—Ya estamos llegando, gringa.
El reloj digital del salpicadero marcaba las 5:52.
Mika abrió los ojos y se apoyó en el asiento del copiloto. Apenas distinguía la carretera entre los mosquitos adheridos al parabrisas.
—¿Es aquello? —señaló. Bostezaba de tal forma que dos lágrimas se le derramaron por la cara.
En el horizonte, las primeras edificaciones vibraban tamizadas por una tenue luminosidad. El cielo increíblemente limpio, como los de las fotos de salvapantallas.
Brasilia.
—Dicen que antes aquí no había nada —comentó el joven conductor, como haciéndole una confidencia—. Sólo desierto. Hasta fabricaron el lago.
Mika vio destellar una colosal superficie de agua que abrazaba la ciudad por el este.
¿La has escogido por eso, Adam?, se preguntó. ¿Porque se creó de la nada? Brasilia era la muestra de que algunas utopías podían hacerse realidad.
Todo comenzó con una profecía. Un antiguo sacerdote salesiano llamado Don Bosco vaticinó que Brasil acogería una nueva civilización, concretamente en algún lugar entre los paralelos 15 y 20. A pesar de que se trataba de una zona inhóspita y deshabitada, la profecía caló hondo. Tanto que, en la década de los cincuenta, el visionario presidente Juscelino Kubitschek decidió trasladar allí la capital del país. Arengó a los brasileños para que aparcasen sus diferencias y trabajasen codo con codo para demostrar al mundo que no existían imposibles. Les convenció de que con esfuerzo y creatividad podía lograrse cualquier cosa. Y tres años después de colocar la primera piedra en aquel desierto, la ciudad estaba terminada con todas sus avenidas, monumentos y edificios institucionales, rodeada de aquel inmenso lago artificial.
Pero algo le decía que Adam Green no había escogido aquel escenario sólo por ser el icono de un mundo nuevo.
—Directo a la estación central —dispuso, impaciente.
Se internaron por una de las grandes autovías de acceso. Brasilia era tan perfecta que no tenía aspecto de ciudad. Más bien parecía la maqueta de una ciudad a escala 1:1. Una maqueta limpia, compuesta de piezas recién ensambladas, salpicada de estanques y esculturas sobre extensiones de césped recortado con el mimo de un green de golf. La gran obra conjunta del arquitecto Niemeyer, el urbanista Lucio Costa y Burle Marx, el diseñador de paisajes. Tres genios de dimensiones renacentistas que construyeron a partir de cero el paradigma de la creatividad. No había nada igual. Contemplada desde el cielo, la ciudad tenía la planta de un pájaro con las alas extendidas.
El tronco del pájaro daba cabida a todos los edificios institucionales y los monumentos más emblemáticos. En la cabeza estaba situada la plaza de los Tres Poderes, con el Congreso Nacional y el Palacio de Justicia, cuyos edificios, más que sedes burocráticas, parecían museos de arte moderno. A medida que se bajaba por la columna vertebral hacia la cola del pájaro, iban sucediéndose los ministerios —todos ellos en bloques idénticos ubicados en perfecta simetría a ambos lados—, las embajadas y la insólita catedral de techo de vidrio.
Pero tal vez lo más impresionante del proyecto era la disposición de las dos largas alas del ave. Cada una de ellas estaba dividida en sectores longitudinales que daban cabida a una sola cosa: colegios, comercios, apartamentos residenciales, oficinas, consultas médicas…, de tal modo que nada estaba fuera de su sector. Ni un solo comercio en el sector de los médicos, ni una sola vivienda en el de las iglesias, ni una sola oficina en el educativo. Todas las alturas limitadas, todos los carteles anunciadores cortados por el mismo patrón. Orden enfermizo para combatir el caos inherente al ser humano. Los vehículos se detenían al paso de los peatones, los camiones tenían vetado su acceso a la ciudad, en un empeño por preservar su idílico cielo de humos contaminantes.
Mika pensó que no cabía nada más opuesto a las favelas de São Paulo donde había empezado todo.
¿Qué va a pasar aquí, Adam?
Releyó en el móvil los versículos del Génesis 1, 24-27 correspondientes al día sexto:
Dijo Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. Que domine los peces del mar, las aves del cielo, los ganados y los reptiles de la tierra». Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó.
¿Cómo iba a crear Adam un hombre nuevo? Recordó las palabras que pronunció en el garaje del helipuerto, cuando regresaron de São Sebastião: «Imagina que esos ajusticiamientos estuvieran encaminados a castigar a la sociedad entera», había dicho. En su mente se acumulaban las más peregrinas teorías.
¿Qué traca final tienes pensada?
Se detuvieron en doble fila frente a la puerta de la estación.
—Gracias por el esfuerzo, Sandro.
El conductor, reclinado de puro agotamiento en el reposacabezas, se limitó a suspirar y asentir.
Fue directa a la consigna. Era una estancia opresiva, con dos paredes enfrentadas de taquillas dispuestas de suelo a techo. Buscó la número 6. Era de gran tamaño, suficiente para meter una maleta. Pulsó los números:
6
6
6
Se abrió.
No había nada.
¿Cómo?
El interior estaba oscuro. Miró mejor y distinguió al fondo una pastilla negra del tamaño de una onza de chocolate. A su lado, enrollada, una cinta aterciopelada también negra.
No era lo que esperaba. Pero ¿qué esperaba? ¿Un lanzamisiles desmontable en una funda metálica?
Lo sacó. Era un pequeño reproductor de música para llevar en la muñeca como si fuera un reloj. Pasó la cinta por una hendidura preparada al efecto y se lo ató. Pulsó el botón de encendido. La pantalla sólo mostraba dos archivos de audio, con el nombre de «Día sexto 1» y «Día sexto 2». Sin duda mensajes dirigidos a ella.
Necesito auriculares…
Adam no se permitía fallos, ni siquiera mínimos despistes. Volvió a meter la cabeza en el interior de la cabina y, efectivamente, allí estaba. Un dispositivo no más grande que una avellana que a punto había estado de pasarle inadvertido. Lo activó pulsando un diminuto botón y lo encajó en su oreja. Estaba conectado a través de bluetooth al reproductor.
Accedió al primer archivo grabado, pero no se oía nada. Revisó el volumen. Qué extraño… Esperó unos segundos y por fin escuchó algo que le hizo dar un respingo. Tan sólo un golpe, como si alguien hubiese dado un bastonazo a una madera. Esperó a ver qué venía después, pero lo único que siguió fue un inquietante silencio.
Entró en el otro archivo.
Play.
«Hola, Mika», sonó la voz de Adam.
Aquí estás…
Se dejó caer, deslizando la espalda por el panel de taquillas hasta que se sentó en el suelo. Tal vez habría sido mejor salir de la estación y dirigirse a algún sitio menos ruidoso, pero no podía esperar. Además, mientras no llegase otro viajero tenía aquel cuartucho para ella sola. Cerró los ojos y dejó que le invadiera la voz de Adam con una suerte de efervescencia y relajo, como una drogadicta que siente la marea en sus venas…
«¿Qué te parece esta ciudad? Hay quien piensa que es artificial, pero a mí me parece un sueño. ¿Has visto qué edificios? El Palacio de la Alborada, el Santuario Don Bosco… Pero hoy limitaremos la visita a uno de ellos: el Museo Nacional de la República. Ahí es donde estoy mientras escuchas esta grabación, preparándome para recibir a trescientas personas en un evento que organiza mi empresa Creatio por encargo de Gabriel Collor. ¿Recuerdas a mi amigo multimillonario? No se separa de mí ni a sol ni a sombra. Por eso no podías viajar conmigo en la avioneta. Venía personalmente a recogerme. Y por eso tienes que hacer esto sola».
Mika puso cara de susto. ¿De verdad iba a matar a Gabriel Collor, la persona más rica del planeta? ¿Por qué si no necesitaba pasar desapercibida, después de haberle conocido en São Sebastião? Y la forma en la que Adam había dicho «mi amigo»… Siguió escuchando con atención para no perder detalle.
«Seguro que has empezado a refunfuñar con eso de que te vuelvo a dejar sola —se permitió bromear Adam en la grabación—, pero antes deja que te cuente. Y esta vez lo haré desde el principio».
Se detuvo y respiró con fuerza.
«Recién terminé mi tesis universitaria en Estados Unidos, vine a Brasil contratado por una maderera. Siempre había soñado con trabajar en la Amazonía, pero la experiencia no resultó ni mucho menos como esperaba. Tuve una suerte nefasta con mis jefes (seguro que si hubiera recaído en otra compañía más decente las cosas habrían sido de otra forma) y me di de bruces con un terrible escenario que no iba conmigo. Los trabajadores eran explotados hasta niveles rayanos en la esclavitud. Los trataban como si fueran animales… y pronto descubrí que no sólo en el ámbito laboral. El patrón y el capataz de la maderera tenían un negocio paralelo de cacerías humanas.
»Sí, Mika, has oído bien. Hablo de lo más espantoso que pueda imaginar tu adorable cerebro. Mis jefes organizaban batidas para millonarios depravados que, tras hartarse de disparar a especies protegidas africanas, se excitaban cazando indígenas amazónicos.
»Tuve la desgracia de comprobar con mis propios ojos el resultado de una de esas batidas. No muy lejos de donde estábamos talando, acababan de asesinar a seis niños de una tribu que apenas había tenido contacto con la civilización, dos de ellos poco más que bebés. Los organizadores de la cacería se llevaron sus cuerpos en un cajón de madera que escondieron en el almacén de mi campamento. Querían hacerlos desaparecer para evitar denuncias y fotografías incómodas de los grupos proderechos de los indígenas y, de paso, vender sus órganos para rituales horrendos. No puedes imaginar lo que sentí cuando me asomé al interior de aquella caja. En ese mismo instante me di cuenta de que la perversión del ser humano no tenía límites. Comprendí que nuestra civilización estaba enferma. Puede decirse que esa noche di el primer paso hacia lo que soy ahora. Decidí quedarme a vivir en la selva; no como ingeniero, sino como un nativo más.
»Durante los años que siguieron trabajé duro como activista contra la deforestación y los abusos que se cometían con las minorías tribales. Incluso me emparejé con una nativa, otra luchadora empedernida con la que compartí días de protesta y noches de pasión. Ya sabes: manifestaciones (como las que hicimos cuando tratábamos de impedir el paso de la carretera transamazónica), demandas a las instituciones, recogidas de firmas… Incluso pequeñas acciones de guerrilla, explosiones de andar por casa y cosas por el estilo. Fue en esa época cuando conocí a la gente del FLT».
Mika iba atando cabos. Era obvio que Adam no había podido forjar su red de apoyos de un día para otro. Según desvelaba ahora, hacía años que conocía a los miembros del Frente de Liberación de la Tierra que colaboraron en la acción del martes, cuando ajusticiaron al maderero y dibujaron un arcoíris con el humo de los almacenes incendiados.
«Todos los taladores de la región nos la tenían jurada —seguía él, sin poder ocultar un brote de nostalgia—, pero nada podía quebrar nuestro compromiso con la selva amazónica. Fue una etapa intensa. Quizá demasiado, ya que la tensión que soportábamos terminó con nuestra relación sentimental. Por fortuna, antes de que la llama se extinguiese me hizo un último regalo: dio a luz a mi hijo. Mi querido hijo… Recuerdo como si fuera ayer el momento en el que salió del cuerpo de su madre. El mismo momento en el que decidí desplazarme a São Paulo y fundar Creatio».
«Sé lo que te estarás preguntando: por qué me fui entonces, recién nacido mi bebé. Puedo asegurarte que para mí fue una tortura, pero había varias razones que me empujaron a tomar esa decisión. En primer lugar, estaba harto de dejarme la piel en reivindicaciones que se quedaban en meros pataleos y opté por cambiar de campo de batalla e iniciar una lucha más política que guerrillera. Un empeño que requería de un determinado estatus social que, a su vez, no podía alcanzar sin dinero… Considérame un desplazado más como los que cada día llegan a nuestra ONG Bienvenidos, pero eso fue lo que me llevó a mudarme a São Paulo: la búsqueda de riqueza. Sumado (tal vez éste fuera el motivo que terminó de convencerme) a la esperanza de que la empresa que tenía pensado fundar me brindase la oportunidad de ir cambiando este podrido mundo a base de creatividad. Con el nacimiento de mi hijo había surgido en mí una ineludible responsabilidad: convertirlo en un lugar mejor. Y Creatio satisfaría ese anhelo. Aportaría a la sociedad una nueva forma de resolver los problemas, soluciones innovadoras inspiradas en el modo de entender la vida que aprendí en el Amazonas».
Así que ésta es tu historia, pensó Mika.
Proyectó en su mente las fotografías que encontró en la mesa del despacho de Adam, abrazado a aquellos indígenas como si fueran su familia…
Eran su familia.
Le habría gustado preguntarle mil cosas, detenerse a meditar sobre todo lo que estaba oyendo. Sobre la brutalidad, los sueños, la lucha…
«Todo fue bien durante un tiempo —continuaba la grabación sin darle un respiro—. Mucho mejor de lo esperado. A pesar de la distancia, conseguí mantener un estrecho vínculo con mi hijo (iba a visitarlo a menudo a Manaos y de vez en cuando lo traía conmigo una temporada, como la que pasamos en São Sebastião para que viera el mar) y, mientras él crecía, Creatio también se hizo grande. Al menos lo suficiente como para permitirme arriesgar en proyectos innovadores que a su vez me daban más reputación y financiación para seguir arriesgando. Seguí apostando por hacer este mundo cada día un poco más habitable, más efectivo, más feliz. Un empeño que se frustró el día que…».
Unos segundos de silencio. Cuando Mika pensaba que se había interrumpido la grabación por algún fallo técnico, la voz de Adam prosiguió, un tanto quebrada.
«El día que asesinaron a mi pequeño.
»¿Recuerdas que te dije que mi hijo había muerto? Uno de esos pervertidos lo mató en una cacería humana. Fue hace dos años. Le persiguió por la selva, en los alrededores de nuestra comunidad, y le pegó un tiro».
Mika abrió los ojos de par en par. De pronto se había esfumado todo el sueño acumulado. Se estampó en su cerebro la imagen de ese pobre niño huyendo entre los árboles con el corazón en la boca, escondiéndose como un animal.
«Todo mi mundo se vino abajo. El horror que experimenté años atrás, cuando me asomé a aquel cajón de madera lleno de pequeños cadáveres, regresaba aumentado a mi vida. Multiplicado hasta el infinito. En esta ocasión, el cuerpo agujereado por las balas pertenecía a mi propio hijo».
El horror, repitió Mika para sí, y además el peso de sentirse responsable por haber emigrado, por haber abandonado los grupos de resistencia que lideraba y mantenían a los madereros a raya, dejando hueco para que volvieran los abusos y, por lo visto, también las cacerías… ¿Cómo saber si nuestros actos son o no los acertados?, se preguntaba pensando en ella misma mientras Adam seguía con su relato.
«Mi primera reacción fue buscar al cazador para estrangularlo con mis propias manos. Contraté a un investigador privado que se desplazó a Manaos para descubrir su identidad. Le costó dar con él, pero al final lo consiguió. Se llamaba Baltazar Pávlov, un magnate que controlaba el tráfico de armas en medio mundo. Vendía desde los clásicos AK-47 para las guerrillas africanas hasta los submarinos nucleares que utilizan los reyes de la droga para transportar la mercancía por las vías intercontinentales (y no hablo de los insignificantes cárteles colombianos, sino de los emporios con apariencia legal que se encargan de la distribución planetaria). Incluso tenía su propio ejército de mercenarios. Todo un hombre de la guerra que en sus ratos libres acostumbraba a ir de batida al Amazonas para cazar niños.
»El verdadero problema se planteó una vez dispuse de su identidad. ¿Cómo dar con él? Quizá viviera en una isla búnker en mitad del Pacífico. Empecé a replantearme las cosas. Pensé que eliminándolo del mapa no impediría que al instante surgieran diez más como él. ¿Cuántas cacerías humanas habría habido que yo ignorase? ¿Cuántos horrores similares estarían ocurriendo al mismo tiempo en otras partes del mundo? La muerte de ese bastardo, por sí sola, no arreglaría nada. Del mismo modo que nada habían arreglado los actos de protesta que me empeñé en abanderar primero en mi etapa en la selva y, después, entre los políticos de São Paulo. Unos y otros (las protestas, la lucha de guerrilla, mi ONG…) eran simples pataletas sordas que se perderían como lágrimas en la lluvia».
«Al percatarme de ello alcancé, por decirlo de algún modo, la iluminación. Comprendí que no cabían los cambios graduales; que esta sociedad enferma sólo reaccionaría ante un estímulo radical, uno tan potente como el meteorito que terminó con la era de los dinosaurios. El cambio de modelo financiero llegaría gracias a un cataclismo, no por el triunfo de la razón. Necesitaba generar ese estallido y reiniciar el mundo. Era mi destino. El destino de Creatio. Ya sólo tenía que encontrar el modo de hacerlo».
«Justo entonces, el multimillonario Gabriel Collor llamó a mi puerta».
«Ya habíamos trabajado antes para su corporación. El gerente de una de sus empresas nos encargó hace tiempo una aplicación para optimizar la gestión de su stock. Nos ocupamos de diseñar tanto el software como la reestructuración física de sus almacenes y quedaron muy satisfechos. A partir de entonces se sumaron como clientes otras muchas firmas del grupo, para las que hicimos trabajos de consultoría y fabricamos diversos prototipos, pero nunca había coincidido con Gabriel en persona… hasta que hace unos meses vino a verme a Creatio».
«La verdad es que no lo esperaba. Se sentó en mi despacho como un cliente más y, sin preámbulos, dijo: “Quiero formar un grupo de influencia con las personas más ricas del planeta”. Lo decía con una convicción que asustaba. No hablaba de recuperar la gloria caduca del Club Bilderberg, sino de ir mucho más allá. Quería constituir una corporación capaz de controlar el mundo, más bien de… comprar el mundo. Me quedé de piedra cuando a continuación me propuso que fuera yo quien lo diseñase todo: el nombre del grupo, los criterios de selección de los miembros, los protocolos internos para celebrar convenciones… Todo».
«Era una maravilla de encargo: sentar las bases de un imperio. El sueño de cualquier creativo. Pero no era fácil. Gabriel Collor había calculado que, para aglutinar suficiente poder como para imponerse a los gobiernos y estructuras internacionales, debía reunir a las trescientas personas más influyentes del planeta, con independencia de su perfil más o menos turbio. Así que de inmediato me puse manos a la obra. Mi equipo estudió a fondo las listas elaboradas por Forbes, como la de los Midas de la tecnología… En fin, todas las relaciones de millonarios y emprendedores que difunden las publicaciones especializadas. Después nos dimos cuenta de que la élite verdaderamente poderosa no aparece en esas listas. Teníamos que aunar en un solo grupo no sólo a los dueños de los dólares y petrodólares, sino a los que trazaban los flujos de ese dinero y controlaban el mercado monetario global: las cabezas de las sociedades de inversión, aseguradoras, fondos de cobertura y de capital riesgo… Los responsables últimos del sistema financiero. Gente que no airea sus nombres. Si ya era complicado dar con ellos, mucho más iba a ser aunarlos en un proyecto común».
«En principio, por el mero hecho de ser Gabriel Collor el anfitrión ya contábamos con el apoyo indiscutible de billonarios provenientes de los BRIC, esa palabra inventada que en inglés suena como “ladrillo” y al mismo tiempo es el acrónimo de Brasil, Rusia, India y China. Es cierto que esas cuatro economías dominarán el futuro por su gran población, su enorme territorio y sus inagotables recursos naturales, pero en nuestro megalómano proyecto no podíamos limitar el acceso de los miembros por criterios de bandera. Tenía que exprimir mis dotes de marketing para idear algo que llamase la atención de todos los billonarios del globo».
«Era consciente de que esa gente posee cualquier cosa que puedan desear. Por ello, la propuesta de Gabriel Collor, ante todo, debía resultarles excitante. Más allá de espolear su avaricia, necesitaba despertar sus pasiones más primarias. Algo similar al sexo, una pulsión incontrolable que cuando menos les empujase a acudir a la primera reunión (que comenzará hoy a las diez en punto), en la que se expondrán con detalle los fundamentos conceptuales y los objetivos del grupo. Le di mil vueltas hasta que surgió la chispa: llamaría al grupo simplemente “300”, como los guerreros de Esparta que defendieron el paso de las Termópilas».
«Imagínalo: las trescientas personas más poderosas del planeta unidas con su fuerza descomunal para someter al resto de la humanidad. No me pasó por alto que el paralelismo con los espartanos podía arrastrar una connotación negativa, dado que aquéllos cayeron derrotados. Pero la épica que trascendió a su valerosa acción era justo lo que necesitaba para activar los hastiados egos de los billonarios. Cuando se lo conté a Gabriel Collor me entendió a la perfección. Dijo: “Ése es el espíritu que buscaba. Aquellos guerreros eran dioses que se sacrificaron para dar una lección de bravura y heroísmo. Hoy las cosas han cambiado, los dioses hemos cambiado. Yo, y los que son como yo, tenemos la única espada capaz de doblegar al mundo: el dinero. Y tras haber contemplado durante décadas cómo se venían abajo todo tipo de imperios, por fin sabemos qué hacer con él para volvernos inmortales. Nosotros sí que venceremos a quien se atreva a plantarnos cara. Nos convertiremos en los amos absolutos de este planeta”».
«Durante los meses siguientes escogimos a los trescientos integrantes y pergeñamos las bases de la primera convención que había de celebrarse aquí, en Brasilia. Ante todo debía ser secreta, para evitar la presencia de activistas antiglobalización. De hecho, cada invitado ha acudido con un alias que, respectivamente, se corresponde con el nombre de uno de los guerreros de Esparta. Te aseguro que están encantados con este detalle…».
«A estas alturas ya te habrás preguntado qué tiene todo esto que ver con el Nuevo Génesis. Pues has de saber que la idea nació el día que mi equipo me pasó el listado definitivo de invitados a la convención (me refiero a sus nombres verdaderos). Ese día supe que tenía que poner mi creatividad al servicio no de unos pocos poderosos, sino de toda la humanidad. Tenía que utilizarla para salvar al mundo antes de que fuera demasiado tarde».
«¿Cuál fue la tecla que me hizo pensar así? Un nombre. Un solo nombre que figuraba en ese listado de trescientos miembros, el de uno de esos invitados que no aparecía en los listados de Forbes: Baltazar Pávlov, el cazador de niños».
Mika se llevó las manos a la boca. Vas a vengarte, pensó. Ese Baltazar Pávlov, y no Gabriel Collor, será tu último ajusticiado…
«No podía creerlo —seguía Adam—. Tuve que leerlo tres veces. Baltazar Pávlov… Mi gente lo había seleccionado para el club de Gabriel Collor y el bastardo iba a acudir».
«A partir de entonces fui concibiendo mi plan. Por un lado diseñé las performances simbólicas, relacionadas con cada uno de los días del libro de la Creación. Por otro, seleccioné los ajusticiamientos. Quería evocar un juicio final que diera paso al nuevo principio. Había mucho donde elegir y, adaptándome a la simbología del Génesis, me decidí por un narco, un destructor del medio ambiente, un pastor corrupto, un pedófilo, la sádica de Iguazú y, cómo no, el asesino de mi hijo. ¿Qué mejor ajusticiado para el día sexto, la jornada de las fieras y los hombres?».
«Había llegado el momento de poner el plan en marcha, y a toda prisa. No podía dejar pasar la oportunidad. La reunión de los 300 me serviría a Pávlov en bandeja durante unas horas. Así que ultimé los detalles y… El resto ya lo sabes».
«Para cuando escuches esta grabación, Pávlov estará a punto de llegar al museo, al igual que el resto. A las diez dará comienzo oficialmente la convención en el auditorio, pero los invitados tendrán la sala de exposiciones a su disposición desde las 8.30 para encuentros informales previos. Gabriel Collor quiere saludarles, hacer algunas presentaciones… Crear el clima propicio. El caso es que tenemos al cazador en nuestra propia jungla. ¿Qué te parece?».
«Vamos a cazarlo nosotros».
Mika detuvo la grabación. Aún no la había escuchado completa, pero necesitaba un respiro para replantearse la situación.
¿Eso es todo?, dijo para sí. Matarás a ese malnacido delante de esa panda de ricachones y… ¿ya está? Ese Baltazar Pávlov sólo será uno más, como tú mismo decías antes. ¿Esto es lo que pretendías lograr con todo esto? ¿Un efecto ejemplarizante? Porque para dar lecciones al mundo podrías haber publicado un tutorial en YouTube sin necesidad de montar semejante espectáculo durante toda la semana…
Se levantó y bufó un par de veces.
¿De verdad me has conducido hasta aquí sólo para vengar la muerte de tu hijo? Me prometiste que no estabas pensando en ti mismo…
Agitó la cabeza. No podía dejar de pensar en aquel niño, pero eso no eximía a Adam de su peor delito: le había mentido. ¡En todo momento había hablado de un plan superior, le había prometido un efecto similar al del meteorito que terminó con los dinosaurios!
Respiró hondo.
Estaba agotada.
Decidió no venirse abajo. No podía permitírselo, y menos aún después de lo que ya había hecho en el motel de Foz de Iguazú. Si Adam le había convertido en la protagonista del último capítulo de su Nuevo Génesis, sin duda sería por algo. Era Adam Green, el creador de estrellas de luz, arcoíris de humo y lluvias de cacao. Tenía que confiar en él.
Se dispuso a escuchar el final de la grabación. Entre otras cosas, necesitaba saber cómo iba a llevarse a cabo la caza. Se le antojaba imposible pinchar la batracotoxina a Pávlov en mitad de una convención infestada de seguridad, delante de otros doscientos noventa y nueve asistentes.
Levantó el reproductor de muñeca. Cuando iba a pulsar play sintió una presencia. Miró a ambos lados. En la puerta de la consigna, un guarda de la estación le clavaba los ojos mientras cuchicheaba por su intercomunicador. Ya se había fijado antes en él, no era la primera vez que se asomaba. Seguro que la consideraba una simple mochilera sin dinero, pero no podía arriesgarse a ser detenida.
Abandonó la estación seguida de lejos por el guarda. El tráfico se intensificaba por minutos. Necesitaba un rincón para sentarse a escuchar el resto de la grabación, pero tenía la impresión de que todo el mundo la miraba.
¿Por qué has tenido que hablarme a través de una máquina? ¿No dispones de un maldito minuto para explicarme las cosas cara a cara? ¿Acaso no lo merezco, después de lo que me has empujado a hacer por ti?
La segunda vez que hicieron el amor, Adam declaró que ella era la persona a quien quería coger de la mano cuando el Nuevo Génesis se hiciera realidad. Sólo necesitaba eso. Cogerle la mano, aunque fuera un instante. Miró el reloj. Las 7.55. Aún faltaban dos horas para el comienzo. Preguntó a una mujer cómo llegar al Museo Nacional de la República y enfiló a toda prisa hacia allí.