Capítulo 1

UN RAMO DE ROSAS

Caía la tarde. Verónica, con unos cuantos libros en una mano, accionó el llavín con la otra y entró en su casa. Sus ojos azules aparecían muy abiertos, como buscando algo, cuando apoyó su espalda en la parte interior de la puerta. A través de la penumbra del vestíbulo podía divisar el salón, débilmente alumbrado por la postrera luz del día y, sobre una consola… justo lo que esperaba hallar: ¡Un ramo de rosas!

Eran rosas descaradamente blancas que parecían desafiarla con su blancura.

—¡Otra vez rosas! —murmuró con rabia, por entre los dientes apretados.

Como ya esperaba, la casa se hallaba solitaria. Se encaminó a su habitación y, con gesto rencoroso, lanzó los libros sobre la cama con tal furia como si éstos tuvieran la culpa de lo que le estaba pasando. Luego se tiró a su vez con zapatos y todo. ¡Ojalá se manchara la colcha!

Pasaba el tiempo y ella continuaba sin moverse, mientras por dentro le bullía el coraje.

Al rato, sonó el teléfono. Acudió con desgana a la llamada e inmediatamente reconoció la voz de Sara, su mejor amiga, que vivía en la casa de al lado.

—¿Eres tú, Verónica? ¿Qué haces que no vienes?

—No tengo humor, iré otro día.

—¿Serás mentecata? Están aquí «Los Jaguares», y vamos a asar castañas en la «sala de juntas».

Llamaban así al garaje destartalado y lleno de cachivaches que ocupaba la planta baja de la casa de al lado.

—Es que no me apetece —insistió.

—Elige: o vienes, o vamos a buscarte.

Verónica soltó un medio taco, antes de colgar el auricular. Conociendo a Sara, le convenía obedecer.

Con el rostro atirantado, apareció en la «sala de juntas». Petra, la ardilla, se le tiró al hombro y luego fue a enroscarse en su cuello. Y ellos, «Los Jaguares», gritaron de alegría todos a un tiempo. Entonces ya no le pesó haber ido.

Raúl, que avivaba con un soplillo el pequeño fuego de astillas que ardía sobre la vieja estructura de un faro de coche, la contempló casi con devoción.

—¡Tenemos castañas! ¡Tenemos castañas! —gritaba Oscar.

No había medio de sacudirse a Oscar, aunque por su edad hubiera encajado mejor con los chicos de su clase.

Simpático y burlón, Héctor señalaba el trozo de manta que acababa de colocar sobre un cajón:

—Su Majestad tiene listo el trono —declamó.

Como Julio era tan práctico, se limitó a decir:

—¿Se asan o no se asan las castañas?

Sin embargo, la breve ojeada que dirigió a Verónica debió de resultarle bastante expresiva. Estaba sobre un taburete y todo el que se movía iba a tropezar con sus piernas.

Verónica había ido a tomar asiento sobre el trozo de manta y contemplaba los preparativos de los otros, que se afanaban dándose órdenes y contraórdenes, con gesto adusto, cuando aquel garaje siempre le había parecido una de las maravillas del mundo. ¡Lástima que no estuviera de humor para participar de la alegría general!

Sobre el fuego encendido en el hueco del viejo faro, habían colocado un trozo de radiador de coche y, sobre él las castañas. Chisporroteaba el fuego, saltaban las castañas, hablaban todos a un tiempo…

Desde luego, las castañas no se asaron del todo, porque no les daban tiempo, pero aun medio crudas, les sabían a gloria; por lo menos a la ardilla, que las iba despachando a velocidad asombrosa.

Verónica soplaba o comía, por turno, pero sin articular una palabra.

—Lo que es hablando, no te desgastarás —la reconvino Sara.

Como aquélla se encogiera de hombros, Raúl, tímidamente, trató de indagar:

—Supongo que será… «eso». Anda, anímate, por favor; es muy triste verte así.

Sara, que era tan astuta y maliciosa, bajó la voz para que Oscar no pudiera entenderla y aventuró:

—¿Qué? ¿Florecitas otra vez?

¡Bueno era el menor de los costarricenses! Con desparpajo, saltó:

—¡A ver si creéis que van a valeros vuestros secretos! Ni que yo fuera tonto. ¡Je…! El que a mí me la dé… ¡Como si no supiera yo que todo lo que le pasa a Verónica es que su mamá tiene un pretendiente… y ella no quiere tener nuevo papá!

Con los nudillos, Julio le golpeó el cráneo:

—Nos tienes a todos hasta el cogote, mico. Mañana te irás a jugar con los chicos de tu edad.

Oscar no se alteró.

—Pues os quedaréis sin saber todo lo que he discurrido para que la mamá de Verónica se quede sin pretendiente y ella sin nuevo papá.

Los demás se hicieron los distraídos, pero Sara «picó».

—¿Qué has discurrido? —preguntó intrigada.

Antes de responder, Oscar se hizo rogar un poco: él era así. Luego dijo, sin dejar de masticar:

—¡Un falso secuestro!

Julio protestaba del plan de su maquiavélico hermano. Sara indagó:

—¿Del pretendiente?

—¿Serás tonta? —contestó el pequeño—. ¡De Verónica! A su madre se le pondría el corazón en un puño y se le olvidaría casarse. Además, los secuestradores…

Julio le tapó la boca con su larga mano. Héctor se moría de risa y Petra le coreaba con saltitos.

Raúl se enfadó. Era muy susceptible para todo lo que tuviera relación con la chica rubita:

—¡Calla, Oscar! Y tú, Héctor, no te rías. ¿No os dais cuenta de que ella lo está pasando muy mal?

—Sólo pretendo alegrarla y que aprenda a tomar deportivamente lo que está sucediendo —se defendió Héctor.

—Eso es muy gracioso —protestó la interesada—. ¡Como no es tu madre la que se va a casar!

—No, claro —reconoció el muchacho.

Oscar no estaba por abandonar el tema. Le chiflaban las películas de amor y romanticismo y todo lo que en la vida real guardaba alguna relación con ello.

—¿Es muy monstruoso ese que quiere ser tu papá? —dijo, dirigiéndose a Verónica.

—¡Sí! —exclamó ella con rabia—. Es decir… no, supongo que no. Apenas le conozco, pero no me gusta. Y no me preguntéis la razón de que no me guste. Es instintivo. Y mamá lo sabe y yo sé que sabe lo que yo sé y que se da cuenta de lo que sé.

—¡Santo cielo! ¡Qué líos te armas! —protestó Héctor—. ¿Por qué no hablas con ella?

—¡No quiero hablar con ella!

Julio intervino para poner el dedo en la llaga:

—¿Te ha dicho ella que va a casarse, sí o no?

—No. Pero ese tipo le acompaña a casa todas las tardes al salir de la tienda y todos los días envía un ramo de rosas.

—¡Qué ilusión, rosas! —exclamó Sara. En seguida intentó rectificar—: Bueno, según quien las mande…

Julio estiró las piernas y miró a Verónica con gravedad. Luego dijo:

—Te estás portando como una cría, interfiriéndote en la vida de tu madre.

—¡Es ella la que se interfiere en la mía! Eramos muy felices las dos solas. Y, desde luego, si ella se casara, yo me iría de casa.

Entonces Raúl, que parecía pasar un mal rato por lo mucho que le interesaba el bienestar de Verónica, intervino con calor, rojo el rostro y no a consecuencia del mortecino fuego del faro:

—Yo… estoy contigo, ¡ea! Me tienes a mí y has de saber que…

Julio, disimuladamente, le dio en la espinilla, evitando que fuera a decir la gran tontería. A pesar de su confusión, a Raúl no se le pasó por alto lo interesadamente que Oscar y Sara esperaban sus palabras y trató de rectificar:

—Quiero decir… que… bueno, estoy dispuesto a extorsionar a ese tipo y que se vaya a otra parte con cajas destempladas.

—¿Extorsionar? —Oscar se animó como si hubiera recibido una bomba de neutrones—. ¡Vivan «Los Jaguares»! ¿Cuándo empezamos la acción?

Un papirotazo de su hermano le redujo al silencio. Y en silencio se quedaron todos durante unos segundos. Luego Héctor, irradiando serenidad, puso orden en el grupo sólo con proponer:

—¿Por qué no damos una vuelta? ¡Hala, vamos! Os invito a un refresco.

Cuando salían, un coche se detenía ante la casa de al lado. El hombre que lo conducía se apeó precipitadamente y por el otro lado lo hizo la madre de Verónica, que alzó su mano y sonrió al grupo juvenil:

—¿Os vais? —preguntó.

Como afirmaran, ella recomendó a su hija que regresara pronto a casa. De reojo, todos vieron cómo se despedía de aquel individuo y entraba en la casa.

En dos zancadas, él regresó al coche, seguido por las miradas de los muchachos. Era un individuo que representaba unos cuarenta años, atractivo, alto, fuerte. Entró en el coche, lo puso en marcha y pasó lentamente junto al grupo.

—¿Os llevo a algún sitio? —preguntó con sonrisa deslumbrante.

—¡No! —gritó Verónica.

—Gracias, de todas formas —le dijo Héctor, con gesto amistoso.

Sara, que marchaba rezagada junto a Raúl, susurró:

—No estaría mal lo de la extorsión. Podíamos hacernos amigos del tipo ese y, poco a poco, dejar caer que Lucí es una esquizofrénica o algo así. Eso asusta mucho a la gente…

En realidad, todo le parecía una tontería y algo de exageración por parte de Verónica, que era una chica muy afortunada. No sólo a Raúl se le retorcía el corazón por ella, sino que Héctor, a su modo, estaba demostrando cómo la consideraba. Y sospechaba que, tras su apariencia inalterable, también Julio… ¡otro que tal! La imaginación de Sara se le fue muy lejos, figurándose lo maravilloso que sería poseer el gancho de su amiga y poder tener el mundo a sus pies, aunque tuviera que cargar con un padre de pega. Y como la mamá poseía el mismo gancho, era tan bonita y parecía una muchacha…

Pero Sara, además de soñadora y, casi a partes iguales, era práctica y se conformaba con su suerte. Aunque no pudo evitar un suspiro tan ruidoso, que Julio volvió la cabeza hacia ella.