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Apenas podía ligar unas palabras con otras.

—¿Qué le has hecho?

Adam abrochó un botón de la americana con intención de marcharse.

—La verdad es que es un tipo duro. Era de suponer, por lo que me contaste el primer día en mi apartamento. Empresario de seguridad privada, trabajando en Libia…

—Cabrón mentiroso. Al instante se te ocurrió que podrías utilizarlo contra mí.

—Sólo previsión, Mika, ya te lo he dicho.

Contempló de nuevo el vídeo. La cámara estaba situada a la altura del techo, por lo que la toma era un acentuado picado que mostraba, sobre todo, la coronilla de Saúl. Se aferró a una lejana pero bendita posibilidad: que todo fuera un montaje. Y huyó hacia delante.

—Puedes hacerle lo que quieras a ese hombre. Se parece a él, pero no es mi padre. ¿Acaso has ido al desierto de Libia a buscarlo?

—No ha hecho falta. Él ha venido a mí.

—Eso es imposible.

—¿Recuerdas tu portátil?

Cascadas de imágenes irrumpieron a codazos: la puerta entreabierta de su habitación de la pousada; las tejas desprendiéndose bajo sus pies mientras perseguía al luchador de capoeira; la carroza de la escuela de samba, alzada entre la batahola de tambores; el ladrón al otro lado de la ventanilla del vagón, con su Mac en la mano y aquel símbolo tatuado en el cuello, el rectángulo con el ojo en su interior.

—¿También eso fue cosa tuya? ¿Enviaste a ese animal para robarme?

—No deberías haberle sorprendido en plena faena.

—Y yo que creía que habían sido los narcos de Monte Luz. Eres despreciable…

No podía apartar la vista del vídeo. Era Saúl. Sin duda era Saúl.

—Como te he dicho antes, necesitaba saberlo todo de ti antes de dar el paso definitivo. Así que ¿por qué no leer tu mente? O lo que es lo mismo: tu portátil. Cuanto más hurgaba en tus archivos, más obnubilado me dejabas. Las cartas de recomendación, el proyecto de fin de carrera… Fascinante. Aunque lo que más decía de ti eran tus posts. Esa arrolladora sucesión de pensamientos sobre una sociedad que te asquea. ¿Acaso no estamos de acuerdo en eso?

—En lo que desde luego no lo estamos es en la forma de repararla —dijo con desprecio—. Pero ¿qué tiene que ver todo eso con mi padre?

—Comenzó a enviarte correos electrónicos.

—¿También entraste en mi mail?

—Tenía las bandejas abiertas delante de mis narices y no dejaban de llegar mensajes: «Mika, llámame por favor»; «Mika, estoy viendo lo que ocurre en Brasil y no coges el teléfono»; «Mika, al menos mándame un par de líneas diciendo que estás bien». Pobre hombre. Cuando su novia, esa tal Sol, se decidió por fin a contarle lo ocurrido en la favela no lo pensó ni un minuto. Decidió venir para estar contigo durante la convalecencia de tu amigo. En el último correo escribió todos los detalles: número de vuelo, hora de llegada… Nos lo puso en bandeja. Sólo tuvimos que ir a recibirle.

Mika se abalanzó sobre él. Lo aprisionó contra la pared y le gritó a la cara.

—¿Dónde está?

—Sabes bien que no puedo decírtelo.

—¡Te voy a matar aquí mismo!

Le presionó la garganta con el antebrazo. Adam apenas se resistía. Se limitó a aglutinar fuerzas para musitar:

—No puedes hacerlo. Al igual que no puedes llamar a la policía. ¿Qué vas a decirles? ¿Qué acabas de asesinar a la alcaidesa de la Penitenciaría Paraná Oeste? Estamos juntos en esto, Mika.

Le soltó y cayó al suelo de rodillas, derrengada. Adam alisó el lino de la pechera.

—No te reconozco.

—Te aseguro que no ha cambiado nada. Sigo formulándote la misma pregunta del primer día: ¿hasta dónde llegarías para cambiar el mundo? —Abrió los brazos como dándole tiempo a responder, pero fue él quien siguió, implacable—. Es curioso el ser humano, siempre pensando en su propio interés. Si te preguntaran qué harías para salvar a la persona amada, estoy seguro de que responderías: sería capaz de matar al resto del mundo. Pero ¿qué harías para salvar al resto del mundo? ¿Serías capaz de matar a la persona amada?

Levantó la mirada.

—¿Qué insinúas?

—Antes me has reprochado que he jugado contigo, que no me importabas realmente. Pero fíjate si confío en tu criterio e intuición que voy a darte la llave para interrumpir mi plan.

—La llave… ¿Con qué me sales ahora?

—Tienes dos opciones:

»Primera: acepta de una vez por todas que el Nuevo Génesis es legítimo y necesario, emite el sonido de tam-tam que reventará los depósitos de batracotoxina y, al tiempo que harás historia, salvarás a tu querido padre.

»Segunda: echa por tierra mi plan, pero entrégame a cambio su vida para demostrar que es una decisión madurada y no guiada por motivos emocionales.

—¡Eso es un burdo chantaje!

—No me has escuchado. No te estoy obligando a hacer nada. Como tú has mencionado antes, yo mismo podría emitir la señal para detonar el veneno, pero ya no quiero hacerlo. He apostado por ti, mi musa, mi heredera, y seré consecuente hasta el final. Tú tienes la última palabra. En tus manos encomiendo mi espíritu, podría proclamar. Sólo entiende que, llegados a este punto, tengo que estar seguro de que no decidirás a la ligera.

—Estás loco…

—¿Loco? Yo creo que no puedo ser más cuerdo. Ni más desprendido.

—Te desprendes al precio que tú mismo marcas.

—Toda disyuntiva realmente importante nos obliga a pagar un alto precio. Escoger implica renunciar.

El agotado cerebro de Mika seguía funcionando a duras penas. Sus engranajes giraban diente a diente, luchando contra el óxido y la falta de combustible.

—Eres un fraude —espetó de súbito, esbozando una sonrisa desesperada.

Adam detectó que no era un insulto vano.

—¿A qué viene eso?

—Parloteas acerca de la entrega a los demás, de que no hay que actuar en el propio interés y, sin embargo… ¿Recuerdas cuando me hablaste de ese asesino brasileño que lleva tatuado en el brazo «Mato por placer»?

—Pedrinho Matador —confirmó él, intrigado.

—Me aseguraste que tú eras diferente, que no te guiaban motivaciones egoístas. Declaraste que ibas a entregarlo todo por el Nuevo Génesis. ¡Todo!

—Y así va a ser.

Mika, que seguía de rodillas en el suelo, se levantó y le encaró, casi escupiéndole en el rostro.

—Pues me gustaría saber de una vez cuál es el maldito precio que te toca pagar a ti. ¿Qué vas a dar a cambio de llevar esto adelante?

Adam se tomó un par de segundos y contestó:

—Mi propia vida.

Frío repentino.

Recordó una frase que él había dicho un rato antes y que le había pasado desapercibida. Algo así como que cuando ella emitiese la señal sería la confirmación de que el plan funcionaría a gran escala y, entonces sí, podría desaparecer tranquilo.

Desaparecer…

—¿Me estás diciendo que vas a morir con el resto?

Adam ladeó la cabeza y le mostró su oreja izquierda. En ella portaba el letal auricular.

—Yo mismo soy un daño colateral, ya ves. —Se encogió de hombros—. Sólo hay un destino posible para mí: predicar con el ejemplo, que el mundo sepa que estaba comprometido con mi plan hasta la muerte.

Mika se vino abajo. No podía luchar contra un demente.

—Por eso has dicho que me escogiste como heredera. Hablabas textualmente…

—Heredera de mi Nuevo Génesis, de mi empresa, de todo lo que tengo y de todo lo que he sido. He dejado firmado hasta el último papel. Estoy convencido de que sabrás qué hacer con cada miligramo de mí. Eres al mismo tiempo cisne blanco y cisne negro, la excepción a la cita de Yeats. Tú tienes la pasión e intensidad que les sobra a los peores y la convicción que les falta a los mejores. Celebremos juntos el advenimiento del Nuevo Génesis en esta ciudad con planta de pájaro. ¿Dónde mejor podríamos llevar a cabo la última acción? Brasilia será el ave fénix que resurge de las cenizas de la decadencia y alza un nuevo vuelo.

—Esto no puede estar pasando…

—Tengo que irme, aún he de recibir a varios invitados —resolvió, hablándole de pronto como lo haría a una esposa—. Quédate aquí para que nadie te perturbe. Si, como confío que harás, decides cambiar el mundo, aprieta el botón y, acto seguido, el Capitán Nemo liberará a tu padre.

—¿Es él quien lo tiene retenido?

—Si a las diez en punto veo que no lo has hecho —continuó Adam sin contestar—, dejaré que el planeta siga rodando como si nada hubiera pasado pero a cambio… Te quedan exactamente veintiséis minutos. Ni uno más.

Cogió el pulsador del montacargas y se encaramó a él con energía. Lo hizo dando un pequeño brinco, como un pirata que se alza al palo mayor de un galeón, y volvió a perderse por el hueco del techo.

Veintiséis minutos…

Se fijó en que su móvil apenas tenía cobertura. Pero había algo peor. La batería. No lo había cargado desde que se lo entregó Adam.

Tam, tam.

Tam, tam.

No era la mortífera señal acústica.

Era su corazón, que palpitaba al ritmo de la agonizante línea roja.