Arrojó el móvil contra la pared. Los pedazos se esparcieron por el suelo. Lo había tenido tan cerca… Baptista pensaría que había colgado deliberadamente y daría marcha atrás al dispositivo policial.
Su padre iba a morir.
Permaneció un rato de pie con la cabeza caída. Los tabiques del almacén se le echaban encima como los émbolos de una prensa. Maldito Adam, ¿a qué pozo me has conducido con tus citas de Abraham y de Sodoma y Gomorra?
De Abraham…
¿Y si la amenaza a su padre fuera sólo una prueba de fidelidad?, se preguntó con un repunte de energía. El patriarca bíblico estuvo a punto de entregar la vida de su hijo Isaac como ofrenda. El propio Dios le ordenó que lo hiciera, pero en el último momento le pidió que detuviese el sacrificio, que le bastaba con haber comprobado su nivel de compromiso.
¿Sería el dios Adam Green tan magnánimo como para perdonarle? Al instante decidió que no. Es más, comenzaba a dudar que fuese a cumplir su palabra. Cuando comprobase que Mika no había emitido la señal acústica, no se conformaría con sacrificar a Saúl. Quería acabar sí o sí con esa cúpula de billonarios para generar su revolución global. Caería en la tentación y él mismo emitiría el tam-tam para inocular la batracotoxina.
El panorama no podía ser peor.
Su padre no sólo iba a morir.
Iba a morir en vano.
Lo único que podía hacer era sentarse en el suelo y esperar los trescientos gritos de dolor. ¿Acaso estaba en su mano hacer algo para salvarlos?
Sí.
Podía matar a Adam antes de que pulsase el botón.
Matar a Adam…
Si hubiera tenido el móvil habría podido emitir la señal acústica antes de que empezase la convención, y dado que Adam era el único que por el momento llevaba puesto el auricular habría sido el único en morir. Pero sin móvil no podía acceder a internet. Sin internet no podía conectarse al canal de Skype por el que iba a emitirse la traducción simultánea. Sin conectarse no podía enviar la señal del tam-tam y detonar el depósito de batracotoxina.
Mamá Santa, son demasiados escalones…
Un millón de escalones empinados.
Quieta como estaba, con la boca temblorosa y los ojos cerrados, revivió el que fue su último combate con la federación de kárate. Le abordaron proscritas imágenes de aquella tarde, tres meses antes de su viaje, en la que perdió por tercera vez el campeonato europeo. Fue así, ni más ni menos. Lo perdió. Ella misma. Tenía el tobillo tocado por la torcedura y, en lugar de ir a por todas (en el pasado había competido mil veces con lesiones parecidas), dio media vuelta y regresó al banquillo cojeando como si la pierna le midiese diez centímetros menos. Había caído antes de comenzar. Le había vencido el miedo a perder. Desde que terminó la universidad venía sufriendo el destructivo fracaso laboral y no quería acumular más derrotas de otro tipo. Tal vez fuera el mismo motivo por el que nunca se había atrevido a mirar a su amigo Purone como le pedía aquella pulsión interior que durante mucho tiempo se había empeñado en sofocar.
Abrió los ojos. Contempló el mudo almacén, un nuevo tatami. Miró el reloj. Faltaban catorce minutos para las diez. ¿Acaso iba a quedarse allí parada, emborrachándose de viejas derrotas? Tal vez fuera un buen modo de autoinfligirse un castigo por sus erráticos pasos dados desde su llegada a Brasil. Cada bochornoso recuerdo, un penitente flagelo, una vuelta de tuerca a la argolla que aprisionaba su garganta. Tal vez lo fuera. Pero no era así como su padre le había enseñado a enfrentarse al mundo.
Papá…
No había podido salvarle, pero aún podía honrarle.
Es lo menos que merecía su samurái.
Aún quedan unos minutos. Voy a llegar hasta ti, Adam Green. Te mataré y pararé esta locura.
Repasó cada centímetro cuadrado a su alrededor. La puerta metálica era imposible de forzar, al igual que la plataforma del elevador que obturaba el hueco que unía el almacén con el piso superior. Pero estaba en un museo, no en una cárcel. Tenía que haber alguna otra forma de salir de allí y llegar a la sala en la que se celebraba la convención.
Tratándose de un almacén, pensó que quizá hubiera un acceso al patinillo de registro de instalaciones, uno de esos conductos que incluso disponen de asideros a modo de escala como los submarinos, por los que se introduce el personal de mantenimiento para recorrer las entrañas de los grandes edificios. Recorrió las paredes buscando alguna portezuela disimulada, pero comprobó con desilusión que no iba a tener tanta suerte. También se asomó entre las baldas de la gran estantería, con el mismo resultado. Siguió dándole vueltas a la cabeza hasta que se le ocurrió que aquella construcción en forma de media naranja no tenía ventilación natural, por lo que debía disponer sí o sí de una red de renovación de aire. ¿Dónde? Lo normal sería entre el forjado y los falsos techos.
Cogió la banqueta y se asomó entre los anaqueles más altos. No le costó ver la tapa de rejilla.
—¡Sí!
Saltó al suelo e hizo un intento baldío de apartar aquel mueble enorme. Pesaba un quintal, por la estructura de madera y metal y, más aún, por la cantidad de material que acumulaba. Sin perder un instante fue cogiendo una por una las cajas de plástico transparente repletas de herramientas y las apiló a un par de metros de la estantería. Cuando aún quedaba media docena por bajar, volvió a tirar ansiosa de un extremo. Esta vez logró apartarla de la pared lo suficiente como para dejar a la vista el respiradero.
Acercó la banqueta y, de puntillas, pegó los ojos a la rejilla. El interior estaba oscuro, pero distinguía un conducto metálico por el que, apretándose, podía caber una persona de su tamaño. Se hizo con un destornillador y soltó la tapa. Le golpeó una bocanada de aire viciado. Introdujo la cabeza y le envolvió una mareante resonancia. Su sola respiración producía eco.
El mero hecho de pensar en meterse por ahí le causaba una angustiosa claustrofobia. ¿Qué haría al llegar al primer recodo? Quizá pudiera salvarlo y continuar avanzando en la nueva dirección que tomase el conducto, pero ¿y si daba con un ramal demasiado estrecho que le obligase a volver sobre sus pasos? Tumbada hacia delante le resultaría muy complicado ir marcha atrás. Se le ponían los pelos de punta. Se volvió. Vio la puerta sin manilla. El elevador anclado en el piso superior. Los pedazos del móvil esparcidos por el suelo. Lanzó otra mirada al reloj.
Las diez menos diez.
Que sea lo que Dios quiera.
Trepó por la estantería para llegar al hueco. Cuando se arqueó para meter el tronco sintió un pinchazo en la espalda. Estaba en plena forma, pero no por ello dejaban de pasarle factura los golpes que le habían propinado los gorilas de seguridad y, un día antes, la alcaidesa Jaira Guimarães en el siniestro motel de Foz de Iguazú. El pensar en ella le dio el empujón que necesitaba para terminar de introducirse en aquella catacumba de acero inoxidable.
Avanzó centímetro a centímetro por la negrura total. Intentaba convencerse de que no necesitaba mirar, de que le valía el tacto para superar aquella prueba, pero no lograba engañar a su cerebro. Era como avanzar por el interior de un féretro sin principio ni final. Además, el sentido del tacto tenía sus handicaps. Rogaba para no cruzarse con una rata. No quería ni imaginar lo que sería, en plena oscuridad, sentir en la cara un cuerpo peludo. Oía crujidos y chasquidos, pero no eran animales. Se debían a algo mucho más preocupante. Los anclajes que soportaban el conducto no estaban preparados para tanto peso.
Pasó unos segundos de pánico al darse cuenta de que el sistema de ventilación impulsaría en cualquier momento su ración periódica de aire renovado. Para climatizar todo el museo debía de haber macrobombas cuya brutal corriente le abrasaría la cara. ¿O se la congelaría? No podía pensar con lucidez. Su mente estaba colapsada por un debate constante entre continuar o dar marcha atrás —algo que cada vez se antojaba más difícil—. Estaba a punto de abandonar cuando tocó con la punta de los dedos el final de tramo del conducto.
Palpó a un lado y otro. Era un recodo en el que confluía más de un ramal. Decidió tomar la dirección ascendente confiando alcanzar la altura del techo del auditorio. Se contorsionó como una artista circense —benditos años de estiramientos en el gimnasio— e inició la subida haciendo presión con las manos en los laterales para ayudarse. Intentaba mantener la mente en blanco para no sucumbir ante el pavor que poco a poco infectaba sus defensas. Piensa sólo en avanzar, decía para sí, pero a cada momento sufría el abordaje de espantosas imágenes de emparedamientos y enterrados vivos.
La chapa era resbaladiza y algunas juntas mal acabadas sobresalían como cuchillas. Cuando tocó con la cabeza en el final del conducto de subida, se asustó y no pudo evitar deslizarse un metro hacia abajo. Al presionar con fuerza con las manos para frenar se hizo un corte profundo en la palma derecha. La acercó a la boca y sorbió la sangre para evitar resbalarse, pero no dejaba de fluir.
Trató de respirar hondo, pero sufría ya las convulsiones que preconizaban un severo ataque de nervios. El corazón le palpitaba a mil por hora. Consiguió alcanzar de nuevo el extremo donde finalizaba el conducto y se contorsionó aún más hasta lograr colocarse en horizontal. Aquel ramal era mucho más estrecho, y más quejumbrosos sus anclajes. Tenía miedo de que se quebrasen y se derrumbase todo el conducto encima de…
No tenía ni idea de dónde estaba.
Se arrepintió de su absurda ocurrencia. Jamás llegaría hasta Adam a tiempo. Tampoco había forma humana de impedir que los trescientos se colocasen el auricular. Se le ocurrió activar la alarma antiincendios y disolver la convención por la tremenda, pero ¿cómo iba a provocar fuego en un cajón de metal, aunque fuera una simple llama?
Más frecuencia en los latidos. Comenzó a faltarle el aire. Pero siguió avanzando, contrayéndose y estirándose como una oruga.
Ya se te ocurrirá algo, repetía.
Avanza, avanza.
¿Hasta cuándo?
Aquel tramo no acababa nunca. Era imposible calcular dónde se encontraba. La mano no dejaba de sangrar. Hacía tiempo que había cruzado el punto de no retorno y no era capaz de continuar. Estaba encajonada. La sensación de ahogo se multiplicó. Abrió la boca de par en par, pero no podía respirar. Como si hubiese consumido todo el oxígeno.
Se detuvo.
Ya debían de ser más de las diez.
¿Para qué seguir engañándose?
También ella iba a morir.
Cuando tomó conciencia, dejó de estar asustada. Le embargó una extraña serenidad.
Apoyó la cabeza en la chapa fría y…
Se puso a cantar.
Lo hizo con entonación infantil. O más bien del modo en que ella cantaría a un niño si tuviera que consolarlo. Era una disociación extraña, pero le hacía sentirse tranquila.
La tierra desnuda y fría
se vistió con árboles gigantes.
Entre las ramas el viento silbaba.
Shhh… Shhh… Shhh…
Era la vieja canción indígena que había escuchado a Adam en la pousada de São Sebastião. La que, según le había contado, canturreaban en las noches de tormenta para que los niños conciliasen el sueño. ¿Por qué le venía a la cabeza? Tal vez sirviera también para conciliar el sueño último, el sueño definitivo. El caso es que siguió entonándola, repitiendo las estrofas y también aquel silbido del viento entre los árboles:
Shhh… Shhh… Shhh…
En un momento dado, oyó una voz.
Calló. ¿Deliraba?
De nuevo la oyó. No había duda. Llegaba a ella a través del negro conducto.
Trató de adivinar su procedencia, pero la voz se detuvo.
Mika permaneció alerta unos segundos. Nada. Y retomó el canto:
La tierra desnuda y fría
La voz regresó.
¡Sí, alguien la oía y respondía!
Agudizó sus oídos al máximo, auscultando el aire viciado. Aun cuando las palabras le llegaban amortiguadas, distinguió un acento nativo. Tenía que tratarse del indígena. ¿Había empezado ya su mensaje de bienvenida? Los trescientos debían de seguir sanos y salvos ya que, de ser así, reinaría un revuelo enorme. Muy al contrario, sólo se oía aquella voz cada vez más cargada de inquietud.
Intervino otra persona cuyo tono grave Mika no tardó en reconocer. Era Adam. Estaba inmerso con su amigo Camaleón en una agitada conversación que llegaba hasta ella envuelta en una manta, pero de la que cada vez cazaba más frases.
El indígena, que abandonaba su dialecto selvático y le hablaba en portugués, decía que quería marcharse de allí. Que no quería estar en un lugar en el que sus ancestros cantaban desde el techo las viejas trovas de su pueblo. Que tenía que tratarse de algún tipo de maldición o de advertencia.
Así que era eso. No sólo la habían oído.
Habían reconocido la canción.
El conducto ha hecho de caja de resonancia…
Se añadió una tercera voz. Era Gabriel Collor, quien les acompañaría en el estrado. Adam se excusaba con él. Exhortaba a los invitados a que se colocasen los auriculares para escuchar la traducción simultánea mientras pedía al nativo que se tranquilizase y comenzase ya su intervención. No dejaba de repetir que todo estaba controlado. Que el canto debía de provenir de algún trabajador del museo, alguien que estuviera haciendo tareas de reparación de las modernas instalaciones del edificio.
Mika abría los ojos de par en par en la oscuridad, como si así pudiera oír mejor. Seguían llegándole las frases en el interior de una burbuja de gelatina, pero ya apenas se le escapaba nada.
Adam repitió a los invitados que se pusieran cuanto antes los auriculares para dar comienzo al evento. No pensaba en otra cosa. Mika detectó una repentina urgencia en su voz, incluso un toque de desesperación. Imaginó a todos los asistentes perplejos, pero sin dejar de seguir las instrucciones del organizador para no romper el protocolo. Aunque muchos habrían activado el sexto sentido que avisa de las calamidades, ninguno querría ser el primero en montar el numerito, ni podían adivinar que llevaban la verdadera amenaza encajada en sus orejas.
Entonces se le ocurrió.
Si el conducto metálico había amplificado su voz hasta el punto de que el indígena reconociese la nana, ¿qué ocurriría si cambiase el canto por…?
Se retorció como pudo para alcanzar con la mano el collar con el amuleto que le había dado Mamá Santa. Se lo quitó y palpó el fetiche de hierro con forma de cuerno.
Con forma de punzón.
Mi querida sacerdotisa, ya dijiste que tu amuleto me sería de ayuda tarde o temprano, aunque seguro que pensabas en otra cosa…
Lo agarró con el puño izquierdo —la otra mano no dejaba de sangrar— y comenzó a arañar la chapa metálica del conducto, apretando con todas sus fuerzas. El roce producía un chirrido espeluznante. Si a ella misma le rechinaban los dientes y se estremecía y contraía como una epiléptica, aplastándose contra la chapa hasta abombarla, no quería imaginar lo que estarían sufriendo los que estuvieran en el auditorio bajo el efecto amplificado. Por eso mismo siguió raspando milímetro a milímetro con el amuleto punzón, dejando surcos en el acero inoxidable que vibraba produciendo aquella dentera atroz.
El brazo iba a estallarle de la tensión. Rompió a reír y a llorar mientras notaba que abajo aumentaba el revuelo, los pasos, el trajín entre los asientos y las primeras increpaciones. Bastó con que uno de los billonarios se levantase para que los demás le siguieran. No era ni por aquel canto de sortilegio llegado de otra dimensión, ni por la discusión de sus anfitriones o por el chirrido insoportable que no cesaba. Era por todo al mismo tiempo, agitado en un explosivo cóctel de alarma. Algo no marchaba bien. No marchaba nada bien. Había sido un error acudir allí y debían desaparecer cuanto antes.
En medio minuto todos habían abandonado sus asientos y se abrían paso sin ninguna ceremonia. Arrancaban los auriculares de sus orejas y los arrojaban al suelo. Los de atrás pisaban los que tiraban los de delante, moteando el suelo de diminutos charcos de batracotoxina.
—¡Pónganselos y dejen que les explique! —gritaba Adam, y los demás le miraban perplejos sin saber el porqué de su empeño mientras salían en desbandada hacia los coches.
Cuando Mika notó que el rumor se había desvanecido, dejó de arañar el metal. Aguantó la respiración para escuchar mejor.
Llegó un momento en el que no se oía nada.
Se arrastró hacia delante —un último y sobrehumano esfuerzo— hasta que llegó, por fin, a una rejilla de ventilación. Estaba abierta en la base del conducto, coincidiendo con un hueco en el falso techo del auditorio.
Miró abajo.
Allí estaba Adam. Solo. De pie, apoyado en el estrado, levantando la vista hacia la salida de aire.
Mika se fijó en las líneas de su cara. Las ojeras por primera vez marcadas.
Permanecieron en silencio, contemplándose a través de la rejilla como si se tratase de un confesionario. Un silencio lleno de palabras, de preguntas y respuestas sobre cómo serían algunas cosas y por qué otras no podían ser, un silencio lleno de tiempo y de espacio, ésos que dicen infinitos y que sin embargo caben en el puño apretado de un adolescente encaramado a un árbol sagrado.
Adam dejó caer la mirada. Triste como una galaxia que brilla a millones de años luz, donde nadie puede verla.
Mika oyó un chasquido. El conducto en el que estaba introducida se agitó. El corazón le dio un vuelco.
Al momento otro. Esta vez parecía haberse desprendido alguna pieza. Se apretó de forma instintiva contra los laterales. Una nueva sacudida. Ruido de tornillos, quejidos metálicos que sonaban a bodega de barco.
Tras un engañoso respiro, se terminaron de romper los anclajes y el conducto se vino abajo atravesando el falso techo. Las placas de yeso se hicieron añicos contra el suelo del auditorio. Mika tuvo tiempo de ver desde el aire cómo se estaba precipitando contra la primera fila de asientos. Intentó arquear la espalda, pero no consiguió apartarse lo suficiente. Se golpeó en la cadera con un apoyabrazos y, volteado su cuerpo como un fardo entre la lluvia de planchas metálicas, estrelló la cabeza contra la tarima.
Cuando despertó, la estaban subiendo a una camilla.
Había mucha gente alrededor, pero nadie relacionado con la convención. Ni Adam, ni Gabriel Collor, ni el nativo, ni los invitados. Nadie. Sólo los enfermeros, el responsable del museo y dos agentes de policía que analizaban los cascotes y las piezas desprendidas del sistema de ventilación.
Cuando vieron que Mika abría los ojos, se lanzaron a por ella.
—¿Puedo hacer una llamada? —fue lo primero que dijo. Le dolía todo el cuerpo. Debía de tener rotos algunos huesos.
—Antes tendrá que contestarnos a un par de preguntas —dispuso rotundo uno de los policías.
—Por favor, necesito hablar con el investigador Baptista, del Grupo de Operaciones Especiales de São Paulo.
Los presentes intercambiaron un gesto de extrañeza.
—¿Con el GOE, dice?
—Él se lo explicará todo.
El policía encogió los hombros y el responsable del museo accedió a pasarle su teléfono.
Mika marcó el número. Soportó los tonos de llamada con expresión plana.
—Al habla Baptista.
—Hola, investigador.
Durante unos segundos ninguno dijo nada.
—Tú otra vez.
—Todo ha terminado.
Él carraspeó.
—¿Todo ha terminado… bien o mal?
¿Cuál era la respuesta correcta?
—Y usted y sus chicos, ¿llegaron a…?
Mika no se atrevía a formular la pregunta.
Sonaron algunos ruidos. Baptista debía de estar pasando el teléfono a alguien.
—Hola, hija —se emocionó Saúl al otro lado.