Abandonó la habitación dejando todo tal cual estaba, como le había indicado Adam. Bajó a toda prisa la escalera que conducía al bar. Madame L’Amour y su vigilante —una torre negra flanqueando a su reina en aquel grotesco tablero— estaban de pie junto a la barra. Ninguno dijo nada.
Salió al exterior y comenzó a tiritar. El alba era fría como el cuerpo de la alcaidesa. Caminó hacia la ranchera, solitaria en un extremo del aparcamiento. Tenía unas ganas terribles de abrazar a Adam.
El parabrisas estaba saturado de vaho de la condensación. Mientras se aproximaba, se abrió la puerta.
¿A quién pertenecía esa bota?
Era uno de los vaqueros que les habían recogido en el aeropuerto. Mika estiró el cuello para mirar en el interior del destartalado vehículo.
Vacío.
—¿Dónde está? —preguntó, nerviosa.
—¿Te refieres al jefe?
—El que llegó anoche conmigo.
—Se ha ido.
—¿Cómo que se ha ido?
—Con la avioneta.
Mika no daba crédito a lo que estaba oyendo.
—¿Se ha marchado sin mí?
—Eso parece —le contestó con cierto retintín.
—Pero ¿por qué? ¿Cómo puede dejarme aquí después de…?
—En cuanto llegue mi compañero nos ocuparemos de limpiarlo todo, tranquilícese.
Estaba demasiado aturdida para gritar. Parada en mitad del aparcamiento, en mitad de ninguna parte. Sola. Se llevó las manos a la cabeza. Todo le agredía. La gravilla del suelo temblaba como las moscas de un televisor codificado. El lejano estruendo de las cataratas le taladraba la sien.
El vaquero inclinó la cabeza y agitó la mano delante de su rostro.
—¿Hola? ¿Señorita? Hay que ponerse en funcionamiento.
Mika reaccionó.
—¿En funcionamiento?
—El jefe me ha pedido que le lleve a la estación de ómnibus de Foz de Iguazú. Allí tiene que subir a una furgoneta-taxi con destino a Brasilia.
—¿Cómo que a Brasilia?
—Es la capital.
—Ya sé que es la capital. Pero está en el centro del país. Tiene que estar a un millón horas de distancia.
—Si hay más viajeros con ese destino —siguió reproduciendo el mensaje sin inmutarse—, escoja un transporte compartido para pasar más desapercibida. En otro caso, contrate uno para usted sola y salga cuanto antes. El jefe ha dicho que pague lo que haga falta.
Metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes que Mika cogió sin mucha convicción.
—¿Por qué no puedo ir en avión? Con este dinero podría comprar la compañía aérea.
—El jefe no quiere que usted conste en los registros de entrada en la capital. La carretera es la única vía anónima. Cuando llegue a la estación central de Brasilia, diríjase a la consigna y busque la taquilla 6. La contraseña es 666. ¿Lo tiene?
—El número de la bestia —murmuró Mika mientras asimilaba la información.
Ya se lo preguntaban los periódicos: «El asesino del Génesis, ¿Dios o diablo?». Más que por la diabólica cifra, Adam habría querido hacer un guiño al día sexto. Todo seises, una combinación fácil de recordar. ¿Qué contendría la taquilla? Dependería de lo que fuesen a hacer en Brasilia. Allí estaba la sede del Gobierno del Distrito Federal. No estaría pensando en… Cada cosa a su tiempo, habría dicho él. La sorpresa. Y el orden. Y la focalización mental para evitar la dispersión. Mientras estemos con una acción —parecía estar oyéndole—, pensemos sólo en ella. Cerremos el día quinto y mañana hablaremos del sexto. ¿De verdad quiero seguir bailando al son que me marca?, se preguntaba una Mika al límite de su resistencia. Estoy aquí sola, con las manos manchadas de sangre. ¿Y qué puedo hacer? Después de lo que ha pasado ahí dentro, sólo cabe seguir adelante.
Di tus plegarias,
desde ahora no hay vuelta atrás…
Pusieron rumbo al centro a través de bulevares de palmeras, sorteando charcos que salpicaban barro naranja. La dejó en la puerta de la estación. Era temprano, pero algunos viajeros ya reptaban bajo sus mochilas. Una legión de vendedores ambulantes desplegaba mercancía ante sus rostros somnolientos. La humareda de los tubos de escape tiznaba de hollín las fosas nasales.
Contactó con el conductor de una furgoneta que tenía un cartel de BRASILIA en el parabrisas. Siguiendo las instrucciones de Adam, esperó un rato para ver si alguien más se unía al viaje.
—¿Te han gustado las cataratas? —le preguntó aquél para romper el silencio mientras apuraba una infusión en un vaso de cristal traído de la cafetería.
Mika no contestó. Hizo un gesto indefinido y permaneció de pie sin moverse, apoyada en la carrocería.
El conductor era un chico espigado que apenas pasaría de los veinte años, con deportivas altas y una camisa de cuadros abrochada hasta arriba. Le recordó al Purone que conoció el primer año en la facultad. ¿Se encontraría bien? A cada momento lo tenía en mente, quería llamarle al hospital, escuchar por fin su voz. Pero aún no habría despertado, apenas habían pasado dos días desde la operación. ¿O menos? En el universo de Adam Green el tiempo discurría a su propio ritmo. Los días del Nuevo Génesis, al igual que los de la creación bíblica, equivalían a millones de años.
Se acordó (¿por qué entonces?) de que, en la favela, a Purone le llamaban coxinha porque sus marcados gemelos parecían muslos de pollo; y de cómo él les explicaba que los tenía así porque de pequeño siempre caminaba de puntillas. No sólo de pequeño, pensó Mika. Eres un genio y, sin embargo, siempre pasas de puntillas por este mundo, con tu discreción y tu adorable sonrisa y ese corazón a escala de tus murales de cuatro pisos…
De repente sintió un estremecimiento ambiguo.
Placentero y doloroso.
¿Purone?
Por primera vez no pensaba en él como su amigo. Más bien como… ¿su pareja?
Ay, Dios…
Agitó la cabeza, como si quisiera expulsar una turbadora sensación que se hacía cada vez más patente. Pero esa sensación ya estaba adherida a todos sus huesos y piel, a cada célula. ¿Esto es por Adam Green? ¿Es algún tipo de mecanismo de autodefensa emocional?
¿Por qué me haces esto, Purone? Justo ahora que no hay vuelta atrás. ¿O sí la hay? ¿Qué me aconsejarías tú? ¿Me animarías a seguir? ¿Vendrías conmigo a Brasilia, a hacer lo que sea que haya de hacer? ¿Hasta dónde llegarías para cambiar el mundo? Recuerdo lo que me dijiste el lunes. Cuando viste la estrella de luz sobre el rascacielos te pareció una obra de arte. Lo que me pasó a mí no lo empaña, dirías. Era arte, Mika, arte. Llega hasta el final.
Llega hasta el final…
Saltaba de un sentimiento a otro como si estuviera montada en ese barco pirata de los parques de atracciones que se balancea hasta que el estómago asoma por la boca. Pero en todo momento persistía un regusto a traición. Se estaba entregando a Adam, desnuda en el más amplio sentido de la palabra, pasando por encima tanto de Purone como de sí misma. Si algo odiaba en este mundo era la mentira, y Adam no había sido sincero con ella. ¿Por qué se lo consentía? Cuando hablaron en el apartamento del Copan ni siquiera mencionó su relación con el colectivo Boa Mistura. Silenció que su empresa Creatio patrocinó su proyecto artístico, que les colocó físicamente en la misma favela donde más tarde provocó la reyerta.
Seguro que no estaba previsto que las cosas sucedieran de ese modo. Era el primer ajusticiamiento, le diría Adam, tal vez el más complicado, y no calibraron bien los efectos. Daños colaterales, como escribió en el correo electrónico. Maldito mail. En aquel momento pensaba que su amigo había muerto, estaba volviéndose loca, y en lugar de contárselo todo o dejarla en paz, le envió aquella misiva que la volvió más loca aún.
¡Eso fue cruel, Adam, cruel!
Un movimiento creciente entre los viajeros y empleados de la estación le devolvió a la realidad. Hablaban entre sí, se aglomeraban junto al aparato de radio de la mujer de la taquilla, consultaban los móviles.
Sacó el suyo y entró en Twitter.
Allí estaba la fotografía.
La que ella misma había disparado.
El rostro de la alcaidesa Jaira Guimarães, exhibiendo el beso de la rana dardo dorada bajo el consabido texto.
#DíaQuinto.
El conductor estaba recostado en el interior de la furgoneta, sin enterarse de nada.
—Vayámonos —dispuso Mika, entrando y cerrando el portón tras de sí.
Aquél dibujó un rostro de incredulidad.
—No podemos ir vacíos.
—Sí que podemos.
Extrajo cuatro billetes de cien dólares americanos del fajo y se los ofreció.
—¡Tachán, dijo el mago! Pues sí que podíamos, gringa, tenías razón. Pero tú pagas la gasolina.
—Sólo si llegamos antes del amanecer de mañana.
—¿Sin parar a dormir? ¡Está muy lejos!
—Entonces tendré que buscar a otro.
Hizo ademán de salir.
—¡De acuerdo, de acuerdo! —Cogió los billetes—. Si me quedo dormido y nos desayunamos un tráiler, explícale a mi jefe que al menos opuse resistencia a esta idea de locos.
Encendió el motor.
—Antes del amanecer —insistió Mika.
El otro giró el volante sin contestar y preguntó:
—¿Dónde recogemos tu equipaje?
—No llevo.
—¿No llevas ni una bolsita para las pinturetas?
Imitó el gesto de maquillarse. Mika se inclinó hacia delante y le habló a un centímetro de la oreja.
—He reñido con mi novio. No me hagas explicártelo si no quieres que riña también contigo. Te aseguro que puedo causar mucho dolor.
Lo dijo con convicción.
El conductor imitó un saludo militar y salió de la estación haciendo chirriar las ruedas.
Ya estaban dejando atrás la ciudad cuando sonó un teléfono.
—¡Lo cojo con manos libres! —anunció el chico en plan profesional.
Conectó el altavoz.
—¡Sandro! —sonó una voz metálica al otro lado.
—Eai, Pepe! Tudo bem?
—Tudo bom, tudo legal. ¿Puedes hablar?
—Voy con una gringa hacia Brasilia. —Se volvió un instante hacia Mika—. Es mi amigo Pepe, el guía de las cataratas —le explicó, como si no hubiera otro—. ¿Qué pasa?
—Nossa! Você não sabe o que aconteceu.
—Pues dímelo ya.
—¡El día quinto aquí mismo!
—¿Qué dices? ¿Qué es eso?
—¡El día quinto, cara, otro fiambre y otro show! ¡El asesino del Génesis!
—Pero ¿cómo que aquí mismo?
—Pues en la misma Garganta del Diablo.
—Ai, meu Deus! —exclamó el conductor dando un volantazo, más atento a la pantalla de su móvil que a las pronunciadas curvas de la carretera.
—Tendrías que verlo.
—¡Y tanto que tendría! ¡Cuenta algo!
—Estoy aquí con un grupo, en un rincón de la isla de San Martín.
—Esperad un momento —intervino Mika, echándose hacia delante para acercarse al altavoz—. ¿Llamas desde el parque?
—¿Quién eres tú? —preguntó el guía al otro lado del teléfono.
—La gringa —le explicó el conductor; y se volvió para comentarle a Mika—: La Garganta del Diablo es la grieta…
—Pero ¡mira para delante mientras hablas! —le gritó ella cuando vio que se escoraba la furgoneta hasta casi despeñarse por el barranco.
—¡Vale, vale! —Cambió de marcha, nervioso. El motor rugió—. Te decía que es la grieta en la que vierten la mayoría de las cascadas, donde se forman las fumarolas. ¿Es que no has visitado el parque? La isla de San Martín es el peñasco que se levanta al pie de la Garganta, ése que tiene varios niveles para los visitantes.
Soltó una mano del volante y cortó el aire con la palma de la mano indicando diferentes alturas.
—Justo estamos en el nivel intermedio —informó el otro—, donde viven los pájaros.
—¿Qué pájaros? —preguntó Mika.
—¿No oyes este ruido infernal? Una colonia de zopilotes. Buitres negros, los llamáis vosotros. Nunca había visto tantos. Deben de haberse juntado aquí todos los ejemplares de Sudamérica, porque el cielo está lleno. Pero tendríais que ver los peces que tengo delante, cara. Eso sí que es alucinante.
Los pájaros… Los peces…
Bullan las aguas de seres vivientes y vuelen los pájaros sobre la tierra frente al firmamento del cielo…
—¿Vas a terminar de contar ya o no? —le apremió el conductor.
—A ver: cuando hemos llegado a la isla de San Martín, con las primeras barcas con turistas ya nos ha parecido raro que hubiera tantos zopilotes. A medida que subíamos la escalinata había más y más. Te digo que ocultan el sol, cara. Y al llegar al segundo mirador lo hemos visto. Han arrojado el cuerpo de una mujer a uno de los estanques.
—¡Joder!
—Es la mujer que sale en la fotografía de Twitter, la del día quinto.
—Ai, meu Deus!, el asesino del Génesis en nuestra casa. ¡De película!
—Y eso no es todo. El estanque está lleno de peces amazónicos a cada cual más salvaje, cara. Hay pirañas y peces vampiro, pero también ése que tiene dientes humanos y come testículos… A ver quién se mete ahí.
—¿Y qué habéis hecho con la mujer?
—Que te digo que sigue en el agua. Yo ni me acerco hasta que llegue la policía. El cuerpo está azul. Igual es por eso que los peces lo esquivan.
Ni siquiera los peces más fieros se quieren comer a alguien tan repugnante… Enhorabuena, Adam.
—El día quinto en casa —repitió, abrumado, el conductor.
—Dentro de nada lo podrás ver colgado en internet. Aquí están todos grabándolo. Pero…
—¿Qué pasa?
—Espera —se excusó el guía, y comenzó a dar explicaciones en un inglés elemental a alguno de los turistas que estaban a su cargo.
Mika se recostó en el asiento trasero de la furgoneta.
Durante un rato siguió escuchando el relato del guía desde primera línea y los comentarios del conductor, quien, sin dejar de volverse hacia ella, se empeñaba en hacerle comprender el esfuerzo y la imaginación que el asesino del Génesis había derrochado a un paso de donde se encontraban. A Mika ya no le sorprendía nada relacionado con Adam. Le seguía asombrando, como a todo el mundo, pero no le sorprendía.
Sus secuaces se habían colado en el parque antes de que abriera sus puertas al público para depositar el cuerpo de Jaira Guimarães en el estanque del peñasco de los zopilotes. No sólo eso, previamente lo habían llenado con aquellos estrambóticos peces. El conductor no dejaba de contar casos registrados de ataques del pez vampiro. Era uno de los seres más escalofriantes del planeta. Un pequeño siluro, de cuerpo casi trasparente, que se siente atraído por el olor de la orina y la menstruación y penetra por el conducto uretral, donde se fija con sus ganchos para succionar la sangre. No, no le sorprendía. Ni la elección de los animales ni la del lugar. ¿Qué mejor marco podía haber escogido Adam para aquella orgía natural? El nombre de Iguazú provenía de dos vocablos guaranís: «y» y «guasu», que querían decir «agua» y «grande». Un espectáculo atronador con doscientos setenta y cinco saltos, las mismas aguas repletas de vida que describía la Biblia. No sólo llenas de peces y aves (además de los buitres residentes, Adam convocó sobre la isla de San Martín a todos los que habitaban la zona con un reclamo eléctrico que los cuidadores del parque descubrieron al poco). También de monos, coatíes, pavas de monte, víboras de coral y un sinfín de insectos que aplaudían con sus alas la quinta performance del Nuevo Génesis.
Mika se preguntaba qué habría pasado con semejante montaje si ella hubiera fallado. Una vez más estaba todo calculado al milímetro y Adam le había confiado la parte más delicada. De no haber sido capaz, ¿habrían dado los vaqueros una patada a la puerta para culminar el encargo? Cada vez que recordaba el muslo de la alcaidesa atravesado por la aguja se le revolvía el estómago. Pensaba en Purone, en su padre, también en Mamá Santa —como una más de su familia—, todos ellos observándola desde un estrado fiscalizador con compasión e incredulidad.
Forzando su cordura, de la aprensión extrema pasaba a la emoción de estar formando parte de algo tan grande; al gozo de saberse elegida por la persona que, en una sola semana, estaba reiniciando el mundo.
Miró por la ventanilla. La carretera ascendía en curva, abriéndose paso entre la espesura. A lo lejos, la mancha de cemento de Foz de Iguazú y sus hermanas fronterizas. Como un mal sueño dejaba atrás el Club L’Amour, anclado en el sendero triste de los contrabandistas; los peces con dentadura humana; los miles de buitres negros que graznaban sobre el cuerpo de la alcaidesa, entre las fumarolas de espuma que se elevaban hacia el cielo.
El día quinto se había consumado.
Ahora sólo quedaba esperar.
Llegar a Brasilia y vivir el comienzo de una nueva era.