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El olor a sopa se apoderó de la planta tercera del Hospital de Clínicas. Los carritos danzaban por las habitaciones de forma sincronizada, como en un musical. Purone estaba sentado en la cama con un cuaderno. Bocetaba la portada del nuevo disco de Santana, un encargo de la compañía Sony Music para la que ya habían diseñado otras carátulas.

—No veo el momento de comerme un cocido —bufó—. Frijoles, caparrones, fabes, alubias… ¿Por qué me habéis abandonado?

Mika, acurrucada en un sillón junto a la ventana, le habló sin levantar la vista de la novela que estaba leyendo.

—No llores, que mañana te dan el alta.

—Pero si me he portado como un santo.

Entonces sí, ella cerró el libro y le miró con dulzura.

—Anda, enséñame cómo llevas eso que no me fío.

Dio la vuelta al cuaderno y se lo mostró. Parecía mentira que un puñado de líneas transmitieran tanta vida.

—¿No te gusta?

—Bueno, no sé…

—Eres cruel.

En ese momento se abrió la puerta. Eran sus cuatro compañeros de Boa Mistura. Todos con una gran sonrisa en la cara, dando voces.

—¡Último día! —exclamó Pahg.

—Se te acabó el chollo —dijo Derko, chocando su mano.

De pronto la habitación estaba repleta de camisetas y bermudas y brazos y piernas que se movían aquí y allá.

A pesar de lo ocurrido en Monte Luz, se habían empeñado en culminar la intervención artística que interrumpió la reyerta. La favela necesitaba más que nunca unas pinceladas de color, como constató el júbilo de los niños y no tan niños que se volcaron a ayudarles con las brochas para rematar la faena. Había sido complicado conseguir los permisos de la recién asentada policía pacificadora, pero al fin estaban pintadas las cinco calles con las palabras flotantes: «belleza», «firmeza», «amor», «dulzura» y «orgullo».

—¿Qué tal fue la fiesta de despedida? —les preguntó Purone.

—Mucha caipirinha —contestó rDick—. Por ahí andaba Mamá Santa.

—Me prometió que no faltaría.

—No veas cómo baila —bromeó, moviendo las caderas—. Ha dicho que antes de abandonar São Paulo la llames para despedirte.

—¿Y tú qué tal? —preguntó Arkoh a Mika—. ¿Todavía no te has hartado de éste?

—¿Estás celoso? —Rió—. Creo que sí, todos lo estáis.

—No eres mala cuñada —dijo Pahg—. Los demás tendremos que conformarnos con eso.

Ella le lanzó un beso sonoro.

Los cuatro visitantes se congregaron sobre la cama de Purone para mostrarle fotos de la obra terminada.

En esa favela empezó todo, pensó Mika mientras los observaba, y también terminó todo. Fue allí donde el investigador Baptista rescató a su padre. Jamás olvidaría lo que hizo por ellos… y lo que siguió haciendo después. Cuando Mika le narró su historia completa, incluido el crimen que cometió en el motel de Foz de Iguazú, el investigador no quiso presentar cargos. Sacó del expediente la hoja en la que el primer día escribió «Big Bang» y, mientras la rompía en pedazos, sentenció: «El mundo sigue rodando, y seguramente rodará mejor sin esa mujer. Además, garota, el juicio más severo es el que nos infligimos nosotros mismos. Ya te tocará pasar lo tuyo». «No le estoy pidiendo que me exculpe», dijo Mika entonces. «Por eso lo hago», concluyó él, y se disculpó porque tenía que cambiarse para la final del campeonato interpolicial de fútbol. «Mi hijo viene a verme», añadió desde la puerta.

Mientras recordaba esta escena sonó un móvil.

—Es el mío —dijo Mika.

Se levantó a buscarlo entre el cactus, el jersey de algodón, el bolso, los libros y las revistas que se amontonaban en la repisa interior de la ventana. Sonrió al ver el número del investigador.

Mi querido Sherlock Holmes siempre tan intuitivo, como si acabara de leerme la mente desde el cuartel del GOE.

—Groar —saludó a aquél.

—Hola, leona.

—Justo estaba pensando en usted.

—Eso se lo dirás a todos.

—Bueno, a todos a todos…

—¿Cómo están las cosas por el hospital?

—Muy bien. Mañana le dan el alta a Purone.

—Lo celebro. ¿Y tu padre?

—Salió hacia Libia anteayer. Tenía ganas de volver a trabajar, aunque no lo confesase.

—¿Y tú?

—Dentro de unos días volaremos a España. También con ganas de alejarnos, para qué le voy a mentir. Han sido unas semanas complicadas.

—Hasta entonces anda con mil ojos, ya sabes.

—Apenas salgo del hospital.

—Mejor. Con la presión que estamos ejerciendo en la favela, el Comando Brasil Poderoso ha replegado velas en todos los sentidos. Incluso es posible que se hayan olvidado de ti, pero nunca se sabe. Lo cierto es que me quedaré más tranquilo cuando abandones la ciudad.

Durante unos segundos ninguno dijo nada.

—Tengo que preguntártelo; lo entiendes, ¿verdad?

—Hágalo, investigador. Con esa entonación de CSI que usted pone.

—¿Has sabido algo de Adam Green? ¿Alguna llamada o mensaje desde nuestra última conversación?

Cada tres días, el investigador Baptista telefoneaba y le hacía la misma pregunta. No era por desconfianza, en absoluto presuponía que Mika quisiera ocultar información. Lo hacía para protegerla. Temía que el huido propietario de Creatio apareciera de nuevo en la vida de su pupila y que ésta volviese a caer rendida bajo su influjo. Mika era una mujer muy fuerte. Muchísimo. Pero de alguien que había ideado —y casi llevado a efecto— un plan semejante se podía esperar cualquier cosa. Toda la policía de Brasil y los servicios internacionales de inteligencia estaban alerta a cualquier señal, siguiendo sus (imperceptibles) huellas. Creatio había sido desmantelada de un día para otro. Los trabajadores, despedidos con cuantiosas indemnizaciones por un despacho de abogados designado meses antes para culminar el proceso en veinticuatro horas. Para cuando llegó la policía tras lo ocurrido en Brasilia, el palacete de las gárgolas estaba vacío. Sin ordenadores de última generación, sin muebles renacentistas, sin folios clavados en las paredes con inspiradores mensajes. El sol Adam Green que iluminaba aquella galaxia de una sola estrella, de pronto extinguido. O, más bien, oculto tras un voluntario eclipse.

—Lo siento, pero no tengo noticias de él.

—Si albergases la mínima sospecha de que está cerca me llamarías, ¿verdad?

—¿Por qué cree que va a ponerse en contacto conmigo?

—Las preguntas son cosa mía. Tú concéntrate ahora en lo más importante, que es cuidar a tu chico.

—Le veo muy sensible, investigador.

—Será una reacción a dejar de fumar —dijo Baptista antes de colgar.

Mika permaneció un rato con la mirada perdida en el exterior. Contemplando el mundo desde su lado de la ventana hermética. Árboles anclados en pequeños parterres, vehículos echando humo en los atascos, farolas que se encendían por la noche y se apagaban por la mañana siguiendo un patrón, un día tras otro el mismo patrón. Personas que vagaban en silencio. En silencio… Tenía la sensación de que así había contemplado siempre al mundo, protegida por un cristal. Más que nunca, sentía la necesidad de romperlo de un puñetazo.

No echaba de menos a Adam. A su demencia, a su gélida crueldad, y mucho menos a su ferocidad de última hora. Tampoco añoraba los pasajes de ardor (ahora estaba con la persona a quien verdaderamente había amado durante años). Pero no podía dejar de pensar en el edificio Copan, en el helicóptero, en la avioneta sobre las cataratas, momentos vividos siempre por encima de las nubes, vagando ambos de la mano por su particular universo. Era raro. Como si alguna de las semillas que cayeron del cielo de São Sebastião hubiese germinado en su conciencia. Pensaba en cómo ella misma, y nadie más, había desbaratado su plan superior —así le gustaba llamarlo a Adam—, y aún sentía una punzada de culpa. Contemplaba a través del cristal de la ventana cómo el mundo silencioso seguía rodando (Baptista tenía razón) mientras el efecto llamada se multiplicaba de forma exponencial. Concentraciones a escala global, manifiestos, riadas de seguidores del profeta Green dispuestos a exterminar a los opresores a cambio de su propia vida. ¿Quería eso decir que había algo —un ápice, cuando menos— de victoria tras el incompleto Nuevo Génesis?

Incompleto…

—Voy a aprovechar que estáis aquí para escaparme un rato —anunció al resto.

Purone advirtió una expresión conocida en su rostro.

—¿Todo bien?

—Tengo pendiente un… fleco.

Como si en verdad fueran cinco cabezas y un solo corazón, el grupo de artistas la miró con una compartida gravedad.

—No os preocupéis. A la vuelta os lo cuento.

Una hora después llegaba a la Galería del Rock. De nuevo estaba frente a sus balconadas sinuosas, desde las que se precipitaban a la calle la mezcolanza de músicas y el zumbido de las pistolas de tatuar.

El día que salió corriendo de aquel templo siniestro —después de que el cónsul telefonease para informar del paradero de Purone—, dejó pendiente una visita. Kurtz el Loco, el fumado residente del lugar, había asegurado que un tal Maikon era el autor del tatuaje que lucía el sicario que le robó el portátil.

A Mika le seguía obsesionando aquel dibujo. Un vulgar rectángulo con un ojo en el interior. ¿Vulgar?

Se zambulló en el lento caminar de las tribus urbanas. Esquivó chupas de cuero, gorras hip-hop y monopatines y enfiló la escalera hasta la segunda planta, donde se ubicaba el estudio.

La puerta estaba abierta.

Un hombre con barba, pelo largo recogido en una coleta y toda la epidermis estampada con motivos del Japón antiguo, organizaba los botes de una vitrina. Era él. A su lado estaba su empleada, la asiática con rayas de cebra en los brazos que le atendió el primer día. Mika les explicó por qué estaba allí y dibujó el tatuaje en un folio.

—Necesito saber de dónde proviene el símbolo.

Maikon se volvió hacia su empleada, que se retiró para seguir ordenando el muestrario de tintas.

—Fue hace cosa de dos años. Un hombre trajo una fotografía del diseño original. Era un tío legal. Hablamos largo y tendido de arte indígena. Toda mi familia procede de Manaos y siempre me ha fascinado el tema. Antes de irse me adelantó una gran cantidad de dinero para que lo tatuase a todos aquéllos que vinieran de su parte. Como si fuera el líder de una secta, ya me entiendes. Aunque su aspecto era normal. Un tío legal —repitió.

—La fotografía, ¿era de alguna pared con pinturas rupestres o algo así?

—De una estatuilla.

Una luz momentánea.

—¿Cómo era esa… estatuilla?

—Negra, muy oscura al menos, de unos veinte centímetros. Si afino tanto es porque en la foto se veía la estantería donde estaba colocada, delante de una hilera de libros. Representaba una especie de sacerdote de alguna civilización ancestral que sujetaba una tabla con caracteres pictográficos.

Mika sintió un calambre en el brazo. Una réplica del que recibió cuando intentó coger esa misma estatuilla en el apartamento de Adam. ¡Había tenido la respuesta en la mano! Desde que la vio por primera vez le llamó la atención, entre los objetos exóticos que adornaban su librería. ¿Cómo no se había dado cuenta? El motivo del tatuaje aparecía en la tabla que sostenía aquel enigmático clérigo.

Según le explicó a continuación el tatuador, su cliente encontró aquella figura en el foso de un geoglifo amazónico.

Geoglifo… Mika no había oído esa palabra.

—Yo tampoco, hasta que conocí a ese tipo —le confesó Maikon—. Luego entré en internet y me pareció algo alucinante. Esas estructuras arqueológicas han estado ocultas durante siglos bajo la espesura y ahora, por la maldita deforestación, pueden verse desde un avión comercial.

—El hombre que vino a verte… ¿Te contó dónde está exactamente ese lugar?

Cuatro días después, Mika y Purone remontaban el río en un bote de sucupira al que habían instalado un precario motor. Él aún llevaba unas cuantas pastillas encima, además de la venda que le cubría media cara para proteger del sol la cicatriz, pero no habría dejado de ir con ella por nada del mundo.

Les acompañaba un guía nativo. Sortearon los meandros de la serpiente, cruzaron la gran laguna y tomaron el brazo que derivaba hacia el sur, corriente abajo entre garzas, caimanes y un jaguar que, recostado en la orilla, lamía con fruición a su cría.

—Ya casi estamos —anunció el guía, sumergiéndose en una bóveda de ramas—. ¿Ven aquella sombra al fondo? Es la Piedra de las Almas.

Mika cogió a Purone de la mano. Un enorme monolito en forma de menhir se erguía dándoles la bienvenida.

Saltaron a la orilla. Mientras el nativo amarraba el bote, la pareja se introdujo tierra adentro. Siguieron una suerte de conducción que se apreciaba bajo la hojarasca hasta un murete de metro y medio de altura. Se encaramaron a él y contemplaron los fosos que formaban la inmensa composición de círculos y rectángulos, conectados entre sí por caminos y canales. Tal vez enclave religioso, tal vez fortaleza. Oculta durante milenios.

La boca literalmente abierta. No daban crédito a lo que tenían delante.

Purone la abrazó con fuerza.

Podría estar así toda mi vida, pensó ella.

Cerró los ojos.

Lejanos chillidos de mono aullador. Los loros batían sus alas sin moverse de las ramas. Los líquenes ronroneaban y las enredaderas se estiraban para abrazarla también. Oyó un bisbiseo. Hojas movidas por el viento y palabras que retumbaban en el paraje como un eco eterno:

¿Quién pobló esta tierra

antes de que se cubriera de selva?

de selva… de selva…

¿Qué clase de atlantes,

más antiguos que los árboles?

los árboles… los árboles…

¿Qué mal hicisteis

para merecer el castigo del olvido?

del olvido… del olvido…

Se volvió hacia la Piedra de las Almas que se alzaba, impasible, en la ribera del río. Contempló desde la distancia su cara trasera. Había pasado algo por alto.

—¿Lo ves tú también?

Volvieron sobre sus pasos hasta la base del monolito.

A media altura, como si se tratase de una gran pizarra, alguien había escrito un texto a base de rayar con otra piedra más clara.

—Esto no estaba aquí la semana pasada —aseguró el guía, acercándose desde la orilla.

Mika leyó en voz alta:

Así quedaron concluidos el cielo, la tierra y el universo. Y habiendo concluido el día séptimo la obra que había hecho, descansó. Génesis 2, 1-2.

Dio una vuelta sobre sí misma.

¿Cuándo has venido, Adam Green?

¿Ayer? ¿Hace una hora?

También sabías que fui a visitar a Maikon…

Podía estar en cualquier sitio, tal vez contemplándole desde la copa de un árbol sagrado, mimetizado entre las hojas con su amigo Camaleón. Vigilando a su… heredera. Cuidando que la semilla germinase en su corazón y que de ella surgiera una selva entera de ramas siempre verdes y siempre firmes, éstas sí, inquebrantables.

Eso es lo que haces, ¿verdad, Adam? Velas por mí para que no me despeñe por las fisuras que se abren a cada paso en este mundo incierto…

Recordó la dirección de correo que Adam utilizó para mandarle el mail el primer día: lcmytepyafyh¿d?@gmail.com, compuesta por las iniciales de «luz», «cielo», «mar y tierra», «estrellas», «peces y aves» y «fieras y hombres». Seis días de una creación siempre incompleta, ahora lo comprendía, seguidos de un interrogante para el que ya tenía respuesta.

Miró a Purone a los ojos y dijo:

—Nosotros no vamos a descansar, prométemelo.

—¿Descansar? ¡Hay que seguir creando!

—Todavía no ha llegado el día séptimo.

La besó.

La piel de Mika suave y caliente, por ese ardor que le subía a los mofletes cuando estaba emocionada.

—Podríamos pintar estas estructuras de piedra —propuso ella con una sonrisa que se le salía de la cara—. Devolverle el brillo a esta civilización.

—¿Hablas de la civilización perdida o de la nuestra?

—¿Acaso no son la misma?

—Todas lo son.

—Entonces ¿te animas a coger los aerosoles y las brochas? Estos círculos y rectángulos merecen verse desde la luna.

—Ya lo visualizo: pintura plateada brillando en plena selva en mitad de la noche, como si de nuevo se hiciera la luz.

—La luz…