ENGORDA LA BOLA DE SOSPECHAS, SUSPICACIAS Y RECELOS
Agachándose por si quedaba alguien de vigilancia por los alrededores, ambos muchachos llegaron hasta la puerta de la casa. Julio, con una mano, se acariciaba el labio; con la otra empujó la puerta suavemente. Muy pronto supo que se hallaba cerrada.
—¿La has cerrado tú? —susurró.
Héctor negó con la cabeza y dijo:
—¿Qué hacemos ahora?
El mismo se dio la respuesta.
—Si hemos de mantener esto en el secreto tendremos que trepar hasta la ventana de nuestra habitación.
Rodearon sigilosamente la casa. Bajo la ventana, pegados a la pared, Julio susurró:
—Me pregunto qué es lo que está sucediendo aquí y qué es lo que Luci sabe. Porque Luci sabe algo. Está siempre como asustada, preocupada, ¡qué sé yo! Y en cuanto a esos tipos, me gustaría saber si se han ido o continúan aquí…
Héctor pensó en la puerta de la bodega y su llave, tan misteriosamente aparecida y desaparecida. Y Julio en la cantidad de alimentos que ellos no consumían. Pero entonces, ¿cuál era el juego de la madre de su amiga?
Lo que a continuación dijo Héctor, le confirmó en su idea de que ambos compartían iguales sospechas.
—Piensa en Verónica; la pobre criatura iba a pasarlo muy mal si se barruntara algo de todo esto.
Julio afirmó. Luego saltó sobre los hombros de su compañero y, aferrándose a la tubería de desagüe del agua de lluvia, pudo alcanzar el alféizar y, tras unas cuantas intentonas baldías, pasar a la habitación. Después, con medio cuerpo fuera, extendió las manos para asir al otro. Héctor era un atleta y no tuvo demasiadas dificultades para encaramarse hasta allí.
Por la mañana, ni siquiera se enteraron de que Oscar se levantaba. Sólo cuando éste les zarandeaba por turno, volvieron a la realidad.
—¡Gandules, más que gandules! ¡Todas las mujeres de la casa y Petra han desayunado y yo también…!
De pronto se hizo atrás, con gesto desorbitado.
—¡Jul…! ¿Qué tienes en la boca?
Julio se tiró de la cama y fue a ponerse ante el espejo. En efecto, el labio inferior se le había hinchado y un cerco morado aparecía junto al pequeño corte. No había perdido ningún diente, como exageró en el primer momento, pero no se sentía mucho más feliz, porque, siendo terriblemente aprensivo, le temía mucho a las infecciones.
—¿Dónde te has hecho eso? ¿Quién te ha hecho eso? —le apremió Oscar.
—¿Quieres dejar de incordiar, mico? Anda, mira a ver si alguien tiene algo para desinfectar…
En cuanto Oscar salió, Héctor dijo:
—¿Qué vas a contar para justificar ese corte? Y conste que es muy pequeñito. Te cuidas tanto que lo estás exagerando.
—Como no lo tienes tú…
Héctor se llevó los dedos a la cabeza. No podía ni tocarse, de lo sensible que la tenía.
El hermano menor regresó poco después con un frasco de mercurocromo y una curiosidad escapando por todos los poros de su cuerpo. Debía haber dado en la casa alguna versión truculenta, a juzgar por la expectación con que se le aguardaba.
—¿Qué te ha pasado, Julio? —le preguntó Luci.
—Nada, no tiene importancia —dijo él, intentando distraer la atención de su persona.
Quizá lo hubiera logrado de no ser por Sara y su ardilla.
—¡Qué sopapo! —exclamó ella—. De haber estado Raúl aquí diría que es un puñetazo de su marca, pero como no está… y como Héctor es tan cortés…
Petra chillaba, saltando a derecha e izquierda de Julio y él, molesto, la apartó con la mano.
Para librarse de hablar, los accidentados se entregaron a la tarea de engullir, pero el café con leche caliente hizo que Julio se apartara la taza de la boca, derramando la mitad de su contenido.
—Está muy «misterioso» el día —masculló Verónica.
Entonces Sara, que estaba tras los muchachos, sirviéndoles el desayuno con una dedicación que ellos no agradecían, se llevó una mano a la frente. Con la otra, en la que empuñaba el azucarero, señaló la cabeza del rubio jefe de «Los Jaguares».
—¡Santo cielo, qué chichón! Tienes sangre pegada en el pelo.
Todos, Oscar el primero, corrieron para ver la descalabradura y Petra se le subió en el hombro, ocupando un lugar de privilegio.
—Héctor, muchacho, ¿no me estáis ocultando algo? —preguntó Luci, con gesto preocupado, mirando ya a uno, ya a otro.
—Bueno, no tiene importancia, ¿lo dejamos ya? —solicitó Héctor, con una sonrisa tremendamente atractiva para la asamblea.
—Sólo cuando te hayamos curado —replicó Verónica—. Si Julio necesita litros de desinfectante, tú no vas a ser menos.
La declaración estaba muy respaldada con la actitud de Sara.
Tras un titubeo, Luci suplicó le dijeran la verdad: ¿se habían pegado?
Por fortuna, Sara presentó aquí una actitud discreta y prudente, no carente de contundencia.
—¿No está claro, Luci? Pero no te preocupes. Esta pareja terminan siempre amigos.
—Creí que erais más juiciosos —sentenció Luci—. No me gustan las violencias.
Julio levantó los ojos hacia ella y la miró con tanto descaro que Luci huyó con la cafetera camino de la cocina.
—A lo mejor, puesto que tenemos heridos, habremos de limpiar nosotras sólitas toda la casa —apuntó Sara, buscando la aquiescencia de su compañera.
—Sólo por hoy y sin que sirva de precedente —concedió ésta.
Seguramente la limpieza no fue más concienzuda que si hubiera corrido a cargo de Julio, porque terminaron en seguida. Todo porque estaban comiditas por la curiosidad y no deseaban sino tener un aparte con ellos, lejos de los oídos de Luci. Así que, precipitadamente, les siguieron a la playa.
Debían haberse puesto de acuerdo, porque Sara empezó:
—Y ahora sin subterfugios, ¿por qué ha sido?
—Muy clarito —forzó Verónica.
Sin dar respuesta, Julio se tumbó a tomar el sol. Héctor, incapaz de que las chicas siguieran disgustadas, se las captó, empezando por poner su cautivadora sonrisa en juego:
—Queridas camaradas «Jaguares», os pedimos un voto de confianza. Os haré una súplica: dejadnos reponer del descalabro sin preguntas.
—¡Ya está! —declaró Sara—. La culpa ha sido de ése —señalaba al costarricense.
—¡Siempre os estáis metiendo con Jul! —protestó Oscar—. El no va por ahí pegando a la gente.
—Gracias por tu voto de confianza, mico —susurró su hermano sin moverse.
—Opino como Oscar —dijo Héctor, riendo.
El enfado de ellas duró muy poco. Sara volvió su atención a Petra que, por tercera mañana consecutiva, se iba a revolver en el «agujero misterioso», como le denominaba Oscar. Una vez más, se empeñaba en poner ante las narices de «Los Jaguares» las prendas húmedas de los submarinistas.
—¡Ea, esto ya me va pareciendo muy raro! —comentó Verónica, sobando el traje de goma—. Está mojado.
—¿Y cómo va a secarse en aquel agujero? —barbotó Julio, levantando la cabeza.
—Eso lo sabremos ahora mismo —con lo que dijo seguidamente, Sara les dejó de una pieza—. En otro agujero de la misma roca, pero más abajo, porque yo no llego allá arriba, puse ayer mi gorro de baño, que también es de goma, completamente empapado. Iré a buscarlo.
Su compañera, Oscar y la ardilla fueron tras ella. Héctor murmuró en dirección a Julio:
Esto tenemos que resolverlo nosotros.
La orden de silencio estaba dada.
Al momento tenían junto a sí a los otros tres, lanzando exclamaciones de sorpresa.
—¡Está completamente seco! —decía Verónica.—
Oscar volvía a ser Oscar.
—¡Jo… qué misterio más tenebroso!
—¿Dónde está el misterio, crío entrometido? —dijo su hermano con enfado real—. Ese gorro es pequeño, ha estado en un hueco de la roca menos profundo y se ha secado.
—Totalmente de acuerdo —sentó Héctor.
Las chicas suspiraron pensando en Raúl, que jamás les llevaba la contraria. Y entablaron una competición cuyo objeto era destacar las excelencias del compañero ausente, tan bondadoso y nada autoritario.
Ellos las oían como quien oye llover. Héctor había imitado al costarricense y tomaba el sol ajeno a lo que le rodeaba.
Al rato, Sara empezaba a jugar a la pelota con Oscar y Verónica, en solitario, se dirigió a los acantilados. El jefe de «Los Jaguares» la seguía con la vista.
Minutos después se reunía con ella. Mirándola de cerca, descubrió cierta angustia asomada a su semblante:
—Verónica, bonita, ¿estás preocupada por algo? Quizá Julio y yo hemos estado muy antipáticos esta mañana.
—No estoy preocupada sino… triste. Julio y tú habéis demostrado no tener confianza en nosotras…
—Julio y yo os consideramos mucho más de lo que supones…
Se miraron y ella supo que era sincero. Movió la cabeza como para dejar aquello de lado. Quiso demostrarle que no era rencorosa y tenía su confianza.
—Estoy triste por mamá. No se lo digas a nadie, pero me preocupa mucho. Creí que todo estaba arreglado y que el venir aquí era una cosa estupenda para solucionar todo y ahora comprendo que no es así.
—¿No estarás haciendo una montaña de un grano de anís?
—No creo. Héctor… me da apuro decirlo… quizá no sé explicarme…
—Explícate como sea; yo siempre te comprendo.
Verónica parecía reunir sus ideas.
—Yo… estaba rabiosa con mamá y con aquel pretendiente de Madrid y me sentí muy aliviada cuando observé que ella tiraba sus rosas a la basura. Y al decidir el viaje, di el incidente por terminado. Pero ahora comprendo que estaba equivocada. Mamá no parece la misma; no habla, apenas se ríe… sí; es distinta.
—¿No serán figuraciones tuyas?
Pasaron unos segundos antes de que Verónica respondiera, ocupada en darle vueltas a la conchita que tenía en la mano. Sin levantar la vista, y casi sin voz, aseguró:
—¿Crees que eso del amor es tan importante…? A lo mejor está enamorada y por eso se siente triste. A veces creo que ha llorado y trata de disimular. ¿Tú qué crees? Me daría mucha rabia que el amor fuera tan importante como para haber cambiado a mamá.
—Pues… para algunas personas supongo que lo es.
—Pero mamá es mía. ¡Eramos tan felices las dos! Yo le contaba todo, casi como a Sara, aunque ahora, no… como a ti. Ella siempre estaba jugando conmigo y siempre nos reíamos de cualquier tontería.
—Ahí ya encuentro una explicación. Tú ya no eres una niña. No es posible andar jugando a todas horas. Ella suele decir que tú has crecido de pronto, muy deprisa; si hay alguna frialdad entre las dos, pasará. Suele suceder entre padres e hijos.
—¿Tú crees? ¡Cuánto me alegro de haber hablado contigo! Ahora me siento mucho mejor.
Volvieron a quedar en silencio, satisfechos de su compenetración. Al rato, ella añadió:
—Quiero mucho a mamá y a veces me desprecio porque soy egoísta. No seas amable y confírmamelo. ¿Soy egoísta de verdad?
Héctor midió sus palabras, que eran tan esperadas.
—En principio quizá lo hayas sido, pero inconscientemente, del modo más natural. Ahora te digo que no; ya no estás pensando en ti, sino en tu madre. En eso no hay egoísmo; todo lo contrario.
—¿Qué podría hacer para alegrarla?
—Demostrarle que la quieres tanto como siempre y nada más. Si ella comprendiera que le estás dando importancia, le serviría de preocupación.
Estuvieron un rato en silencio, mirando las olas estrellarse contra las rompientes una y otra vez.
—Verónica, ¿qué sabes del hombre de las rosas?
—No sé nada. Mamá nunca hablaba de él. Le vi alguna vez cuando la acompañaba a casa por las tardes. No me gustaba nada porque le tenía manía, pero he de reconocer que a lo mejor resulta atractivo para los demás.
Héctor estuvo recordando la cara de aquel individuo. Seguramente las mujeres le considerarían atractivo… Sí, era bien parecido.
Al volver la cabeza, divisó a Sara mirando con curiosidad hacia ellos, sin ocuparse para nada de la pelota. Héctor decidió que debía aprovechar su tiempo, aunque le daba vergüenza sonsacar a su amiga.
—A lo mejor no es lo que tú crees y a tu madre no le importa para nada el tal individuo. Quizá tenga otras preocupaciones.
—¿Por qué ha de tenerlas?
—Y, ¿por qué no? Todas las personas las tienen en determinadas épocas de su vida. Para empezar, ¿qué sabes de tu madre?
Verónica levantó la cabeza con asombro.
—¡Todo! —contestó—. Que es muy buena y me quiere mucho.
A continuación emprendieron el regreso hacia donde estaban los demás, resbalando por el verdín de las rocas.