que encontrarían muchas cosas que podrían aprovechar.
Se lo tomaron con calma, puesto que era un trabajo pesado, pero muy pronto se vieron recompensados por el descubrimiento de dos somieres que pertenecían a la misma cama, de matrimonio. El mueble, medio destrozado, era inutilizable, y los colchones que lo acompañaban habían de rehacerse y lavarse; las telas metálicas, en cambio, aunque estaban oxidadas, servirían todavía.
Pero aquella noche Dídac dijo:
—¿Acaso no nos va bien con la paja?
—¿No te gustaría dormir en una cama?
Él tomó su mano:
—No, porque tendría que dormir solo. Y quiero dormir contigo.
Y al cabo de tres semanas, cuando ya habían limpiado quizás una cuarta parte del espacio que ocupaba la casa, se encontraron frente a una puertecilla cerrada con cerrojo y, al abrirla, vieron que era una despensa. Unos cuantos trozos de yeso caídos del techo habían roto una jarra, pero las demás estaban enteras y, dentro, había tocino en salsera.
Otros potes, de cristal, contenían conservas, y la tinaja que se alzaba al fondo, en un rincón, estaba llena de aceite. En un extremo de la tabla que hacía de salador, bajo el jamón empezado que colgaba de una viga, dos gruesas pencas de tocino parecían acabadas de curar.
Antes de proseguir con el desescombro, limpiaron la pequeña cámara, que estaba llena de telarañas, y trasladaron a ella sus demás provisiones. Aquel hallazgo, junto con las almendras que habían recogido y las patatas aprovechables, les aseguraban la subsistencia durante unos cuantos meses más. El grano que tenían sería para las gallinas.
Y casi enseguida tuvieron que retrasar de nuevo sus exploraciones para dedicarse a vendimiar. En la propiedad había dos viñas no muy grandes y bastante descuidadas, con muchas cepas muertas, pero quedaban bastantes vivas, y con fruto, como para proveerlos de reservas suficientes de uva.
En el mismo cobertizo donde dormían dispusieron cuerdas de una pared a otra, detrás del tractor al cual se dedicaba Dídac un rato cada día, de momento sin acabar de aclararse, y colgaron de ellas los frutos más sanos que, poco a poco, se irían secando y se convertirían en una especie de pasas como las que hacía la madre de Alba en casa.
Fue mientras vendimiaban cuando dedujeron cómo se las habían arreglado las gallinas para sobrevivir sin agua. Tenían agua; en una de las viñas había una pequeña balsa que recogía la de la vertiente del bosque; siempre debía estar llena.
Y hacia finales del otoño, después de haber encontrado, en la casa, gran número de piezas de ropa tiradas por todas partes o, a veces, guardadas en los armarios caídos o medio rotos, y utensilios de cocina, y otra cama y más colchones, éstos con las telas podridas por la humedad, una mañana pusieron al descubierto el inicio de una escalera estrecha y corta que los condujo a la bodega de la masía. Era increíble que por aquellos peldaños hubieran bajado las cubas llenas de vino, pero lo habían hecho: abajo había dos barricas, una más grande y la otra más pequeña, y el vino de esta última debía ser muy viejo, porque era rancio. El de la otra, llena hasta casi la mitad, era negro y denso, áspero.
Fue el último hallazgo importante, puesto que los sacos de harina que rescataron al cabo de dos días no podían aprovecharse: se habían mojado y estaba picada. También había restos de un saco de maíz que destinaron a las gallinas.
Y fue entonces, una vez hubieron terminado de desescombrar la casa, cuando construyeron una especie de ducha en un rincón protegido del edificio. Dos paredes en ángulo recto, que se conservaban en pie, les permitieron fijar una barra de hierro transversal en la cual colgaron un cubo con el fondo lleno de agujeros. Abajo, colocaron un barreño dentro del que saltaban Alba o Dídac mientras el otro, subido a una silla vieja reforzada con unos cuantos maderos, se encargaba de echar el agua de otro cubo que habían dejado templar un poco, ya que salía helada del pozo.
Ahora se lavaban allí cada mañana, al levantarse, ya que Alba insistía en la necesidad de una higiene corporal rigurosa, condición, le parecía, indispensable para una buena salud. Seguía preocupándole la posibilidad de enfermar, y no dejaba pasar ningún día sin dedicar un rato al diccionario de medicina; ya iba por su segunda lectura, más reposada.
Y a la entrada del invierno construyeron otro hogar para calentarse, sólo que éste era muy distinto del de la cueva; lo construyeron con las mismas losas que, años atrás, quizás incluso un siglo o dos, habían servido para construir el de la casa y, encima, alzaron una chimenea con trozos de ladrillo unidos con barro, la prolongaron, ya sobre la techumbre, con una cañería de hojalata del desguace de la masía, y remataron la obra con una especie de sombrero cónico, hecho con una tapa vieja, también de hojalata, que sujetaron con alambre.
Después, con unas cuantas maderas de las que habían recogido y separado al limpiar los escombros, se hicieron una mesa rudimentaria y dos banquetas que colocaron delante del fuego, donde comían y leían.
Y cada día, o casi cada día, Alba continuaba instruyendo al muchacho en todas las cosas que sabía. Tan sólo muy raramente se referían a su vida de antes, ya que la muchacha pensaba que esas conversaciones les harían daño, se lo harían principalmente a Dídac. Ella era demasiado mayor, en el momento del cataclismo, como para no recordar siempre una existencia anterior que ahora parecía agradable y sencilla; pero Dídac la olvidaría si no le hablaba de ella, y era mejor así.
Como le había prometido un día, nunca se negaba a contestar a sus preguntas, por delicadas que fuesen, y de vez en cuando, el muchacho le hacía alguna sobre el pasado; pero ella nunca se explayaba en estas respuestas como lo hacía con otras que tenían importancia para el futuro. Por supuesto no podía ocultarle los escombros, pero quería que para él no fuesen el derribo de un mundo viejo, sino los materiales con los cuales construir uno nuevo.
Y un mediodía en que hacía mucho viento, un rumor extraño, como de un motor, les hizo correr, armados con un máuser y un revólver, campo a través y más allá de un pequeño cerro al otro lado del cual, pero más lejos, quizás a dos kilómetros, había el río que, más abajo, pasaba por Benaura. Pero no era ningún coche ni ningún camión, sino un molino de viento que había roto sus oxidadas amarras y ahora giraba a gran velocidad.
Curiosamente, la catástrofe no le había afectado, pese a que era alto, pero cerca del depósito reposaba un cadáver, y al otro extremo del huerto se veían las ruinas de una construcción.
Regresaron sin haberse acercado a él por si había más muertos, personas o animales, y durante dos días siguieron oyendo el ruido del molino que trabajaba como enloquecido. Después, pese a que aún seguía haciendo viento, cesó; probablemente debía haberse roto definitivamente.
Y pese a que los árboles no habían sido podados y por todas partes había ramas secas, aquél era un año de olivas y, cuando ya fueron grandes, a punto de madurar, confitaron dos jarritas que habían quedado vacías. Las otras, en su mayor parte, se las fueron comiendo los estorninos y aves semejantes que acudían a las fincas sin miedo y hasta se acercaban a la masía como si supiesen que ahora la tierra era un reino que les pertenecía. Ningún animal terrestre les hacía la competencia, y se desplegaban en grandes bandadas que volaban bajas, animando el frío cielo invernal con sus gozosos chillidos, con el movimiento incesante de las alas extendidas que surcaban el aire.
Ellos, a veces, se pasaban horas enteras mirándolos.
Y se iban a la cama en cuanto oscurecía y se levantaban en cuanto llegaba el día, pero no siempre dormían. Acurrucados el uno contra el otro bajo las mantas, esbozaban proyectos para el año siguiente, cuando abandonarían la masía, y Alba decía que en algún lugar encontrarían libros, y que los dos estudiarían medicina para que no les pillaran desprevenidos las inevitables enfermedades de los hijos que tendrían cuando él, Dídac, fuera mayor.
—¿Tendremos muchos, Alba?
—Tantos como podamos. Una mujer, si es fuerte, puede tener uno cada año.
Dídac reflexionaba:
—Me gustará que haya otros niños… Y ella reía:
—Entonces tú ya no serás un niño.
—Pero podré jugar con ellos, ¿no?
—Eso sí; como un padre.
El muchacho meditaba:
—Me resulta extraño pensar que seré padre…
Y reían los dos, bien calientes en su yacija de paja.
Y durante el invierno se les murieron las gallinas, quizá de viejas, quizá porque habían contraído alguna enfermedad, ya que murieron una detrás de la otra, con veinticuatro horas de diferencia. No se atrevieron a comerlas, por precaución, y una vez más se encontraron sin huevos. En algún lugar debía haberlos de perdiz, y de otras aves, o debía haberlos habido en la época de cría, pero ellos nunca los habían perseguido ni sentían deseos ni tenían maña para descubrir nidos.
Cada día comían caliente y, para postre, tostaban almendras. Habían aprovechado los materiales de la chimenea de la masía y el fuego de tierra quemaba bien, casi sin nada de humo, excepto cuando hacía demasiado viento. Entonces, a veces tenían que apagarlo para no asfixiarse, pero siempre dejaban brasas para calentar la comida.
Después de todo un año de beber únicamente agua y, de vez en cuando, un poco de licor, ahora se habían acostumbrado al vino, y eso también les proporcionaba vigor.
Y una tarde en que caían cuatro copos de nieve, Alba, que estaba lavando fuera, se enderezó sobresaltada al oír grandes estallidos en el cobertizo. Se precipitó hacia él, para descubrir a Dídac subido al tractor, desde donde le sonreía.
—¡Lo has reparado! Pero el muchacho dijo:
—Nunca ha estado estropeado, sino que yo no lo sabía. Hizo callar el motor y, sin moverse del asiento, le explicó que la vibración producida por aquellos extraños aparatos debía haber desconectado muchas piezas y aflojado muchas tuercas sin estropear nada.
Si no funcionaba, era porque los distintos elementos no encajaban.
—¿Y no lo has visto hasta hoy?
—No, ya hace días, pero no quería decirte nada por si me equivocaba. Apártate, voy a sacarlo. Pero ella no quiso, a causa de la nieve.
Y tuvieron que esperar más de una semana, hasta una mañana soleada que fundía la capa blanca, muy delgada. Dídac, que parecía más infantil de lo que era en la relativa inmensidad del vehículo, movió con precaución los pies, accionó unas palancas y, aún no muy seguro de lo que hacía, porque era la primera vez que conducía, le hizo atravesar el vano de la puerta bien abierta, salió a la era, le hizo dar majestuosamente una vuelta un poco zigzagueante y, después, se detuvo al lado de Alba, que había avanzado hasta cerca del pequeño pajar.
—¿No quieres subir?
La muchacha trepó, y Dídac hizo describir otra vuelta al tractor; seguidamente, sin consultarla, lo dirigió hacia el camino de detrás de la masía; ella, sin embargo, lo obligó a detenerse.
—Es una bestia muy grande para ti, Dídac…
El muchacho casi se ofendió.
—¿Y qué?
Alba contemporizó:
—Quiero decir que más valdría que te entrenases un poco. Y que me enseñaras a conducir a mí. Nunca se sabe lo que puede pasar…
A disgusto, Dídac puso la marcha atrás.
Y aquel mismo día, y al día siguiente, le enseñó cómo se manejaba, y ella aprendió enseguida, porque era sencillo. Muy pronto pudo llevarlo completamente sola por la era, con el muchacho al lado, y a partir de la cuarta tarde lo hicieron circular también por unos bancales amplios y llanos cuya tierra chasqueaba bajo las ruedas macizas que iban y venían, giraban, retrocedían, puesto que Alba quería que tuvieran un dominio completo sobre él, no fuera caso que por el camino, que en algunos lugares era muy estrecho, se desviaran hacia los márgenes y volcaran. En el pueblo, hacía tres veranos, un payés había muerto por culpa de una falsa maniobra que precipitó el vehículo encima de su cuerpo, según recordaba.
Y no habían pensado en el combustible, de modo que una mañana, en plena maniobra, el motor empezó a toser con sacudidas asmáticas, falló, funcionó de nuevo, tosió otra vez con discontinuidad. Entonces la muchacha recordó:
—¿Te apuestas a que nos hemos quedado sin gasolina?
—Funciona con gasoil.
—No importa… ¿Qué podemos hacer?
Porque no podían dejarlo allí, en pleno campo, expuesto a las lluvias y, quizás, a otras nevadas. Dídac dijo:
—En la gasolinera del pueblo tiene que haber. ¿Por qué no vamos?
Y aunque a ella no le gustaba demasiado la idea, bajaron hasta allí a la mañana siguiente. Se llevaron un preparado de formol para empapar con él sus pañuelos en caso de que el hedor fuera muy fuerte, pero el aire parecía limpio y, por otra parte, la gasolinera que escogieron, de las tres que había en el pueblo, se hallaba en las afueras, donde empezaba el arrabal, pero en el extremo opuesto.
Para no tener que atravesar Benaura, dieron un rodeo por el vado de los huertos de la parte de abajo y luego subieron hacia las eras, donde otro camino conducía a la carretera. Todo se veía más o menos como lo habían dejado, quizás un poco más plano, porque algunas paredes, que antes se mantenían en pie, habían caído, y los escombros tenían un aspecto aún más uniforme. La gran diferencia, sin embargo, era que ahora no quedaba ni rastro de polvo.
Los dos estaban un poco impresionados, y Alba estuvo a punto de marearse al ver los dos cadáveres apergaminados que se habían entremezclado al caer cerca de las ruedas de un coche parado frente al distribuidor de gasolina.
En cambio, Dídac únicamente pensó en el vehículo.
—Si lo pongo en marcha, podremos llevarnos más bidones…
Y el edificio, bajo y de paredes delgadas, solamente estaba caído por un lado, de modo que por el otro se podía entrar fácilmente e incluso pasar al despacho, donde había un teléfono. Alba discó inmediatamente un número, y luego otro, pero el servicio seguía sin funcionar.
Antes de salir, se apoderó de todos los papeles en blanco que encontró y de dos bolígrafos que halló sobre la mesa, donde también había dinero en billetes y monedas, pero eso ni lo tocó; en aquel mundo actual ya no tenía valor.
Fuera, reunió unos cuantos bidones y dos latas de aceite, escogió un montón de herramientas y descolgó un termómetro clavado en un tabique. Se sorprendió que indicara dos grados sobre cero; no le parecía que hiciera tanto frío.
Y entonces, sin saberlo, tuvo una mala idea, puesto que, al ver una puerta que decía W. C., quiso entrar a orinar, quizá porque durante todo aquel tiempo había tenido que hacerlo siempre de cuclillas sobre el suelo. Y, detrás, se encontró cara a cara con un cadáver sentado en la taza, donde le había sorprendido el cataclismo. Era una muchacha, ya que aún conservaba las faldas, y aunque no pudo reconocerla no dudó de que se trataba de María Dolors, una amiga de su hermana que trabajaba, precisamente, de administrativa en la gasolinera.
Vomitó allí mismo, sin tiempo a retirarse, y después se sentó un rato en la parte de atrás del edificio, para no tener que decirle nada a Dídac, que bastante trabajo tenía con el coche.
Y no pudieron cargar hasta al cabo de cuatro horas, ya que tuvieron que cambiar la batería y los neumáticos y engrasar el motor, que seguía resistiéndose a funcionar incluso después de que el muchacho hubiera restablecido todas las conexiones. Y cuando se puso en marcha, lo hizo como de mala gana, con una especie de silbido que persistió hasta el vado, donde se detuvieron a lavarse. Después, inesperadamente, el ruido se fue normalizando, y ya pensaban que todo iría bien cuando de algún lado brotó un poco de humo y el vehículo se inmovilizó.
Por suerte, estaban ya a más de medio camino y por tanto no les costó mucho transportar un bidón para alimentar al tractor, con el cual, al día siguiente, bajaron a recoger el cargamento y todos los aparejos de pesca que había en el interior del coche. El auto, que Dídac intentó poner en marcha otra vez, se negó a moverse.
Y pocos días después fueron al río a pescar, una cosa que hasta entonces no les había pasado nunca por la cabeza. Por los caminos de carro, desembocaron cerca de unos cañizales donde el agua se demoraba formando como un remanso y parecía profunda, pero no debía haber peces, ya que el corcho no se hundió ni una sola vez durante las dos horas que permanecieron allí.
Más tarde, sin embargo, cuando lo probaron en otra hondonada, quizá cien metros más abajo, pescaron cinco, dos de ellos pequeños, que devolvieron al agua, y tres que medían aproximadamente un palmo. Eran unos peces un poco alargados, no sabían de qué clase, y por la noche, mientras se los comían, observaron que la carne era blanda y a la vez fibrosa. Sin embargo, como hacía tanto tiempo que no comían pescado, los encontraron buenos.
Y fue al cabo de tres días, al salir del bosque, donde habían ido a ver si todavía encontraban setas, cuando distinguieron cinco aparatos de lo más extraño en el cielo de poniente. Por instinto, Alba sujetó la mano de Dídac y lo arrastró al suelo, donde se dejaron caer tras unos arbustos.
Los aparatos, que volaban con mucha lentitud, eran totalmente redondos, pero no esféricos, ya que su forma era aplastada, y tenían dos cuerpos superpuestos, más pequeño e inmóvil el de arriba. El otro giraba poco a poco con un movimiento continuo que desde el suelo no se hubiera apreciado sin aquella línea blanca, de arriba a abajo, que surcaba la superficie negra. Cada vez que la línea del cuerpo inferior coincidía con la del cuerpo superior, se encendía un breve resplandor, una especie de pequeño relámpago, como si dos hilos eléctricos hubieran entrado en contacto.
Los cinco aparatos eran idénticos, lisos y cerrados, sin ninguna abertura de ventanilla o puerta, y volaban lo suficientemente bajos como para que Alba y Dídac pudieran examinarlos bien. El muchacho susurró:
—¿Son como aquéllos que me dijiste?
—No. Tenían otra forma, y eran de un color acerado.
Por otra parte, su vuelo no producía ninguna vibración; eran tan silenciosos como una nube que se aleja, del mismo modo que se alejaban ellos, hacia el horizonte.
Y durante unas cuantas semanas los dos vivieron angustiados con el temor de que aquellos aparatos hubieran descubierto su presencia en la masía y decidieran volver. Tan sólo les tranquilizaba un poco el hecho de que no se divisara ningún rastro de actividad humana, como una edificación en curso, un campo recientemente cultivado, o la circunstancia afortunada de que el fuego, cuando pasaron los aviones, debía hacer horas que se había apagado y de la chimenea, por lo tanto, no salía ya ningún humo.
Decidieron no volver a encenderlo de momento, pero el invierno aún era muy crudo y, a fin de protegerse del frío, cuando no tenían nada que hacer se metían en la cama. Fue durante aquellos días cuando, quizá por nerviosismo, Alba se acostumbró a fumar.
Y a la muchacha le sorprendió, ahora, el no haber pensado que aquella gente, fuera quien fuese, volvería. Si realmente todo aquello, la destrucción de las ciudades y de los hombres, era obra de alguien de fuera, como había admitido, quizá coaccionada por el muchacho que, al ver los aparatos, había exclamado: «¡Son platillos volantes, tú!», o quién sabe si por la forma y la abundancia de los aviones, ¿cómo se explicaba el que, después de reducir la tierra a escombros, la hubieran abandonado?
No la habían abandonado. Aquellos seres debían haberse instalado en un lugar u otro y, desde aquella cabeza de puente, la irían colonizando. La presencia de los cinco aparatos circulares lo demostraba. No tan sólo ella y Dídac eran probablemente los últimos seres humanos que quedaban, sino que ahora vivían en un territorio ocupado.
Y se dedicaron, por tanto, a adoptar todo tipo de precauciones en las que hasta entonces no habían pensado. Desde aquel día, cada vez que salían del cobertizo, escrutaban el cielo con los prismáticos procedentes de la armería y, por poco que tuvieran que alejarse, se llevaban los máusers en previsión no sabían de qué encuentro inesperado.
Ya no volvieron a tocar el tractor por miedo de llamar la atención con el ruido que hacía, y cuando iban al río a pescar, una vez a la semana, lo hacían a pie, a campo través. Repentinamente, la vida se había hecho aún más miserable.
Y a la entrada de la primavera les cayó encima otra desgracia, puesto que una mañana Dídac, que creían se había resfriado, se levantó con los ojos tan hinchados y lagrimeantes y la mucosa del paladar tan irritada, que Alba lo obligó a volverse a la cama. Tenía también una tos seca y rasposa que dolía en los oídos. No se alarmó, sin embargo, hasta que al ponerle uno de los termómetros que había recogido con los fármacos, vio que señalaba 38,2.
Le dio dos aspirinas y le puso unas gotas descongestivas en la nariz para facilitar su respiración, pero a mediodía, cuando volvió a tomarle la temperatura, la fiebre había aumentado. Le miró la garganta, de la que se quejaba, y vio que la parte interior de las mejillas tenía unos puntitos blancos, muy diminutos, que no supo interpretar pese a que le parecía haber leído algo sobre aquellos síntomas.
Se guardó el descubrimiento para sí misma, pero se le encogió el corazón al pensar que podía ser una afección grave, y se volvió rápidamente para que el muchacho no viera como los ojos se le llenaban de lágrimas.
Y por la tarde, de pronto, supo lo que tenía. Le había hecho comer un poco de patata hervida y un trocito de pescado, ya que precisamente el día anterior habían ido al río, cuando, al acostarlo, se dio cuenta de que detrás de las orejas y cuello abajo se le habían formado un montón de manchitas de un color rojo oscuro, como una erupción. Se le ocurrió en el acto que se trataba del sarampión.
El diccionario se lo confirmó. Todos los síntomas correspondían: el enfriamiento, la fiebre, los puntos blancos en el interior de las mejillas o manchas de Köplick, como decía el libro, y la erupción que acababa de descubrir… Se alarmó más al leer que había peligro de difteria, bronconeumonía, otitis, laringitis y otros diversos tipos de enfermedades.
Retuvo el hecho de que, si bien las sulfamidas y la penicilina no eran de ninguna utilidad contra el virus del sarampión, combatían en cambio con eficacia las posibles complicaciones bronco-pulmonares. Inmediatamente, pues, repasó su provisión de medicamentos hasta que encontró uno a base de penimepiciclina en cápsulas; casi todos los demás tenían el inconveniente de que eran inyectables, y ella no disponía de agujas hipodérmicas.
Y al crepúsculo, cuando quiso alimentarlo de nuevo, se dio cuenta de que había otro problema muy grave. El diccionario de medicina recomendaba leche, mermeladas, sopas, sémolas, huevos, únicamente comidas ligeras o semilíquidas, y ella no tenía nada de todo aquello. Podía continuar dándole patatas hervidas, o en puré, y jugos de hierbas, pero no bastaba.
Se tendió angustiada en una yacija de paja un poco separada de la del muchacho, al otro lado del hogar que se había decidido a encender por primera vez después de tanto tiempo, puesto que era esencial que él no tuviera frío y, comparado con el peligro de las complicaciones que le amenazaban, el de un posible retorno de los aparatos parecía poco importante; pero apenas durmió. Dídac no cesaba de desabrigarse, y había que vigilarle.
Y a la mañana siguiente, el muchacho tenía todo el cuerpo lleno de flores rojas y su temperatura rozaba los cuarenta. Alba lo comprobó dos veces, puesto que él, pese a la calentura, parecía bastante animado. Por primera vez desde el mediodía anterior, pidió para orinar.
Le hizo tomar penimepiciclina y le explicó que tenía el sarampión y que no debía asustarse por ello, porque todo el mundo lo pasa un día u otro, como también lo había pasado ella; y Dídac asintió, ahora tranquilo, y después, inesperadamente, le preguntó:
—¿Tú me quieres, Alba?
—Claro que te quiero, Dídac; ya lo sabes.
—¿Y no me dejarás nunca?
No pudo evitar el abrazarlo, sin preocuparse de la posibilidad, más bien remota, de un contagio, y con la mejilla contra su mejilla, que ardía, le aseguró:
—No, Dídac; nunca.
—Es que yo también te quiero mucho, ¿sabes?
Y fue al cabo de un rato, mientras le daba el puré de patatas, cuando decidió arriesgarse a bajar al pueblo a buscar una comida más conveniente. El muchacho, que se había ido apagando otra vez y ahora apenas tenía ánimos para tragarse las cucharadas, se recuperó un poco y se inquietó:
—¿Y si vinieran aquellos aviones?
—Iré aprisa, no te preocupes. Ya hace mucho tiempo que no los hemos visto: quizá no vuelvan más. Pero has de prometerme que te portarás bien…
A fin de asegurarse de que no se desabrigaría mientras dormía, entró cuatro piedras grandes y pesadas, colocó una en cada extremo de la manta de encima y, con cuerdas, las ató a las cuatro puntas.
Puso otro tronco en el fuego, que estaba languideciendo, y, al alzarse para salir, vio que Dídac se había amodorrado de nuevo; su respiración, de todos modos, era tranquila.
Y Alba, con un pañuelo empapado de formol que le protegía la nariz y la boca, bajó al pueblo con el tractor y se metió por las calles hasta la esquina donde estaba la tienda de comestibles de la cual se habían llevado tantas provisiones. La mañana era fría, sin el menor aire, y tuvo la impresión de que aunque no se cubriera no sentiría ningún hedor; la gran mayoría de los cadáveres que vio tenían un aspecto apergaminado, como los de la gasolinera, y otros debían haber sufrido un proceso de descomposición muy rápido, porque de ellos solamente quedaba el esqueleto bajo los harapos de la ropa consumida por el invierno.
La tienda se había desmoronado un poco más a causa de las lluvias y la nieve, y nada, excepto los potes y las latas, era aprovechable. Pero encontró casi todo aquello que buscaba: mermeladas, leche en polvo, sémolas y verduras preparadas.
Lo cargó todo sin entretenerse, con una indiferencia impresionante hacia aquella soledad que la rodeaba, y después fue a la farmacia a buscar bolsas de goma, jeringuillas y agujas y, ya que estaba allí y lo tenía a mano, recogió también un montón de compresas que le facilitarían la higiene íntima, cuando menstruaba.
A continuación se dirigió a la armería a fin de tomar un par de escopetas de caza y cartuchos, pero el invierno había sido poco clemente con aquellas ruinas y si bien quedaba un agujero por donde deslizarse al interior, era tan estrecho que decidió renunciar.
Y antes del mediodía ya volvía a estar en casa, donde, una vez se hubo asegurado de que Dídac seguía tapado, se despojó de toda la ropa que llevaba, se lavó escrupulosamente, se desinfectó, y se puso ropa limpia; la que había llevado la quemó en la era.
Al entrar de nuevo en el cobertizo, Dídac acababa de despertarse y estaba empapado de la cabeza a los pies, de modo que tuvo que calentar una camisa, que era lo único que llevaba, y cambiarlo para que el sudor no se le enfriara encima.
Después el muchacho comió, sin hambre, medio plato de sopa de verduras y unas cuantas cucharadas de mermelada, pero no se pudo contener y, al cabo de pocos minutos, lo vomitó todo.
Alba tuvo que renovarle toda la yacija.
Y entonces se sucedieron seis días y seis noches más de combate con una enfermedad que en circunstancias normales no hubiera preocupado a nadie, pero que ahora, cuando solamente eran ellos dos, constituía una tragedia para la muchacha, que no conseguía tranquilizarse, siempre atenta a sus necesidades, a evitar que se desabrigara, a medicarlo a horas regulares, a velar su sueño profundo y atormentado.
Sólo abandonaba el cobertizo cuando le era absolutamente indispensable y, de noche, se instalaba cerca de él y, a veces, le daba la mano durante largos ratos, puesto que este contacto parecía tranquilizarlo y ahuyentar las pesadillas que la fiebre, siempre alta, provocaba.
De día se movía como una sonámbula, casi maquinalmente, y al final tuvo que decidirse a tomar estimulantes. Sentía su piel seca. Y ardiente, como si también ella hubiera enfermado.
Sin embargo, el termómetro le indicaba que no tenía fiebre. Era el ansia, la angustia.
Y una noche, la última, fue la peor de todas. La temperatura subió aún más, y Dídac respiraba de una forma tan agitada, tan ansiosa, como si tan sólo pudiera hacerlo a bocanadas, que ella pensó que se estaba muriendo.
Se abrazó a él y lo agitó, casi histérica, mientras suplicaba:
—¡No te vayas, Dídac, no te vayas!, ¡No quiero que te mueras!
Lo besó con una especie de extraña pasión y él, como llamado por aquella caricia, o por las palabras del fondo del pozo en el cual parecía haber caído, abrió unos ojos blancos y rojos, movió sus agrietados labios y murmuró:
—Me salvarás, ¿verdad, Alba?
La muchacha sollozó, abatida sobre el pecho donde el corazón martilleaba afanosamente, como agotado, y tan sólo pudo responderle con un pequeño gesto de la cabeza, de las manos.
Y a la mañana siguiente hubo el inicio de un cambio que se acentuó rápidamente.
La fiebre cedía aprisa, y Alba observó que la piel se escamaba, sobre todo en el lugar de las manchas, donde se formaba como una especie de caspa. El diccionario de medicina la informó que se hallaba en período de efervescencia.
Al cabo de veinticuatro horas, los indicios favorables quedaron confirmados por el primer sueño tranquilo que tenía Dídac en ocho días, y por la posterior lectura del termómetro: el mercurio se detuvo a treinta y siete uno.
Nada era de tan buen augurio, sin embargo, como el rostro del muchacho y el hecho de que, nuevamente, se interesara por las preocupaciones que tenían en el momento de caer enfermo.
Una de las primeras cosas que quiso saber fue si los aviones circulares habían vuelto.
—No; no han vuelto.
La verdad es que hacía muchos días que no pensaba en ello.
Y Dídac, durante aquella estancia en la cama, había crecido tanto que, entre eso y la delgadez provocada por la fiebre y la escasa alimentación, ahora las costillas se le marcaban de una forma casi extravagante; era como si descansaran directamente bajo la piel, que se aplastaba contra ellas. También Alba había adelgazado lo suficiente como para poder decir.
—¡Parecemos dos esqueletos!
Pero lo decía despreocupadamente. Dídac se mostraba animado ante la comida, obligatoriamente monótona, que ella le servía, y Alba, que se sentía desganada, hacía todo lo posible por no quedarse atrás. Ahora empezaba a comprender que tantos productos en conserva no podían resultar buenos, y que el cuerpo necesita frutas y verduras frescas. Era preciso que, de un modo u otro, solucionaran aquel problema.
Y una de aquellas mañanas, cuando el muchacho, aunque muy delgado todavía, parecía ya completamente recuperado, fueron a explorar el huertecillo que había tenido la masía, una franja de tierra que los payeses debían regar a mano y que ahora, al cabo de un año y medio de no cuidarla nadie, era una mezcolanza de plantas y hierbas silvestres, el resultado de las germinaciones que habían tenido lugar durante el invierno, favorecidas por las lluvias y la nieve.
Recogieron unos cuantos puñados de habas, de guisantes y de judías ya duras, que habían caído, quién sabe cuanto tiempo antes, de las vainas no recolectadas y ahora desaparecidas en su mayor parte de los tallos secos que, en algunos lugares, colgaban aún de los encañados con que los payeses habían apuntalado las plantas para que treparan.
Alba dijo:
—Las plantaremos.
Y como no sabían exactamente en qué momento había que plantar, lo hicieron inmediatamente, pero se reservaron la mitad de las semillas a fin de poder repetir la plantación al cabo de un mes.
Limpiaron un cuadrado de cerca de cuatro metros de lado, hicieron una serie de caballones para facilitar el riego y, entonces, con un palo puntiagudo, fueron cavando multitud de agujeros en cuyo interior dejaban caer dos o tres semillas antes de cubrirlos de nuevo. Después, ya que estaban en ello, desbrozaron el resto del huerto, y con más precauciones que al principio, por si encontraban alguna planta aprovechable. A Alba le pareció que identificaba un par de tomateras pequeñas, como de plantel, pero el gran hallazgo lo hicieron con las espinacas y las acelgas; de éstas, bajo un auténtico bosque de hierbajos, había docenas. Aquella misma noche pudieron ya comerlas.
Y una tarde, mientras proseguían aquella especie de labor, Dídac preguntó:
—Ya no vamos a movernos de aquí, ¿verdad?
—¿Por qué lo dices?
—Porque la gente, cuando empieza a trabajar el campo, se vuelve sedentaria.
Alba se echó a reír, complacida por otra parte de que el muchacho hubiera asimilado tan bien las lecciones que le daba y que les eran útiles a los dos: a él porque aprendía y a ella porque le ayudaban a retener todo aquello que había leído o le habían explicado sus padres o sus maestros. Pero dijo:
—No, no nos quedaremos; primero tenemos que saber un poco mejor lo que ha ocurrido y si queda alguien, ya lo sabes. De modo que no te preocupes.
—¡Oh, no, si yo estoy bien aquí!
—Entonces, ¿no te importaría quedarte?
—Creo que no.
—¿Y te dedicarías siempre a cuidar el huerto?
Él reflexionó brevemente y, al final, dijo:
—Es bonito, ¿no crees?
La muchacha asintió, un poco sorprendida, con el presentimiento de que Dídac no lo decía todo.
Y hasta al cabo de unos cuantos días no supo que había acertado, cuando el muchacho, que contemplaba como ella encendía el fuego, le dijo:
—¿Por qué ahora ya no tomamos precauciones?
Lo comprendió inmediatamente, por supuesto.
—No lo sé… No podemos vivir siempre como conejos. Y, pensándolo bien, sería una casualidad que volviesen.
—¿Dónde te parece que deben estar?
—Quizás han vuelto allá de donde venían.
—Pero ¿y si viven en algún lugar y nos encontramos con ellos?
Alba se levantó:
—¿Es por eso por lo que querrías quedarte aquí?
Dídac desvió la mirada.
—Por todo.
La muchacha se dirigió lentamente hacia la puerta, al otro lado de la cual una mañana aún gris merodeaba entre los árboles del bosque, más hacia arriba, y, pasados unos momentos, Dídac la siguió y la tomó de la mano.
—¿Te has disgustado, Alba?
—¿Por qué habría de disgustarme?
—Por el miedo que tengo…
—Lo tenemos los dos, Dídac. Pero hemos de irnos aunque lo tengamos. Si no queda nadie más, tenemos que salvar muchas cosas para que no se pierda el esfuerzo de tantos y tantos hombres… un día lo entenderás.
—Si ya lo entiendo, Alba.
Y se apretó contra ella, como para estar más cerca.
—¿Cuándo nos iremos?
—El próximo otoño.
Y aquella primavera hubo muchos pájaros, más de los que habían visto nunca, cómo si les probara una tierra sin hombres que les pusieran trampas ni muchachos que destruyeran sus nidos. Se acercaban, confiados, a la masía, donde al principio divertían y al final molestaban. A fin de poder salvar el huerto, en el que pronto sus afanes fueron recompensados con el tímido y como inseguro crecimiento de algunas plantas, tuvieron que rodear el cuadrado de tierra cultivada con cañas y colgar unos cuantos harapos que, al agitarse, asustaran a las aves.
Muchas semillas, sin embargo, habían fallado, quizá porque estaban demasiado secas, quizá porque las habían plantado fuera de estación. Tal como se habían propuesto, pues, repitieron la siembra en otros caballones abiertos a continuación de los primeros y, un día sí y otro no, los regaban con la esperanza de acelerar la germinación.
Y una madrugada, cuando aún era oscuro, oyeron un estrépito que los despertó, como si en algún lugar, no muy lejos, se hubiera producido una explosión.
Se quedaron acurrucados el uno contra el otro, con el corazón latiéndoles alteradamente y la lengua trabada por la emoción, puesto que la violencia del ruido hacía pensar en un cañonazo. Cuando al cabo de diez minutos, sin embargo, no se repitió, se atrevieron a abandonar la yacija para salir a la era, desde donde vieron que, a una distancia de quizá cuatro o cinco kilómetros, ardía un gran fuego que enseguida se fue extendiendo, como si el bosque se hubiera incendiado.
No se lo explicaban, y una inquietud sorda les impidió volver a dormirse aquella noche y les robó horas de descanso durante el día y la noche siguientes, puesto que el fuego seguía ardiendo. Sabían que no podía haberlo provocado un relámpago; no había habido ninguna tormenta, y el ruido no se parecía en nada al de una descarga entre las nubes y la tierra.
Y a los dos días, cuando aún se alzaba una ancha columna de humo en el lugar donde habían visto el fuego, decidieron ir hasta allí, pero esperaron a que se ocultara el sol y se encaminaron a pie, sin preocuparse de caminos ni senderos. Tuvieron que dar un buen rodeo a fin de atravesar el río y, una vez al otro lado, se desorientaron, puesto que la noche era muy oscura y no se distinguía ningún tipo de resplandor. Al cabo de un rato, sin embargo, olieron a humo, quizá porque el viento había cambiado de dirección, y avanzaron de nuevo en línea recta hasta el lindero de lo que, como pensaban, había sido un bosque.
Aún quedaban muchos esqueletos de árboles que las llamas no habían podido consumir y se habían limitado a desnudar, pero otros, y la vegetación baja, habían quedado totalmente carbonizados. Con la salida del sol pudieron apreciar mejor la magnitud de la catástrofe. El fuego había devorado una arboleda de unos dos kilómetros cuadrados, hasta las próximas fincas de cultivo, donde los campos desnudos lo habían detenido. Fue allí, en el linde del bosque, donde Dídac encontró un extraño aparato, como una especie de reloj sin cristal, quizá porque se había roto, con tres manecillas adheridas a la superficie, donde nada las sujetaba excepto una fuerza de imantación lo suficientemente débil como para que el muchacho pudiera retirarlas.
Y ninguno de los dos había visto nunca un aparato que se pareciera a aquel objeto, el cual, cuando Dídac dejó otra vez las manecillas, las recuperó hasta que las tres, tras un desplazamiento pausado e ininterrumpido, ocuparon de nuevo la posición exacta que tenían antes. Más extraños todavía eran los números o letras que estaban alineados en él de arriba a abajo y de izquierda a derecha, formando una cruz irregular. Todas las figuras estaban constituidas por un palo ligeramente oblicuo que presentaba a uno y otro lado, o a veces solamente en uno, un número desigual de puntitos vagamente triangulares. El aparato, que parecía hecho de una sola pieza, debía haber sido proyectado con fuerza desde algún lugar, porque estaba abollado. Dídac preguntó:
—¿Qué debe ser, Alba?
La muchacha intentó restarle importancia:
—No lo sé; debió perderlo algún excursionista…
Pero se dio cuenta de que Dídac no la creía.
Y al cabo de muy pocas horas los dos supieron que procedía de otro mundo. También esta vez fue Dídac quien descubrió al intruso, quizá porque precedía a Alba en el momento de ir a salir de la protección del margen a lo largo del cual habían ido avanzando hacia la masía, por la parte de abajo.
La criatura, puesto que difícilmente se podía decir que fuera un hombre, estaba escondida tras un montón de hierbas, en un extremo del huerto, y parecía vigilar la masía.
De espaldas, tal como la veían, tenía la apariencia de una especie de pigmeo al que le hubiera crecido un cuello muy largo y, encima, una protuberancia en forma de pera invertida, o sea con la parte de arriba considerablemente más gruesa, más ancha, que la parte de abajo. No se distinguían ni pelos ni cabellos y la piel, rosada como la de un gorrino, daba una inquietante sensación de desnudez. De hecho iba desnuda. Tenía unas piernas, o patas, ligeramente torcidas y robustas, y los brazos, uno de los cuales se apoyaba en el montón de hierbajos, parecían, comparativamente, largos y delgados. Del lugar donde la pera de la cabeza empezaba a afinarse salían unos pequeños apéndices de forma tubular que no dejaban de agitarse. Imaginaron que podían ser unas antenas.
Y tendidos en el suelo, tras el parapeto del margen por encima del cual apenas se atrevían a espiar, pese a que unos cuantos rebrotes de una olivera desaparecida disimulaban su presencia, fueron observando a la extraña criatura, tan inmóvil como ellos. Los dos iban armados, Alba con el máuser, pero el descubrimiento del intruso era tan reciente e inesperado que las manos aún le temblaban demasiado como para atreverse a disparar. Por otra parte, sentía curiosidad, y el desconocido, observó, no llevaba armas de ninguna clase. Después vio que se había equivocado.
Porque, finalmente, la criatura se movió y corrió hacia el otro extremo del huerto, donde se arrojó al suelo rozando las plantas de aquella parte. Fue entonces cuando ambos pudieron ver el objeto que llevaba en las manos y que un breve destello, al incidir el sol sobre él, delató. De no ser así, no se hubieran dado cuenta, puesto que debía ser una cosa redonda, o aplanada, sin culata ni cañón, por pequeños que fueran. En aquel momento, Alba comprendió que tenían que matarlo.
Y, poco a poco, Alba fue desplazando el fusil hasta que el cañón reposó en el suelo, entre los retoños de la olivera, apuntando hacia el huerto. La criatura se movía de nuevo y, doblaba en dos, como si avanzara de cuatro patas, se dirigía hacia la masía.
Excepto que ahora echó una mirada dos o tres veces hacia donde ellos estaban escondidos y, por primera vez, les presentó el rostro.
A ambos se les heló la sangre en las venas, ya que era un rostro que recordaba imágenes de pesadilla. La cara, muy plana, tenía tres ojos, uno de ellos en el lugar que hubiera correspondido a la frente en un ser humano, y los otros dos más abajo; eran simplemente tres agujeros abiertos en una pared, puesto que no les protegía ningún arco ciliar. La parte de abajo, aquello que hubiera debido ser el labio superior, la barbilla y la boca, formaba como una especie de hocico porcino que se correspondía con el color de la piel, pero que daba una impresión de insensibilidad al rostro.
Y Alba se alegró de que tuviera aquella apariencia, porque le sería más fácil matarlo. Sin mirar a Dídac, que apenas se atrevía a respirar a su lado, alzó el arma, comprobó que había quitado el seguro y, con el dedo, rozó el gatillo. Fue siguiendo el avance de la criatura y, con la culata bien apoyada en el hombro, esperó a que se detuviera.
Lo hizo en la esquina de la casa, donde se irguió, ahora de espaldas a ellos. Ofrecía un blanco inmejorable, y ella no sintió ningún trastorno de conciencia al pensar que estaba apuntándole traidoramente, sin darle ninguna oportunidad de defensa. Era un enemigo, y su raza había demostrado ya hasta la saciedad ser implacable.
Así pues, disparó. E inmediatamente disparó dos veces más. Pero quizá ya no hubiera sido necesario. La criatura se inclinó sobre la vertical, como empujada por una mano, y con una lentitud que hasta el último momento no se convirtió en una caída acelerada, se derrumbó boca abajo en el suelo.
Y ambos aguardaron sin moverse, con la vista clavada en el cuerpo yaciente y las armas en la mano por si se incorporaba. Pero no advirtieron ni un sólo estremecimiento del cuerpo.
Al cabo de cinco minutos, pues, dejaron el margen y, con el dedo en el gatillo, atravesaron el campo que les separaba de la masía, cerca de la cual retuvieron el paso. La criatura permanecía quieta, inanimada.
Dos balas, vieron inmediatamente, le habían perforado la espalda, mientras que la tercera debía haberse perdido porque, cuando Alba la disparó, él ya estaba cayendo. Los agujeros sangraban con un líquido más claro que la sangre humana, casi rosado, que resbalaba cuerpo abajo y, en la parte delantera, donde había dos agujeros más, ya que las balas lo habían atravesado, la tierra estaba empapada.
Le dieron la vuelta con la punta del máuser, y entonces pudieron ver de cerca aquella cara que combinaba rasgos porcinos y humanos, e incluso de insecto, ya que el ojo frontal, que tenía abierto, era facetado, como el de las abejas. El cuerpo, en cambio, hacía pensar en un marsupial debido a la bolsa del vientre, en la cual hallaron una especie de placa, como una tarjeta, de un metal ligero inscrito con multitud de orificios que dibujaban líneas y puntos triangulares, como los del aparato encontrado en el bosque, si bien aquí también había otros, redondos y de dimensiones desiguales, en el extremo superior izquierdo.
Aparentemente, la criatura era una hembra, ya que el sexo, muy protuberante y completamente desprovisto de vello, se parecía a una vulva. Quizá era la existencia de la bolsa marsupial lo que hacía que lo tuviera tan desplazado hacia atrás.
Y no fue hasta al cabo de un rato cuando Alba distinguió la pequeña esfera que había rodado hasta cerca de una piedra al desprenderse de las manos de la criatura.
Porque inmediatamente comprendió que era el objeto sobre el cual había incidido el sol, hacía poco.
Mirándolo, al principio sin atreverse a recogerlo, vieron que había un pequeño botón, no más grueso que una lentilla, y a un cuarto de círculo de distancia, un orificio aproximadamente de las mismas dimensiones. Su manejo parecía lo suficientemente claro como para que Dídac dijera inmediata mente:
—Ya sé como funciona. Pulsas ese botón y la bala se dispara por el agujero. ¿Lo probamos?
Pero no era tan sencillo, puesto que antes de poder hacer funcionar el arma necesitaron aún descubrir otro lugar de la esfera donde había que apretar para que el botón se hundiera. Era un dispositivo de seguridad.
El ingenio, por otra parte, no disparaba balas; de él brotó un haz de rayos que se abría en abanico y, silenciosamente, en un momento, calcinó los dos árboles situados a ocho o diez metros y hacia los cuales lo apuntaron. No había la menor duda de que se trataba de un arma terrible, pero no sabían cómo cargarla ni con qué; la esfera no tenía fisuras por donde pudiera abrirse.
Y aquella misma noche, antes de que oscureciera, cavaron una fosa a poca distancia del huertecillo y sepultaron a la criatura venida de otro mundo. Mientras la transportaban, se dieron cuenta de que casi no pesaba nada pese a que, aun teniendo un cuerpo corto, era robusta. También les llamó la atención el que las antenas, o lo que fuesen, se hubieran encogido hasta convertirse en una especie de oreja.
Encima de la tumba colocaron un montón de piedras para que el lugar quedara señalado para siempre. Probablemente, dijo Alba, era el primer extraterrestre enterrado en nuestro planeta.
Y puesto que no sabían si podía haber otras criaturas de aquella especie por los contornos y ya hacía buen tiempo, decidieron volver al bosque, a la cueva cerca del riachuelo, donde estarían más seguros. Eso suponía perder buena parte de los frutos de su trabajo en el huerto, pero ambos convinieron que no podían exponerse a quedarse en la masía. Los alienígenas, de haber más, podían sentirse atraídos por las casas, principalmente si cerca de ellas veían tierra cultivada; pero no era de esperar que, por gusto, se adentrasen en la montaña.
Se llevaron, pues, las cosas más indispensables, y al cabo de dos días, después de tres viajes, se instalaron para todo el verano en sus antiguos dominios, donde reanudaron la vida de antes, muy conscientes de que, fueran como fuesen las cosas, todo aquello era provisional. Por eso, esta vez no se preocuparon de reunir reservas de comida; cuando empezara el otoño, se irían.
Y durante todo aquel tiempo, sólo dos veces, con un mes de distancia entre una y otra, bajaron a la masía donde, a modo de cebo, habían dejado aquel objeto que ellos llamaban el reloj. Suponían que si algún compañero del muerto llegaba hasta allí, se lo llevaría. Y las dos veces estaba, sin señales de que nadie lo hubiera tocado. Tampoco se veían pisadas extrañas, y la tumba del muerto no había sido removida.
Empezaron a creer que la criatura enterrada, náufrago del desastre que provocó la explosión, era el único superviviente. Eso no quería decir que, en otros lugares, no pudiera haber más seres de aquéllos. Pero tenían el consuelo de saber que eran mortales y que podían ser vencidos.