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Detuvieron la ranchera en una explanada de tierra frente al Club L’Amour. Podía pasar por un chalet particular, con sus dos plantas, la balaustrada y el tejadillo a dos aguas que intentaba evocar la arquitectura colonial. Estaba pintado de un color salmón que dañaba la vista y mantenía encendidas dos lámparas rojas cual buque varado con sus luminarias de emergencia.

—¿Recuerdas que en São Sebastião te hablé de una ranita pequeña como una nuez? —le preguntó Adam.

¿A qué viene eso ahora?, pensó ella. De cualquier modo, agradecía retrasar el momento de bajar del vehículo y entrar en ese local infecto.

—¿La del veneno?

Phyllobates terribilis, más conocida como rana dardo dorada. En realidad hay casi doscientas especies venenosas de esta familia de anfibios, pero ésa es la más mortífera.

—Me contaste que los indígenas la utilizan para cazar, acercándola a una hoguera para que exude y humedecer sus flechas.

—Lo hacen así porque en las glándulas de su piel porta un alcaloide llamado «batracotoxina» que funciona como un arma química letal.

Entonces se dio cuenta.

—No me digas que estás acabando con los ajusticiados al estilo indígena… ¿Cómo lo haces? ¿Les inyectas esa bata…?

—Batracotoxina. Basta con un pinchazo o, dependiendo de la dosis, incluso con acercarla a las mucosas. Un perro puede morir sólo por lamer un papel por el cual ha caminado una terribilis.

—¿Y cuántas ranas hacen falta para matar a un hombre?

—Deberías formular la pregunta al revés: a cuántos hombres puede matar una sola rana. La cantidad de toxina que porta cada ejemplar varía según su territorio y su dieta, pero puede promediarse en un miligramo. Suficiente para matar a quince mil ratones de laboratorio, dos elefantes africanos o veinte seres humanos.

—Parece increíble que con esa cantidad…

—La dosis letal para un hombre de setenta kilos es equivalente en peso a dos granos de sal de mesa. El problema es que estos batracios no son fáciles de conseguir. Intenté criar individuos en cautividad, pero cuando pierden su libertad también pierden su toxicidad.

—Supongo que será porque no se sienten amenazados.

—En parte. Pero sobre todo porque les damos de comer moscas de fruta y grillos pequeños carentes del alcaloide, en lugar de las hormigas y escarabajos endémicos de su hábitat a los que se atribuye la toxicidad.

Adam metió la mano en un bolsillo y sacó una cápsula metálica de unos seis centímetros. La desenroscó por el centro y, al separar la parte que hacía las veces de tapa, quedó a la vista una aguja que salía de la otra mitad. Se la pasó a Mika, sujetándola con cuidado. Ésta la acercó a sus ojos para examinarla con detenimiento bajo la sola luz de las lámparas del club que llegaba hasta el vehículo.

—Ten muchísimo cuidado de no pincharte. Ni siquiera toques la aguja.

—¿Cómo actúa el veneno? —preguntó, como hipnotizada.

—Técnicamente, estás frente a una neurotoxina que activa los conductos iónicos de las neuronas y las células musculares, dejando abierto el canal y produciendo su despolarización irreversible.

—Y menos técnicamente…

—Para que lo entiendas, impide a los nervios transmitir impulsos y deja los músculos en estado inactivo de contracción, produciendo hiperexcitabilidad de los tejidos, fibrilación y otros fallos cardíacos.

—Y, a la vista de cómo murió el pastor Ivo dos Campos en São Sebastião, actúa de forma inmediata.

—Depende de la dosis y la constitución física de la víctima, pero nadie pasa de los primeros minutos. Los síntomas de emponzoñamiento, con esa coloración azulada, son casi instantáneos, al igual que la inmovilización y la descoordinación motora. Al poco sobreviene la falta de aire, las convulsiones… Te advierto que no es agradable.

—Y nadie es inmune, ni hay antídoto.

—Las ranas dardo doradas son las únicas criaturas inmunes a su propio veneno. Les encanta comer los escarabajos que producen la toxina y, por gracia creativa de la naturaleza, los canales de sodio de su diminuto cuerpo vertebrado son diferentes al resto de las especies y no resultan dañados. Y no, no hay antídoto.

—«Encantada de conocerte, di tus plegarias, desde ahora no hay vuelta atrás» —canturreó Mika de forma apenas imperceptible, recordando una canción de Foo Fighters.

Adam le entregó la tapa de la cápsula. Ella la enroscó y la guardó en el bolsillo delantero del pantalón.

—Ya tengo el arma —dijo, pretendiendo parecer serena—. ¿Cuándo se la clavo? ¿Espero a que se desnude, si es que lo hace? ¿Puedo inocularle el veneno a través de la ropa?

—Lo importante es que la aguja traspase su piel, cuanto antes mejor. No le des tiempo a que saque sus juguetes.

—¿Qué juguetes?

—Cuando llegues a la habitación, mira debajo de la cama.

—¿Es que no vas a acompañarme?

—No puedo.

—¿Ni siquiera hasta la puerta, para hablar con la encargada?

—No sería prudente, faltando tan poco para el final del plan. Si alguien me reconociera se arruinaría todo.

—Pero…

—Confío en ti, Mika. Ya no eres el pequeño cisne blanco que vino a visitar mi empresa. Ha florecido el cisne negro que llevabas dentro. Sabía que estaba ahí. Un cisne negro bello e implacable.

Tras aquella referencia a la transformación en El lago de los cisnes de Tchaikovsky, Mika comprendió lo que Adam quiso decir cuando escuchó en Creatio su discurso sobre la pacificación de las favelas. «Mi pequeño cisne blanco», dijo entonces, y ella pensó que le reprochaba su fragilidad.

—Más bien soy un cisne negro cansado y asustado.

—Por eso admiro lo que estás haciendo. Yeats decía que a los mejores les falta convicción y a los peores les sobra pasión e intensidad. Tú lo tienes todo. Respira hondo y demuéstramelo. Para ayudarme en el día sexto y contemplar juntos el Nuevo Génesis, necesito que pases esta prueba.

—Así de crudo…

Adam sacó un sobre de dinero similar al que había entregado a los nativos en la pista de aterrizaje.

—Dale esto a madame L’Amour. Cuando termines el trabajo, haz la fotografía y envíala a mi móvil. Ya sabes cómo encuadrarla, has visto las otras cuatro. A partir de entonces deja todo tal cual esté y vuelve aquí.

—¿No podríamos asaltarla antes de que entre? —propuso Mika in extremis—. Esperamos a que llegue al aparcamiento y la sorprendemos. Mucho más sencillo.

Adam negó.

—Vendrá acompañada del chófer de la prisión y un guardaespaldas que permanecerán ojo avizor hasta que la vean cruzar la puerta del club. Entonces se marcharán y volverán a buscarla al cabo de una hora. Todo ha de hacerse en ese espacio de tiempo, incluyendo la retirada del cuerpo, pero eso no es cosa tuya.

Mika se reclinó sobre el reposacabezas y se quedó mirando al techo de la ranchera.

—Me dejas sola. ¿No serás tú el sádico?

—¿Seguro que estás bien?

—Acabaré con esa mujer. Te prometo que incluso me sentiré bien haciéndolo.

Adam maduró lo que acababa de oír.

—Deja que te cuente una historia. ¿Sabes quién es Pedro Rodrigues Filho?

—No.

—En Brasil se le conoce como Pedrinho Matador, un asesino en serie que cumple prisión por el asesinato de setenta y una personas, aunque se sabe que son muchas más. Este hombre liquidaba a otros criminales, descargando su instinto asesino en corruptos, traficantes… Seguro que me dirás que no te parece muy distinto a lo que hacemos, pero no tiene nada que ver. Primero, porque Pedrinho comenzó a ocupar el lugar de sus víctimas en el negocio del hampa, dedicándose él mismo a vender droga o a extorsionar; y, sobre todo, por su desatinada motivación, que aún lleva tatuada en el brazo para no dejar lugar a dudas: «Mato por placer». Así es el ser humano, al final siempre hacemos las cosas pensando en la satisfacción de nuestros deseos más egoístas. Carecemos de un plan superior.

—Hasta ahora.

—Eso es, hasta ahora.

Mika se volvió hacia él sobre el asiento.

—Júrame que no haces esto por tu satisfacción personal, para dar rienda suelta a tu creatividad. Júrame que tu plan está por encima de tu propio ego.

—Podrás comprobarlo tú misma.

Mika agarró la manilla de la puerta, se lo pensó durante dos segundos y salió decidida.

Entró con cautela. El interiorista tampoco había tenido su mejor día. Las gruesas tulipas de la lámpara retenían casi toda la luz; los pocos rayos que escapaban eran sorbidos de inmediato por los tabiques pintados de malva, sumiendo al local en la penumbra; parquet sintético que parecía pulido con la cachaza de las caipirinhas por cómo se pegaban las suelas; una barra de bar con taburetes solitarios tapizados de cebra; colgado de un soporte, un televisor que proyectaba clásicos del fútbol europeo.

Tras la barra no había nadie. En un sofá frente a la pantalla, un hombre de color.

—Buenas noches —saludó sin volverse mientras miraba la repetición de un gol de Raúl en su partido homenaje.

—Busco a madame L’Amour.

Entonces sí, se volvió. Aún sentado, se le adivinaba una estatura superior a dos metros. Sus brazos de culturista le recordaron a los de Padre Erotides y, de rebote, pensó en Mamá Santa. Le habría gustado tenerla a su lado. La imaginaba entrando en el bar con su mezcla de desparpajo y paternalismo, hablando como si llevase un altavoz incorporado y poniendo orden tanto en la grasienta vajilla como en las aún más grasientas almas de las fulanas.

—¡Silvana! —llamó el vigilante a la madame por su nombre de pila.

Una mujer caballuna apareció a través de una cortina de hilos plateados que se deslizaban a duras penas por su rostro maquillado. La edad más que madura que intentaba soterrar bajo el rímel y el carmín de sus labios inflados salía a la superficie de forma violenta, como una pelota de plástico introducida a la fuerza en una piscina. Parecía una ajada transexual. Mika trató de entrever la nuez entre los pliegues del cuello.

—Perdona —dijo con un vozarrón que apoyaba la tesis—. Acababa de coger el sueño.

—Creo que tienes una habitación para mí.

—Llamaré a las chicas. —Reprimió un bostezo—. Están todas dormidas; eres la primera cliente del día.

—Me refiero a una habitación vacía.

La tal Silvana despertó de golpe.

—¿Eres la persona que yo estaba esperando?

—Quiero pensar que sí.

—No me dijeron que fuera a venir una garota. ¿Cómo te mandan a ti? Esa zorra te va a comer con patatas.

—Yo cumpliré mi parte. Cumple tú la tuya.

Silvana suavizó su mirada desafiante, se venció por fin al bostezo y dijo sin terminar de cerrar la boca:

—No sé para qué me meto. Hazlo como quieras, pero asegúrate de dar el golpe de gracia a esa zorra.

Mika le ofreció el sobre, pero en el último momento lo mantuvo agarrado. Pensó que la indefinida madame L’Amour podría delatarla y sacar tajada por duplicado. No había comentado con Adam ese extremo (ni ningún otro). Seguro que lo tendría controlado, pero habría sido mejor pagar al final. Qué estúpida…

—¿Vas a dármelo o no? —se enojó. Debió de leer las dudas en los ojos de Mika—. Te aseguro que tengo muchas más ganas que tú de verla muerta. Esa zorra me está hundiendo el negocio. Todo el mundo sabe de sus visitas, ya sabes cómo corren las noticias por los bajos fondos, por lo que muchos clientes prefieren no venir y sólo puedo contratar a las chicas más desesperadas. Pero hay otra razón.

—¿Cuál es?

—Que a mí no me chulea nadie.

—Recuerda que tiene que entrar en mi habitación sin sospechar nada.

Silvana suspiró con hastío.

—Mi abuela fue una estrella de revista y yo llegué a actuar en el Teatro Guaíra de Curitiba, aunque para ello tuve que abrirme de piernas al pianista, ésa es la verdad. Así que no te alteres, que sé bien lo que tengo que decir para convencerla. Además, eres la chica ideal para la farsa. A Jaira Guimarães le gusta la carne fresca y virtuosa; ya se encarga ella de marcarla.

Mika se estremeció. Madame L’Amour aprovechó para arrancarle el sobre que aún mantenía sujeto. Sin necesidad de abrirlo, lo sostuvo sobre la palma de la mano como quien calcula el peso de un pescado. Satisfecha, selló el pacto con una última aclaración:

—Tú te llevas el cuerpo.

Mika pensó en el cajón que esperaba en el maletero de la ranchera y en el comentario de Adam al respecto.

—Se hará todo según lo acordado.

—No quiero que esto me salpique. Bastantes fluidos de esa zorra he tenido que limpiar de mis sábanas como para ahora tener que limpiar también su sangre.

—No habrá sangre.

Silvana se inclinó sobre la barra del bar y sacó de la cámara una lata de Guaraná Antarctica, el mismo refresco que ilustraba un calendario colgado junto a la caja registradora.

—Primer piso, habitación número 5 —dijo, y se zambulló de nuevo en la cortina de hilos.