Permaneció un rato con los ojos clavados en la base metálica del montacargas. ¿Qué habría allí arriba? Dado que estaba conectado con el almacén, quizá fueran los bastidores de la sala de exposiciones… o del propio auditorio. Imaginó a los trescientos cogiendo sitio con sus auriculares encajados en la oreja y se le aceleró el corazón. Se concentró en perfilar lo que iba a decirle a Adam. Pero ¿y si no bajaba, ni él ni nadie? Fue hacia la puerta por la que había entrado. Por ese lado carecía de manilla.
Estoy encerrada.
Cuando el montacargas volvió a ponerse en marcha dio un respingo. Primero aparecieron unos zapatos marrones de cordones. Luego la pernera de lino beige. Siguió bajando, dejando a la vista el cinturón trenzado de cuero, la americana del traje, la impecable camisa blanca, el cuello bronceado, los labios que había besado…
—Hola, Adam.
Se apeó despacio de la plataforma. No hubo reproches ni muestras de afecto. Permaneció de pie a un metro de ella, como si les separase un cristal.
—No tendrías que estar aquí.
—Necesitaba verte.
—No debo apartarme de Gabriel Collor ni un segundo. Ya te lo explicaba en la grabación.
—Sí, ese punto en concreto lo explicabas con toda claridad.
Adam se tomó unos instantes para sí. No parecía enfadado. Más bien decepcionado.
—Lo que has escuchado es mi historia más íntima.
—¿De verdad quieres que forme parte de ella el asesinato de trescientas personas inocentes?
—¿Inocentes como Baltazar Pávlov?
—No todos son como él.
—Sólo tienes que consultar los periódicos de hoy.
—Hablan de lo que hicimos en Foz de Iguazú…
—Me refiero a los otros titulares: extorsión, cohecho, malversación, tráfico de influencias entre dirigentes políticos y criminales fichados por los servicios de inteligencia, abusos de las grandes corporaciones… —Señaló hacia el techo—. Los protagonistas de ese tipo de corrupción a escala planetaria están ahí arriba, charlando mientras toman té con galletitas.
—¡No puedes justificar una masacre con acusaciones genéricas! ¡Se supone que tus ajusticiamientos eran selectivos!
Adam dejó pasar un par de segundos para que se esfumase el resonar de los gritos.
—Vamos a provocar el seísmo social que salvará a este planeta. Eso es algo que está muy por encima de nombres y apellidos concretos.
Tal y como Mika había supuesto, aquel brutal atentado no era sino la mecha del plan superior de Adam Green. La Primera Guerra Mundial también comenzó con un asesinato. Un insignificante estudiante abatió al archiduque heredero del Imperio austrohúngaro y provocó diez millones de muertos y un nuevo orbe. ¿Qué no ocurriría mañana? En cuanto se conociera el ajusticiamiento colectivo, las masas sedientas de cambio y linchamientos se inflamarían tan rápido como la pólvora.
Negó con la cabeza.
—Nada está por encima de un nombre y un apellido. Detrás de cada uno hay una historia, y muchas estarán bañadas por un esfuerzo y una ilusión que los harán merecedores de sus cuentas de doce cifras. ¿Me estás diciendo que por el hecho de tener tanto dinero merecen acabar así, víctimas de ese diabólico tam-tam?
Adam paladeó el espíritu combativo de Mika sin ocultar un brote de orgullo. Ella estaba convencida de que actuaba cegado por el humo de la cacería humana. Sólo necesitaba hacerle despertar.
—Tienen padres, parejas… e hijos —insistió, torpedeándole la línea de flotación—. ¿No haces todo esto por tu hijo? ¿No fue él la chispa que encendió tu Nuevo Génesis? Si conocieras de verdad a esas personas no lo culminarías de esta forma. Y no te hablo de sus grandes empresas ni de sus movimientos bancarios. Hablo de la parte de ellos que respira, de la que se enamora.
Adam caviló durante unos segundos y le pidió que se sentase. A falta de otra cosa, lo hizo en una caja de cartón llena de barras de aluminio, a los pies de la estantería. Él, a su vez, acercó una banqueta que los empleados del museo utilizaban para alcanzar las baldas más altas. Le acarició la cara y comenzó a recitar con voz serena:
—El primer invitado es Alfred Menard. Cincuenta y seis años. Se casó la pasada primavera con Eileen, su novia de toda la vida. Tienen un hijo de trece años pero hasta ahora no habían pasado por el altar. Alfred también es propietario de una de las corporaciones agroquímicas que monopolizan el mercado a través del cártel de las semillas transgénicas; amén de ser el encargado de sobornar a la cúpula de la Organización Mundial del Comercio para anular políticas proteccionistas de los pequeños productores locales fuera de las regiones que controlan la cadena alimentaria.
»El segundo invitado se llama Sam Pacquiao. Casado dos veces. Su primer matrimonio fue un fracaso. Con la segunda mujer, Telma, tiene seis hijos, uno de ellos con parálisis cerebral que, por cierto, es su ojito derecho. La familia de Sam es propietaria de uno de los imperios textiles que más plantas de producción tiene en Bangladesh, un fallido país con enfrentamientos políticos que la propia empresa se encarga de avivar para impedir cualquier atisbo de desarrollo que pueda generar aranceles a la exportación.
»El tercero, Rashman Bilashi, es un fanático de la ópera. Su pareja, un hombre bastante más joven que él, es representante de músicos. Suelen ir juntos a los pequeños conciertos que se organizan en el patio del Victoria and Albert Museum de Londres, donde viven. Rashman también es director ejecutivo de la farmacéutica que bloquea la aprobación por la OMS de la última vacuna contra la malaria, además de ser el principal accionista del banco que blanquea los lingotes de los dictadores de tres países que, paradójicamente, se encuentran entre los más afectados por esa enfermedad.
»El cuarto, Elmer Marrugo, tiene una pareja de mellizos llamados Edgar y Vanessa. Su…
Mika le tapó la boca con la mano y bajó la cabeza.
—Basta, por favor.
Apenas podía respirar por el nudo que se le había formado en el pecho. Adam había estudiado todos y cada uno de los historiales personales, los trescientos. No sólo eso, los había aprendido de memoria para demostrar —demostrarse— que sus convicciones eran lo suficientemente firmes. Se había obligado a conocer en profundidad aquellas vidas antes de segarlas con su guadaña impregnada de veneno.
—No soy un psicópata, Mika. Además, no se trata de que merezcan o no este final. Quien lo merece es el sistema. Por eso han de morir, por el buen fin del Nuevo Génesis.
—Otra vez…
—¿Cómo?
—Tus «daños colaterales». —Mika fundió una sonrisa con un gesto de inmensa pena—. Vaya dos palabras. Por ellas nos conocimos. Cuando me mandaste aquel mail horrendo, «Purone = Daño colateral. ¿Hasta dónde llegarías para cambiar el mundo?», lo hiciste porque estabas arrepentido de haberle herido en la reyerta que prendió después de que asesinaras al narco. Ya entonces necesitabas justificarte.
Adam lanzó una mirada furtiva a su reloj. Con un movimiento mecánico, sacudió unas motas de polvo de su pantalón a la altura del muslo.
—No fue arrepentimiento, ni necesitaba justificarme. —Se inclinó hacia delante y le cogió las manos tratando de recuperar la complicidad—. Tu amigo Purone es un héroe. Sólo quería que tú también lo vieras así.
—Me haces ver que soy importante para ti, pero no has dejado de jugar conmigo.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Te has dedicado a ponerme pequeños cebos para que te siguiera hasta este callejón sin salida.
—¿Crees que habría sido prudente contarte todo el primer día? Me dejaste maravillado, Mika; ésa es la verdad. Cuando te subí en brazos a mi apartamento sufrí una convulsión que no experimentaba desde que conocí a la madre de mi hijo. Pero necesitaba estudiarte, confirmar mi presentimiento, y no era necesario correr. Disponíamos de una semana entera para fraguar nuestra conexión.
—Yo más bien creo que has esperado hasta hoy para contarme tu historia con el fin de impresionarme y conseguir un efecto inmediato. Seguro que pensaste que, si me enteraba de sopetón de cómo había muerto tu hijo, reaccionaría en plan volcán y cumpliría mi parte sin dudar. ¿Una cacería humana? ¡Por Dios! ¡Acabemos con ese cabrón y con todos los que son como él!
Abrió la boca y los ojos, tanto que parecía que se le fueran a salir de las cuencas, y simuló apretar el botón del reproductor de audio de la muñeca.
Él no dijo nada. Mika se levantó de forma brusca.
—¿Por qué tanto empeño en que lo haga yo, Adam? Tú mismo acabas de decirlo: una semana, eso es todo lo que nos une. Ni siquiera te hago falta para detonar los depósitos de batracotoxina; bien podrías emitir tú mismo la señal. Sé que hay algo más. Lo vi en tus ojos cuando hablamos en tu apartamento. Dijiste que era tu musa (tal vez eso signifique que me quieres a tu manera, no lo dudo), pero hay algo más.
Adam respiró profundamente. Volvió a apresarle con su mirada azul y, dejando fluir esa grave voz que sonaba a murmullos del río Amazonas y a vieja sabiduría de los árboles sagrados, dijo:
—Eres mi heredera. Desde el primer momento vi en ti a la persona que perpetuará mi legado.
—¿Has dicho… «mi heredera»?
—Cuando te metiste en mi coche te convertiste no sólo en una pieza imprescindible, sino en una extensión de mí mismo. Te vi como un regalo caído del cielo, tan íntegra, con tu tatuaje samurái en el costado y esa efervescente conciencia social… Más que un regalo, eras un reto. Supe que mi plan quedaría cojo sin tu participación. Así es la mente del creador, su grandeza y su esclavitud. Si brota una chispa nueva que pueda engrandecer nuestra creación (un matiz, por minúsculo que sea), no podemos obviarlo. ¿Cómo conformarse con legar al mundo algo simplemente bueno cuando puedes firmar la gran obra? Mejoras mi plan, Mika. No, aún diría mucho más: el que seas tú quien pulse el botón legitima el Nuevo Génesis. Cuando tú, con tu integridad y tu tatuaje y tu compromiso con las causas perdidas y tus inagotables depósitos de esperanza emitas la señal acústica que inoculará la batracotoxina… Será la confirmación de que mi plan funcionará a gran escala. Entonces sí, podré desaparecer tranquilo.
—Adam, por favor… —Estaba confusa. Aún había algo que no le cuadraba, pero no sabía bien qué objetar—. Ahora son trescientos y ¿luego? El odio sólo genera odio, lo sabes porque en eso basas tu revolución. ¿Cuántas muertes inocentes ocasionará el levantamiento que has diseñado?
—Abraham utilizó los mismos argumentos cuando intentó convencer a Dios para que no castigase a Sodoma y Gomorra.
—No me vengas ahora con…
—Si en estas ciudades vivieran cuarenta hombres justos, imploraba el patriarca a su Señor, ¿renunciarías a destruirlas? ¿Y si fueran treinta? ¿Y veinte? ¿Y diez? No estuvo mal ese regateo. Pero lo cierto es que sus habitantes eran el paradigma de la misma abyecta perversión que hoy invade este planeta. Por eso fueron aniquilados. Y por eso ahora hemos de seguir el plan trazado.
—No se trata de regatear. Lo que destaca el libro del Génesis es que Abraham no se limitó a pedir la salvación para los inocentes. Pidió el perdón para todos, para los justos y para los que no lo eran. Sabía que el deseo de Dios no era destruir, sino salvar la ciudad, dar vida al pecador y redimirlo a través del amor.
—La hora del amor ya pasó, Mika. Considera que estamos en el juicio final previo al Nuevo Génesis. Ya no caben las medias tintas.
—¿Medias tintas? ¿Te estás escuchando, Adam? ¡Con que hubiera un solo hombre justo entre los trescientos ya sería suficiente para interrumpir esta locura!
—¿También conoces al profeta Jeremías? —ironizó, dejando asomar un átomo de fatiga antes de volver a recitar—. Recorred las calles de Jerusalén, buscad por sus plazas a ver si encontráis un hombre que practique el derecho y la verdad y yo perdonaré a la ciudad.
Mika asintió despacio. Jamás había oído esos versículos, pero ésa era la intención. Adam consultó de nuevo la hora con disimulo. Gabriel Collor andaría nervioso preguntándose adónde había ido.
—Hablamos de seres humanos, Adam.
Él se levantó y ella le dio la espalda. Temía que las fuerzas le abandonasen y terminase de someterla. Apoyó ambos brazos en una balda de la estantería y pegó la frente. Adam la abrazó desde atrás y le susurró al oído:
—Yo, que conviví con las fieras del Amazonas, puedo asegurarte que el mayor depredador del ser humano es el propio ser humano. Por eso hace falta esta revolución. Hemos generado una situación que no tiene vuelta atrás. Sólo nos queda hacer tabula rasa, destruir toda estructura de este sistema infecto y empezar a construir desde cero.
—Querrás decir desde el caos —musitó ella.
—Lo de mañana será un nuevo principio. Quizá caótico, pero al estilo de los primeros días del universo. Un caos ansioso de vida, saturado de posibilidades para crecer.
Mika se volvió levemente. Al hacerlo rozó los labios de él.
—Adam…
—Estoy aquí, siempre contigo. Ya te dije que viviríamos esto juntos.
—Lo siento.
—No te disculpes. Todos atravesamos momentos de duda.
—Me refiero a que no voy a hacerlo.
En el angosto almacén se hizo el vacío.
Adam cerró los ojos y respiró hondo.
Se separó de ella despacio y se limitó a decir:
—Está bien.
—Está… ¿bien?
Esta vez fue él quien sacó su móvil.
Abrió una aplicación de vídeo.
—Mira.
Extendió la mano.
A Mika le daba miedo seguirle la corriente. Mantenía los ojos apartados de la pequeña pantalla.
—¿Qué quieres que mire?
—Mi plan B.
—¿Te refieres a un cambio en tu hoja de ruta?
—Los verdaderos creativos estamos arriesgando a cada paso, por lo que siempre conviene tener un plan B por si las cosas no salen exactamente como esperábamos.
—Claro que sí… —susurró ella.
—Lo importante es conseguir el resultado ansiado —siguió Adam con un renovado ímpetu—. El primer creativo de la historia que carecía de una alternativa para su plan era Dios. Y mira adónde nos ha conducido su falta de previsión: a la perdición. He tenido que llegar yo para repararlo. Para… sustituirle.
Aquel mesianismo le angustiaba, pero aun así quería abrazarle. Estaba dispuesto a dar media vuelta.
—¿De verdad vas a suspender la acción? ¿Vas… —estaba tan emocionada que le daba reparo decirlo en voz alta— a perdonar a los trescientos?
Adam frunció el ceño.
—Creo que no me has entendido bien.
—¿Cómo?
—Este plan B se refiere a ti.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
Entonces sí, cogió con cautela el móvil que Adam seguía empuñando hacia ella. La pantalla mostraba una retransmisión en directo, tomada desde una cámara de seguridad.
Una garra gigante le atravesó el pecho y le estrujó el corazón y los pulmones.
—Papá…
Era su padre. Saúl Salvador. Dando vueltas en el interior de una diminuta habitación sellada.