Capítulo 2

LA PROPUESTA DE UN VIAJE INESPERADO

«Los Jaguares» lo habían pasado bien, como siempre que estaban juntos y, en algunas ocasiones, consiguieron hacer reír a Verónica que, a ratos, olvidó la rabieta que estaba pasando. Sólo al entrar en su casa, tras despedirse de Sara, renació su rebeldía.

Era ya de noche y el vecindario había sacado a la calle los cubos y bolsas de la basura. Verónica se detuvo de pronto, mirando como alelada el ramo de magníficas rosas blancas, frescas y pimpantes, que estaban con «su» basura. No podía comprenderlo.

Al día siguiente llegó a su casa otro ramo de rosas que no tuvieron el honor de verse instaladas en un jarrón con agua. Del modo más natural, su madre las tiró. Y así en los tres o cuatro días siguientes.

¡Como para que se le pasara desapercibido a Sara!

—Esto marcha —le confió a su amiga—. Ya no tienes que preocuparte por nada. ¡Lástima de flores tan bonitas!

En apariencia parecía marchar, pero… Verónica observó que su madre parecía preocupada y le prestaba

mucha menos atención que de ordinario. En sus ratos buenos sentía la tentación de preguntarle, de hablar con ella y otros se decía rencorosa: «Que se aguante: por los berrinches que me ha hecho pasar».

Pero no podía evitar preocuparse también, porque entre las dos existía un lazo muy fuerte. Siempre habían vivido las dos muy unidas.

Pasaron tres o cuatro días. A veces, cuando sonaba el teléfono, su madre se apresuraba a tomarlo, pero se recataba de ella y hablaba en voz baja. Verónica no podía escuchar las palabras, pero creía entender que trataba con menosprecio y enojo a su interlocutor. Tenía que ser aquel tipo, naturalmente.

Aquella tarde había quedado en acudir al garaje de la casa de al lado, donde «Los Jaguares» pensaban reunirse. Llegó como un torbellino, con la alegría retratada en el semblante, fuera de sí, comunicativa y ruidosa. Julio, de primera intención, la había mirado con asombro. Ella se lanzó a decir:

—¡Ay, «Jaguares», qué vacaciones tenemos en perspectiva! Algo maravilloso, si no lo chafáis.

Entonces Oscar, que jugaba con Petra en un rincón, acudió a la carrera y se quedó ante ella, con mucha expectación. La ardilla le saltó al hombro.

—Parece que has bebido euforia —le dijo Sara—. Anda, explícate.

—Se trata de las vacaciones de Semana Santa. Mamá va a cerrar la tienda, porque en esos días no se hace mucho y una amiga le ha prestado un chalecito junto al mar. A mamá se le ha ocurrido, para que no me aburra sola con ella, que vengáis todos.

—¡Me apunto! —gritó Oscar—. Petra también.

Con la sinceridad que le era habitual, Sara comentó lo satisfecha que iba a sentirse su familia.

—Querían irse unos días y yo les estorbaba. ¡Han resuelto su problema! —dijo por último. Y se quedó mirando al resto de la pandilla, porque si alguno se quedaba, la maravilla iba a estar muy rebajada.

—Soy de la partida —sentó Héctor—. Ya sabéis que mis padres siempre aprueban lo que hago.

Raúl se mordía las uñas, a punto de explotar. ¿Y si no le daban permiso? Fuera como fuera, tendría que ir.

—Hablaré con papá —explicó Julio—. Es un poco protestón, pero si no lo consigo, siempre me queda jugar la baza de Oscar. Este chico repelente lo tiene en el bolsillo.

Media hora llevaban ya hablando por los codos, cuando Julio quiso saber:

—No es que importe demasiado, pero tendré que decirle a papá cuál es ese sitio.

La respuesta de Verónica fue darse un cachete en la frente. No lo sabía. Aquel viaje, que le parecía la respuesta a sus problemas y el augurio de un magnífico porvenir y más en compañía de «Los Jaguares», la había deslumbrado. Riéndose de su propio despiste, replicó:

—¡Ah! Se me ha olvidado preguntar eso a mamá. Me enteraré en cuanto llegue a casa y os telefonearé.

En efecto, aquella noche estuvo muy ocupada llamando a todos sus camaradas para proporcionarles la información precisa. No podía convenirles más, pues el providencial chalecito se encontraba al sureste de la península, con el sistema Penibético a su espalda y una playita diminuta para ellos solos, no hollada por turistas.

Podrían bañarse, ir de excursión a la montaña y hacer una estupenda vida salvaje. El plan era ideal.

Raúl no tuvo suerte. Sus padres se negaban a dejarle ir y aquello enturbiaba bastante la alegría general. Como dijo Sara, Raúl, con su corpulencia y su bondad, lo llenaba todo. De no ser por tal contratiempo, el comienzo del viaje no hubiera podido ser más feliz, en un automóvil de gran cilindrada, de carrocería muy estropeada, que la dueña del chalet le había prestado, asimismo, a la madre de Verónica. Ella tenía un pequeño utilitario que no hubiera servido para todos. Así que cargaron con cañas de pescar, un bote de goma bien plegado y hasta los equipos de submarinistas de Héctor y Julio.

El sábado por la mañana, un sábado borracho de sol, emprendían la marcha, sin que faltara la inevitable Petra. Lucí, al volante, bromeaba a ratos con sus jóvenes compañeros de viaje.

Cuando se detuvieron para comer, mientras su madre se quedaba junto al coche a la espera de que le llenaran de gasolina el depósito, Verónica hizo un comentario sobre lo alegre que estaba aquélla.

Julio no compartía su opinión. La estuvo mirando en alguna ocasión y no creyó descubrir en su cara la alegría que los demás aseguraban. Quizá se fatigaba de conducir, ya que, a causa de la época de vacaciones en que se encontraban, las carreteras se veían excesivamente transitadas. Por la tarde, llegaron a su destino.

El último tramo lo hicieron dando tumbos por un mal camino vecinal, casi de cabras.

—Creo que es por aquí —dijo Luci, pasándoles un plano, hecho a bolígrafo, a los muchachos.

El plano marcaba con detalle el camino y ellos la confirmaron en su creencia. Atrás habían quedado las carreteras atestadas de nativos y foráneos.

—El camino no llega hasta la casa, así que tendremos que transportar el equipaje —explicó Luci.

Entonces, esta vez por interés, se acordaron de Raúl, que valía tanto para aquellos menesteres.

Se apearon cuando el camino se hizo sendero y miraron en torno. Luci exclamó:

—¡Mirad! Esa es la casa.

Los chicos se llevaron una sorpresa. Habían oído decir, que aquel litoral era bajo y arenoso y descubrieron una playita pequeña rodeada de inmensos peñascos. No parecía tener otro acceso que aquel sendero abrupto. Incluso el mar tenía dificultades para llegar a través de una especie de arco formado por los peñascos.

—¡Es fabuloso! Vamos a tener la playa para nosotros solitos —comentó Sara.

Petra se había lanzado por el sendero y fue la primera en llegar a la playa. A un lado, y sobre un pequeño promontorio, se hallaba la casa. El monte formaba un telón de fondo a su espalda.

—Chicos, ha llegado el momento de cargar con los bártulos —dijo Luci—. Será un poco molesto, pero tenemos otras ventajas, ¿no?

—Podremos con todo —dijo Héctor, empezando a retirar cosas por la puerta trasera. En seguida llamó a Julio—. ¡Eh, tú, no te escabullas! Aguanta esto…

Se trataba de algo pesado, envuelto en una lona. Quizá Luci no se había fijado en aquel bulto en el momento de colocarlo en el coche, porque preguntó extrañada:

—¿Qué es eso?

—Las botellas de oxígeno para practicar la pesca submarina. Esto nos ahorrará provisiones —explicó Héctor, con una sonrisa maliciosa.

La mujer, como electrizada, estuvo por unos momentos con el rostro tenso, paralizada por la sorpresa, antes de decir:

—Eso no entraba en el plan. Puede ser peligroso y soy responsable de vosotros ante vuestras familias.

—¡Peligroso! —protestó Héctor—. No me hagas reír. Julio y yo ya hemos practicado otras veces la pesca submarina y en nuestras casas saben que hemos traído el equipo.

—Sea como sea, eso no me gusta —repuso ella, seria.

Verónica, a su espalda, hacía señas a los chicos, dándoles a entender que se encargaría de quitarle aquella tonta idea de la cabeza. De todas formas, Julio ya defendía sus proyectos, diciendo:

—Nada como el Mediterráneo para sumergirse. Y no siempre se tiene al alcance de la mano.

—Bien, vayamos con los bártulos —zanjó ella.

Con algún que otro resbalón, salvaron el abrupto sendero y llegaron a la casa, no muy grande, blanca por fuera, que constaba de dos plantas. Era un tanto rústica, pero acogedora.

—¡«Jaguares», a explorar! —gritó Sara, tirando en el umbral los bultos que llevaba en la mano.

Recorrieron a la carrera la planta baja, deteniéndose apenas en el comedor, el saloncito y una cocina enorme, antigua y destartalada, con una puerta al fondo. Sara, fiel a sus propósitos, intentó abrirla.

—Está cerrada con llave —manifestó, mostrando una gran decepción en su pecosa carita—. Quizá esté la llave por ahí.

—Es igual —dijo Luci— seguramente conduce a la bodega y guardará algunas bebidas. ¿Necesitamos para algo las botellas que pueda haber?

—Para nada —rió Héctor.

Oscar exploraba la cerradura. Petra parecía tan interesada como él, golpeando la puerta con la cola.

—A mí me chiflan las bodegas —dijo al chico—. Siempre guardan secretos gordísimos.

Poco después desistían de continuar buscando la llave y subieron el equipaje al segundo piso, distribuido en tres dormitorios, un pequeño pasillo y dos baños. Los chicos se instalaron en el mayor, Sara y Verónica en el mediano y Luci se adjudicó el más pequeño.

Luego efectuaron un breve recorrido por los alrededores, saltando por entre las rocas, ya que la marea alta, a través del arco de las peñas, invadía casi la pequeña playa. Encaramado en un pico, Julio pudo explicar que los promontorios más altos existentes a uno y otro lado de la playita no le permitían ver el litoral, pero sí una gran extensión de mar.

—Tenemos que ayudar a mamá —les recordó Verónica.

—Vamos —propuso Héctor—. A mí me sale muy bien la tortilla de patatas. Si Julio prepara alguna otra cosa…

A Oscar le entró la risa.

—¿Ese gandul? No me fío ni del bocadillo que prepare él. Pero yo sé cortar chorizo.

—¡Qué par! —se burló Sara, echando al aire su coleta y pensando que, a pesar de todo, ambos hermanos eran insustituibles.

Cuando terminaban de cenar, Luci anunció:

—Chicos, no estéis preocupados por vuestra libertad. Aparte de que he venido a descansar, me encanta leer y en Madrid nunca me queda tiempo, entre la casa y la tienda. Así que podéis campar por vuestros respetos. Con la debida prudencia, se entiende. Libertad absoluta a cambio de suprimir la pesca submarina. ¿Hace? Y fue mirando a los dos mayores con aire ligeramente inquisitivo.

—¡Qué remedio! —contestó Héctor, encogiéndose de hombros—. Si lo pones así…

Julio se limitó a ladear la cabeza, sosteniendo su mirada. Estaba pensando en los inconvenientes de las mujeres. A su padre nunca se le hubiera ocurrido semejante prohibición.

Aquella noche se durmieron con la impresión extraña de estar en un mundo aparte, lejos de la civilización, sin otro rumor que el monótono de las olas.

Cuando Héctor despertó, una luz distinta a la que tenía costumbre de ver en la capital, entraba por la abierta ventana. Estaba despistado respecto a la hora y consultó su reloj: las siete. Julio dormía con la cabeza cubierta por la ropa, pero tenía las piernas al aire y los pies colgando de la cama. Al otro lado, con su pelo rubio y su carita de niña, Oscar, dormido, parecía un ángel. Era curioso lo que podía cambiar una persona de inconsciente a consciente. ¡Pues no tenía trampas y picardía aquel crío!

Saltó del lecho, se vistió el bañador y, con la toalla por los hombros, descalzo, pisó las escaleras con precauciones y entró en la cocina. Lo primero que atrajo su mirada fue una llave: una llave puesta en la cerradura de la puerta de la bodega. ¡Vaya!

A su espalda, oyó la voz de Luci:

—¿Qué pasa, Héctor? ¿Cómo te has levantado tan temprano? —dijo mientras se abrochaba el cinturón de la bata y un leve disgusto se traslucía en su bellísimo rostro.

—Esta hora es la mejor para el baño. He entrado para beber agua. ¿No te habré despertado, verdad?

—No, ya estaba despierta. De todas formas, considero una imprudencia eso de tu baño. El agua está muy fría en esta época del año y más a las siete de la mañana.

—Tengo costumbre de bañarme con agua fría también en invierno, no te preocupes. Hasta luego.

Héctor tuvo la impresión de que se quedaba preocupada. ¿Es que iba a tratarles como a niños? La víspera había propuesto el plan de libertad, pero de seguir así… De todas formas, tampoco se había opuesto.

Salió descalzo y muy pronto hubo de lamentarlo, pues salvo en el breve espacio invadido por la arena, las piedras hacían doloroso el paso.

Pero se olvidó de todo al entrar en el agua. Era una delicia, a pesar de lo fría que estaba, poder bañarse sin tropiezos, como si tuviera el mundo para él solito.

Cuando se cansó de nadar, descubrió a Petra llamando su atención sobre algo.