UN CAMBIO DE GOLPES MUY PRECISO
Varios pares de manos tanteaban el traje.
—No creo que esté tan mojado como para eso —expuso Héctor—. Yo creo que han pasado por lo menos cinco horas.
—Si Héctor asegura que son cinco horas, son cinco horas —decidió Verónica.
Pero Sara sostenía la teoría de que no podían ser ni cinco ni dos, porque el submarinista tenía que haberlo utilizado de noche y nadie se lanzaba al mar de noche ni andaba por aquellos riscos, para llegar hasta allí, arriesgándose una caída en la oscuridad, sin probabilidad de recibir auxilio.
—Os digo que conserva la humedad que tenía ayer.
—Bueno, como no nos pertenece, tendremos que llevarlo a su lugar —dijo Héctor, poniéndose en pie para dirigirse al agujero de la roca y depositar el traje.
A Sara no le hacía gracia compartir la playita, de la que había llegado a creerse dueña y de ahí que se aferrase a su idea.
—Aquí no estamos más que nosotros —repitió.
Pero se quedó con las palabras en el aire y Julio se dignó levantar la cabeza para ver qué sucedía.
Oscar estaba enseñando una colilla seca.
—Esto no estaba aquí ayer y como no ha venido nadie, si hemos de creer a Sara, resulta que Julio fuma. Tendrás que portarte bien para que no se lo diga a papá.
—Si fumo o no, eso es cosa mía y papá no tiene nada que oponer; pero si tú, crío del demonio, te conviertes en acusica, te irás a jugar con los mocosos de tu edad.
Aquélla era la suprema amenaza que podía hacerse a Oscar y permaneció silencioso.
Por lo bajo, Sara dijo:
—Siempre se la carga Julio, ésa es la verdad. Puede que la colilla sea de Héctor y hasta mía, aunque soy la primera propagandista de la playita limpia.
Héctor había negado y nadie volvió a ocuparse de la colilla. Sara se dedicó a ejercicios de amaestramiento con Petra, casi todos referidos a lenguaje. A pesar de su indolencia, Julio seguía con interés la clase, maravillándose de la habilidad de la dueña del animal para enseñarle y de éste para asimilar las enseñanzas.
Héctor se había preocupado de que el traje de submarinista volviera a su sitio, cuando Luci apareció en la playita.
—¿Vamos ya al pueblo? Tenemos que traer provisiones; ayer estábamos mejor provistos que hoy.
—Si no os importa, me quedo —dijo Julio.
—A mí me importa —protestó Sara—. Tú vienes, digo, si quieres y por favor…
—Luci apuntó:
—Tenéis que enviar unas líneas a vuestras familias, aunque sea una postal, para que sepan que habéis llegado bien. Es una lástima que aquí no tengamos un teléfono.
Por no ir contra corriente, Julio aceptó la sugerencia, o lo que fuera.
—Se está tan bien aquí… en fin, vamos.
Como la víspera, ocuparon el coche en tropel, con Petra saltando por encima de todos. También como la víspera, Luci ocupó su asiento del volante en silencio.
«Creí que era más habladora», pensaba Héctor.
Al llegar al pueblo no tuvieron dificultades para encontrar el corral ofrecido por el tendero. Rodeada de gallinas, aparecía una camioneta.
En la tienda no estaba el dueño, pero sí su mujer, que se desvivía por atender a los forasteros. Mientras Luci ponía a un lado tres enormes panes redondos, Julio susurró junto a Sara:
—¿Para qué comprará tanto pan?
—Esta mañana no había nada —dijo ella.
Al pan añadió una regular cantidad de bizcochos caseros y carne. Julio no entendía de cantidades, pero supuso que se aprovisionaba para varios días. Mientras escribían las postales, en un velador de la plaza, ella todavía adquirió otras cosas.
Con las postales para la familia, salió otra destinada a Raúl, el «Jaguar» ausente, pero al que todos tenían presente. Y después, cargando con los paquetes, regresaron en busca del coche.
Al salir del pueblo divisaron a la pareja de la Guardia Civil, a la que saludaron con toda la alegría de que «Los Jaguares» eran capaces.
—¿Tan amigos sois? —se asombró Luci.
—Muchísimo —explicó Oscar—. Ayer les contamos montones de cosas. Se ve que les gustaba.
—¿Andaban cerca de la casa? —preguntó ella.
—No, iban por el monte, de ronda, pero por puro trámite. Dijeron que por aquí nunca pasa nada —añadió el chico.
A la hora de comer, Luci propuso hacer aquella tarde un recorrido en coche para conocer la zona, aunque acordaron no salir antes de la cuatro y media o las cinco. Viendo a Héctor y Julio poco comunicativos, Sara pensó en Raúl, diciéndose que animaba la pandilla más de lo que habían apreciado.
Julio se zafó del fregadero corriendo a la playita y saltando sobre la roca que ocultaba una buena parte del mar. Apenas llevaba cinco minutos allí, oteando el horizonte, cuando Héctor se le unió:
—¿Qué miras? —preguntó.
—Lo mismo que tú: el mar. Y allí seguían cuando divisaron una lancha rápida con una bandera. No podían distinguir bien los colores.
—Creo que es la bandera española y eso significa que debe ser una patrullera —expuso Julio.
—Deberíamos haber traído los prismáticos. Oye, ¿es natural tener a una patrullera por la costa?
—Absolutamente natural. Por otra parte, al otro lado se encuentra el Norte de África y más allá las Canarias, de donde procede gran parte del contrabando que entra en la Península. El servicio de vigilancia es lógico.
—Cierto… Bien, es un consuelo saber que alguien vela por los ciudadanos pacíficos —rió Héctor.
En aquel momento Oscar y Petra aparecieron junto a ellos.
—Dice Sara que vayáis a secar los platos y que sea en seguida.
El chico volvió a marcharse, satisfecho de su papel de mensajero.
—Anda, vamos —dijo Héctor, riendo, arrastrando a su amigo.
Por cierto, Julio no secó ni un plato, pero sí anduvo en la nevera, disponiendo el contenido con precisión matemática.
Sara, que siempre se burlaba de él, le llamó sibarita.
Aquella tarde se cumplió la excursión proyectada, que resultó interesante. A las cuatro y media, cuando bordeaban el camino sobre el mar, descubrieron un barquito. Oscar apuntó:
—Mirad, es el mismo yate de ayer. Se ve que le gustan estas aguas.
Por la noche regresaron cansados, luego de visitar tres catedrales en otros tantos lugares y recorrer sitios pintorescos.
Después de cenar, tras una breve partida de cartas, se retiraron a descansar. Sorprendentemente, Héctor y Julio no habían prodigado las palabras.
Habían transcurrido varias horas en medio del silencio impresionante engullido por el rumor del mar, cuando Héctor se despertó de pronto y consultó en la oscuridad su reloj luminoso. Iban a ser la cuatro de la madrugada y la noche era todavía cerrada en aquella época del año. Por la abierta ventana no se filtraba claridad alguna en aquella noche sin luna y con parte de las estrellas cubiertas por nubes altas.
Héctor dirigió una mirada a las otras dos literas. Oscar respiraba acompasadamente y, de forma borrosa, podía distinguir más allá el bulto del cuerpo de Julio. Se levantó muy despacito, tratando de no hacer el menor ruido y, como si tuviera planeada su acción, salió al pasillo llevando en la mano las únicas prendas oscuras que poseía: un pantalón y un jersey. Se los puso en el pasillo y, descalzo y despacio para no tropezar, fue bajando las escaleras y atravesó el hall hasta llegar a la puerta. Ni siquiera tenía echada la llave y ésa fue su primera sorpresa, pues suponía que por las noches Luci se encargaba de cerrar.
Con toda clase de precauciones se presentó en la playita, pegado a las rocas y fue a apostarse tras un peñasco, dispuesto a ser paciente. Tenía que descubrir el misterio de los equipos de submarinistas, usados, según sus deducciones, durante las dos últimas noches.
Soplaba un fuerte viento y su acecho no resultaba agradable, pero estaba dispuesto a armarse de paciencia. Al principio no veía nada pero, poco a poco, sus ojos se compenetraban con la oscuridad y pudo distinguir los contornos.
De repente, se sintió como electrizado. Dos sombras oscuras emergían del mar; muy despacio, fueron adentrándose en tierra y a sus oídos llegó el sonido característico de metales al entrechocar y de un cuerpo pesado al ser arrastrado por la arena y las rocas.
¿Quiénes eran? ¿Qué hacían saliendo del mar en medio de la oscuridad?
Héctor se incorporó un poco para seguir los movimientos de aquellas dos sombras humanas alejándose de la playa. ¿Iban hacia la casa? Al momento Héctor se respondía negativamente. Seguían la dirección del sendero en cuesta que conducía al camino. Ya no podía ver al par de sombras cuando tuvo la intuición de que alguien respiraba a su espalda.
Justo cuando ese alguien saltaba sobre él, se volvió. Tuvo el tiempo preciso para lanzar un puñetazo a su contrario. Caso curioso, simultáneamente recibió un tremendo impacto en el cráneo y se desplomó con la confusa noción de que su enemigo se había desplomado también.
Una claridad difusa que despuntaba por Oriente hirió los ojos de Héctor cuando se incorporó con esfuerzo, sacudiendo la cabeza en la que tenía ruido de maracas. Otra cabeza se sacudía a su lado y un leve quejido le confirmó de la identidad de su enemigo.
—¡Julio! —exclamó.
—¿Eres tú? ¡Animal! ¿Qué me has hecho? —exclamó aquél, con lengua estropajosa.
Héctor se tanteaba el cráneo con dedos cuidadosos.
—A poco me abres la cabeza, so bestia. ¿Con qué me has dado?
—Yo te he dado fuerte, pero tú creo que me has roto un diente y tengo el labio destrozado.
Héctor, tambaleándose, fue hasta la orilla y se remojó la cabeza, sintiéndose a partir de entonces completamente bien. Encontró a su amigo tocándose el labio y mirándose después los dedos, como si esperase encontrarlos anegados en sangre. La escasa luz no permitía contemplar los desperfectos en su totalidad.
—¿Se puede saber a qué has venido aquí? —le increpó Julio—. Te he dejado bien dormido en tu cama, supongo que hace ya mucho rato.
—¿No estabas en la tuya? ¿Y el bulto?
—Una almohada.
Héctor le indicó con un ademán la conveniencia de dejar las explicaciones para más tarde. Cuando se aseguró de que en los alrededores no había nadie, se sintió furioso. Iba a explotar, culpando a Julio de su desafortunada intervención, cuando éste se le adelantó en las acusaciones:
—¡Si al menos hubieras seguido en tu cama! Esos tipos se nos han escabullido lindamente y ahora estamos igual que al principio.
—¿Así que sospechabas? Pero no me habías dicho nada, ¿por qué?
—¡Guárdate las preguntas! ¿Qué me habías dicho tú a mí?
—Intentaba no abultar las cosas. Mis sospechas podían ser sólo sospechas.
—¡Hmmmm! Bueno, las tuyas y las mías se han confirmado. Yo estaba bien seguro de que alguien andaba por las noches en la parte baja de la casa. Descartadas Luci y las chicas, me intrigaba el caso.
—Yo he sido más lento de comprensión. Tu teoría de los gatos me alertó. Dime, ¿desde cuándo vigilas?
—Si te refieres a esta noche, desde el momento de cerciorarme que estabas como un tronco. Me senté junto a la puerta de nuestra habitación para vigilar el pasillo, modo de saber con seguridad que no era Luci la que hacía de fantasma nocturno y ahora puedo afirmarlo. Pero como ya esperaba, he sentido leves pisadas en la planta baja y, después de un tiempo prudencial, me decidí a venir.
—¡Vaya! Has superado mi marca. Tenía tus mismas intenciones, pero me dormí y he acudido aquí más tarde que tú. ¿Qué más has descubierto?
—Nada, aparte lo que ya sabes. Me aposté detrás de una roca, pero esto estaba desierto. Quizá haya pasado media hora larga en la espera. Por cierto, debo felicitarte por lo bien que has sabido llegar, o por lo tonto que soy, pues, pendiente del acantilado y la playa, me has sorprendido por completo. La primera noticia de que no me encontraba solo la he sentido al disponerme a seguir a esos hombres al sendero. Te he visto y, como el que da primero da dos veces y de los que andan por aquí no me fío…
—¡Mira qué bien! Lo malo es que no has dado el primero, sino que tu pedrada ha coincidido con mi puñetazo —explicó Héctor.
—¿Puñetazo, dices? ¿Serás bruto, mostrenco? Creí que era una bola de hierro. Bueno, puesto que los pájaros se nos han escapado y lo que pretendemos los dos es no llamar la atención, volvamos a la cama. Está amaneciendo.