Capítulo 12

UNA DRAMÁTICA BATALLA

—Tú te quedarás —dijo con voz dura el hombre llamado Carlos a la angustiada Luci—. Mañana, por última vez, llevarás la mercancía. Y si te resistes, no volverás a ver a tu hija.

El otro preguntó:

—¿Te fías de dejarla sola?

—Como de mí mismo. Ella no hará nada, porque adora a la tonta de su hija.

Bajo la presión de las dos armas, «Los Jaguares» llegaron a la playita, donde los dos botes se hallaban preparados. La noche estaba bastante oscura y ninguna luz en el mar revelaba la presencia de barco alguno, pero era indudable que el yate aparecería pronto.

Hicieron subir a Héctor, Sara y Oscar en uno de los botes, en el que se acomodó el gorila compinche de Carlos. El otro lo ocupó éste, juntamente con Verónica, Raúl y Julio. Petra había llegado hasta la orilla y sus gestos de condolencia eran desgarradores. Sin duda, quería explicarle algo a Sara, mientras señalaba los botes de goma.

El gorila obligó a Héctor y Sara a manejar los remos bajo su dirección, recordándoles que él y su arma no se distraían. Carlos hizo lo mismo con Julio y Raúl, mientras Verónica, asustada, trataba de contener sus sollozos para no estimular las iras del bruto.

Petra demostró ser muy conservadora respecto a su «persona», porque no hizo mención de instalarse en ninguno de los botes.

—¡Un poco a la izquierda, Adolfo! ¡Y rápido! No tardaremos en ver la luz de bitácora.

Empezaron a remar con brío. ¿Qué otro remedio les quedaba? Cuando distaban de la orilla unos diez metros, Julio, disimuladamente, le dio con el pie a Raúl. El pobre muchacho, que no había logrado salir de su estupor desde aquella mañana, no le entendió. El otro bote marchaba a un par de metros escasos y Julio se dejaba los ojos, queriendo descubrir si en aquél se estaba produciendo la misma anomalía que en el ocupado por él. Vio la cabeza de Héctor moverse hacia allí y un chispazo de alegría le cruzó el rostro, aunque pronto fue sustituida por el temor.

Ni Adolfo ni Carlos habían reparado en que los botes perdían aire lentamente. Julio imaginaba que la jugada había corrido a cargo de Petra. Con sus diminutas pero afiladas uñas había horadado el caucho. Si Héctor y Sara le secundasen…

De nuevo su pie buscó el de Raúl y a éste ya no le cupo duda de que su compañero quería transmitirle una orden. Entonces comprendió lo ocurrido. Julio, con una breve señal, le indicó el remo y al criminal que llevaban detrás. También comprendió que debían esperar la orden de su amigo.

—¿Ves las luces? —preguntó Carlos a su compinche

—Todavía no. ¡Vamos, remad más rápidos!

Los botes se habían alejado bastante de la orilla. De pronto empezaron a oscilar peligrosamente y Carlos gritó:

—¿Qué ocurre? —y lanzó una maldición, añadiendo que los botes se hundían.

En el mismo instante, Julio levantó el remo, golpeando con fuerza la mano en que Carlos llevaba el arma, que salió despedida. Raúl levantó el suyo y, con su fuerza de cíclope, arrojó al hombre al mar y todos oyeron su grito de dolor.

Como siempre que «Los Jaguares» se encontraban en una emergencia especial, sus reflejos reaccionaron al unísono como engarzados en la misma correa de transmisión. Héctor, con su remo, había enviado a Adolfo al agua mientras que Sara, con el suyo, le daba en la cabeza. En aquel mismo momento, todos se encontraron en el agua.

—¡Jaguares, a reagruparse! ¡Rápido hacia la costa! —Héctor dio la orden, mientras se aseguraba de que Oscar respondía, sin dejarse ganar por el pánico. Pero pronto se vio libre de cuidado, cuando la voz de Julio se elevó por entre el zafarrancho:

—¡Mico, cógete a mí!

Héctor y Raúl se ocuparon de empujar a Sara, que era la más deficiente nadadora del grupo. Verónica estaba en su elemento y fue la primera en encaramarse por el acantilado, aunque el oleaje los empujaba peligrosamente hacia él.

—¡Al coche! —ordenó Héctor, mientras todo el grupo resbalaba y se aferraba desesperadamente a las rocas para no volver a parar al agua.

—¡Al coche no! ¡Hemos de recoger a mamá! —gritó Verónica, que había sido la campeona de la travesía y el ascenso por los riscos.

Sin embargo, sucedía algo allá arriba, en el camino que conducía al pueblo. Alguien había encendido los faros del coche.

Con la noción de que los rufianes luchaban para reponerse de los golpes, realizaron los seis la mayor carrera de su vida.

Junto al coche encontraron a Luci, con la linterna en la mano. Quiso decir algo, pero Héctor no lo permitió, ordenando:

—Todos arriba y a la carrera hacia el pueblo…

Petra quería llamarle la atención de algo. Pero fue Luci quien señalaba desolada los neumáticos. Los cuatro estaban pinchados. Y tenía que haber sucedido a intento. La linterna iluminaba una pintada que no les resultaba nueva: «Señoritingos hidiotas», decía.

—Quería ir a dar parte de lo ocurrido, porque ya no confío en ésos —explicó Luci.

Héctor y Julio, sin ponerse siquiera de acuerdo, estudiaron la situación de la montaña, cortada a pico en aquel saliente. No podía escalarse más que a través del camino.

—¡Raúl, vamos a cruzar el coche en el camino y lo usaremos de parapeto! Vosotros, recoged piedras.

Iniciaron rápidamente los preparativos de defensa. Héctor dijo a Julio:

—¡Eres el que tiene las piernas más largas! Sube al pueblo y no te detengas ni aunque caigas muerto. Vuelve con los guardias.

Julio, el comodón, no gastó el aliento en protestar y tomó el repecho como un meteoro. Sara, Verónica, Luci, Oscar y Raúl, bajo la dirección de Héctor, empujaban las piedras mayores que podían acarrear hasta la parte donde el talud terminaba cortado bruscamente.

La realidad les demostró que habían hecho bien en temer y precaverse. Aturdidos al pronto por los golpes de los remos, Carlos y Adolfo habían tardado bastante más que «Los Jaguares» en salir del agua y ganar los acantilados. Sus dos sombras vociferantes aparecieron más abajo, con la manifiesta intención de llegar hasta el coche.

Y mientras tanto Petra, que no tenía fuerzas para acarrear rocas, quizá por espíritu de imitación, arrancaba matojos de romero y los disponía al borde del talud.

—¡Ahí están! ¡No podemos dejar que escapen! —gritó Carlos—. ¡Corre! ¿Qué haces?

Por lo visto el tal Adolfo cojeaba y no estaba en buena forma. El único consuelo de los de arriba era que parecían estar desarmados. Los dos intentaron trepar por el sendero, pero entonces recibieron una lluvia de piedras y tuvieron que retirarse precipitadamente.

—¡Hay que turnarse! ¡No podemos quedarnos sin piedras! —ordenó Héctor.

Naturalmente, el mejor elemento de aquel singular combate no podía ser otro que Raúl. Era de pasmo ver su facilidad para arrancar enormes trozos de roca y llevarlos hasta el borde del talud, con peligro de estrellarse en la oscuridad.

El cielo se había ido aclarando y el resplandor de las estrellas iluminaba la escena. Una raya brillante y curvada anunciaba a la luna en su incipiente cuarto creciente.

—¡Que suben! —gritó Sara.

—Esperad sin nervios; hay que elegir el momento preciso para arrojar las piedras —les advirtió Héctor.

Realmente, no podían desperdiciarlas. Todos jadeaban a causa de su alucinante esfuerzo de carreras y levantamiento de pesos, incluso Petra, que seguía empeñada en amontonar espinos y romeros al borde de la montaña.

—¡Quítate de en medio, Petra! —le gritó Verónica, encontrándose a la ardilla entre los pies.

Los de abajo, después de los fracasos iniciales, empezaban a tomar sus precauciones, eligiendo los sitios que les parecían adecuados. Pero una piedra volando por encima de sus cabezas, les obligaba a desistir.

De pronto, tras hablar en voz baja, desaparecieron en dirección a la casa.

—¡Dios mío! Puede que vuelvan con armas —gimió Luci—. Deberíamos aprovechar para escapar.

—Nos darían alcance —dijo Héctor—. Por lo menos, aquí estamos parapetados. —Tenemos que resistir hasta la llegada de refuerzos.

—Con tal de que lleguen a tiempo… —murmuró Sara, dejándose las manos en el traslado de piedras.

Las menos pesadas eran las de Oscar, pero las reunía en tal cantidad que su aportación no era de desdeñar. Y Petra seguía a vueltas con su afán de amontonar hierbajos resecos.

—¡Sacad las herramientas del coche, todo lo pesado y que pueda ser efectivo! —ordenó Oscar.

—¡Ya vuelven!

En efecto, los dos hombres regresaban con un aspecto extraño. Se habían forrado las cabezas, que desde arriba semejaban enormes calabazas, quizá con trapos y cada uno de ellos llevaba al hombro una gran lámina que, al

acercarse al lugar de la refriega, catalogaron en la categoría de un par de puertas de la casa.

Cuando los tuvieron a tiro, empezaron a lanzar piedras, que rebotaban en las puertas, sin hacer daño a los asaltantes.

Pronto los rufianes iniciaban una nueva ofensiva, y Raúl solicitó:

—¡Dejadme!

Entonces, con un colosal impulso, lanzó al vacío la enorme roca que tanto trabajo le costara arrastrar hasta allí. Carlos y Adolfo rodaron confundidos con la roca y sus respectivas puertas. Esta vez, tardaron bastante en levantarse. Y de pronto Sara, mirando todo lo que Petra había amontonado, tuvo una idea genial. Rebuscando en la guantera del vehículo encontró una caja de cerillas. Prendió fuego a una masa de espinos y, cuando se convirtió en una bola incandescente, la arrojó con ayuda de un palo. La masa en llamas fue a caer en la espalda del horripilante Adolfo, cuando intentaba levantarse del suelo.

—¡Tocado! —gritó Sara fuera de sí.

Petra no se concedía tregua, trepando por entre los riscos, para traer más espinos.

Pero… las fuerzas de todos empezaban a decaer y no era difícil prever que aquellos rufianes, provistos de cuerdas con ganchos en los extremos, sacadas sin duda de la casa, acabarían aplastando al pequeño grupo.

—¡Animo! ¡No nos vencerán! —repetía Héctor, animando a los suyos.

Repentinamente, Oscar les llamó la atención sobre una fuerte luz que procedía de la playita. Los de abajo también la habían descubierto, porque uno alzó la voz, preguntando:

—¡Smith! ¿Eres tú?

—¡Rayos! ¿Qué diablos pasa ahí? —gritó el tal Smith.

—Hemos tenido algunas dificultades… —respondió Carlos.

El otro barbotó:

—¿Sólo algunas?

—¿Traéis armas? —preguntó Carlos.

—Y abundantes —respondió otra voz, precisamente la del individuo que portaba una linterna.

Supusieron que eran los del yate. Al no encontrar los botes, debieron a su vez utilizar el de la embarcación para llegar hasta allí.

—¡Pues empezad a disparar! —dijo el brutal Adolfo, que explotaba de ira—. No tardaréis en reducir a éstos.

Luci abrazó a su hija. Para ella todo estaba acabado, aunque Héctor organizaba la defensa tratando de que todos los suyos estuvieron resguardados.

Un par de fogonazos deslumbraron la noche, retumbando pesadamente en la montaña. Debían tener el claro objetivo de desmoralizar a los sitiados y, desde luego, se cumplió el objetivo.

—Vamos, sacad a ésos de ahí —exigió uno de los recién llegados.

Sara arrojó una bola de fuego por última vez, tirándose rápidamente al suelo. Los de abajo habían logrado llegar hasta el coche y realizaban esfuerzos para apartarlo. De pronto, el roncar característico de motos llegó hasta los congregados.

—¡Aquí! —gritó Raúl—. ¡Están armados!

Sí, se trataba de los dos guardias civiles con sus motos; en la segunda, de paquete, iba Julio.

—¿Quién es? —preguntó la temblorosa Verónica. Y Julio, con su cachaza de asombro, replicaba:

—Filípides, cumplido su Maratón-Atenas.

Los guardias habían desmontado de sus vehículos y conminaban a los de abajo:

—¡Arrojen las armas y entréguense!

Con bastante aproximación, Julio les había puesto al corriente de cuanto sucedió aquella noche, con todos sus preliminares.

—¡No nos rendiremos, guardias! No sois más que dos —hizo saber uno de los del yate—. Y tenemos armas para hacernos respetar.

¿Qué iba a resultar de aquello? Los de abajo eran cuatro rufianes sin escrúpulos, bien armados.

—Retírense; vamos a intentar reducir a ésos —ordenaron los de la Benemérita, conminando de nuevo a los de abajo—. ¡Entréguense! Las patrulleras están avisadas y les cerrarán las salidas por mar. ¡Muy pronto estarán ustedes cercados por todas partes!

—Tratan de asustarnos —oyeron que decían los de abajo.

Hasta Petra demostró un gozo loco cuando el ruido de un motor zumbó en el cielo. Sara prendía fuego a otro manojo de espinos, pero ya las bengalas lanzadas desde un helicóptero de la Policía trazaban impresionantes pinceladas de luz en aquel paraje.

El hábil piloto aterrizaba en un espacio increíble, cuando ya los rufianes, viéndose perdidos, arrojaban las armas.

—No te puedes ni imaginar lo mal que lo hemos pasado —dijeron «Los Jaguares» en tropel, dirigiéndose a Julio.

—No me digáis nada, porque todavía tengo la lengua seca —replicó éste.

Pero ya podían respirar libremente, porque todos los malhechores estaban esposados.

—Oigan —dijo el mayor de los costarricenses, dirigiéndose a los prisioneros—, pretendo irme a dormir, pero no lo lograré si antes no me entero qué demonios contenían las cajas que ustedes sacaban del mar.

Como los individuos callaran, Julio añadió:

—Es una tontería que se cosan la boca. Seguro que, para estas horas, el tendero ha hablado.

—Lingotes de oro, procedentes de un país africano. Bien nos has fastidiado, Luci, con tu pandilla de inocentes chicos.

—¡Calla! Eres tú quien lo ha echado todo a perder —le reprochó uno de los del barco.

Antes de retirarse, los guardias prometieron volver para cambiar los neumáticos del coche, haciéndoles saber que tendrían que acudir a declarar.

—No pienso utilizar ni ese vehículo ni esa casa; los aborrezco —explicó Luci, cuando los guardias se marcharon—. ¡Cuando pienso que he tenido que ayudarles…! Incluso les advertí de que ibais a registrar la bodega, temiendo sus amenazas…

—Bien, pero ahora vamos a dormir, que buena falta nos hace —decidió Julio—. Y mañana nos trasladaremos a uno cualquiera de los hoteles de cinco estrellas de este litoral, a pasar los tres días de vacaciones que nos quedan.

—Pues como no lo pagues tú… —reía Sara.

Sin embargo, todavía charlaron mucho, con los nervios en tensión por los acontecimientos vividos.

—Mamá: ¿de verdad es tan grave tu situación como para haberte visto envuelta en esto?

—Ha sido principalmente el temor por ti. Me aseguraron que, si no obedecía, no volvería a verte, especialmente si avisaba a la Policía. Eso fue lo que me amedrentó, porque ya estaba decidida a vender la tienda, pagar mis deudas y buscar un empleo.

—Yo te ayudaré, mamá —dijo alegremente Verónica—. Los sacrificios que nos impongamos, ni siquiera serán sacrificios.

—¡Eh, que aquí se nos está olvidando a los amigos! —dijo alegremente Héctor.

Petra recibía los arrumacos de su dueña. Se hubiera dicho que entendía a la perfección las alabanzas por la parte que había tomado en el feliz final de tan asombrosa aventura.

FIN