Capítulo 4

RUIDOS EN LA NOCHE

Verónica se había quedado pálida. ¿Habrían hecho algo malo sin darse cuenta? Y Petra, con aquella intuición de asombro, se escondió tras su dueña, muy calladita, aunque a lo largo del día les había vuelto locos sin parar de chillar (a su modo, claro).

—Buenas tardes —dijo uno de los guardias.

—Buenas tardes —replicaron ellos, viéndose contemplados con curiosidad.

—Hace mucho calor para andar de excursión —apuntó el más moreno.

—Pero es muy agradable poder respirar el aire puro —explicó Héctor—. Ahora estábamos buscando una sombra.

—Pues por nosotros no lo dejen —dijo el moreno—. Miren, ahí tienen una muy buena.

—Muchas gracias; sí que es una buena sombra —replicó Verónica en plan fino y tomando el caminillo indicado, rodeada de su grupo.

Los guardias fueron detrás.

—¿Así que forasteros? —preguntó el de más edad.

«Y dale», pensó Julio. En aquel lugar debía ser costumbre hacerle a uno el padrón.

—Ya ve… —a Sara no se le ocurrió más.

—¿Así que de ronda? —preguntó Julio, tomando la iniciativa.

El moreno contestó algo de que el trabajo era así.

—¿Es que tenemos malhechores por los alrededores? —preguntó Sara, inquieta.

Ellos sonrieron, observando el susto que reflejaba su cara graciosa.

—En cuanto a eso, pueden estar tranquilos. Por aquí nunca pasa nada, excepto alguna bronca en la taberna del pueblo.

—¡Pero la taberna no está aquí! —exclamó la vivaracha de Sara.

Ellos rieron la ocurrencia, sin ganas de marcharse.

—Bueno, de vez en cuando hacemos un recorrido para cumplir con nuestro deber —explicó el moreno.

El de más edad demostró que su curiosidad no estaba satisfecha.

—¿Han venido a pasar el día?

—No; estamos aquí por varios días —explicó Héctor—. Los que duren nuestras vacaciones.

—¿Así que estudiantes?

Tuvieron que explicarles en qué curso estaba cada uno y ellos quisieron saber sus edades.

—¿Te fijas lo que son estos chicos modernos, bien alimentados y enseñados? —le dijo el moreno al mayor—. Parecen mayores de lo que son.

Oscar se aupó disimuladamente sobre los talones. Aquella observación había sido muy de su gusto. Por el contrario, la inquieta Petra sacaba el morro de vez en cuando tras la espalda de Verónica y lo volvía a esconder.

—A lo mejor han venido ustedes en algún remolque. Si es así, no lo hemos visto —dijo el de la Benemérita de más edad. Y consiguió su objetivo, pues Oscar se lanzó a explicar que vivían allí cerca.

—¿No será en la casa de la extranjera? —quiso saber el moreno.

—En la casa de la playita, sí —replicó Verónica.

—¿Así que la extranjera ha vuelto? El año pasado se le perdió el perrito y nosotros lo encontramos, pero casi no pudimos entendernos con ella porque apenas sabía español…

—No sabía nada… —le interrumpió su compañero—. Por cierto, este año se ha traída una ardilla.

—La ardilla es mía —explicó Sara—. La señora extranjera le ha dejado la casa a la madre de mi amiga, que también está con nosotros, pero ella no ha venido.

—¡Ah…! Ustedes deben ser los que han estado en el pueblo esta mañana —adivinó el guardia moreno.

«Los Jaguares» afirmaron, cruzando miraditas entre sí, expresándose su idea de lo que corrían las noticias en aquel lugar.

Roto el hielo, no tuvieron que preguntar mucho más, pues las chicas y Oscar les dieron abundantes detalles de su vida y milagros. Después de media hora de charla en la que quedaron amigos, los guardias se alejaron a paso lento.

Oscar empezó a preguntar si asaban ya las salchichas y podía encender la fogata.

—¿Quieres callar? —protestó Julio—. Espera a que se pase un poco el calor.

Se había acomodado sobre la hierba y, con la gorra sobre la cara, se dedicaba a dormitar. Petra se encargó de ponerle de mal humor, quitándole la gorra a coletazos.

—¡Llévate a ese bicho o no respondo de mí! —explotó enfadado el costarricense, dirigiéndose a la dueña del «bicho».

—¡Pobre Petra! —se condolió Sara.

—Más le valía ahuyentar los gatos que andan por la casa de noche y dejarme en paz —farfulló Julio.

—¿Gatos?

Héctor y las dos chicas habían replicado a un tiempo.

—Ves visiones. No creo que en la casa haya gatos —objetó Sara.

—Pues por si acaso, cuidado con las salchichas. Esta noche debían andar por la cocina, porque he oído ruidos.

Héctor, con las manos bajo la nuca, se reía:

—Un leño como tú no oye a los gatos —dijo por fin.

Julio se incorporó.

—Si digo que hay gatos es que hay gatos. Tengo buen oído y no duermo tanto como crees.

—¿Maullaban bien o mal? Quiero decir, con ritmo —se burló Verónica.

—No me fijo en maullidos, graciosa, pero te aseguro que andaban revolviendo los cacharros.

De pronto, aquella llave aparecida en la puerta de la despensa y desaparecida después, acudió a la mente de Héctor. Sin embargo, se mantuvo en silencio.

Oscar se había alejado en compañía de las chicas en busca de ramas secas y Héctor aprovechó la ocasión para hablar con su compañero sin testigos. Ellas y el crío daban demasiada importancia a las cosas.

—¿Estás seguro de haber oído ruidos en la cocina esta noche?

—¿Es que no lo he dicho ya?

—Verás… seguramente resultará una tontería, pero quizá es que Luci se ha levantado y…

—No he oído su puerta —le atajó Julio.

—¿Recuerdas la puerta de la bodega…?

Julio se quitó la gorra de la cara. Luego se incorporó mirando a su compañero.

—La llave no estaba perdida, como supusimos.

—¡Ah, truhán!, ya has estado en la bodega…

Héctor le contó sus observaciones de la mañana.

—Entonces no me he dado cuenta, pero creo que Luci ha visto la llave, igual que yo y que se sentía preocupada. Pero lo que me extraña es que, al regresar de la playita, la llave ya no estaba.

—A las mujeres eso de curiosear las vuelve locas. Seguro que Luci ha estado en la bodega, pero para evitar que nosotros y, especialmente Petra, produzcamos algún desaguisado…

Tácitamente, al ver regresar a sus compañeros, ambos callaron. Había cosas que el trío debía ignorar para estar tranquilos, porque eran muy capaces de armarla por una tontería.

Volvían alborozados, con los brazos llenos de hojarasca. Sara les gritó:

—Por gandules, os debíamos dejar sin merienda.

Lo que no fue obstáculo para que ellos siguieran sentados, a la espera de que todo estuviera listo.

Las salchichas estaban ahumadas, pero las despachaban con apetito, cuando los guardias pasaron nuevamente por allí, de regreso de su ronda.

—Buen provecho.

Les invitaron a compartir las salchichas, con la secreta esperanza de que las rechazaran y así fue.

Héctor mostró un botellín de limonada.

—Esto no les vendrá mal, después del recorrido.

Los dos hombres aceptaron el botellín con gesto alegre y se quedaron unos minutos junto a los muchachos. Oscar gritó de pronto:

—¡Mirad! Un yatecito. Cuánto me gustaría ir en ese barco…

—Podrías alcanzarlo nadando —dijo uno de los guardias—. Suponiendo que seas buen nadador.

Oscar aseguró que lo era y añadió un sin fin de explicaciones complementarias encaminadas a dejarle en buen lugar, ante la sonrisa complacida de ellos.

Al caer la tarde regresaron a casa. Luci estaba en una tumbona, ante la casa, leyendo.

—¿Os habéis divertido? —preguntó con una sonrisa.

—Montones gordísimos —contestó su hija—. ¿Y tú? ¿Estás a gusto, mamá?

—Ya ves. Descanso y me repongo, que era lo que estaba necesitando.

Adrede, se entretuvo un poco, mientras sus compañeros entraban en casa.

—No me habías dicho que tu amiga era extranjera, mamá.

—¿No? No recuerdo si te lo he mencionado o no.

Los muchachos habían entrado en la cocina a guardar los restos de la merienda y Sara se entretuvo junto a la puerta, para quitarse una piedra de la sandalia. Sin querer, escuchó la conversación de madre e hija.

—¿Cómo te entiendes con tu amiga? —añadió Verónica.

—No te comprendo…

—Tú no hablas más que un mal francés. Es de risa cómo lo chapurreas y si ella no habla español…

—Qué ton tita eres, hija. ¡Claro que habla español!

Verónica había girado en redondo. Abrió la boca para replicar y la cerró sin más, yendo a sentarse en el escalón que daba acceso a la casa con aire disgustado.

Sara se había dado buena prisa a desaparecer, pero estaba muy pensativa. ¿Quién mentía? ¿Los guardias o Luci? Y, ¿por qué mentían en una cosa tan tonta?

Julio tropezó con ella al salir de la cocina.

—Pareces un fantasma —se quejó él—. ¿Pasa algo?

Sara entró en la cocina y le hizo una seña para que la siguiera.

Héctor estaba llenando el botijo ante el fregadero y Oscar desaparecía escaleras arriba.

—A lo mejor hago mal en comentar estas cosas… Puede que sean tonterías —empezó Sara.

Héctor se volvió hacia ella, dejando que el botijo se saliera.

—Sigue y sabremos si son tonterías —dijo.

—Verónica acaba de preguntarle a su madre cómo se entiende con su amiga extranjera. Luci ha dicho que en español.

—¡Aguanta! —exclamó Julio.

Entonces Héctor, con su proverbial ecuanimidad, zanjó:

—Así será si ella lo asegura.

—Y lo que aseguran los guardias, ¿qué?

—Algunos extranjeros que recorren nuestros pueblos suelen burlarse de los nativos. A lo mejor esa extranjera se hacía la tonta para divertirse con los comentarios de la gente —razonó el rubio muchacho.

—Sí, claro —aceptó Sara, aunque poco convencida.

Julio dirigía su mirada a la puerta de la bodega, desprovista de llave.

—¡Ea! Nada de empezar a ver misterios donde no los hay —sentó Héctor.

Aquella noche, antes de retirarse a sus respectivas habitaciones, Verónica advirtió a Héctor:

—Si se te ocurre ir temprano a la playa llama en nuestra puerta y te acompañaremos.

Luci opuso que aquellos madrugones no tenían razón de ser, ya que disponían de todo el día para ellos.

Complaciente, Héctor se resignó a no madrugar, aunque le encantaba el aire límpido de la mañana. No era cosa de despertar a todos. Eso sí, decidió estar vigilante para descubrir si realmente había gatos en la casa o no. Pero las correrías del día y aquel aire maravilloso le proporcionaron un sueño feliz y no despertó en toda la noche.

A la mañana siguiente se levantó cuando Luci ya estaba en la cocina preparando el desayuno. Mientras Oscar iba a la ducha, preguntó a Julio:

—¿Qué? ¿Había o no había gatos?

—Creí que los acertijos los descifrabas tú, pero ya veo que cuando caes en la cama…

—Te he preguntado por los gatos…

—¡Ah! No sé si son gatos o atunes, pero esta noche también he sentido ruidos. Es más, se diría que han abierto la puerta de la casa, pero claro, ni gatos ni atunes están capacitados para eso.

Héctor reía de la idea que le vino a la mente.

—Nos estamos olvidando de la liosa de Petra…

Su amigo se echó a reír. Y convino:

—Ella es capaz de abrir y cerrar todas las puertas del mundo.

En el pasillo tropezaron con Sara. En su hombro iba Petra, con aire de placer.

—Oye, ¿dejas a esta enredadora suelta por la casa?

—¿Yo? ¡Ni hablar! Petra duerme con nosotras.

—Y a medianoche se dedicará a pasear.

—¡Jamás! —negó ella—. Mi preciosa ardillita duerme más que entre todos nosotros juntos, ¿verdad cariño? —Sara le plantó un beso y Julio puso cara de asco, porque le desagradaban los arrumacos—. Petra no se despierta en toda la noche.

Cuando terminaban de desayunar, Verónica empezó a dar órdenes:

—Ayer dejamos a mamá que hiciera todo, pero hoy no sale nadie de aquí sin antes barrer, quitar el polvo, hacer las camas y dejar todo en orden. ¡Ah!, y la comida también.

—No pretenderás que guise Julio —se burló Sara—, porque entonces me declaro en huelga de hambre.

—Puede pelar patatas y fregar —decidió Verónica.

—¡Pobres platos!

Luci les dejaba hablar, pero al escuchar aquello intervino tajante: la comida era cosa de ella y de nadie más. Su hija seguía en sus trece:

—Por favor, mamá, déjanos a nosotros. Héctor, ¿qué sabes hacer?

—Freír huevos y patatas.

—Fenomenal. ¿Y tú, Julio?

—¡Je…! —Oscar se lanzó a explicar—. Aparte de bocadillos, nada y siempre se corta…

—Pues si quiere el relevo, lo dicho: tendrá que pelar patatas y fregar.

La verdad es que les parecía divertido encargarse ellos de llevar la casa. Conociendo a Julio, Sara le advirtió:

—Inspeccionaré lo que limpies. Te toca el comedor.

Instantes después, con sorpresa inaudita y despiste mayúsculo, el costarricense se encontraba con una escoba entre las manos y un trapo de polvo en el hombro.

—¿Qué se hace con esto? —preguntó.

—Barrer. ¡Hala! Dentro de un rato volveré a ver cómo lo has hecho. Y Julio se quedó mirando la escoba como si fuera una bomba lista para estallarle entre las manos. De todas formas, comprendiendo que allí debía reinar la mejor colaboración, empujó unas migas de pan debajo de la alfombra y se frotó las manos con placer. Después de todo, limpiar no era nada de particular.

Fiscalizadora e inclemente, Sara regresó cuando, sentado en la mejor butaca, ojeaba un libro.

—¿Pero ya has terminado?

—Claro. ¿Qué suponías?

—¿Y el polvo? ¿Qué has hecho con el trapo?

—¿No era para limpiarme los zapatos?

Sara le dio unos cuantos escobazos, antes de marcharse muerta de risa. De haber descubierto el secreto que ocultaba la alfombra, quizá no se hubiera reído.

Cuando salieron a la playa, sentían el gozo intenso de disfrutar sin límites de otro día feliz, con todo un mundo para ellos solos.

Petra se había lanzado al agujero de la roca y se empeñaba en extraer su contenido. Tanto se empeñaba que logró sacar uno de los trajes de goma y llevarlo hasta donde se encontraban los muchachos.

—¡Qué pesada eres! —protestó Héctor—. ¡Lleva eso donde estaba! ¡Vamos!

De pronto, dio contraorden, alargando la mano y apoderándose del traje.

—¡Esta sí que es buena! ¡Está mojado!

—¿Y cómo se iba a secar dentro del agujero? —le rebatió Verónica.

—Está recién mojado —puntualizó él.

Julio se incorporó y, tocando el traje, dictaminó con el aire entre displicente y doctoral que le caracterizaba:

—Este traje ha estado en el mar hará un par de horas o tres. Debe pertenecer a algún madrugador.