Capítulo 8

UN RECIÉN LLEGADO Y UNA DESERCIÓN

—¡Oscar! ¡Oscar! ¡Ha sucedido algo horrible!

El chico abrió la puerta del dormitorio, aventando las tapas de cacerolas con un ruido que aumentaba la confusión y se presentó en el pasillo descalzo, en pijama y con el pelo revuelto.

—¡Héctor y Julio la han armado! —auguró.

Pero se asustó de verdad al contemplar el gesto angustiado de Lucí y el disgusto de la cara de Verónica, que iban tras Sara.

—Son unos traidores, unos irresponsables, unos desagradecidos, unos… —a Verónica le faltaron el aire y las palabras.

—¡Dios mío, nunca hubiera imaginado que ellos eran así! —exclamó Luci.

Petra se había aferrado a la chaqueta del pijama de Oscar y tiraba de él.

—Se han fugado —exclamó Sara—. Así, fugado, durante la noche para no tener que dar la cara. Esto no se lo perdono.

—¿Cómo sabes que se han fugado?

Sara llevaba un papel en las manos y sólo entonces el menor de los costarricenses reparó en él.

—¿Es que han mandado una carta? —preguntó aturdido.

—¡Ni que tuviéramos aquí correo urgente! Se han limitado a dejar una nota en la mesa del comedor.

Oscar, alargando la mano, se hizo dueño de la hoja de papel. La letra le resultó desconocida y supuso que el encargado de la escritura había sido Héctor. Sin embargo, al final no sólo aparecía la firma de éste, sino la de su hermano. El chico leyó:

Querida Luci y pandilla: Nos costaba despedirnos de vosotros porque dar explicaciones no siempre es agradable, pero debemos confesar que la estancia aquí nos estaba resultando demasiado aburrida. Ni siquiera hemos sacado los botes de goma para no disgustar a Luci, ni practicado la pesca submarina, ni hemos hecho nada de lo que nos agradaba. Volveremos para regresar juntos a Madrid.

Un abrazo.

Héctor - Julio

La más furiosa era Verónica, que aseguraba que en lo sucesivo no iba a confiar en nadie. Se sentía dolida y humillada y no podía ocultarlo.

—Por lo visto somos tan aburridas que han llegado a sentirse asqueados. Como me llamo Verónica que a ese par no vuelvo a dirigirles la palabra.

Oscar quería defender a los ausentes, pero no sabía cómo.

—¡Dios mío! ¿Qué les diré a sus familias? El permiso que ellas concedieron estaba fundamentado en que iban a estar conmigo.

—¡Buen disgusto le han dado a mamá! —prosiguió Verónica—. Claro, ahora tendrás que telegrafiar a sus familias o ponerles una conferencia desde el pueblo.

Materialmente, Luci se tambaleó:

—¿Tú crees? ¿No sería mejor esperar a que vuelvan?

—Pero en la nota dicen que lo harán para regresar a Madrid y faltan cuatro días —objetó su hija.

De pronto Sara se había quedado muda, al igual que Oscar. Los dos se miraban con mil sospechas en los ojos. El chico dijo por fin:

—Entonces… eso es lo que planeaban ayer. A cada momento estaban de secreteos… Pero yo no creo que se hayan ido. Julio es incapaz de hacer eso.

—¡Valiente hermano tienes! —acusó Verónica—. Ese es capaz de todo.

—¡No es verdad! —replicó Oscar, rojo de rabia.

La mano de Sara cayó en su hombro.

—Cálmate, Oscar, por favor…

—Si Raúl hubiera estado aquí, esos dos no se hubieran ido. Os aseguro que antes les hubiera roto las narices. Y nosotras nos lo merecemos, por haber preferido a estos desleales, a estos mamarrachos, a estos retorcidos, a estos intrigantes de la peor estofa, a estos… —y soltó la primera palabra que al comienzo de la parrafada no se había atrevido a emplear—, sinvergüenzas. Si Raúl hubiera estado aquí…

Un vozarrón colosal dijo desde el exterior:

—¿Hay alguien por aquí?

Verónica, dominada por una loca alegría, saltó por las escaleras a riesgo de rodar y abrazó al coloso que introducía su cabeza por el umbral.

—¡Raúl, Raúl! ¡Gracias a Dios que has venido! No sabes cómo te necesitábamos… si no llegas a venir…

«El jaguar» recién llegado ni en sueños hubiera esperado semejante recibimiento. Palidecía, enrojecía, no sabía qué hacer con las manos, tragaba saliva… en fin, la felicidad le había convertido en un ser tan fuera del mundo que no sabía reaccionar.

—¿Cómo se te ha ocurrido venir? —le preguntó Sara.

El muchacho hizo un gran esfuerzo por mostrarse coherente y explicó:

—Pues… he insistido tanto con papá, que por fin le he arrancado el permiso. Llegué anoche al pueblo, pero como desconocía el camino, he dormido en la posada. Y esta mañana he encontrado quien me acompañara hasta aquí.

Una cabeza de revuelta pelambrera apareció tras la espalda de Raúl. Nadie hasta entonces había reparado en el chico de la pintada, que ahora miraba en torno con expresión anhelante y preguntó:

—¿Es que el señorito alto no está?

Seguramente había llegado muy ilusionado por la propina a obtener. Si por cuidar un coche que no cuidó había recibido cincuenta pesetas, por llevar al forastero a través de un largo e incómodo camino…

—No, de momento, no —respondió Sara a la carrera.

Raúl ni llegaba a captar la situación. Y sólo porque Sara le propinó un zarandeo, llegó a entender que debía compensar a su acompañante por el favor. Contándolos mucho, Raúl le alargó tres duros. Con ellos bailando en el bolsillo, el pequeño campesino emprendía el regreso echando pestes contra los señoritingos de postín y hasta imaginando refinadas represalias.

Raúl se encontró como un emparedado, rodeado por todos los de la casa, hasta recalar en una silla del comedor.

—¡Ah, qué casa tan preciosa, qué lugar tan ideal! Todo el tiempo he estado pensando en «mis jaguares». ¿Qué? ¿Héctor y Julio por el mar?

Del arrebato primero de Verónica no quedaba nada. Los demás tenían las caras tan largas como la de aquélla. Y, por vez primera, Raúl pensó que algo raro sucedía allí.

—¿Os… he disgustado? Por sitio no os preocupéis; yo no necesito cama ni nada así…

—¡Ay, hijo! Lo que sobran son camas. Podrás poner la cabeza en una y los pies en otra —le explicó Sara—. Tus amados «jaguares» nos han abandonado, así como suena.

—Pero… ¡no puede ser! Tendrían que haberse vuelto locos y no lo están —objetó Raúl, con absoluto convencimiento.

Verónica le alargó la famosa hoja de papel.

El recién llegado empezó a leer, deteniéndose a cada línea para repetir: «No puede ser».

Al terminar, fue recorriendo los rostros que tenía ante sí, con gesto alelado. Podía haber entendido cualquier cosa, pero aquello no.

Entonces Luci, que se había recuperado, se empeñó en preparar café para Raúl, dirigiéndose a la cocina. Y Oscar se fue hacia su cuarto con intención de vestirse. Tras una duda, Sara le siguió.

—¡Menudo ayudante me he buscado! —le reprochó en el pasillo—. La parejita se ha largado y tú sin enterarte.

—¡Pero Sara, si lo hice muy bien! Todo como tú indicaste. Fingí ir al baño, recogí las tapas de cacerolas que tú me habías dejado allí y al volver al dormitorio las dispuse tras la puerta cerrada. Y esta mañana estaban donde las dejé. Y te aseguro que las puse en el suelo despacio y con tanto cuidadito que ellos no se enteraron.

—Repite eso. ¿Seguro, seguro que las tapaderas estaban donde las pusiste?

—En hilera como un ejército en formación. Al abrir la puerta esta mañana han salido de estampía.

—Al abrir tú…

—Claro, al abrirla yo.

—Eso significa que nadie ha abierto esa puerta durante la noche…

—No; se abre para adentro.

—¡Justo! Han escapado por la ventana —afirmó con aire triste, diciendo que ya se le había ocurrido. Y de pronto se encontró entre las manos de Sara y sufriendo sus zarandeos.

—¿Pero es que no te das cuenta de la incoherencia de los hechos?

Con los ojos muy abiertos, Oscar la miraba sin comprender.

—Ellos han huido por la ventana, pero la nota ha aparecido sobre la mesa del comedor.

—La pondrían allí, volverían a subir…

Oscar se desdijo moviendo la cabeza.

—Ya veo que lo entiendes. En ese caso, las tapaderas nos hubieran alertado. Petra ha dormido en el pasillo y ya sabes cómo es. Y Petra no ha dado la alerta en toda la noche.

—Quizá entraron por la puerta de acceso a la casa, pusieron la nota y se fueron.

—Tampoco. Anoche me aseguré de que la puerta estaba cerrada con llave por dentro y las ventanas de la planta baja aseguradas.

—¡Qué jeroglífico, qué jeroglífico! —repetía Oscar.

Sara recapacitó unos momentos, antes de decir:

—En el primer momento estaba furiosa contra tu hermano y Héctor, pero ahora empiezo a creer que ellos no nos han ofendido. Oscar, aquí hay muchas cosas por descubrir.

El chico sintió un escalofrío en la espalda.

—Tendremos que hablar con Verónica y Raúl.

—Sí —convino Sara. Y de pronto se pegó un cachete, como solía hacer cuando las cosas no le salían a gusto—. Aguarda; no es que desconfíe de Verónica, pero está un poco rara. Y Luci es una persona mayor y las personas mayores ya sabes lo mal que aceptan las iniciativas de los jóvenes. Hay que ponerse en acción y esto tenemos que hacerlo tú, Petra y yo; bueno, y también Raúl. Todo será que este lío de la nota tenga una explicación lógica al regreso de Héctor y Julio…

—Oye, ¿no se habrán ahogado?

A la sola idea de una catástrofe, el chico había palidecido.

—No, tranquilízate; los ahogados no escriben notas.

Al chico se le escapó un suspiro largo, largo…

Oscar se vistió a la carrera y se reunió con Sara. Verónica y su madre se afanaban en la cocina, dejando dispuesta la comida y Raúl, con movimientos torpes que impedían a las otras ser efectivas, trataba de ayudarlas.

—Nos vamos —dijo frescamente Sara—. Os ayudaremos después. Raúl, si vienes te enseñaremos los alrededores.

—Luego —repuso él, pareciéndole mal la salida mientras dos de las personas se quedaban trabajando.

En compañía de la ardilla, los investigadores se lanzaron fuera de la casa.

—Vamos, Petra, vamos… busca a Héctor y Julio… —le apremió Sara.

A sal ti tos, el animal corrió junto a la pared de la casa, dobló la esquina y fue a detenerse bajo la ventana del dormitorio de los muchachos.

—¡Guapa, Petra! —la alabó Sara—. ¿Dónde han ido Héctor y Julio? Vamos, llévanos…

Siempre a saltitos, con la cola en alto, la ardilla regresó a la casa. En el umbral se detuvo con gesto satisfecho, levantando la cabecita hacia ellos, que era su forma de expresar: «Ved que lista soy».

—Pero Petra, no; aquí no están Héctor y Julio. Vamos, ¿por dónde se han ido? Llévanos…

La ardilla, con una carrera, se precipitó en la cocina, llevándolos detrás.

—Creí que no pensabais venir a ayudar —dijo Verónica—. Anda, Sara, pela unas patatas.

Sara se moría de impaciencia con las patatas en la mano. No conseguía aumentar las que dejaba en el plato porque, a cada pasada de cuchillo, se llevaba la mitad. Raúl permanecía en silencio, tratando de ser útil sin lograrlo, y Luci, aunque estaba delante de la sartén, se dejó quemar lo que estaba friendo.

—¿Qué haces, mamá?

—¡Oh! Me he distraído tontamente. Y tuvo que arrojar en el fregadero el contenido de la sartén.

Verónica se había lanzado a explicar a Raúl que todas las mañanas iban al pueblo en busca de provisiones y que dejaban la comida hecha. De nuevo volvió la atención a Sara.

—¿Qué haces? Estás tirando lo mejor de las patatas.

—¡Oh, perdona! Es que me he distraído.

Estaba con el ojo en las vueltas y revueltas de Petra, que empujaba a Oscar junto a la puerta de la bodega.

—Bueno, chicos, éstas son unas vacaciones para pasarlo bien —dijo Luci de pronto—. No quiero veros en la cocina. ¡Hala, todos a la playa!

Verónica dijo que iba a ponerse el bañador y salió de la cocina. Entonces Sara recogió a Petra rápidamente por si había contraorden y, con una mirada de complicidad en dirección a Oscar, dijo:

—Vamos, Raúl, te enseñaremos los alrededores.

—¿No esperamos a Verónica?

—No te preocupes. Vendrá sólita.