Alba, una muchacha de catorce años, virgen y morena, regresaba del huerto de su casa con un cestillo de higos negros, de cuello largo, cuando se detuvo para reprender a dos chicos que pegaban a otro y le hacían caer en la alberca de la esclusa, y les dijo:
—¿Qué os ha hecho?
Y ellos le contestaron:
—No lo queremos con nosotros, porque es negro.
—¿Y si se ahoga?
Y ellos se alzaron de hombros, ya que eran dos muchachos formados en un ambiente cruel, con prejuicios.
Y entonces, cuando Alba dejaba el cestillo para lanzarse al agua sin ni siquiera quitarse la ropa, puesto que tan sólo llevaba unos shorts y una blusa sobre la piel, el cielo y la tierra empezaron a vibrar con una especie de trepidación sorda que se iba acentuando, y uno de los chicos, que había alzado la cabeza, dijo:
—¡Mirad!
Los tres pudieron ver una gran formación de aparatos que se desplegaban lentamente desde la lejanía, y eran tantos que cubrían el horizonte. El otro chico dijo:
—¡Son platillos volantes, tú!
Y Alba miró aún un momento hacia los extraños objetos ovalados y planos que avanzaban con rapidez hacia el pueblo mientras el temblor de la tierra y del aire aumentaba y el ruido crecía, pero pensó de nuevo en el hijo de su vecina Margarida, Dídac, que había desaparecido en las profundidades de la esclusa, y se lanzó de cabeza al agua, dejando atrás a los chicos, que se habían olvidado totalmente de su acción y ahora decían:
—¡Mira como brillan! ¡Parecen de fuego!
Y dentro del agua, cuando ya nadaba hacia las profundidades, Alba se sintió como arrastrada por la potencia de un movimiento interior que quería llevársela de nuevo hacia la superficie; pero luchó enérgicamente y con todo su brío contra las olas y los remolinos, que alteraban la calma habitual de la alberca, y braceó con esfuerzo para acercarse al lugar donde había visto desaparecer a Dídac.
Otra conmoción del agua, más intensa, la apartó de la ribera sin vencerla, puesto que ella le opuso toda su voluntad y los recursos de su destreza y, por debajo del vórtice que estaba a punto de dominarla, se sumergió aún más y nadó hacia las lianas que aprisionaban al chico.
Y sin tocar tierra, ahora en un agua que se había calmado repentinamente, arrancó a Dídac de las plantas trepadoras, entre cuyos zarcillos otros niños habían hallado la muerte, y sin que él le diera ningún trabajo, puesto que había perdido el conocimiento, lo arrastró con una mano, mientras con la otra y las piernas abría un surco hacia la superficie, donde su contenida respiración estalló, como una burbuja horadada, antes de seguir nadando hacia allí donde la ribera descendía al nivel del agua. Encaramándose ella e izando el exánime cuerpo del chico, aún tuvo tiempo de ver como la nube de aparatos desaparecía por el horizonte de levante.
Y sin entretenerse, Alba tendió a Dídac de bruces sobre la hierba de la ribera, le hizo sacar tanta agua como pudo, lo giró boca arriba al comprobar que aún no daba señales de vida, y hundió la boca entre los labios del muchacho para insuflarle el aire de sus propios pulmones, hasta que el chico parpadeó y se movió, como si aquella boca extraña le molestara.
Le quitó la ropa empapada para que el sol secara su cuerpo, lo friccionó, inclinada sobre él, y tan sólo entonces, cuando ya se recuperaba, se le ocurrió pensar que resultaba extraño que los dos chicos que lo habían empujado no hubieran acudido.
Y entonces vio que estaban tendidos en el suelo, inmóviles y con las facciones contraídas, como fulminados por un ataque de apoplejía que les había dejado la cara rosado-amarillenta. El cestillo se había volcado y a su alrededor se esparcían los higos, pero no los habían probado, pues tenían los labios sin mancha alguna. Dídac, que se incorporaba, preguntó:
—¿Qué están haciendo, Alba?
—No lo sé… Vámonos, no te quieren.
—¿Quieres decir que no están muertos?
Y entonces, Alba, girando sobre sí misma al advertir un gran desgarrón en su blusa, alzó la vista hacia el pueblo y abrió la boca sin que de ella brotara ningún sonido. Ante ella, a trescientos metros, Benaura parecía otro, más plano; bajo el polvo que colgaba sobre él, como una bruma sucia y persistente, las casas se amontonaban las unas encima de las otras, como aplastadas por una enorme y torpe mano. Volvió a cerrar los labios, los abrió de nuevo y exclamó:
—¡Oh!
E inmediatamente, sin acordarse de que la blusa ya no le ocultaba los pechos, echó a correr camino abajo.
Y en el pueblo no quedaba nada en pie. Los edificios se habían desmoronado sobre sí mismos, como si de golpe sus paredes hubieran flaqueado, y sobre sus escombros habían caído los tejados. Montones de piedras y de tejas partidas estaban diseminadas por las calles y cubrían principalmente las aceras, pero el hundimiento había sido demasiado a plomo como para dejar intransitables las vías más anchas, por donde ya corría el agua de las cañerías reventadas que, en algunos lugares, alzaban impetuosos géiseres entre la polvareda.
En muchos lugares, los muros seguían erguidos, como para contener en su interior el derramamiento de los pisos altos amontonados, en algunos casos, entre paredes que, pese a estar agrietadas, habían resistido el feroz impulso de un ataque aniquilador. Porque todo aquello lo habían hecho aquellos aparatos misteriosos. Alba estaba segura de ello.
Y por todas partes, medio sepultados por los escombros, en el interior de los coches detenidos, por las calles, había cadáveres, gran cantidad de cadáveres, muchos con el rostro contraído en un rictus extraño y la piel rosado-amarillenta. No los habían abatido ni las piedras ni las vigas caídas, puesto que algunos estaban tendidos en lugares despejados y yacían enteros, sin sangre visible ni heridas, simplemente caídos como bajo el rayo de la apoplejía. Otros, en cambio, colgaban del agrietado pavimento de los pisos o sacaban apenas un miembro, o la cabeza, de entre los escombros que los aprisionaban. Los conocía a casi todos: eran vecinos, amigos, gente a la que acostumbraba a ver cada día. También debían estar sus padres.
Y echó a correr de nuevo, ahora jadeando bajo un jirón de su blusa que se había atado al rostro como una mascarilla, para protegerse contra el polvo que la hacía toser.
Avanzó hacia la plaza, donde la torre del campanario, casi incólume, se alzaba enhiesta sobre las ruinas de la iglesia, que cortaban la entrada a las callejuelas de atrás, lo suficientemente estrechas como para obligarla a escalar montañas de muebles, de paredes, de cadáveres, y a dejarse deslizar hacia abajo por terraplenes cuya superficie rodaba bajo sus pies.
Fue orientándose por una geografía ciudadana ahora desconocida, atravesó el talud de unos bajos que se hundieron y casi la dejaron colgada, saltó un muro alto donde se enganchó una de las perneras de sus shorts, que se abrió de arriba a abajo, quedando retenida solamente por la trincha, y por una calle corta y despejada, pero inundada por una fuente improvisada, siguió corriendo hacia la esquina donde estaba su casa.
Y ahora la casa ya no estaba. Los dos pisos de la construcción se habían precipitado encima del techo de los bajos, que también debía haber cedido, encajándose detrás de la puerta que ahora, con la pared ligeramente hinchada por la presión, cerraba la tumba dónde reposaban su padre, su madre, la hermana que tenía que casarse el mes próximo…
Alzó las manos, las aplastó contra la sólida madera y, luego, las fue dejando resbalar lentamente, con todo su cuerpo cediendo sobre sus desvalidas piernas, hasta que sus rodillas tocaron la tierra llena de cascotes, y toda ella, indiferente al dolor físico, se postró mientras murmuraba:
—¡Madre, Madre…!
Y sus labios temblaron con el llanto que le desencajaba el rostro, del cual se había deslizado la improvisada mascarilla, y sus manos, obstinadamente, seguían arañando la madera, donde fue perdiendo fragmentos de uña hasta que la pequeña voz inerte, que también lloraba, dijo a su lado:
—¿Y mi madre, Alba?
Dídac la había seguido desde la esclusa, había recorrido como ella las calles visitadas por la muerte, había saltado montañas de escombros y, por el laberinto de las callejuelas, se había dirigido hacia su propio hogar. Porque él vivía allí al lado, con Margarida, su madre, que años atrás había ido a servir fuera y se había dejado preñar por un negro.
Alba se abrazó a él, lo apretó contra sí con un gesto desesperado, pero interrumpió el llanto que aún anudaba su garganta y se fue alzando, sostenida por el cuerpo infantil, de nueve años, que suplicaba con un lloriqueo:
—No ha muerto, ¿verdad?
Y había muerto. La encontraron junto al fogón, tras entrar en la casa por un agujero del techo, y aún sostenía en las manos una cuchara con la que iría a remover la pasta que se veía en una olla de barro, intacta. El muchacho se abrazó a ella con un gemido de bestezuela y la llamaba como si ella estuviera durmiendo y quisiera despertarla, mientras Alba acariciaba sus rizados cabellos y le dejaba desahogarse, ahora con los ojos secos, aunque su corazón se le hinchaba como si las lágrimas brotaran de él, entre las grietas de los arrítmicos latidos.
Dídac se aferró a ella como un náufrago que se agarra a un madero y le mojó las mejillas con su llanto mientras balbuceaba palabras sin sentido. Ella dijo:
—Han debido matar a todo el mundo.
Y mientras le explicaba lo de los aviones, que él no había visto porque estaba debajo del agua, oyeron un inesperado gorjeo que les hizo volver la cabeza hacia la ventana del patio, que aún conservaba el antepecho. E inmediatamente vieron la jaula, intacta, del pájaro, que agitaba las alas.
—¡El jilguero!
Dídac desprendió sus manos del cuello de Alba y se irguió:
—El Peque…
La muchacha, esperanzada, se estrujaba las manos contra su pecho para aquietar el corazón que casi le saltaba.
—¡No estamos solos, Dídac, no estamos solos!
Y lo estaban. No había quedado nadie de su especie, ni ningún mamífero. Como fueron viendo al abandonar la casa y recorrer los escombros, entre los cadáveres humanos y también cadáveres de perros, de gatos, y en el barrio de los campesinos, de mulas, de cerdos, de conejos que yacían en los establos y en los corrales. Habían quedado, sin embargo, las gallinas, que cacareaban entre los restos de las tapias, a trozos caídas, o que se subían a ellas con alocados aleteos, por entre los fragmentos de vigas enhiestos como partes de un esqueleto mal sepultado. Tampoco habían muerto las moscas que zumbaban en torno a las patéticas víctimas que ellos ni siquiera podían pensar en sepultar: había demasiadas.
Calle tras calle, de un extremo al otro del pueblo, Alba y el muchacho, cogidos de la mano, fueron explorando un escenario que se repetía sin imaginación y por el cual, de vez en cuando, dejaban oír la llamada de sus voces trémulas por si había alguien, agonizante o simplemente atrapado por los escombros, que pudiera dar señales de vida. Y siempre les contestaba el silencio, únicamente perturbado por el silbido de los surtidores que regaban la calle.
Y Alba se sorprendió de la forma en que se había producido la destrucción. Porque poco a poco fue observando que, con escasas excepciones, donde quedaba un trozo de pared erguido o los restos de una techumbre que se mantenía en equilibrio inestable sobre el vacío, la acción que deshizo las casas había obrado uniformemente; por todas partes, los pisos bajos se hubieran salvado sin el peso de la caída de los superiores, que reventó los techos y los inundó desigualmente de escombros, según la altura del edificio o la resistencia que los mismos techos podían ofrecer.
Incluso a sus ojos inexpertos, aquello parecía el resultado de una vibración lo suficientemente poderosa como para agrietar las paredes superiores y en consecuencia abatirlas, pero demasiado débil como para sacudir los muros más próximos a los cimientos, donde los daños habían sido ocasionados por el material caído de arriba. Sin embargo, ¿qué tipo de vibración podía haber sido aquélla que golpeó a las personas y las abatió con tanta unanimidad? ¿Y por qué había respetado a los insectos y a las aves?
Y las preguntas se fueron multiplicando cuando desembocaron en la carretera que atravesaba los arrabales de Benaura y vieron los coches y los camiones que debían haberse inmovilizado en seco y tras cuyos parabrisas había todo tipo de personas desconocidas que jamás debían poder imaginar que morirían en aquel pueblo para ellos extraño.
¿Quizás el destino del pueblo había sido compartido por otras ciudades del país? ¿Se hallaban ante una catástrofe más intensa de lo que creían, total? El propio Dídac hizo eco a su angustia preguntando:
—¿En todas partes ha ocurrido lo mismo, Alba? Tenía el rostro como estrangulado por el miedo, y la muchacha se dio cuenta de que su cuerpo desnudo sangraba por numerosas huellas rojas, los rasguños que había recibido. Y el de ella también. Dijo: —Pronto lo sabremos. Pero primero vayamos a vestirnos.
Y volvieron a la plaza, donde, bajo los porches, había una tienda en la que vendían ropas de todas clases y a la cual pudieron entrar por uno de los escaparates. Dentro, el dueño, la dependienta y dos clientes ocupaban lugares casi simétricos a un lado y otro del mostrador, sobre el suelo de baldosas amarillas, y al fondo había un gato blanco con el cráneo partido por un cascote del techo.
Alba tomó unos pantalones para el muchacho, unos shorts para ella, dos camisas de colores chillones y una toalla. Se quitó los harapos que apenas cubrían su vientre y los dos se lavaron en un surtidor que se alzaba entre dos piedras. Ni el uno ni el otro se avergonzaban de su desnudez, él porque era inocente y la muchacha porque siempre había sido honesta y en su casa le habían enseñado a carecer de hipocresía.
Después se vistieron con la ropa limpia y se calzaron unas alpargatas de entre el gran montón que llenaba aquellos mismos porches, un poco más abajo, donde el alpargatero siempre colgaba una gran cantidad en dos hierros que ponía y quitaba cada día.
Y seguidamente entraron en la armería por un agujero de la parte de atrás, donde el hombre y alguien más yacían bajo los escombros con los pies fuera, sumergidos en un charco de agua; tomaron unos prismáticos y se fueron hacia un cerro de las afueras, no más elevado que la casa más alta del pueblo, donde estaban los depósitos, ahora muy bajos de nivel, puesto que el agua escapaba por las grietas e inundaba los campos vecinos.
Desde allá arriba, Alba confirmó que su pueblo no había sido escogido al azar o favorecido especialmente. A cuatro metros de distancia, el pueblo vecino, que de hecho estaba a seis kilómetros, se había convertido también en un laberinto de escombros. Y más lejos, a doce kilómetros, aún pudo ver, si bien no con tanta precisión, la antigua colonia fabril que con los años se había transformado en un pueblo grande. Últimamente habían construido allí un modesto rascacielos, de seis pisos, y también sobresalía la torre del campanario; ahora, sin embargo, no estaban, y ningún tejado brillaba bajo el sol.
Dídac, que estaba a su lado, dijo con voz muy tenue:
—¿No hay nadie, Alba?
Ella bajó los prismáticos y le apretó la mano.
—No, Dídac, no hay nadie.
Y al cabo de veinte minutos ya sabían también que los teléfonos no funcionaban, que no había electricidad, y que las emisoras de radio habían enmudecido, puesto que ninguna de ellas, ni del país ni extranjeras, acudió a la cita de su búsqueda en el transistor que encontraron en un rincón del dormitorio de una casa de la Calle Ancha, donde tan sólo se había salvado una mesilla de noche y el aparato.
Dídac, cuyo rostro se veía cada vez más demudado, gimió:
—¿Qué vamos a hacer, Alba?
Ella pasó un brazo por sus hombros en un gesto animoso y, sin abandonar la pequeña radio que pensaba llevarse, le dijo:
—Saldremos de ésta, Dídac; no te desanimes.
—¿Pero qué podemos hacer, solos?
—Muchas cosas. Para empezar, comeremos.
No tenían hambre, pero Alba sabía que les esperaba una jornada muy dura, y estaba dispuesta a luchar; siempre había sido una muchacha decidida.
Y comieron en una tienda de comestibles de la esquina de la Calle Mayor, entre los anaqueles llenos de frascos y latas de conserva y bajo una vara larga, cargada de jamones y de muchas clases de embutidos, que por un extremo se había desprendido de su soporte y colgaba sobre la báscula.
Comían poco a poco, por obligación, y los bocados se atoraban en su boca, necesitaban hacer un esfuerzo para tragárselos, incluso cuando abrieron una botella de agua mineral para facilitar la deglución. Ambos tenían el estómago revuelto y el corazón comprimido.
A Alba, ahora que se había concedido un momento de descanso, le preocupaba sobre todo lo que siempre había oído decir a la gente del pueblo: que después de las guerras y los desastres, siempre se producen epidemias de gripe, tifus, quizá de cólera…
Los muertos, reflexionó entonces. En Benaura había más de cinco mil cadáveres, una buena parte de ellos sin enterrar, y se irían pudriendo, fermentando; durante días y días, meses y meses, el aire estaría impregnado por el hedor de los cadáveres, saturado de gérmenes pestíferos que ellos inhalarían si no se decidían a huir muy lejos de los lugares habitados, puesto que por todas partes debía ser igual.
Y Alba tomó un trozo de papel de estraza y una punta de lápiz que encontró en el mostrador y comenzó a escribir, con la espalda apoyada contra la pared. Dídac le preguntó:
—¿Qué anotas?
—Estoy haciendo una lista de cosas. Porque tenemos que irnos.
—¿A dónde?
—Lejos. Al bosque.
Era el lugar más indicado. Empezaba a cinco kilómetros del pueblo y se extendía, casi en llano, hacia las montañas del fondo, donde los árboles cedían su lugar a la piedra. Había estado dos veces allí, de excursión, y recordaba que había un riachuelo. Tendrían, pues, el agua asegurada durante todo el tiempo que fuera necesario, quizá dos o tres años.
—Allí estaremos seguros. Entre los muertos no se puede vivir, ¿sabes?
—¿Iremos en coche?
—Con tal de que podamos ponerlo en marcha…
Dídac se animó:
—Yo sé hacerlo. Lo he visto muchas veces en el garaje de Josep, debajo de casa.
Y cuando hubieron comido, regresaron a la carretera, sacaron el cadáver de una mujer de detrás del volante de un Chevrolet, y Dídac subió al coche para ponerlo en marcha. Pero ya lo estaba. Lo estaban todos y, debido a ello, no funcionaban. El muchacho se sorprendía:
—¡Es extraño! Lo estoy haciendo bien…
—Quizá los aviones estropearon los motores.
—Si supiera un poco más de mecánica… Sé donde hay un libro.
Pero no podían demorarse, porque Alba quería llegar al bosque aquella noche y ya eran las tres de la tarde. Dijo:
—Cuando veníamos hacia aquí he visto dos carretones de mano en el almacén del maestro de obras; nos servirán.
Dídac dejó los coches a regañadientes y la siguió.
Y sacaron de entre los escombros los dos carretones, que habían servido para transportar tablones y materiales de construcción, y se dirigieron en primer lugar a la ferretería más grande de Benaura, un local que no tenía pisos encima y tan sólo había perdido la techumbre y una pared.
Con cuerdas hicieron un entramado en la parte de atrás y de delante de los pequeños vehículos de dos ruedas para que no se cayera nada, y cargaron en ellos dos cubos, dos sierras, una azada, una azadilla, dos martillos y muchos clavos; unas sartenes, unas parrillas, dos ollas, dos potes, cuatro vasos, seis platos, todo de aluminio, cubiertos de acero inoxidable y cuchillos y tijeras. En el último momento añadieron dos hachas.
Y en el cuartel de la guardia civil, entre el río y el cementerio, un enorme caserón con planta y piso donde había un agujero que, desde el patio, los llevó hasta la armería.
Se apoderaron de dos máusers y dos armas cortas; pero después tuvieron mucho trabajo en encontrar las municiones, que estaban sepultadas bajo un tabique, tras el despacho donde el teniente se había quedado con la cabeza reclinada sobre los brazos apoyados en la mesa, como si durmiera.
Y en la tienda de comestibles, a donde volvieron, cogieron conservas de todas clases, dos jamones, un cesto de embutidos, seis quesos, una caja de jabón, leche en polvo, mermeladas, botellas de licor, aceite, sal y fruta. También se llevaron el lápiz con el que Alba había confeccionado su lista, un bolígrafo que les apareció en un cajón, y un montón de bolsas de plástico.
Y la siguiente parada fue ante la farmacia vieja, a la cual tuvieron que descolgarse por el techo y no sin peligro de quedar sepultados, con objeto de hacer acopio indiscriminadamente de un montón de medicinas que Alba dijo que estudiaría con ayuda de un recetario que descubrió en el armarito de la trastienda, donde también había un diccionario de medicina, grueso y repleto de ilustraciones.
Y camino de la tienda de electrodomésticos, se les ocurrió entrar en el estanco, ante el cual pasaban, y allí se proveyeron de cajas de cerillas y de encendedores y llenaron dos bolsas con una previsora cantidad de paquetes de tabaco, porque Alba sabía que el humo aleja a los insectos, y el bosque estaría lleno de ellos. También tomó de allí otro bolígrafo.
Y al establecimiento de electrodomésticos no pudieron entrar de ninguna manera, ya que se hallaba en los bajos de una de las casas más altas de Benaura y estaba totalmente invadido por los escombros; pero no muy lejos había una lampistería que les permitió proveerse de linternas eléctricas de mesa y de bolsillo y de un buen puñado de pilas de recambio que metieron en otra bolsa de plástico.
Y entonces se fueron a la tienda de ropas donde unas horas antes se habían vestido, y de las bien colmadas estanterías fueron sacando todo lo que necesitarían: mantas, camisetas, bragas, calzoncillos, camisas, calcetines, pañuelos, pantalones, jerséis, dos chaquetas, un impermeable y una gabardina para cada uno… Afuera, cogieron más calzado de la alpargatería y dos pares de botas de agua.
Y para entonces los carretones estaban ya tan llenos que Dídac, pese a que para sus años era un muchacho robusto, no podía arrastrar ninguno de los dos. Alba se situó, pues, entre las varas, y así fueron llevándolos uno tras otro hasta la salida del pueblo, donde los dejaron para ir a buscar aquel libro de mecánica. Pero por el camino Dídac dijo:
—También quiero al Peque.
La muchacha, que temía que pudiera afectarle ver de nuevo a su madre, aprovechó que ya estaba oscureciendo para contestarle:
—Es muy tarde, Dídac… Si acaso, para ganar tiempo, haremos una cosa: tú vas a buscar el libro y yo al Peque.
Y de esta forma Alba pudo ir sola al vecindario donde había vivido siempre y donde ahora reposaban los suyos.
Tomó la jaula donde el Peque se estaba adormeciendo, acarició la fría mejilla de Margarida como despedida y, al salir, hizo una pausa delante de su perdida casa. Apretó suavemente la mano plana contra la cerradura, como si la acariciara y, anegada por un sentimiento de ternura y de pesar, murmuró:
—Adiós, queridos míos…
Y después de haber reordenado la carga, que lo necesitaba, cuando ya casi eran las ocho emprendieron el camino hacia el bosque, donde no llegarían aquella noche, ya que era un camino de carro lleno de roderas, en las cuales, durante las tres horas siguientes, se hundieron más de una vez. Ella delante, tirando, y Dídac detrás, empujando, hicieron avanzar sucesivamente los dos carretones de kilómetro en kilómetro, a fin de alejarlos del pueblo, a donde ni Alba ni el muchacho querían regresar.
Con la llegada de la noche, el cielo se encendió en dos lugares distintos, donde debían estar ardiendo pueblos, y aquello hacía más salvaje la oscuridad por la cual avanzaban en silencio, concentrados en un esfuerzo tan insostenible que, al final, hacia las once, los músculos, rebeldes y demasiado doloridos para responder a la voluntad, les obligaron a detenerse al pie de un cerro donde, bajo unos árboles, había una extensión de hierba.
En aquel momento estaban a tres kilómetros de Benaura.
Y sentados en una ribera, con los pies desnudos y llagados de haber caminado por entre escombros, comieron queso y manzanas de los alimentos que llevaban, y Dídac dijo:
—¿Crees que ha sido un castigo de Dios, Alba?
—¡Por supuesto que no, Dídac! ¿De dónde has sacado esa idea?
—Como que a veces, en el púlpito, el cura decía que en el pueblo había muchos pecadores y que Dios los castigaría…
—¿Eso predicaba?
—Sí. Como tú no ibas a misa… ¿Por qué no ibais vosotros?
Alba, cuyo padre había estado incluso en prisión, pese a no haber asesinado, ni robado ni estafado nunca a nadie, contestó:
—Quizá por eso, Dídac, para no tener que escuchar esa clase de prédicas.
—¿Qué quieres decir?
—Que no puede ser que tú y yo seamos los únicos justos, Dídac.
El muchacho calló, meditabundo.
Y extendieron una manta al borde de la ribera, donde el suelo era llano bajo la hierba, se tendieron uno al lado del otro, y se cubrieron con otra manta a fin de protegerse del frescor de la noche. Pero a Alba le costó dormirse. Dentro de ella latía un dolor intenso que ahora la hallaba sin resistencia y la obligaba a preguntarse qué pretendía con aquella idea de ir al bosque y si no era ridículo que ella, una chica, quisiera seguir viviendo cuando todo el mundo había muerto y no le esperaba ningún futuro.
Ninguna de sus ilusiones de adolescente podría realizarse en un mundo vacío, en la soledad. Estudios, diversiones, amores… Todo había sido barrido junto con las casas y las personas. Sólo entre ellas tenía sentido. Si ningún accidente o ninguna enfermedad acababan con ella, iría haciéndose mayor, iría envejeciendo, sin haber vivido realmente, abrumada por la tristeza de una lucha diaria y no compensada por una existencia que le pesaba ya tanto como las propias piernas, los brazos, los párpados que se cerraban sin apresar el sueño.
Pero después pensó que nada había que estuviera tan bien hecho que fuera perfecto. No era posible que, entre tantos millones de personas, solamente hubieran sido preservados ella y Dídac. En algún lugar tenía que haber otra gente, poca o mucha, y la buscaría inmediatamente en cuanto le pareciera suficientemente seguro el recorrer sin peligro un dominio que ahora, provisionalmente, era de los muertos…
Y cuando se durmió empezaron a atormentarla pesadillas recurrentes en las cuales todo se hundía y una parte de ella, que luchaba por escapar, sabía que no eran reales, que la realidad era aquello, aquel yacer sobre la tierra dura y poco familiar, no la huída desarticulada ante el tropel de sombras que la acosaban.
La despertó su propio gemido, pero no lo suficiente como para no caer otra vez en manos de sus perseguidores, que ahora se habían metamorfoseado en hombres y mujeres como ella que la empujaban hacia las ciénagas donde sus pies quedaban atrapados y, desde el fondo, alguien tiraba de ella hacia un reino interior, subterráneo.
Una segunda mutación la trasladó a la playa llena de cadáveres, de heridos y de moribundos, que alzaban las manos y se aferraban a ella entre un gran estruendo de objetos invisibles y de gritos metálicos, mientras las aguas que ascendían impetuosamente del abismo la amortajaban con un aliento fétido.
Alargando la mano en un gesto de rechazo, tropezó con un cuerpo denso y acuático, la ola que se movía. Pero eso había sido en el mundo del sueño; aquí, en el campo, cuando abrió los ojos y parpadeó, el cielo, donde ya se insinuaba la aurora, le dejó ver que el cuerpo que tenía contra el suyo era el de Dídac. El muchacho, que se había ido desplazando sobre la manta, dormía con una respiración tranquila, tan arrimado a ella que sus piernas la rozaban y una mano, necesitada de una presencia amiga, la abrazaba con la palma abierta sobre uno de sus pechos que huía de la desabrochada camisa.
Alba volvió a dormirse inmediatamente, esta vez sin pesadillas.
Y ya era mediodía de la mañana siguiente cuando llegaron al linde del bosque con el último carretón, y penetraron en el verdor sin perder de vista el riachuelo que lo atravesaba desde las montañas. No había ni un soplo de viento. Pero allí, entre los árboles que iban espesándose sobre un suelo de pinaza, se respiraba una atmósfera fresca, ligeramente húmeda, llena de aromas vegetales, de humus sin hollar desde el otoño pasado, cuando habían acudido los últimos buscadores de setas.
Había pequeños claros soleados y, de vez en cuando, pendientes bruscas, repentinas, que hundían el torrente y a ellos les obligaba a subir de pies y manos, pero en conjunto la ascensión era suave, llana, animada a menudo por el canto de algún pájaro que hacía detenerse a Dídac con una pregunta:
—¿Qué es, Alba? ¿Un canario?
—Aquí no hay canarios. Tal vez un ruiseñor…
—¿Cogeremos alguno?
—No, Dídac. Los pájaros son más felices volando que encerrados en una jaula.
—Entonces, ¿el Peque no es feliz?
—Creo que no.
Y el muchacho rumiaba esa respuesta y otras respuestas que le desconcertaban en cierto modo.
Y al cabo de mucho rato, desembocaron a un rellano alto, de tierra, quizás a doscientos metros de las rocas, donde el riachuelo caía en una pequeña cascada transparente y delgada, bajo la cual el lecho del torrente se ensanchaba entre los altos matorrales y las encinas que habían ido sustituyendo a los pinos. Ambos se quedaron extasiados, y Dídac dijo:
—¡Qué hermoso! Podríamos quedarnos aquí, ¿no crees, Alba?
La muchacha miró el margen cosido de hierbas que colgaban entre las raíces de los árboles de arriba y contra el cual, una vez limpio todo, sería relativamente fácil construir una barraca, pero la pendiente de encima quizá la hiciera peligrar en días de fuerte lluvia…
—No lo sé. Buscaremos un poco más. Pero antes nos bañaremos y comeremos.
Y, desnudos, se adentraron en el agua que solamente les llegaba a las pantorrillas, y Alba se sentó para empapar todo su cuerpo cubierto de sudor hasta que Dídac, que se había situado debajo de la cascada, bajó chapoteando y se tendió ante ella, con la cabeza alzada. Se quedó quieto, contemplando como ella se lavaba los muslos, y, al cabo de un momento, preguntó:
—¿Cómo es que las chicas sois distintas? Alba le sonrió al darse cuenta de que sus propias palabras lo turbaban, y le dijo:
—Si todos fuésemos iguales, no habría ni hombres ni mujeres.
—¿A ti te gusta ser una chica?
Ella, ahora, se echó a reír.
—Sí, Dídac. Como a ti también te gustará ser un hombre. El muchacho asintió y volvió a mirarla.
—¿No te importa que te pregunte cosas?
Alba, que siempre había obtenido respuestas francas y honestas en su casa, lo tranquilizó:
—No, Dídac; puedes preguntarme todo lo que quieras.
Y aquella tarde, cuando ya habían comido y descansado, descubrieron una cueva no muy lejos de la cascada, y ambos se alegraron, puesto que aquel hallazgo les ahorraría tener que construir una barraca con troncos de árbol. Era un agujero lo suficientemente alto como para que no tuvieran que agacharse y de unos dos metros y medio de profundidad, donde incluso había una especie de banco, una losa plana adherida a dos piedras, que indicaba muy claramente una ocupación anterior, confirmada por el oscurecimiento del techo a consecuencia de algún fuego del cual ya no quedaba ningún rastro; quizás era un refugio de leñadores o de cazadores.
Alba lo miró todo detenidamente, examinó el grosor del techo de tierra, y dijo:
—Ya tenemos casa.
Y aquella noche, como sea que al llegar abajo ya era tarde, se quedaron a dormir en el linde del bosque, pero a partir de la mañana siguiente, y durante tres días, fueron subiendo todo aquello que habían recogido en las tiendas del pueblo. Lo tenían que trasladar a hombros, ya que el bosque era demasiado denso y de suelo demasiado accidentado como para introducir en él los carretones, que tuvieron que dejar en el camino.
Lo colocaron todo en el interior de la cueva, por si llovía, pero habían reunido tantas cosas que, pese a lo grande que era, no bastó para que, una vez llena, pudieran dormir en ella. Fue por esta razón por lo que, la última noche, cuando ya todo estaba arriba, decidieron que construirían también una barraca.
Y a la mañana siguiente pusieron manos a la obra, pero empezaron por la letrina, pues, como dijo Alba:
—No hay por qué ensuciarlo todo.
Con la azada y la azadilla abrieron por tanto una zanja a treinta metros de la cueva y fueron amontonando toda la tierra que habían sacado a un lado, con el fin de echarla dentro y así cubrir cada vez los excrementos.
Y fue al cabo de pocas horas cuando dejaron en libertad al Peque. Aquél era un lugar con muchos pájaros, la mayoría pajarillos, y el muchacho no se cansaba de seguir su vuelo de rama en rama y, a menudo, en el suelo, donde a veces se disputaban un gusano u otro manjar.
—Son divertidos, ¿verdad?
Alba dijo:
—Mira al Peque…
El jilguero, dentro de la jaula, que habían colgado de un saliente de raíz, estaba perchado, muy quieto, en una de las dos cañitas sujetas por alambre y, con un pitido melancólico, contemplaba también a los pájaros.
—Está triste, ¿verdad?
—Naturalmente; ve a los demás, y siente deseos de salir.
—¿Quieres que lo soltemos?
—Sí.
—Pero yo lo quiero…
—Precisamente porque lo quieres, Dídac.
El muchacho vaciló un momento, como si reflexionase, y luego se dirigió hacia la jaula y la abrió. El jilguero, sin embargo, no se movió hasta al cabo de dos o tres minutos, en cuyo momento saltó a la puertecilla, lanzó un gorjeo y, después de mirar a uno y otro lado, emprendió un vuelo corto y torpe en dirección a la rama más próxima.
Y como sea que mientras comían Alba pensó que sería conveniente aprovechar los tablones del fondo de los carretones para construir con ellos un techo, al terminar bajaron otra vez al camino de abajo con las sierras y otras herramientas y se pasaron casi tres horas desmontando los pequeños vehículos.
Ya oscurecía cuando, cargados como mulas y con la ropa pegada al cuerpo por el sudor, atravesaron el riachuelo por el paso cercano a la cascada y amontonaron las maderas al lado de la cueva, donde la muchacha entró a buscar ropa a fin de cambiarse después de haberse lavado. Y estaba dentro cuando Dídac gritó:
—¡Alba! ¡Alba! ¡Mira!
El jilguero había vuelto a la jaula, donde, con todas las plumas ahuecadas, se disponía a ocultar la cabeza bajo el ala como hacía siempre para dormir. Alba dijo:
—No cierres la jaula. Que entre y salga cuando quiera.
—Sí. ¿Verdad que ahora debe ser feliz?
Y, aunque habían subido las maderas con tanto esfuerzo, no construyeron la barraca. Eran demasiado cortas, y a Alba le pareció que quizá sería mejor abrir otro agujero, cerca de la cueva, y hacerlas servir como estanterías para tenerlo todo bien ordenado.
Se pusieron a trabajar con las azadas, convencidos de que avanzarían aprisa, pero no tenían las manos acostumbradas a trabajos de ese tipo y pronto empezaron a salirles ampollas que les obligaron a tomárselo con calma mientras no se les formaran callos protectores. Fue durante estos días de descanso cuando Alba empezó a leer el diccionario de medicina. Quería saber tanto como le fuera posible acerca del cuerpo y de sus dolencias por si algún día caían enfermos, ya que no tenían ningún médico al que poder acudir.
Y no terminaron, por tanto, la segunda cueva hasta al cabo de más de un mes, una mañana desapacible que amenazaba lluvia. Por el cielo se paseaban gran cantidad de negras nubes tras las cuales se agitaba una tormenta que descargó de madrugada, cuando los truenos, muy cercanos, los despertaron y obligaron a la muchacha a salir a buscar al Peque, que ya estaba empapado.
Al día siguiente seguía lloviendo, y llovió durante cuatro días y cinco noches; la atmósfera refrescó y cuando volvió a brillar el sol, ya hacía un tiempo casi invernal.
Tuvieron que ponerse los jerséis.
Y trasladaron sus posesiones a la cueva que habían hecho, donde ya habían instalado los estantes, pero una parte de los comestibles los dejaron con ellos, y Alba aprovechó la ocasión para hacer un inventario. Calculó que, racionándolos, tendrían para unos ocho meses, lo cual era mucho. Y al mismo tiempo era poco, porque en el bosque solamente había bellotas y piñas ahora que la estación de las moras y los madroños ya había transcurrido. También había aves, pero no disponían de armas para cazarlas; un poco tarde, Alba pensó que hubiera debido llevarse una escopeta de la armería.
Dídac, que la veía preocupada, le dijo:
—Y también hay raíces y hierbas que podemos comer. En casa tenía un cuento que hablaba de un muchacho perdido en una selva que vivía de eso.
Alba lo acarició.
—Sí, pero debía ser un cuento de hadas…
Y estaban las setas, que aquel año fueron abundantes. Si bien muchas de ellas no se atrevían a cogerlas; Alba sólo conocía los mízcalos, las llenegas, las negrillas y los rovellones.
Primero salían a buscarlas con dos bolsas de plástico, y luego, cuando vieron que en ellas se rompían y aplastaban, con un cubo, que casi siempre llenaban, puesto que ella era hábil buscando setas y el muchacho aprendió enseguida. Hicieron tiras de unas piezas de ropa y, por la noche, hacían ristras que colgaban en la cueva que les servía de almacén.
También amontonaron muchas piñas y, más adelante, una mañana, encontraron trufas.
Aunque no las habían comido nunca, les parecieron buenas y a partir de entonces se dedicaron a buscarlas. Pero había pocas, o quizás ocurría que no siempre sabían hallarlas.
Durante aquellos meses, cada día conectaban un rato el transistor y escuchaban los chasquidos de la estática, ya que todas las estaciones seguían silenciosas, como para confirmarles que vivían en un desierto. A veces el muchacho hacía preguntas que ella no esperaba, como cuando dijo:
—Así, si un día nos morimos, ¿ya no quedará nadie?
—Confío que sí. Cuando seas mayor, tendremos hijos.
Dídac se la quedó mirando con la boca abierta, sorprendido.
—¿Tú y yo? ¿Quieres decir que nos casaremos?
Y cuando ella asintió, exclamó con toda espontaneidad:
—¡Pero entonces tú serás vieja!
Ella le sonrió.
—Verás como no, Dídac.
Y por aquel entonces ya se habían organizado lo suficiente como para que Alba hiciera una especie de programa de estudios para el muchacho. Él ya leía bien, y escribía, pero no era cuestión de que aquella habilidad se le oxidase. Casi cada día, pues, dedicaba un rato a la lectura del libro de mecánica, una disciplina para la cual tenía mucha afición y que ella alentaba, ya que había de serles útil. También aprendía con facilidad las otras cosas que ella le enseñaba oralmente, sin poder ayudarse de los textos con los que había estudiado en la escuela y que, por suerte, aún tenía frescos en la mente. Y cuando necesitaban escribir alguna frase o trazar algún dibujo, lo hacían en el suelo, con la punta de un bastón, porque no disponían de papel.
Y fue por aquel tiempo, mientras los días se acortaban cada vez más y el frío aumentaba, cuando construyeron un rudimentario hogar en la cueva. Excavaron un agujero de dos palmos de profundidad por dos y medio de altura y tres de anchura y, a partir del ángulo exterior de arriba, abrieron diagonalmente una especie de canal que daba al exterior, lo revistieron con losas delgadas que tuvieron que ir a buscar más arriba, donde estaba el roquedal, amasaron fango para tapar las rendijas y, encima, clavaron una madera que lo sostuviera.
De noche, dentro, con el fuego encendido y una manta que colgaba de la entrada, siempre había un poco de humo, pero dormían calientes y confortables sobre la yacija de hierbas y ramillas tiernas que renovaban a menudo.
Y de buena mañana, cuando ya no quedaban brasas, al despertarse se encontraban acurrucados el uno contra el otro, o abrazados, y se quedaban así un buen rato mientras fuera los pájaros empezaban a gorjear y la luz iba en aumento. Muchacha y chico se habían acostumbrado a dormir juntos desde el primer momento, y el contacto de sus cuerpos les hacía sentirse más acompañados.
Y a mediados de enero cayó una nevada que aquietó la tierra y bajó el cielo casi hasta rozar las copas de los árboles, y se calzaron las botas de agua, se pusieron ropa gruesa y corretearon por el bosque, ilusionados como dos chiquillos; pero la nieve persistió, se hizo monótona, y tuvieron que limpiar la entrada de la cueva con la azada.
No fue hasta entonces cuando Alba se entretuvo en clasificar las medicinas, muchas de las cuales no sabía para qué servían pese a las indicaciones de los prospectos que había en su interior. Pero tenía el libro para consultar todo aquello que no entendía y, poco a poco, se iba orientando.
Y el invierno fue duro, y largo, con heladas persistentes y mañanas muy frías, pero soleadas, en las que ellos se aplicaban a hacer leña para alimentar el fuego de la cueva y una hoguera que ahora, desde la nevada, tenían perpetuamente encendida a dos metros de la puerta, donde despejaron toda la broza y ampliaron el claro para no provocar un incendio.
El bosque era verde y misterioso y de los árboles colgaban multitud de gotas que caían lentamente en el silencio de una vida como suspendida que tan sólo ellos perturbaban con sus voces y, Alba, con las canciones que brotaban de sus labios cuando, arrodillada a la orilla del riachuelo, lavaba con las manos entumecidas y triste la memoria.
Y antes de la primavera tuvieron un día desgraciado, que medio inmovilizó a la muchacha durante un mes largo. Al ir a levantarse, después de una caída desde lo alto del margen, donde había resbalado, la pierna izquierda no le respondió y se dio cuenta de que bajo la piel tenía una protuberancia, como si desde dentro alguien estuviera empujando una parte dura que pugnaba por salir. Al tocársela, el dolor la hizo gemir.
Enseguida comprendió que se había roto la tibia y, sin moverse, llamó a Dídac para que le trajera el diccionario de medicina y dos camisas. Allí mismo, cerca del torrente y ante el rostro preocupado del muchacho, buscó el artículo «fracturas», estudió un gráfico de la pierna y, sin perder tiempo, rasgó las camisas para hacer con ellas una especie de vendas.
Con los dientes apretados, puesto que la operación era dolorosa, fue hundiendo el hueso que sobresalía hasta que los dos extremos volvieron a coincidir y, con la pierna tendida, hizo que Dídac se la envolviera apretadamente desde debajo de la rodilla hasta cerca del pie. Entonces le hizo aserrar dos maderas pequeñas sobre las cuales, una vez colocadas, repitió el vendaje con las tiras de la otra camisa.
Y entonces, sin apoyar el miembro herido en el suelo, se arrastró hacia la cueva.
Y allí estuvo más de veinte días sin moverse, abrigando secretamente el temor de haber hecho mal la reducción y quedarse coja para siempre.
Dídac, que ahora tenía que ocuparse de la comida y del fuego, cortó con paciencia uno de los cubos de plástico para convertirlo en una especie de palangana donde ella podía hacer sus necesidades sin tener que alzarse demasiado, y después cortó y pulió dos muletas utilizando dos ramas en forma de horquilla, lo suficientemente resistentes como para que la muchacha pudiera apoyarse en ellas.
Nunca se alejaba demasiado, por si ella le necesitaba, pero Alba era sufridora y se entretenía muchas horas leyendo y moviendo el pie como recomendaba el libro. A veces, esto les hacía reír.
Y cuando ella empezó a salir, con las muletas que sustituían a la pierna enferma, Dídac no la perdía de vista durante todo el rato, por si vacilaba. Pero ella únicamente trastabilló las dos primeras veces, más que por otro motivo por culpa de la pierna sana que, durante aquellas tres semanas, parecía haber perdido la costumbre de andar. En la otra hacía días que sentía un picor tan molesto que de buena gana se hubiera sacado los trapos para poder rascarse, y ella lo resistía como había resistido el dolor de las primeras noches, del mismo modo como se había sobrepuesto al traumatismo de aquel otro día, ahora le parecía tan lejano en el tiempo, cuando se encontró con el pueblo destruido, la gente muerta, y tuvo el coraje de volver a empezar.
Y el primer día que puso el pie en el suelo y dio unos cautelosos pasos, aún con una muleta por si era necesario, vio que había hecho un buen trabajo y que el hueso estaba bien soldado.
Se arrancó las vendas y las maderas y los dos, ella y Dídac, se quedaron mirando largo rato la lisura de la pierna pálida, donde la piel parecía más fina.
El muchacho dijo:
—No se nota nada, ¿verdad?
Pero ella, tocándose con los dedos, palpó una leve irregularidad, como si uno de los extremos montara una fracción de milímetro sobre el otro. La diferencia no debía ser muy importante, ya que pronto vio que no cojeaba, como había temido.
Y ahora volvía a hacer buen tiempo y el bosque se despertaba de su letargia invernal. Por todas partes había nuevos brotes, el caudal del riachuelo había aumentado, y volvían a oírse los chillidos de los pájaros que se preparaban a aparearse.
El Peque, que se había pasado todo el invierno prácticamente en la jaula, desapareció, y ya creían haberlo perdido para siempre cuando una mañana Dídac le gritó a Alba:
—¡Míralo, tú!
Había vuelto con otro jilguero, sin bien ahora no parecía dispuesto a reintegrarse a su refugio. La pareja escogió unas zarzas altas e hizo allí su nido. Alba y Dídac se sintieron felices.
Y hacia mediados de mayo las provisiones habían menguado tanto, pese al racionamiento impuesto por Alba, que decidieron bajar de nuevo al llano, donde no habían estado en todo el invierno. Al otro lado del camino se extendía una plantación en la cual alternaban los almendros y los olivos. Nadie había recogido su fruto, y al pie de los árboles se veía toda una dispersión de olivas arrugadas en torno al hueso, inaprovechables, y almendras desprendidas de la cáscara exterior. En algunos puntos los granos de trigo caídos de las espigas de la recolección del verano anterior habían fructificado, y ahora se alzaban multitud de pequeñas manchas donde ya granaba el cereal. La muchacha dijo:
—Es una lástima que no tengamos ninguna hoz…
—¿Segaríamos?
—Sí. Ahora tendremos que hacerlo con las manos, si podemos.
Recogieron dos bolsas de almendras y, durante un par de semanas, repitieron diariamente el viaje. Y cada día descubrían cosas nuevas: higueras, una viña, nogales, unos cuantos melocotoneros… Si querían aprovecharlo todo se les avecinaba un verano y un otoño de mucho trabajo…
Y en julio empezaron la siega con unas tijeras. Cortaban los tallos al nivel de la espiga y, arriba, extendían la cosecha en un claro limpio del bosque a fin de que terminara de secarse. Era una tarea ingrata y lenta que les ocupaba casi de sol a sol. Vestidos los dos con una simple camisa que les protegía el cuerpo del sol y dejaba circular libremente el aire por encima de la piel sudada, iban llenando bolsas de plástico a lo largo de los bancales, débilmente sombreados por los árboles, y al mediodía corrían hacia el riachuelo, allí llano, donde se refrescaban antes de la pausa de la comida en cualquier lugar de mullida hierba. Y ahora que volvían a verse desnudos, Alba observó que habían adelgazado durante el invierno.
—Se te marcan todas las costillas, Dídac. Con las comidas que hacemos y con lo que has crecido…
—¿He crecido? Yo no lo noto.
—Es natural. Debemos haber crecido los dos.
—Tú tienes los pechos más grandes, ¿eh?
—Quizá sí. O quizá lo parecen porque estoy más flaca. Mientras no pillemos una anemia…
Pero ambos se sentían fuertes, y después volvían a ponerse la camisa para estar bajo el sol y seguían trabajando hasta su puesta.
Y a finales del verano la muchacha estaba tan morena que un día Dídac le dijo:
—Ahora casi eres tan negra como yo…
—Es que tú lo eres poco.
—¿Y cómo hay gente negra y gente blanca?
—Por un pigmento de la piel. He leído que se llama melanina.
—A mí me gustaría más ser blanco.
—¿Por qué? El negro es muy bonito.
—Pero en el pueblo los chicos se burlaban de mí. Y algunos mayores también.
—Ahora no te ocurrirá más. Solamente estamos tú y yo.
—¿A ti no te importa que yo sea negro?
—Ya sabes que no. ¿Y a ti no te importa que yo sea blanca?
—¡Oh, no!
—Somos la última blanca y el último negro, Dídac. Después de nosotros, la gente no pensará más en el color de la piel.
Y se quedó pensativa, porque aún no se le había ocurrido que, si por azar no quedaba nadie más, el mundo futuro podía ser totalmente distinto.