LAS SOSPECHAS Y LA PELIGROSA REALIDAD
El sótano se llenó de luz. Y toda la casa de gritos. Unos procedentes de la bodega y otros de Luci, Sara, Verónica y Oscar. La primera había acudido corriendo, pero nadie escuchaba sus palabras:
—¡No intervengáis! ¡No intervengáis!
—Pero… ¡si en el sótano hay luz! —había exclamado Verónica, viendo el haz que iluminaba parte de la cocina.
La primera en hacerse cargo de la situación fue Sara. De pie en el primer escalón, le advertía a su compañero:
—¡Cuidado! ¡Cuidado, Raúl!
El coloso de «Los Jaguares» no tuvo tiempo más que, todavía sin alzarse del todo, para arrojarse sobre las primeras piernas que encontró, lanzando al suelo a un individuo desconocido.
Los gritos de Sara se cruzaron con los de otro desconocido, que exigía:
—¡Atrás! ¡Todos atrás!
Quizá no hubieran obedecido, pero llevaba un arma en la mano. Enloquecido por lo ocurrido, Raúl se había lanzado a golpear al que estaba en el suelo y el grito de Luci, terrible, sobrecogió a todos:
—¡Quieto, Carlos!
El llamado Carlos acabó de salvar las escaleras que conducían a la cocina y Sara reconoció en él al individuo que, durante unos días, acompañaba a casa por las tardes a la madre de su amiga. Verónica debió hacer el mismo descubrimiento, porque murmuró, llevándose las manos a la garganta:
—¡El de las rosas!
El individuo, con sonrisa insolente, dirigió su arma hacia Verónica y dijo, mirando ya a ésta, ya a Luci:
—¿Esto es lo que te duele, verdad? Pues date prisa a poner orden en esta pandilla de mocosos o lo pagará ella.
—¡Eres… un canalla! —barbotó Luci.
—De acuerdo, querida, pero eso a mí no me molesta nada.
El gran coloso de la pandilla, el bondadoso Raúl, seguía a golpes con el segundo individuo y no llevaba las de perder. Luci le gritó:
—¡Detente, por favor! ¡Detente! ¡Estos individuos no tienen escrúpulos!
Raúl se quedó con el puño al aire en el iluminado sótano y el otro rufián aprovechó para lanzarle un directo al estómago, vengándose así de sus golpes.
—¡Todos contra la pared! —ordenó el llamado Carlos.
Sólo Luci desestimó la fuerza persuasiva de la boca del arma. De un salto, se plantó ante su hija, defendiéndola con su cuerpo.
—¡A ella no le harás nada! —dijo, con tal energía, que los muchachos se sintieron muy impresionados.
—Entonces, diles a todos éstos que obedezcan.
—Por favor, chicos, esto es muy serio. Haced lo que os digan, porque son capaces de todo.
Raúl, empujado por el segundo rufián, apareció en la cocina, trastabillando a causa del golpe recibido.
Fue Sara la primera en reaccionar, pasando un brazo por los hombros de Oscar.
—¿Y los otros dos muchachos? —preguntó Luci—. A lo mejor, ni les habéis dado de comer.
—A ésos no se les puede soltar —explicó con insolencia Carlos—. Nos habías dicho que eran unos chicos inofensivos y son más peligrosos que víboras.
—Quiero verlos ahora mismo y cerciorarme de que están bien —exigió Luci, siempre cubriendo a su hija.
Carlos contestó:
—De todas formas íbamos a sacarlos de casa… Anda, súbelos —le dijo a su compinche.
Desde arriba oyeron cómo el individuo corría las barricas y abría una puerta chirriante. Instantes después, cerrando los ojos, dos muchachos hacían su aparición. De los tobillos les arrastraban tiras de esparadrapo, como si hasta entonces hubieran estado atados y llevaban las muñecas a la espalda, también atadas con anchas tiras de esparadrapo, iguales a las que cubrían sus bocas.
—¡Rufianes! Os había exigido que les dierais un trato humano —dijo Luci con rabia.
—No estás en condiciones de exigir, recuérdalo.
En aquellos minutos, Raúl se había ido recuperando de su mareo. Siempre generoso, a pesar del arma, se acercó a los «Jaguares» mayores y les arrancó sin contemplaciones el esparadrapo que les rodeaba cara y cabeza a la altura de la boca. Los dos muchachos tragaron aire con fuerza.
Cuando Raúl quiso liberar sus muñecas, Carlos advirtió:
—Déjalos como están o lo vas a sentir.
Impresionado, el muchacho se hizo atrás. Entonces Luci apostrofó a los rufianes:
—¿Es que no hay la menor piedad en vuestros corazones? Estos chicos apenas pueden tenerse en pie, canallas. Raúl, córtales las ligaduras para que puedan moverse y reaccionar. Después, ya que estamos en vuestro poder, podéis hacer lo que queráis.
Inmediatamente, el muchacho obedeció. Héctor y Julio se frotaron las muñecas y las caras con crudas señales de los esparadrapos que había llevado sobre ellas. Todavía parpadeaban, pero era evidente que se iban acostumbrando a la luz, después de horas en la más absoluta oscuridad.
El terror, la angustia, casi la desesperación, apresaba a los cautivos, cuando Julio exclamó con su alegre cachaza de siempre:
—¿Tú aquí, mico?
—¡Jul! ¡Jul…! —gimió el chico, abandonando el refugio de Sara para correr a su lado.
—¡Pero si está el que faltaba! —Héctor consiguió completar la obra de su compañero con aquella serenidad contagiosa que le caracterizaba—. Bienvenido, Raúl. Acabas de encontrarte con un par de tontos.
El segundo de los rufianes empuñaba ahora un arma y, quizá por ello, permitían a los torturados aquel desahogo verbal.
Julio miraba a Luci de arriba abajo:
—¿Así que les estabas haciendo el juego a estos sinvergüenzas?
—Me han obligado, de lo contrario, yo…
De su entereza de momentos antes no quedaba nada y lloraba silenciosamente.
El llamado Carlos también tenía ofensas que echarle en cara:
—Prometiste tener alejada a esta pandilla y no lo has cumplido, así que atente a las consecuencias.
La última palabra había dejado paralizado al grupo. La voz de Julio, en la que no se percibía alteración alguna, preguntó:
—¿Puedo tomar algo de la nevera? Nos han tenido todo el día sin comer…
—¡No! —gritó el rufián del que todavía desconocían el nombre—. Ya hemos tenido ocasión de conocer a éste y no podemos fiarnos de él. Además, es mejor que sientan debilidad.
Quizá en Carlos quedaba algún resto de humanidad, porque replicó:
—Hombre, es lógico que quieran comer algo…
—Gracias —dijo Julio, dirigiéndose a la nevera.
El segundo rufián, que había aceptado la explicación de Carlos, dijo rápido:
—¡Espera! A lo mejor sacas algún instrumento para defenderte. Carlos, encañona a todos. Y se dirigió a la nevera, depositó el arma encima y luego la abrió. Instantes después sacaba una botella de leche, pero la mano izquierda se le había quedado a medio camino de la puerta y Julio, queriendo o sin querer, cerró la puerta de golpe, pillándole la mano y obligándole a dar un grito:
—¡Caramba, cuánto lo siento! No me he dado cuenta…
El hombre, todavía rabioso, le lanzó un puñetazo que Julio, con una flexión de tobillos, eludió hábilmente. Luego le quitó la botella de las manos y la bebió de un tirón.
—Tú, larguirucho, contra la pared —exigió Carlos.
—Y yo, ¿qué? —se quejó Héctor.
El rufián le llevó otra botella de leche, que el muchacho despachó tan limpiamente como su compañero.
—Ahora, que nadie se mueva —dijo Carlos—. Siento que nos hayáis obligado a esto, pero nuestra operación no ha terminado. Luci, vas a quedarte aquí por si alguien viene a la casa y seguirás disimulando. Para conseguir tu colaboración, nos llevaremos a todos estos muchachos.
La hermosa mujer aparecía pálida. Luego Carlos dijo a su compinche que vigilase a todos, mientras ultimaba los preparativos.
—¿Qué os sucedió? —se atrevió a preguntar Sara.
Héctor levantó un hombro con fatalismo.
—Julio y yo, especialmente Julio, habíamos comprendido que aquí sucedía algo extraño. El me llevaba una noche de adelanto, pues estuvo en la playa dispuesto a desentrañar el misterio de los trajes de bucear. A la noche siguiente, como no nos habíamos puesto de acuerdo, en la oscuridad nos tomamos por enemigos y… lo demás os intrigó bastante a todas. Pero esa noche pudimos observar a dos individuos que salían del mar arrastrando algo pesado. Los golpes que cambiamos nos tumbaron, impidiéndonos completar la investigación. Y anoche nos escapamos por la ventana, pero la libertad nos duró muy poco. Apenas llegar al suelo nos zumbaron por detrás con un objeto contundente. Después, en el sótano, antes de atarnos las muñecas, nos obligaron a escribir una nota para vosotras. Ellos son muy persuasivos…
Héctor señalaba el arma.
—¡Y pensar que la alegría no nos cabía en el cuerpo a partir del momento en que Petra nos ha descubierto! —se quejó Julio—. Total, para esto…
El rufián continuaba encañonándoles, mientras con la mano izquierda sostenía un cigarrillo. En vista de que les dejaba hablar, Sara inquirió:
—¿Y qué es lo que sacaban del mar?
—Eso sigue siendo un misterio —explicó Héctor.
—Pero no lo es que lo que ellos recogían lo arrojaba por las tardes el yate que ya hemos visto nosotros —explicó Julio.
—Sabes demasiado, larguirucho; y esto te costará caro. No puedes probarlo, porque no encontrarás nada.
—Aquí no. Ustedes lo llevaban al maletero del coche y, con la cooperación de Luci, porque aquí todo estaba muy preparado, ella dejaba el coche en el corral, donde el tendero, sin testigos de vista, lo trasladaba a su camioneta…
Los gritos del rufián interrumpieron al muchacho:
—¡Carlos! ¡Carlos! ¿Has oído al larguirucho? ¡Lo sabe todo!
Barbotó un taco, que tuvo la virtud de poner a los prisioneros el corazón en un puño.
Pasados unos segundos, Verónica empezó a defender a su madre:
—Es mentira lo que dice Julio. Mamá no sabía nada; no lo sabía…
Su ardiente defensa no tuvo el menor resultado, pues en aquellos momentos todos creían al mayor de los dos hermanos.
—No he tenido otro remedio… ¡Dios mío, no me han dejado elección! —gemía Luci—. El día que conocí a ese individuo fue bien desafortunado para mí.
Carlos regresó llevando un bote de goma hinchable, plegado, que parecía bastante mayor que el que la pandilla trajera desde Madrid.
—Vigila bien, que voy a prepararlo todo. Ha anochecido y no hay tiempo que perder.
—Descuida…
Julio, Raúl y Héctor cambiaron una breve mirada, pero suficiente para ellos. Quizá Carlos no la vio, pero fue como si la hubiera visto. Tomó a Verónica por una muñeca y la puso ante su compinche.
—No te molestes en encañonar a los demás. Será suficiente con que mantengas a la chica con la boca del arma en su cabeza. Su mamá es odiosamente sensible para todo lo que se refiere a ella.
Luci gemía, suplicando clemencia.
—Es inútil —le dijo Julio, cuando Carlos se marchó—. Lo tienen todo bien planeado. Hasta disponen de una emisora y desde ella han estado hablando con los del barco. De todas formas, ya nos esperaban. Oiga, ¿podemos comer algo, ya que la noche va a ser larga?
—¡No! —rugió el que encañonaba a la temblorosa Verónica.
Un rato después, Carlos entraba en la cocina. Sin mediar palabra, descendió al sótano, para volver a cruzar la cocina con los brazos cargados de cosas, entre ellas un segundo bote y varios remos.
Al pasar junto a Luci, le dijo:
—Tú y sólo tú te has buscado esto…
Un cuarto de hora más tarde se presentaba nuevamente, anunciando que todo estaba listo, pero que era prudente esperar, por si a algún paseante rezagado se le ocurría dirigirse a aquellos parajes, ya fuera por tierra o mar.
Oscar preguntó por lo bajo a su hermano:
—¿Qué nos van a hacer?
—Darnos un paseo en barco, mico; no está tan mal, después de todo.
La pareja de rufianes, sosteniendo el arma por turno, se dedicaban a llenar el estómago. En vista de que no les prohibían hablar, Héctor preguntó a Luci:
—¿Cómo te enrolaron en esto?
—Ese canalla fue muy astuto. Nos presentó una amiga y empezó a hacerme la corte… La tienda va mal y me propuso un negocio que ha terminado de arruinarme. Cuando me exigió traeros para que sirvierais de pantalla de humo a sus actividades, porque nadie sospecha de una casa donde hay niños, me negué. Entonces me amenazó con Verónica. Si avisaba a la policía, no volvería a verla. Y eso me hizo aceptar, aunque… ¡Dios mío, no sé cómo he podido resistirlo!