Capítulo 10

PETRA IMPRIME UN NUEVO RUMBO A LAS INDAGACIONES

Los de la playa prosiguieron durante unos minutos las deliberaciones, más o menos encendidas, cuando al rato, desde el umbral que quedaba en alto con relación a la playita, Luci les llamó:

—¿Es que no tenéis intenciones de venir a comer? Se ha hecho muy tarde…

Sara susurró para Raúl:

—Ya sabes, lo de la puerta ha de ser ahora mismo.

El muchacho afirmó, mirando de reojo a Verónica, que se oponía al plan.

Luci les aguardaba con una sonrisa que iluminaba su hermoso rostro, aunque ninguno se fijó en que no llegaba a sus ojos.

—¿No sabéis, chicos? Acabo de encontrar una llave. Supongo que será la de la bodega, así que en cuanto hayamos comido podremos ir a curiosear la parte desconocida de la casa que no hemos tenido ocasión de ver todavía.

Verónica dirigió una miradita displicente al grupo y siguió a su madre hasta la cocina.

—¿Por qué no la vemos ahora y comemos después? —preguntó Sara.

—Porque ya habéis tardado bastante y el arroz se está pensando. ¡Ea! Llevad las fuentes a la mesa.

Verónica se apresuró a obedecer, pero mostrando una actitud glacial, especialmente con su amiga, cuando jamás habían surgido diferencias entre ellas.

El pobre Oscar no pudo pasar bocado.

—Anda, vamos, tienes que volver a Madrid por lo menos con dos kilos más —le instó Luci—. ¿Vas a hacerte rogar?

Sara apenas podía pasar la comida y Raúl, avergonzado de un apetito indigno en momentos tan difíciles, se contenía para no dar buena cuenta de todo. Luci, solícita, rellenaba sus platos.

—¿Dónde has encontrado la llave? —preguntó de pronto Sara.

—En el suelo del armario. Sólo puede ser la de la bodega, supongo —explicó Luci.

Oscar se pasó la comida preguntando si ya habían concluido todos. Y por fin, temblando de excitación, entraron en la cocina. Luci puso la llave en manos de Raúl y éste se dispuso a utilizarla. Entraba perfectamente y, a la primera vuelta, la puerta se abrió.

—Supongo que encontraremos misterios terribles —dijo Verónica con retintín.

Unas escaleras de piedra, profundizaban en el interior. Luci recomendó cuidado a Raúl, que iba en vanguardia y, como no encontraran el interruptor de la luz, fue en busca de una vela.

—¡Pero si hay interruptor! —exclamó Verónica, accionándolo.

Se llevaron chasco, pues la luz no funcionaba y tuvieron que seguir con la vela. Se trataba de una bodega bastante amplia, con suelo de tierra apisonada. Se notaba cierta humedad y temperatura fresca.

Junto a una de las paredes se alineaban varias barricas que, como comprobaron pronto, se hallaban vacías. Por el contrario, en el estante situado a lo largo de otra pared, hallaron botellas de vino de marca y algunas de licor.

Petra, como enloquecida, iba de un lado para otro.

—¡Qué enredadora eres! —le dijo Verónica—. Parece que tú también tenías curiosidad, pero la verdad es que la bodega nos ha decepcionado, ¿verdad? —dijo Verónica, mirando a los tres muchachos por sobre la luz bailante de la vela.

—No me gustan las bodegas —dijo Oscar, que caminaba en dirección a la escalera—. Suele haber ratas. Y si no, que se lo pregunten a Petra.

Muy pronto, uno tras otro, regresaban a la escalera. Petra iba en último lugar, alborotando y Raúl apagó la vela, cerca ya de la puerta que comunicaba con la cocina.

—¿Qué traes aquí? —dijo Sara, quitándole a Petra la botella que llevaba entre sus manos de mico.

La miró con curiosidad, pero estaba vacía y la arrojó en el cajón de la basura.

—Después del raid por la bodega, toca lavar los platos —dijo irónicamente Verónica—. Mamá, vete a descansar, que esto lo haremos nosotros.

Luci volvió a cerrar la puerta, retiró la llave y la guardó en el armario.

El bueno de Raúl, que nunca protestaba de nada, se dejó colocar un delantal y empezó a lavar los platos. La propia Sara, que le había puesto el delantal, sintiendo vergüenza, se lo quitó:

—¡Ea! Esto es cosa mía. Cuando haya lavado los platos, ya te llamaré para que los seques, no es cosa de que tengas menos privilegios que Héctor y Julio. Ellos se limitaban a secar.

—¿Julio? ¡Ja, ja…! —rió Verónica.

Sólo en aquel momento, Sara pensó cuánto se notaba la falta de ambos. A su lado, Oscar dijo:

—¿Qué hacemos? Ya sabes, yo no vivo hasta saber qué ha sido de ellos.

Fue Raúl quien logró apaciguarlo:

—Oscar, Héctor y tu hermano saben cuidarse perfectamente. ¿Quién te dice que no aparecerán esta misma tarde? Esperemos unas horas antes de poner a la policía en conmoción.

Verónica alabó su sensatez y recomendó al chico que fuera a dar una vuelta con Petra.

Quizá porque realizaba el trabajo de modo mecánico, Sara rompió dos platos. Al tirar los añicos en el cajón de la basura, vio por segunda vez en aquel día la botella vacía de vino. Iba a volver a los platos, cuando la tomó nuevamente, extrañada de que no tuviera polvo. En su interior contenía unas gotas de líquido que tuvo en su tiempo… ¿cómo no se habría secado? Nunca podría decir el impulso que le llevó a volcar la botella, poner el índice junto al cuello y probar el vino. No estaba agrio ni estropeado, sino estupendo.

Rápidamente, al ver volver a su compañera, dejó la botella en el cajón y continuó con los platos. Pero la imaginación se le había disparado sin remedio y, aunque quería encontrar razones para creer que la bodega llevaba ya mucho tiempo deshabitada, no podía hallarlas.

Oscar regresó para decir que no encontraba a Petra por ninguna parte y Sara le tranquilizó recordándole que el animal nunca se perdía. A lo mejor estaba durmiendo al sol, tan enroscada, que resultaba invisible.

—¿Queréis que vayamos a algún sitio esta tarde? —preguntó Luci.

Oscar negó y Sara también, pero ella insistió en que debían animarse y no dejarse abatir por la frescura de la pareja de ausentes. En honor de Raúl, al menos, podían ir de merienda.

Oscar tampoco deseaba ir de merienda: no quería otra cosa que encontrar a su hermano y nada le divertía en aquellas circunstancias.

—¿Sabes qué te digo? Quieres tú más a Julio que él a ti —sentó Verónica—. Le ha costado muy poco marcharse.

—¡No se ha marchado! —respondió el chico, ensenando el genio.

—¡Ah, no?

El pobre Raúl estaba muy impresionado por el ambiente que había encontrado allí. El, que había imaginado aquel lugar, desde Madrid, poco menos que el paraíso terrenal…

Verónica, alegando que ya estaban tranquilos respecto al misterio de la bodega, preparó la merienda. Se había levantado un viento fresco y Sara subió en busca del jersey. En el pasillo tropezó con Raúl, que también había subido a recoger el suyo.

Ella bajó la voz, mirando hacia la escalera.

—¿Te has fijado en la bodega? ¿No has observado nada extraño?

—Nada, ¿por qué? Creo que ves demasiados misterios.

—No había una telaraña, que es lo que se encuentra en un lugar que, como ése, lleva deshabitado varios meses. En cuanto a la botella que Petra ha subido, no tenía una mota de polvo y lo que es más expresivo: el vino que quedaba en el fondo no estaba ni seco ni avinagrado.

—¡Sara!, ¿qué pretendes insinuar?

—Por lo menos, que alguien ha limpiado recientemente la bodega y que alguien ha consumido el vino de esa botella últimamente. Sigo en mi idea de andar alerta y de que aquí sucede algo raro. Y Luci lo sabe; ahora estoy bien segura.

No podía detenerse más. A la carrera, Sara recomendó a su compañero que recogiera los prismáticos de Julio. Si no se alejaban demasiado, podían tener la casa y sus alrededores en observación.

Se fueron de merienda contra el parecer de Oscar. Raúl, que carecía de malicia, llevaba los prismáticos en bandolera cuando se despidieron de Luci.

Si Oscar aceptó la merienda en el monte, fue con la esperanza de encontrar a la pareja de guardias. Les hablaría de la desaparición de su hermano y el jefe de «Los Jaguares».

Sin embargo, en toda la tarde no iba a lograr echarles la vista encima.

Sara estuvo con los prismáticos mirando a todas partes. Para disimular, los dirigía a la parte opuesta a la casa, pero, corriendillo, los volvía en aquella dirección, bajo la mirada atenta de Verónica.

A media tarde, cruzó a escasa distancia de los acantilados, el yatecito que ya conocían.

Por cierto, habían tenido que emprender la subida al monte sin Petra, por la sencilla razón de que no hubo modo de hallarla.

Lo que sí pudo constatar Sara fue que Luci pasó casi toda la tarde en una tumbona, con un libro en la mano y que en sólo dos ocasiones había entrado en la casa.

Oscar, con plomo en el corazón, registraba todos los senderos.

—¿Qué haces? —le preguntó Raúl.

—Busco huellas. Por algún sitio tuvieron que marcharse.

—Lo harían por el pueblo, naturalmente. Cerca pasa el tren y algún autobús de línea —explicó Verónica.

—Pues no —contestó Sara—. El de la pintada es un lince y si Julio hubiera pasado por el pueblo lo sabría. El preguntó por Julio…

—Estás imposible.

La tarde ni resultó divertida ni interesante. Anduvieron por la montaña como una obligación, un medio de dar tregua a su impaciencia, porque… todos la sentían; todos se hallaban dominados por la impresión de que estaban sucediendo cosas oscuras.

Cuando por fin regresaron, Luci les aguardaba, buscando en sus rostros el resultado de la excursión.

—¿Lo habéis pasado bien? —preguntó. Y no obtuvo más que evasivas a sus preguntas.

—¿Has visto a Petra? —preguntó Sara.

—Hace un momento andaba por aquí.

La chica tomó asiento en el escalón situado ante el portal. Los demás habían entrado en la casa. En aquel momento, la ardilla apareció junto a su dueña. Presentaba el aire excitado de las grandes ocasiones y Sara comprendió en seguida la razón: el reloj de Héctor, que sujetaba entre sus manos.

—¡Petra! ¿Dónde estaba? ¿Dónde lo has encontrado?

El animal, a saltitos, empezó a recorrer la pared de la casa. Dobló la esquina del muro y, en la parte posterior, mostró a Sara un agujero practicado en el suelo, a ras del comienzo de la pared. El montón de tierra que había al lado, dio la explicación a Sara del porqué de la ausencia de la ardilla. ¡Había estado cavando!

,Se arrodilló, tratando de mirar al interior a través de aquel agujero, perforado de arriba abajo, pero el interior estaba tan negro que no lo consiguió.

En un susurro preguntó a la ardilla:

—¿Dónde lo has encontrado? ¿Ahí? —señalaba el agujero y Petra hizo mención de introducirse por él, mas ella la retuvo.

Inmediatamente se entregaba a un cálculo de posibilidades. ¿Qué podía haber dentro de la casa, comunicando con aquel agujero? ¡La bodega! Precisamente la parte posterior, hacia la pared oculta por las barricas.

Fuera de sí, con el corazón palpitándole desaforadamente y Petra pegada a sus talones, corrió hacia la casa. Entonces, descubrió que Raúl y Oscar habían regresado a la playita. El pequeño, a hombros del mayor, investigaba una vez más el ya investigado agujero de los submarinistas.

Sara corrió hacia ellos.

—¿Reconocéis esto? —dijo—, poniéndoles el reloj ante los ojos.

—¡Es el reloj de Héctor! —exclamó Raúl—. ¿Dónde ha aparecido?

—Petra lo ha sacado de la bodega. Ha debido pasarse la tarde arañando la tierra, junto a la casa, para hacer un agujero. Después, habrá saltado y, al regresar, llevaba el reloj.

—¡Pero si hubiera estado allí al mediodía lo hubiéramos visto! —replicó Raúl.

—Eso creo… Sin embargo, aunque éramos muchos, no lo vimos. Se me ocurre si, tras las barricas, existe una puerta y una segunda habitación.

—¡Lo sabremos ahora mismo! —decidió Raúl, corriendo hacia la casa.

La primera intención del muchacho fue la de recoger la llave que Luci había dejado en el armario.

¡No estaba! Fuera de sí, incitado por Oscar, Raúl se lanzó contra la puerta, llevándosela por delante. Su impulso era tan poderoso que, sin poder detenerse, rodó por las escaleras.