SENSACIÓN DE PELIGRO
No había dado Raúl ni dos pasos fuera de la casa, cuando Luci lo llamó:
—Ven un momento, por favor…
El bueno del muchacho se inmovilizó, suponiendo que escucharía allí mismo lo que la madre de su amiga tenía que decirle, pero como ella volviera al interior, entró también en el hall, siguiéndole los pasos.
—Raúl, no sabes cuánto me alegro de que hayas venido —se expresaba en voz recatada, como si fuera a confiarle algún secreto y eso causaba extrañeza en el muchacho, por ser de entre «Los Jaguares» quien menos la había tratado hasta entonces.
Tras una pausa, añadió:
—No me había dado cuenta de lo solitaria que está la casa y ahora que Julio y Héctor se han ido me siento inquieta; por eso es un consuelo tenerte aquí. Raúl, ¿me prometes velar por… todos?
—¡Oh, puede estar segura! Yo…
¿Por qué estaba ella tan apurada, que no parecía sino que fuera a echarse a llorar?
—Si le pasara algo a Verónica no me lo perdonaría nunca. ¡Dios mío, no sé qué hacer, no lo sé!
—Pero no le sucederá nada. Vamos, tranquilícese. Le aseguro que mientras yo esté a su lado…
—Eso precisamente es lo que te estoy pidiendo: que no la pierdas de vista pase lo que pase.
—Se lo prometo; se lo prometo. La vigilaré continuamente. Antes me dejaría hacer trocitos que consentir…
Luci se había echado a llorar y Raúl, atemorizado, impresionado, le alargó su pañuelo.
No se le ocurría nada para tranquilizarla. Aparte de que sentía un gran respeto por ella y ni se atrevía a tutearla como hacían sus compañeros, la explosión nerviosa de aquella mujer le oprimía el corazón. ¿Sería por la fuga de…?
—Por favor, cálmese. Lo que Julio y Héctor han hecho está muy feo, pero no debe afligirse.
Luci trataba de recobrar la compostura.
—Comprendo que… quizá exagero, pero nunca debí venir, ¡nunca!
—Es un sitio muy bonito. Este sitio no es el culpable de lo de esa pareja.
—Sí, claro, tienes razón. Anda, ve a la playa; creo que Sara y Oscar te están llamando.
Hecho un lío, Raúl salió de la casa. Los infundados temores de la madre de su amiga, la ausencia de sus compañeros, el gesto atirantado de las chicas, aquella llamada de socorro que Luci le dirigía… porque era eso y no debía engañarse.
Desde las rocas, cerca de la orilla del agua, Oscar le apremiaba. Petra saltaba de su cabeza al peñasco y viceversa.
—¿Qué os pasa? —preguntó.
—Tenemos que darnos prisa antes de que venga Verónica, Raúl. Está sucediendo algo raro; «hay» algo raro en la desaparición de Héctor y Julio.
—¿Desaparición? ¿No era fuga?
Oscar intervino para pedirle a Sara que le contara rapidito a Raúl lo que sospechaban, porque podía llegar Verónica.
—Oye, yo no quiero tener secretos para Verónica —protestó el muchacho.
Fue saliendo a relucir la cuestión de los secreteos de los desaparecidos, la de los golpes misteriosos, la de la nota hallada en el comedor, siendo que habían salido por la ventana; el hallazgo de los equipos de submarinistas que todas las mañanas encontraban mojados, también aquel día, como acababan de comprobar.
—¿Y no tenéis más pistas? A lo mejor Héctor y Julio se han marchado siguiendo a los submarinistas… apuntó el muchacho.
—¿Y la nota del comedor? —le recordó Sara.
—Sí, claro.
—Petra está hecha un lío —concluyó Sara—. Nos ha llevado bajo la ventana y de allí a la cocina.
—Se ve que no sabe seguir un rastro… —estaba diciendo Raúl, cuando se cortó al divisar a Verónica dirigiéndose hacia ellos.
Naturalmente, pasó la mañana reflexionando en lo que había oído. Tenía la impresión de que Sara y el pequeño, que eran tan excitables, exageraban, pero le venía a la imaginación la angustia que había sorprendido en Luci y aquello sí que le preocupaba.
Estuvieron nadando un rato y luego regresaron a la casa para vestirse. Petra, tirando de Raúl, se lo llevó a la cocina, en aquel momento solitaria, empezando a rascar la puerta de la bodega. Se mostraba impaciente por la actitud inoperante del muchacho.
—¿Necesitas algo, Raúl? —dijo Luci a su espalda.
—No, no.
—Vamos a ir al pueblo. No tenemos otro remedio porque, como ya imaginarás, aquí no hay panadería.
—Como quieras. Os espero fuera.
Petra seguía dispuesta a llamar la atención del muchacho, pero cinco minutos después todos caminaban en grupo en dirección al coche.
Cuando estaban junto a él, Luci exclamó:
—Se me ha olvidado el dinero. Aguardad aquí, chicos.
Raúl se brindó para pagar los comestibles, pero ella no aceptó el ofrecimiento, alegando que debía llenar de gasolina el depósito y aquello suponía un desembolso mayor.
Mientras la aguardaban, hablaron de los ausentes y de los tontos motivos que tenían para marcharse. Raúl preguntó si la víspera parecían enfadados y Verónica afirmó.
—No estaban enfadados —saltó Oscar—; estaban preocupados.
—Eres insustituible. Acabas de acertar con lo más exacto. Ahora comprendo que estaban preocupados —dijo Sara.
—Casi no hablaban —la rebatió Verónica.
—Pero no estaban enfadados —repitió una vez más Sara.
Luci tardaba tanto en regresar, que empezaron a impacientarse. Verónica estaba ya por ir en busca de su madre, cuando la vieron salir de la casa.
Llegaba acalorada, con las mejillas rojas y la respiración jadeante.
—Mamá, ¿qué te sucede? —preguntó su hija con preocupación.
—Nada… he estado arreglando unas cosas a la carrera.
Subieron al coche y, como la víspera, cuando llegaron al pueblo, lo dejaron en el corral del tendero mientras efectuaban las compras. Y El chiquillo de la pintada, que andaba al acecho, se encaró con ellos:
—¿No ha venido el señorito alto?
Se marchó muy decepcionado con la negativa, mirando a los demás con malos ojos.
Raúl aprovechó la circunstancia de que Verónica se hubiera detenido a adquirir unas postales, para informarse de algunos extremos a través de Sara:
—¿Qué le ocurre a Petra con esa puerta que hay en la cocina? La va a dejar sin pintura a fuerza de rascarla.
Ya con Verónica a su lado, Oscar dirigió sus comentarios hacia los equipos de submarinistas escondidos en las rocas de la playita.
—A mí me gustaría saber cuándo se usan. Porque, no hay duda, se usan a diario.
—Yo ya he encontrado la solución —expuso Verónica, algo displicente para con sus compañeros—. Alguien de estos lugares va todas las mañanas a nuestra playa a disfrutar del mar y sus fondos. Luego, para mayor comodidad, guarda el equipo en el agujero de las rocas.
Sara convino que aquello podía ser cierto, ya que ellos faltaban de la playa todos los días a la misma hora.
—Sólo que —dijo por último— los trajes están demasiado mojados por la mañana.
—También cabe que se utilicen por la tarde, puesto que también hemos salido.
—Eso ya me convence más, pero no del todo. Al día siguiente de nuestra llegada, tu madre se quedó sentada precisamente frente a la playita y, aunque no se movió de allí, tampoco divisó a nadie; y a la siguiente mañana, los trajes estaban tan mojados como ya es normal —explicó Sara, mientras Oscar iba afirmando con cabezazos contundentes.
—No sé… creo que veis misterios donde no los hay. Admito que la marcha de nuestros «Jaguares» ha sido un tanto insólita, pero en cambio no lo es que haya trajes de bucear en un sitio idóneo para ello.
—Pero eso de que tras varios días no hayamos visto a sus dueños…
—¿Le habéis preguntado a Luci? —intervino Raúl.
Antes de que ninguno pudiera responder, la madre de Verónica estaba junto a ellos, entregándoles los paquetes de provisiones.
—Luci —empezó Raúl—, me están contando que en las rocas han encontrado los equipos de inmersión de dos hombres ranas, aunque sin botellas de oxígeno…
La joven madre de Verónica parecía un poco confundida, como si no supiera qué decir.
—¿Sí? —se limitó a preguntar.
—¿Usted no ha visto a los dueños de los trajes?
—Pues… ¿por qué había de verlos?
Mientras marchaban hacia el coche, Oscar se emparejó con Raúl y le dijo bajito:
—Tengo miedo, Raúl… al principio no estaba tan preocupado, pero ahora… Julio no me hubiera dejado porque sí, lo sé.
La preocupación era común al grupo. En silencio subieron al coche y regresaron por el camino, sin hacer chistes a cada tumbo, como solía ocurrir a diario.
Después, cuando recogían los paquetes para llevarlos a la casita de la playa, fue Sara quien se las arregló para secretear con Raúl:
—Me siento muy inquieta; ni siquiera podría explicar la razón. Bueno, sí; Petra tiene un don especial para estas cosas y eso de que ande arañando y gimiendo junto a la puerta de la bodega, que está cerrada, me intriga. Le falta la llave, pero ¿no podrías forzarla? Cuantío no te vea Luci.
¡Caray! ¡Vaya vacaciones! Raúl estaba en ascuas no sólo por lo que Sara y el pequeño le confiaban, sino, y muy especialmente, por los temores de Luci y sus ruegos respecto a que cuidara de su hija. ¿Qué temía? ¿Qué esperaba que sucediera?
Naturalmente, se dedicó a observar. Reconoció los trajes de goma y Sara insistió en que ya no estaban tan mojados como cuando los inspeccionaron un par de horas antes, lo que venía a probar su teoría de que no se utilizaban ni por la mañana ni por la tarde, sino de noche o madrugada.
—No me gusta alarmaros, pero… —Sara, que era la alegría misma y no había reído en todo el día, cosa realmente rara en ella, añadió—: Si alguien utiliza los trajes para salir al mar de noche, como ladrones que se ocultan, no es por nada bueno. Esta mañana estaba indignada contra Héctor y Julio, pero ya no. Ellos son más inteligentes que entre todos nosotros juntos y quizá supieron más de lo que nosotros suponíamos… Y han desaparecido durante la noche…
Oscar estaba pálido, haciendo esfuerzos para no llorar. Con labios temblorosos, dijo:
—¿Por qué no vamos en busca de la Guardia Civil?
Una Verónica sombría manifestaba entonces su oposición:
—¿Vais a darle ese disgusto a mamá? ¿Y la nota que dejaron en la mesa del comedor?
Sara abandonó precauciones y su actitud reservada hasta aquí:
—Esa nota no han podido ponerla ellos en el comedor, porque escaparon por la ventana, Petra a ratos y yo otros hemos vigilado el pasillo durante la noche y Oscar puso unas tapas de cacerolas detrás de la puerta del dormitorio de los chicos. Si ellos la hubieran abierto, las tapaderas hubieran armado un concierto capaz de despertarnos a todos. Pero esta mañana se encontraban tal como Oscar las dispuso.
—¡Dios mío! Ignoraba eso… —se le escapó a Raúl—. Creo que Luci también está asustada.
—¡Mamá no está asustada! —gritó Verónica, echando chispas por los ojos.
—Si ella no lo está, tú sí —sentó Sara, mirándola con una firmeza desusada.
Verónica tardó unos instantes en reaccionar.
—Estoy… disgustada, que no es lo mismo. No parece sino que estuvierais acusando a mamá de lo que ocurre.
—No la acusamos, pero tú tienes miedo de que la acusemos —lanzó Sara, mordiendo las palabras.
Entonces Oscar, apretando los puños y pateando la roca, exigió:
—¡Menos tonterías y busquemos a mi hermano y a Héctor! ¡No estaré tranquilo hasta que aparezcan! ¡Vamos ahora mismo!
—Para empezar, ¿por dónde? —le recordó Sara, reteniéndole por un brazo.
—A mí no me importa nada que la Guardia Civil sepa lo ocurrido y venga a esta casa, con tal de que encuentre a mi hermano —dijo el pequeño, revolviéndose como una fierecilla.
—Cuando enseñemos la nota que ellos han dejado, y no me vengáis con tonterías respecto a cómo llegó a la mesa del comedor, la Guardia Civil pensará que somos una pandilla de chiflados y se irá sin mover un dedo para buscarlos —replicó Verónica.
—Pero al menos sabrán que alguien utiliza esta playita secretamente, no sabemos para qué —saltó Sara—. Para empezar, puesto que Petra la ha tomado con la puerta de la bodega, Raúl, que posee la fuerza suficiente, que la eche abajo y saldremos de dudas.
En el calor de la discusión, ninguno se había percatado de la llegada de Luci. Silenciosamente, al amparo de las rocas, ella regresó a la casa.