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La estancia, bastante más grande de lo esperado pero no menos desangelada, era una proyección del ambiente espeso que se respiraba —a duras penas se podía respirar— en la planta baja. Junto a la cama había una mesilla con una lámpara de plástico y un cenicero repleto; en un lateral, un lavabo y un retrete con una funda de tela en la tapa.

Le costaba mantenerse entera. Desde su adolescencia había conocido escenarios de gran dureza en los viajes con su padre, quien en ocasiones trabajaba en rincones del África bélica por los que evitaban pasar los propios milicianos. Pero el olor a desinfectante barato y la desesperanza adherida a las paredes le provocaban un cansancio atroz. Y también una profunda tristeza.

Examinó un ventanuco cubierto con un plástico fijado al marco con cinta de embalar. Se lavó la cara en el lavabo y secó las manos a base de agitarlas sin tocar la raída toalla.

Faltaba algo.

Se agachó a mirar debajo de la cama. Sacó una caja de cartón. Estaba llena de ropa erótica y artilugios sexuales para técnicas extremas. Argollas, máscaras de cuero con un solo agujero para la boca, en el que había una bola de plástico para potenciar la sensación de asfixia; un arnés de cintura con un consolador, incluso una fusta que casaba con su descripción de torturadora de las SS.

No creo que me deje darle un abrazo de bienvenida, caviló mientras los examinaba por encima, moviéndolos con un dedo para no tocarlos demasiado. Lo mejor sería echarse a sus pies como la esclava que vendría buscando y clavarle la aguja en la pierna. Tendría que tener cuidado con la tela de la falda o el pantalón, y fijarse bien en si llevaba botas. Si partía la aguja, habría hundido por completo el plan de Adam.

Al principio se dedicó a dar vueltas de pared a pared por la estancia, como una demente en su cuarto acolchado. Pensaba en todos los hombres que habrían yacido allí y le daba asco tumbarse sobre la manta sebácea. Camioneros y contrabandistas, camellos, turistas buscando algo más que cataratas. Creía notar partículas flotantes de sudor en el aire viciado.

Decidió no pensar en lo que iba a hacer. O, más bien, no pensar exclusivamente en lo que iba a hacer. Si analizaba el pinchazo a la alcaidesa como algo aislado de todo lo demás, le parecía una aberración. Pero visto desde el interior del huracán que conducía su vida desde que se asomó a la favela de Monte Luz en busca de Purone, comenzaba a antojársele algo natural. Más aún, como había dicho Adam: necesario e ineludible.

Cuando la espera empezaba a hacerse insoportable, oyó pasos por el pasillo. Se detuvieron frente a su puerta. El corazón comenzó a golpear en su pecho de forma desbocada. No sabía dónde colocarse. Permaneció en pie en mitad de la habitación.

El pomo no acababa de girar. Por algún motivo se atrancaba.

Llevó la mano al bolsillo. La cápsula con la aguja impregnada de batracotoxina aguardaba ansiosa.

Dieron un tirón más fuerte y por fin se abrió.

Era el hombre de color de la planta baja, portando una bandeja de aluminio. La dejó sobre la cama y se marchó sin decir nada.

Mika soltó la respiración contenida y se acercó para ver qué había traído. Una comida completa, mucho más que un tentempié. Judías con pez del río frito, bolas de chipá elaboradas con almidón de mandioca y un vaso de tereré, el mate con agua fría que consumían en la zona. Adam debía de haber dado instrucciones de que cocinasen para ella. La imagen desprendía un aire carcelario, como si fuera una reclusa en el corredor de la muerte a punto de degustar su última comanda. Apartó esos pensamientos y se lanzó sobre el plato con ansia canina.

Apenas había empezado, volvió a oír ruidos en el pasillo. Frenó de golpe sus mandíbulas y apartó la bandeja a un lado. Se puso en pie. También oyó voces. Creyó distinguir a madame L’Amour hablando con otra persona.

Puedo hacerlo, puedo hacerlo…

Acarició el kanji que llevaba tatuado en su cadera derecha. El camino del guerrero que le había ayudado a superar la dureza de tantos entrenamientos e inspirado en mil combates. Ante el más difícil de todos, todo refuerzo era bienvenido.

Movimientos forzados en el pomo.

Se fijó en su atuendo y pensó con alarma —ya no había tiempo para corregirlo— que no tenía mucho aspecto de prostituta. Al menos no como ella imaginaba a las chicas de aquel local, con escueta ropa de encaje y zapatos de plataforma. Pensó en remangarse la camiseta hasta los pechos, pero decidió estirarla aún más hacia abajo. Con aquellas deportivas y tejanos tan mojigatos, la única opción que le quedaba era adoptar un rol adolescente. En el último segundo trató de relajarse para, a su vez, parecer más desgarbada. Confió en que funcionase. Más valía que así fuera.

La puerta se abrió y apareció ante ella la alcaidesa Jaira Guimarães.

De mediana estatura. Constitución fuerte. Pelo grisáceo cogido en una trenza. Falda hasta la rodilla. Blusa y chaqueta. Zapatos masculinos de cordones. Con un toque de institutriz, pensó Mika. También de ejecutiva, si no fuera por cierta falta de higiene que traslucía la piel cubierta por una película de sudor y los ennegrecidos rebordes del cuello Mao.

Contemplaba a Mika con unos ojos grises sin expresión, inyectados en sangre como si hubiera pasado varias horas frente a un ordenador. Tenía un tic en la mejilla izquierda. Mika trajo a su mente todo cuanto le había contado Adam. Necesitaba ver el monstruo que albergaba.

—Así que eres nueva —fue lo primero que dijo—. Se nota a la legua, pero no te preocupes. Siempre que hagas lo que te diga, conmigo no vas a tener ningún problema. Dentro de un rato saldré por esta puerta y tú podrás sacarles a esos cerdos del pueblo el dinero de la soja. Con ese cuerpo que tienes —la recorrió de arriba abajo—, no va a suponerte ningún esfuerzo.

Hablaba sin moverse del sitio, aún parada junto a la puerta.

Mika llevó la mano al bolsillo en el mismo acto reflejo que la vez anterior.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó la alcaidesa, curtida entre convictas.

—Nada.

—Yo creo que es algo.

—De verdad que no es nada.

—¡Enséñamelo!

Mika no podía creer que la hubiera descubierto antes de empezar. Lo extrajo despacio del bolsillo y se lo mostró sobre la palma de la mano.

—Es un pintalabios —se le ocurrió decir en el último momento.

La alcaidesa no consideró necesario examinarlo.

—Así que quieres ponerte guapa.

—Era por si quería usarlo usted.

¿De verdad había dicho esa estupidez? Había sido un instintivo paso adelante para aparentar no tener nada que ocultar, pero quizá se había pasado.

—Entonces soy yo la que no te gusto.

Sí, se había pasado.

—No he dicho eso.

—¿Te parezco desagradable?

—No.

—Vengo de trabajar, pequeña. —Su voz comenzó a endurecerse—. Llevo seis días seguidos en esa prisión del demonio metiendo en vereda a furcias como tú. Así que te ruego que me tengas un poco más de respeto y consideración.

—Lo siento.

Mika bajó la cabeza en señal de sumisión al mismo tiempo que, sin haberse preparado para ello, recibía una sonora bofetada que la tiró al suelo.

Aún conmocionada, se percató de que la cápsula con la aguja se le había caído de la mano y rodaba bajo la cama.

Gateó hacia ella.

—¡Mírala, si parece una perrita en celo! —exclamó la alcaidesa mientras le pisaba la espalda, aplastándola contra las baldosas.

Mika ya no la oía. Se arrastraba hacia la cápsula para terminar el trabajo cuanto antes. Era justo lo que no tenía que hacer, obrar de forma improvisada, pero sólo pensaba en cerrarle la boca.

Se estiró bajo el canapé de madera hasta que la alcanzó y dio media vuelta con agilidad, quedando de rodillas frente a la cada vez más brusca Jaira Guimarães. Fue a abrirlo, pero no acertaba a girar la tapa. Quizá estaba agarrándola del lado contrario.

—¿Ya estás otra vez con ese pintalabios? Y yo que te dejaba husmear ahí abajo creyendo que buscabas la caja de los juguetes. ¡Sácala!

Le dio una brutal patada en el pecho con sus mocasines de hombre, haciendo que Mika se golpease la espalda contra la estructura de madera de la cama. El borde se le clavó en una vértebra, produciéndole un dolor aún más intenso que el propio impacto en los senos. La alcaidesa se le echó encima y la volteó con tanta fuerza como pericia, volviendo a ponerla a cuatro patas.

—¡Qué te metas bajo la cama y saques la caja, perra! —exclamó con rabia.

Mika aguantó unos segundos en esa postura respirando como un buey mientras la alcaidesa le pateaba las nalgas y el costado. Quería levantarse para matarla con sus propias manos, pero tenía que hacerlo con el instrumento preciso para cumplir el protocolo y tomar la fotografía. Si se enzarzaba en un forcejeo, aún a sabiendas de que iba a salir victoriosa, se arriesgaba a romper la aguja.

La avispada alcaidesa se fijó en el puño cerrado de Mika y lo pisó hasta que aflojó los dedos y el supuesto pintalabios volvió a quedar libre. Le propinó un puntapié que lo mandó detrás del retrete y siguió pateándole el cuerpo.

Mika no lo soportó más. Según estaba arrodillada mirando a la cama, agarró la bandeja de la comida al tiempo que se ponía en pie, daba media vuelta y, dejando caer por el camino los platos y el vaso de mate, la estrelló contra la cabeza de la alcaidesa produciendo un ruido similar al de un gong.

—¿Qué haces, puta? —chilló ésta mientras su nariz se convertía en un surtidor.

Lo siento, madame L’Amour, pero sí que va a haber sangre.

Sin dejar que reaccionase, volvió a golpearle con la bandeja, esta vez en la barbilla, de abajo arriba. La alcaidesa se levantó unos centímetros del suelo y cayó desplomada junto a la puerta de entrada componiendo un gesto grotesco. Mika corrió hacia la cápsula, la desenroscó, sujetando el soporte con cuidado de no tocar la aguja, y repasó el cuerpo tendido decidiendo dónde pinchar.

En la pierna, como había previsto.

Cuando iba a lanzarse sobre ella, la alcaidesa arqueó la espalda y echó mano de una pequeña pistola Glock que llevaba enfundada bajo la chaqueta. Todavía tumbada en el suelo, la empuñó contra Mika mientras, con suma pericia, presionaba con el pulgar el interruptor del liberador deslizante y cargaba la primera bala de 9 milímetros dentro de la recámara.

—Te has equivocado de papel, pequeña. En esta obra sólo sacudo yo.

Mika vio con terror cómo apretaba el gatillo.

Despacio.

Regodeándose.

En ese momento, alguien se acercó a la puerta. Tal vez era el vigilante atraído por el escándalo de la bandeja y los cristales rotos, tal vez Silvana o alguna de las chicas. El caso es que el casi imperceptible roce de una oreja contra la madera al otro lado fue suficiente para que la alcaidesa desviase la mirada. Tan sólo unas décimas de segundo que Mika aprovechó para saltar como una pantera hacia delante, apartándose de la línea de tiro al tiempo que se ponía en disposición de arrebatarle el arma.

La alcaidesa disparó.

La bala impactó en el lavabo, esparciendo trozos de cerámica sobre sus cabezas.

Mika aterrizó con la pierna izquierda y, simultáneamente, soltó la derecha como un látigo contra la Glock humeante, que salió despedida.

La alcaidesa trató de levantarse, pero Mika se balanceó hacia la puerta, agarró el pomo, la abrió —como si la empujase un tifón— y le golpeó la cabeza con el canto.

Fue un chasquido seco. Jaira Guimarães sufrió una convulsión y quedó inconsciente sobre la sangre que seguía brotando de su nariz.

Mika se asomó al pasillo. Quienquiera que se hubiese acercado había volado con el disparo. Cerró la puerta de nuevo, apartó la pistola con el pie, cogió a la alcaidesa a horcajadas y la arrojó sobre la cama.

Levantó su falda dejando el muslo al descubierto y empuñó la cápsula como si fuera un estoque.

Allá voy…

Sus músculos no respondían, como si la mano que sujetaba la aguja perteneciera a otra persona. No era fácil matar. Hacerlo en frío, a pesar de lo que había vivido unos segundos antes. La situación era otra. No estaba siendo agredida, no le apuntaban con una pistola. La alcaidesa era una fachosa muñeca de trapo, un maniquí desechado en un almacén.

Acaba el trabajo…

Movió los labios, apenas un temblor, diciendo algo ininteligible incluso para ella misma, tal vez una oración o el más sañudo desprecio, quién sabe.

Demasiada espera. Imaginó a Adam entrando en el cuartucho con gesto de decepción, quitándole la cápsula de la mano para ocuparse en persona.

No.

Levantó el brazo, dio un grito pavoroso y hundió la aguja en la carne blanda.

Silencio.

Dentro de aquel cuarto infecto. En el edificio. Silencio en todo Foz de Iguazú, en el mundo entero.

Mika derrengada en el suelo, junto a la cama.

Acariciaba sus propios brazos magullados por las patadas.

Le dio asco estar allí. Se levantó.

La alcaidesa desarrollaba sobre el camastro cada uno de los síntomas prescritos por la batracotoxina de la Phyllobates terribilis.

¡Flash!

La fotografía.