Los habitantes de Brasilia destilaban cierto aroma a androides. Funcionarios y ejecutivos atravesaban los jardines del centro con sus acreditaciones y camisas planchadas. Se introdujo en la avenida Eixo Monumental —el espinazo del pájaro que servía de planta a la ciudad— y no tardó en divisar el museo. Se alzaba en mitad de una enorme plaza, despejada y sin apenas transeúntes. La mayoría de los que rondaban la zona formaban parte de los dispositivos de seguridad.
El diseño del edificio era sorprendente: media esfera de cemento, sin ventanas, con tan sólo unas aberturas de las que partía una pasarela suspendida. Parecía el escorzo de un planeta con su anillo. Un pequeño Saturno incrustado en el suelo.
Adam sabía bien lo que hacía cuando escogió aquel escenario, pensó Mika. Los trescientos invitados de la convención también vivían en su propio planeta, ajeno a la desolada Tierra. Además, precisamente por estar tan céntrico y expuesto, nadie se plantearía que allí dentro estaba cociéndose el acta fundacional de una hermética y poderosa logia.
Se acercó como una turista más en busca de las excentricidades arquitectónicas de la capital. Incluso hizo como que tomaba alguna foto con el móvil. Fotos sin gente. Teniendo en cuenta la hora, le extrañaba no ver más movimiento. Los invitados ya deberían estar llegando. Rodeó la media esfera hasta que se asomó al aparcamiento situado en la parte trasera.
Aquí estáis…
Berlinas de lunas tintadas discurrían como cautelosas serpientes por los carriles marcados en el suelo. Antes de dirigirse a la plaza que cada una tenía reservada, se detenían junto al acceso destinado a carga y descarga de las exposiciones itinerantes. Mika se apoyó en el enorme caparazón de cemento y observó cómo la tropa de billonarios se apeaba de los vehículos y entraba disparada por aquella velada puerta de servicio. Algunos trajeados, otros con ropa informal. Viejos y jóvenes. Pero todos con la seguridad de un actor que siempre pisa sobre una alfombra roja de cuentas bancarias con números nunca rojos. Los recibían cautelosas azafatas que se limitaban a comprobar la acreditación con el nombre del correspondiente guerrero de Esparta. Como había resaltado Adam: ante todo, discreción.
Tampoco había carteles ni aderezos que dejasen entrever la desmesurada entidad del evento. El único distintivo era un plotter desplegable con el logotipo de Creatio en la puerta principal, bajo la plataforma suspendida. Un detalle precario y, sin duda, calculado. Dado que cualquiera podía alquilar tanto el área de exhibición como el auditorio para iniciativas privadas, a nadie resultaría extraño que una empresa estuviese celebrando allí un congreso.
Mika trató de acercarse por ese lado, pero dos gorilas enfundados en un traje negro le echaron el alto.
—El señor Green me está esperando.
Gesto de suspicacia.
—¿Nombre?
—Mika Salvador.
El más robusto —si cabía— de los dos tecleó un iPad que, en sus manazas, parecía una caja de cerillas.
—Lo siento, usted no está acreditada.
—Debe de tratarse de un error.
—Le ruego que se aparte.
—Por favor, ¿por qué no le pregunta directamente al señor Green?
—Váyase.
Mika no se dejó intimidar. Señaló el intercomunicador del guarda.
—Sólo le pido que diga unas palabritas por ahí: «Señor Green, Mika Salvador le espera afuera». Estoy seguro de que será capaz de hacerlo, no es tan complejo.
—Se lo repito por última vez: váyase de aquí.
Mika miró por encima del hombro del gorila. Junto a la puerta de cristal, diez o doce metros más allá, había otro control; y no sería extraño que en los edificios cercanos —el más próximo era la Biblioteca Nacional, ubicado en la misma plaza— hubieran apostado francotiradores para velar por la seguridad de los invitados. No valía la pena seguir insistiendo y tentar a alguno que tuviera aspiraciones de héroe.
Reculó unos metros (en un ejercicio de orgullo permaneció lo suficientemente cerca como para que le vieran hablar con Adam) y sacó su móvil.
«El número al que usted llama no está disponible en este momento», contestó la locución.
—¡Ahora no!
Comprobó que había marcado bien. No había duda. El propio Adam introdujo su contacto en la agenda cuando, el primer día, le entregó aquel terminal tras haber perdido Mika el suyo en la favela. Miró el reloj. El tiempo apremiaba y ni siquiera había escuchado todavía las instrucciones concretas sobre cómo debía actuar.
El sol pegaba fuerte. Oteó a ambos lados colocando la palma como visera. No había ningún lugar donde resguardarse. Se acercó al estanque. Allí al menos sentiría el frescor del agua. Mojó sus manos y las pasó por el pelo. Seguía resultándole extraño notarlo tan corto. Por un momento incluso dudó ser ella misma. Se tumbó en el borde, volviendo a adoptar la pose de turista desenfadada, y retomó la grabación.
«Sin duda te preguntarás cómo voy a inocular la batracotoxina en mitad de la convención —reapareció la voz de Adam, tan serena y seductora al mismo tiempo—. Te lo diré: gracias a un dispositivo similar al que en este momento tienes en la oreja. Bueno, con la diferencia de que el tuyo no va cargado con el veneno».
Mika lo palpó de forma inconsciente. La ranita terribilis volvía a hacer aparición. Estaba claro que Adam no iba a variar su protocolo en la última acción.
«A todos los miembros de la reunión se les ha entregado uno de esos auriculares, fabricados por Creatio, a través de los cuales hacemos la traducción simultánea de las intervenciones. No fue difícil colarlos en el presupuesto. Gabriel Collor es un apasionado de la tecnología y estos dispositivos, a diferencia de los habituales cascos enmarañados de cableado, son tan estéticos como fáciles de usar. Cada uno está conectado por bluetooth al móvil de la persona que lo lleva. Y, a su vez, todos los móviles están conectados a través de internet a un canal de Skype por el que uno de mis empleados emite en directo la traducción simultánea al inglés de las intervenciones».
«Pero, como te he adelantado, este auricular no sólo incluye innovaciones en telecomunicaciones. Cuando fabriqué el prototipo me preocupé de incorporar un minidepósito capaz de albergar la batracotoxina y un detonador para reventarlo en el interior de la oreja, lo que producirá su inoculación inmediata en la víctima. De nuevo llegamos a un cómo: ¿cómo se activa ese detonador? Ahí es donde tú entras en juego».
A Mika se le contrajo el estómago.
«El interruptor está preparado para accionarse al escuchar una señal de audio que tú dispararás en el momento preciso. Necesitaba escoger un sonido específico que con seguridad no fuera a producirse en el mundo real, para evitar que el detonador hiciera estallar el depósito de veneno antes de tiempo, y me decidí por un tam-tam amazónico. Lo habrás oído antes de mi locución, es el que está grabado en el primer archivo de tu reproductor. Algunas tribus utilizan esa percusión de madera para comunicarse. Es un sonido que no se confunde ni solapa con ningún otro de la selva, con el que emiten una especie de morse que se oye a kilómetros de distancia».
«Te surgirá otra pregunta: ¿cómo has de enviar tú la señal para que el dispositivo la reconozca y se active? Es fácil. Sólo tienes que apropiarte del canal de retroalimentación de Skype por el que estará emitiendo el traductor simultáneo. Para ello utilizarás la clave que grabaré al final de este mensaje. De ese modo, además de ser receptora de audio, también te convertirás en emisora. Me explico: los invitados a la convención, según están conectados al canal, sólo pueden oír a través de sus auriculares; pero tú también podrás comunicar a través del tuyo. Incluso podrías ponerte a hablar y todos los demás te oirían, pero no te pido que digas nada. Bastará con que, en el momento preciso, emitas la señal que te he dejado preparada».
«Última pregunta: ¿cuándo has de hacerlo? Última respuesta: en la inauguración del acto. En concreto cuando comience la intervención de un nativo al que he invitado. Mi viejo amigo Camaleón subirá al estrado a las diez para decir unas palabras de bienvenida en guaraní. En el momento en que oigas su voz, pulsa play en el archivo “Día sexto 1”».
«Haz sonar el tam-tam».
«Y mi plan habrá concluido».
Mika sintió un repentino vacío.
Habrá concluido…
Terminó de escuchar el mensaje de Adam. Se despedía no sin antes, como había anunciado, darle los números de la clave que necesitaba para conectarse al canal de Skype.
Se incorporó hasta quedar sentada en el suelo. Introdujo de nuevo la mano en el estanque y la removió, formando ondas que fueron expandiéndose como la mortífera señal acústica que pronto tendría que emitir. Parecía fácil, pero… Había algo que no terminaba de encajar. ¿Por qué Adam no asaltaba a Baltazar Pávlov en su habitación del hotel, en el ascensor, en un lavabo? En algún momento se quedaría solo, como los anteriores ajusticiados. Un par de segundos bastarían para pincharle la batracotoxina. Tal vez buscaba que aquel cazador de niños se retorciese en patéticas convulsiones delante del resto para amplificar el efecto ejemplarizante. Pero tanta sofisticación para ejecutar a un solo miembro de la convención…
¿Uno solo?
Un repentino sofoco le subió por el esófago. ¿Cuándo había dicho Adam que se trataba sólo de Pávlov? ¿Lo había dicho… o lo había presupuesto ella?
El calor se convirtió en escalofrío.
Dios…
Sacó la mano del agua. La secó contra su pecho mientras trataba de pensar. Su mente se exprimía para rendir al máximo a pesar del agotamiento. ¡Piensa, piensa!
Adam le había pedido que disparase la señal acústica cuando comenzase la intervención del indígena. Con ello, dado que éste iba a dirigirse a los invitados en lengua guaraní, se aseguraría de que todos sin excepción tuvieran colocado el auricular para escuchar la traducción simultánea…
Dios, Dios…
Otro detalle que le pasó desapercibido cuando hablaron en el interior de la ranchera, frente al Club L’Amour: Adam dijo que las Phyllobates terribilis no eran fáciles de conseguir y que, por ello, había intentado criarlas en cautividad. Pero si un solo ejemplar bastaba para terminar con la vida de veinte hombres, ¿para qué necesitaba una colonia de ranas?
No puede ser…
Va a matar a los trescientos.
Dejó caer la mirada hacia el reproductor de audio que llevaba anudado a la muñeca.
Yo
voy a matar a los trescientos…
Se puso en pie de un salto y comenzó a dar vueltas sobre sí misma. Tictac. ¿Por qué no se detenía el maldito reloj? Necesitaba tiempo para replantearse las cosas. Los trescientos… Ellos eran el meteorito de Adam. Ni siquiera imaginaba la reacción que provocaría esa guillotina simultánea. Una nueva toma de la Bastilla a escala planetaria. El levantamiento contra el despotismo financiero. Si el mundo había aplaudido los cinco primeros ajusticiamientos del Nuevo Génesis —que ya estaban provocando revueltas en varios países por el vertiginoso efecto llamada—, ¿qué locura colectiva no ocasionaría esta última acción, con los ánimos ya calientes? Respondía al anhelo de millones de personas desesperadas que soñaban con aniquilar a los banqueros y dueños de corporaciones explotadoras que se reían de la miserable humanidad y la manejaban a su conveniencia. Mika no podía dejar de dar pequeños pasos en todas las direcciones como un muñeco de cuerda. Sus emociones oscilaban entre la embriaguez y un pánico atroz.
Tictac. El reloj avanzaba inclemente. Lo miraba de forma compulsiva. Soy una guerrillera, intentaba convencerse, como antes lo fueron la pareja nativa de Adam o sus amigos del FLT. Se trata de obedecer, de no cuestionar las órdenes… Pero no era tan sencillo. Su padre, a través del arte marcial que practicaron juntos durante años, le había enseñado a pensar por sí misma para ir por el camino recto, el camino del guerrero, a luchar sin perder su humanidad. Siempre había respetado los principios del bushido: justicia, coraje, benevolencia, respeto, honestidad, lealtad y honor. Ante todo, honor, la virtud más importante. El auténtico samurái sólo tiene un juez de su propia dignidad: él mismo. Las decisiones que toma y cómo las lleva a cabo son un reflejo de quién es en realidad. ¿Qué tenía de honorable aquel brutal sacrificio de inocentes? ¿Qué tenía que ver con ella misma?
Aún faltaba más de una hora para las diez. Cerró los ojos y respiró hondo. Necesitaba hablar con Adam como fuera. Volvió a marcar su número. Seguía apagado. ¿Qué podía hacer? Sólo le quedaba una opción: montar una escena tan fuerte como para hacerlo salir, pero no lo bastante como para que, mientras lo intentaba, le pegasen un tiro. ¿Cómo calibrarlo?
A la mierda.
Echó a correr hacia los gorilas.
Éstos se pusieron en guardia en medio segundo. Bastaría con convertirse en muros humanos, debieron de pensar; placar a aquella loca que se les venía encima y arrojarla fuera de la plaza como si fuera una bolsa de basura. Con lo que no contaban era con lo que Mika hizo a continuación. En lugar de intentar esquivarles o bien chocar contra sus ciento treinta kilos o tratar de golpearles de forma sin duda estéril, se limitó a saltar por encima de ellos. Su único objetivo era llegar hasta el segundo control apostado en la puerta de cristal. Así que, sin dejar de correr, apoyó el pie en la rodilla del gorila (que había tensado todo el cuerpo esperando el impacto), luego el otro en su hombro y pasó sobre él para caer a su espalda. Sin darles tiempo a girar, siguió corriendo hacia la puerta donde le esperaban los otros dos. Éstos sí, la agarraron al vuelo cuando intentaba colarse al interior.
Mika, que ya había llegado hasta donde pretendía, agarró con ambas manos la cabeza afeitada de uno de ellos y le espetó al oído:
—Llama ahora mismo al señor Green o me pongo a gritar por todo Brasilia lo que estáis haciendo aquí dentro.
Pero el gorila se limitó a atizarle un puñetazo en la boca del estómago que la dejó sin respiración. El otro, desde atrás, le retorció el brazo y le inmovilizó el cuello.
—¡Adaaam! —chilló como pudo.
El primer gorila le tapó la boca con la mano mientras la manoseaba en busca de armas u objetos sospechosos. Mika intentó morderle y se llevó a cambio otro puñetazo en el costado. Aun después de eso seguía revolviéndose como un caimán amazónico, con movimientos espaciados y enérgicos. El otro estaba a punto de partirle el brazo, pero ella no dejaba de patear.
—¿Qué ocurre? —protestó alguien.
Era una mujer joven con falda tubo y el pelo recogido en una coca con agujas japonesas. Apareció como un rayo por el pasillo que conectaba con la sala de exposiciones. Sus núbiles facciones se habían teñido de estupor.
—Esta loca ha intentado entrar —le informaron.
Mika intentó decir algo, pero todo esfuerzo era inútil. El gorila seguía presionando su mandíbula con suficiente fuerza como para partírsela en dos.
—¿Llevaba algo encima?
—Está limpia.
—¿Ha dicho algo?
—Chillaba como una hiena.
—¿Ha sido ella la que ha gritado «Adam»?
—No puedo decirle.
—Destápele la boca.
—También muerde como una hiena.
—Hágalo.
El gorila apartó la mano. Mika, lejos de dar las gracias a la recién llegada, demandó desafiante:
—Quiero ver a Adam Green ahora.
—No sé quién es usted —dijo aquélla con altivez. Mantuvieron un breve pulso de miradas. Sin duda se había ganado el puesto. Tenía el don de transmitir autoridad sin perder un ápice de femineidad. Mika fue a hablar, pero la mujer se adelantó—. Y mejor nos ahorramos las presentaciones. Lo que pretende es imposible.
¿Te ha seleccionado Adam en persona?, habría querido preguntarle, más encolerizada que celosa. ¿Has pasado por su loft del edifico Copan? Pero lo que dijo fue:
—Yo no estaría tan segura.
—Sacadla a la calle —ordenó con desdén a los gorilas.
—¡Tengo un importante mensaje para él! —añadió Mika revolviéndose de nuevo.
—Mañana estará en su oficina de São Paulo. Pida hora a su secretaria.
Dio media vuelta.
—¿Y si fueran trescientos mensajes? ¿También entonces cargarías con la responsabilidad de no haberle avisado?
La mujer detuvo con un gesto sutil a sus fornidos guardias de seguridad y permaneció unos segundos impertérrita. Después les ordenó que la soltaran.
En cuanto aflojaron la presión, Mika se los quitó de encima con un manotazo rabioso.
—Sígame —dispuso la mujer; pero apenas había dado un par de pasos se detuvo y avisó—: Si noto algo raro en usted, un solo movimiento extraño…
Se ahorró la segunda parte de la advertencia. Lo dijo con semejante poderío, y al mismo tiempo con un gesto tan angelical, que no habría resultado extraño que llevase las agujas del moño untadas en batracotoxina. Atravesaron un acceso disimulado en la pared y descendieron una escalera angosta. La condujo por un corredor reservado para el personal de mantenimiento que terminaba en una puerta. Introdujo una llave y le pidió que entrase.
Mika obedeció. La mujer fue detrás. Era un pequeño almacén con una estantería al fondo. En las baldas no cabían más cajas. Eran de plástico transparente y contenían herramientas, escarpias, cintas adhesivas, cables, bombillas… Todo lo necesario para el montaje de las exposiciones que recalaban en el museo. En una pared libre parpadeaban las luces de un cuadro eléctrico. Olía a pintura. No como el estudio de su amigo Purone y los Boa Mistura en Malasaña; más bien a barniz industrial. La vibración grave de un generador se expandía por el suelo de resina.
—Espere aquí —dispuso la mujer, y se encaramó a un montacargas que conectaba con la planta superior.
Presionó el pulsador y comenzó a ascender. Su aspecto de relaciones públicas de la Semana de la Moda de Londres resultaba aún más impactante sobre aquel elevador para palés. Mika observó cómo el traje de Prada y los zapatos de tacón se perdían por el hueco del techo.
Oyó unos pasos sobre su cabeza.
Después nada.
Volvió a consultar la hora.
Tictac.