Cada vez que Mika cogía el sueño, le sobresaltaba una caída repentina por cambios de presión o la proximidad de una montaña. No sentía miedo; sólo cansancio. Tardaron varias horas en llegar, pero, cuando por fin sobrevolaron su destino, la extraordinaria belleza del paisaje lo compensó todo.
Era noche de luna llena. Una luna que brillaba tanto como cualquier sol. Se asomó por la ventanilla. Divisaba cada gota de agua salpicada con una claridad polar.
—Esto es precioso…
El agua bramaba al precipitarse en caída libre. El choque contra las rocas formaba una tenue pero incesante lluvia. Densas columnas de vapor se elevaban hacia el cielo. Todo ello rodeado por la selva exuberante. Por un lado parecía el fin del mundo, como si el planeta entero se proyectase hacia el abismo. Pero aquel lugar transformaba la violencia del río en una sobrecogedora poesía natural. El estruendo era música; la salvaje espuma, algodón.
A lo lejos se veían las luces de Foz de Iguazú, la localidad ribereña que acogía a visitantes de todo el planeta atraídos por las cataratas, la represa hidroeléctrica y la desembocadura del río Iguazú en el Paraná, conocida como la Triple Frontera porque en ese punto confluían las de Brasil, Argentina y Paraguay. Mika divisó una inconfundible línea recta de balizas luminosas. Era la pista del aeropuerto. Se inclinó hacia delante para que Adam le oyera.
—¿Vamos a aterrizar allí?
—Sería lo más sencillo, pero no podemos. Mañana a estas horas la policía del estado de Paraná estará punteando todas las entradas y salidas del cuadro de vuelos buscando cualquier rastro que pueda conducirles al asesino del Génesis.
Volteó la avioneta para alejarse a tiempo y no despertar la inquietud de los controladores aéreos.
—¿Adónde vamos, entonces?
—Hay una pista abandonada unos kilómetros selva adentro. Formaba parte del aeródromo privado de un emprendedor que organizaba vuelos turísticos sobre las cataratas, pero los prohibieron al igual que hicieron con muchos baños y expediciones en lancha y le cerraron el negocio. Además, la pista no cumplía las condiciones.
—¿Cómo que no las cumplía? ¿Podremos aterrizar ahí?
Adam se volvió para que Mika viera que estaba sonriendo.
—Vamos a botar un poco, pero Mauro ha pasado todo el día apretando uno a uno los tornillos de este cacharro. —Al ver que ella permanecía callada, se compadeció—. Esta avioneta me ha acompañado en muchos vuelos selváticos. Ya la tenía cuando vivía en la zona de Manaos, y te aseguro que la pista que utilizábamos allí era mucho peor: llena de barro y de animales domésticos que había que espantar cuando se acercaba un avión. Ésta al menos tiene hierba.
Viró de nuevo mientras reducía altitud. Mika estiró el cuello para ver dónde iba a morir estrellada. Le costó diferenciar la tonalidad de verdes en la oscuridad, el rectángulo delimitado en medio de la foresta.
La avioneta botó, y mucho, pero Mauro debía de haber hecho un buen trabajo porque todos sus tornillos aguantaron. Llegado un momento, Mika se sintió incluso deslizar. Al final de la pista, Adam dio media vuelta para colocarse en posición de despegue y apagó el motor.
—Puedes bajar si quieres —le sugirió mientras llamaba por el móvil.
—¿Qué vamos a hacer?
—Esperar a que vengan a recogernos.
Según le contó Adam, la Triple Frontera era tanto un destino turístico como un foco de delincuencia. En aquel crisol de etnias en constante transformación serpenteaban forajidos dedicados a la falsificación, el tráfico de drogas, la venta de vehículos robados y el contrabando de cigarrillos, aparatos electrónicos o armas. Apenas existía forma de controlarlo, dado que los negocios ilícitos solían partir de Ciudad del Este, la localidad del lado paraguayo donde la legislación era laxa como un chicle. Pero a Adam no le preocupaban los delincuentes, sino el ejército. Abundaban las operaciones sorpresa de las fuerzas aéreas brasileñas encaminadas a interceptar aviones sospechosos de pertenecer a las guerrillas o a los cárteles del narcotráfico.
Apenas tardaron diez minutos en acudir a buscarles. Lo hicieron dos jóvenes en sendas rancheras a cual más destartalada. Tenían aspecto de vaqueros del salvaje oeste, con sombrero, botas y una despreocupada insolencia en la mirada. Adam les entregó un sobre con dinero que no se detuvieron a contar y recibió a cambio las llaves de la pick-up más vieja —si es que, a ese nivel, podían establecerse grados de deterioro—, cuya carrocería era una lasaña de capas de pintura negra abultadas por el óxido.
Adam chequeó un cajón de madera vacío que traían en la parte trasera del otro vehículo y, antes de despedirse, preguntó:
—¿Es necesario que repasemos algo? ¿Tenéis claro el plan?
—Claro como el agua, jefe.
—Llevamos sus instrucciones escritas a fuego —confirmó el otro, haciendo el gesto de marcar a un ternero.
Adam asintió y subió a la ranchera que le habían asignado.
Mika se instaló en el asiento del copiloto. Colocó los pies en el salpicadero y aguantó paciente sin hablar para no perturbar la conducción. Adam se abría paso por senderos improvisados entre los árboles, concentrado para no impactar contra algún camión de contrabandistas que circulase sin luces. Al llegar a lo alto de una loma, acercó el morro a un terraplén. Desde allí se tenía una vista panorámica de la ciudad y las áreas circundantes al parque natural.
—Salgamos un rato —dispuso.
Mika aprovechó para estirarse. Estaba agarrotada por las horas de avioneta y por una inquietud creciente que no podía mitigar.
—Todavía no me has contado hacia dónde va tu plan.
—Lo dicen los medios.
Cogió un periódico local deshojado que los vaqueros habían dejado detrás del asiento. «El asesino del Génesis: ¿Dios o diablo?», rezaba el titular, y hacía una recopilación de otras portadas de diferentes países. Todas hablaban de ello. No sólo de las acciones que venían sucediéndose en Brasil, sino del contagio a otros enclaves del globo. El juicio final de Adam Green se extendía como una evolucionada pandemia. En Singapur habían linchado en plena calle al político que autorizó el último proyecto de robar terreno al mar para continuar la expansión de los rascacielos. En Ginebra, una multitud de ciudadanos supuestamente convencidos de los beneficios del sistema financiero se habían concentrado frente al Banco Nacional Suizo, amenazando con estacas, de la forma más primitiva, a los trabajadores que intentaban acceder a las instalaciones. En la cercana selva ecuatoriana habían ido más lejos; emulando la acción del martes en Mato Grosso, los miembros de una organización llamada Indignación Ecológica habían iniciado una batalla campal contra las madereras que actuaban en el Parque Nacional Yasuní, cuyos almacenes ardían ante la impotencia de la misma policía que venía consintiendo la explotación ilegítima.
—Parece que el efecto llamada va como un tiro. ¿Es eso lo que pretendías?
—Es sólo el principio.
—¿Y después? —Adam no contestó—. Ya, los interrogantes. No te cuestiono. Es sólo impaciencia.
Mika se encaramó al capó, recostándose con la espalda apoyada en el parabrisas.
Todas las estrellas del universo se habían sumado a la fiesta de la luna llena en aquella bóveda de planetario. ¿Qué divinidad no querría crear algo tan bello?
—Ayer —comentó sin dejar de mirar aquel cielo tan diferente al naranja opaco de São Paulo— escuché a un predicador callejero decir que Dios creó el mundo exactamente en seis días.
Adam también estaba apoyado en el capó, pero de pie en el suelo, con la vista clavada en el valle.
—¿Y qué pensaste?
—Ese creacionismo radical es un absurdo.
—Según se mire, como todo en la vida.
Mika recordó la batalla dialéctica sobre la pena capital que habían mantenido en el garaje del helipuerto.
—¿Acaso puedes defender que la creación (la primera, no tu Nuevo Génesis) se llevó a cabo en seis días naturales? Y no me hables de fe ni de simbología de los textos bíblicos.
—Puedo defenderlo desde un punto de vista científico.
—¡Ja!
—A ver cómo te lo explico… Einstein demostró que el universo tiene quince mil millones de años, pero ésa es una edad contabilizada según entendemos hoy el tiempo. Nuestras actuales coordenadas espacio-temporales son muy diferentes a las que servían de referencia cuando se produjo el Génesis. En aquel entonces el universo era mucho más pequeño, no se había expandido. Y, al igual que el espacio, el tiempo tampoco había experimentado su posterior expansión. Si hicieras los cálculos según las reglas de la actual cosmología física, te sorprendería el paralelismo que existe entre cada día bíblico y los sucesivos estadios evolutivos en los que fueron apareciendo los seres que a su vez, y en el mismo orden, narra el libro del Génesis. Es obvio que las tinieblas del Antiguo Testamento se corresponden con el período arcaico geológico real. Y luego vino la vida: las plantas, los peces y aves, los animales superiores y por último… el ser humano, el fin de la creación.
—Pero para ti la creación no acaba aquí —apuntó Mika hacia la luna.
Adam siguió hablando hacia el valle.
—La ciencia nos dice que la evolución se ha detenido en el ser humano, que no va a tener lugar ningún avance considerable en sentido biológico. Pero está claro que, tal y como estamos configurados, no funcionamos correctamente. Así que, sabiendo que no vamos a disfrutar de una evolución biológica, es hora de introducir una evolución social.
Mika se incorporó.
—Cuéntame el final de tu plan —insistió—. ¿Qué va a pasar tras el día sexto?
—Si lo hago, destruiré su esencia.
—¿Cuál es esa esencia?
Adam la miró a los ojos y susurró:
—La sorpresa.
Le acarició el rostro, luego el cuello, pasando las yemas por cada centímetro de piel de forma tan delicada y sensual como solo él —y tal vez algún escultor del Renacimiento— era capaz de hacer.
—Al menos me contarás para qué hemos venido aquí.
—Eso sí.
Él tomó aire para empezar.
—O mejor, espera —le pidió Mika.
Sacó su móvil y abrió una nota en la que, antes de ir al terreiro de Padre Erotides, había descargado el libro del Génesis. Leyó en voz alta la parte que le interesaba:
Dijo Dios: «Bullan las aguas de seres vivientes y vuelen los pájaros sobre la tierra frente al firmamento del cielo». Y creó Dios los grandes cetáceos y los seres vivientes que se deslizan y que las aguas fueron produciendo según sus especies, y las aves aladas según sus especies. Día quinto. Génesis 1, 20-21.
Se estiró hacia delante, besó a Adam en los labios y, entonces sí, le preguntó con orgullo:
—¿Con qué vas a asombrar al mundo por quinta vez?
—La performance sigue su propio curso, ya lo verás en su momento.
—¡Nooo!
—Ahora tenemos que precisar todo lo referente a la ejecución.
No había tiempo para juegos. Mika tragó saliva.
—Te escucho.
Adam movió su dedo índice a un lado y otro.
—La ciudad. La presa. La desembocadura. Allí detrás, las cataratas. Todo eso ya lo has visto desde el aire. Pero hay algo más que no sale en las guías turísticas. Precisamente lo que hemos venido a buscar.
Señaló un grupo de luces de menor intensidad concentradas en un área de selva.
—La Penitenciaría Paraná Oeste.
—Así que aquello de allá es una prisión… —murmuró Mika, adivinando en la tibia oscuridad lo que parecían torretas de vigilancia y sucesivos muros.
—Una de las más duras, regida por el procedimiento de los centros de alta seguridad al estilo de Guantánamo. Es un penal femenino, las presas pasan veintitrés horas al día en celdas de seis metros cuadrados.
—¿Y por qué la has escogido?
—En ella vive Jaira Guimarães, la ajusticiada del día quinto.
—¿Es una mujer? —preguntó Mika, como si esa circunstancia cambiase de forma repentina su visión de las cosas.
Adam no entró en el debate.
—Al menos es una convicta —se relajó ella a continuación. Sin duda ayudaba el hecho de que la inminente víctima hubiese sido condenada por un tribunal—. De acuerdo. ¿Cómo vamos a hacerlo?
—No es una reclusa, Mika. Jaira Guimarães es la alcaidesa.
—¡Joder! —Se puso en pie de forma automática sobre el capó. El jefe de un clan de narcotraficantes, un maderero sin escrúpulos, un predicador corrupto, un especulador bursátil pedófilo y, ahora, la alcaidesa de una prisión de alta seguridad—. ¿Qué apartado de su currículum le ha hecho merecedora de lo que le va a pasar?
—Es una sádica.
—¿Con las presas?
—No sólo con ellas.
Una ráfaga de aire trajo el rumor de las cataratas.
Mika saltó del capó al suelo.
—Háblame más de esa mujer.
—Antes de hacerse cargo de esta prisión estuvo en otras: Vila Velha, Barreto Campelo… Yo la conozco desde su época de directora de la penitenciaría femenina de Manaos. Ya entonces la comparaban con la Perra de Belsen, la sanguinaria supervisora de prisioneros de los campos de concentración nazis durante la Segunda Guerra Mundial. A Jaira Guimarães le gusta mezclar a las preventivas con las condenadas, a las acusadas de faltas leves con las peligrosas, lo que da lugar a constantes agresiones y violaciones. Aunque las peores perversiones ocurren en su propio despacho.
—¿Por qué nadie la detiene?
—Sabe bien cómo cubrirse. Para hacer el trabajo sucio, otorga privilegios a algunas presas que se convierten en su escuadrón privado, a las que incluso permite llevar armas blancas. Como ella misma afirma con desvergüenza, es una forma de matar a la serpiente con su propio veneno y no mancharse las manos.
—Ahora me dirás que vamos a entrar en esa prisión como si tal cosa para acabar con ella.
—Eso sería imposible. Aunque pudiéramos entrar, no hallaríamos un momento o lugar exentos de vigilancia. La estructura del penal responde al modelo de panóptico, con un puesto de control situado en el centro, desde el cual se vigilan los pabellones de celdas distribuidos en círculo. Además, como fue inaugurada la pasada década, dispone de paneles electrónicos para regular la apertura electrónica de todas las puertas y un sistema de control por vídeo de cada centímetro cuadrado de sus galerías, incluyendo un moderno entramado de alarmas y detectores de metales fijos y móviles.
—Pero…
—Pero hay un momento de la semana en el que la alcaidesa sale de la prisión.
—Y se convierte en una ciudadana de a pie.
—Anónima y desprotegida —completó Adam, complacido.
—Así que será ella quien venga a nosotros. ¿Cuándo ocurrirá?
—Después del amanecer. Siguiendo la rutina que mantiene desde hace años.
—¿Y dónde pretendes interceptarla? ¿Cuando se interne en esa zona de selva que rodea la prisión?
—Hay agentes de ronda veinticuatro horas al día.
—¿Entonces?
—Lo haremos allí, durante su parada habitual.
Señaló una edificación con un par de luces que vibraban en una oscura carretera de tierra, a las afueras de Foz de Iguazú.
—¿Club L’Amour? —Así decía el cartel—. ¿Es un local de alterne?
—El contrabando y el tráfico de estupefacientes suelen ir unidos a la explotación sexual, por lo que hay varios similares. Pero éste es el que más le gusta a la alcaidesa. En su día libre toma su primera infusión (con algún que otro gramo de polvo añadido) en uno de sus cuartuchos mientras golpea a una prostituta.
—¿Por qué nadie hace nada? —se indignó Mika—. Se supone que ahí no la protegen las murallas de su feudo.
—Amenaza a las chicas con encerrarlas si abren la boca. Es una especie de peaje que tienen que pagar por trabajar aquí.
—No puedo creerlo. Este mundo es una basura.
—Nosotros lo hemos hecho así.
—Pero este país… Debería ser un ejemplo para el resto. En pleno florecimiento, con tantas posibilidades…
—Este país es como todos. Millones de brasileños viven azotados por las desigualdades, la especulación y la corrupción. Mira a tu alrededor. Incluso esta selva maravillosa tiene sus días contados. Cada año deforestan para el cultivo de soja superficies tan grandes como algunos países de Europa. Es nuestra lacra, actuamos siempre pensando en el inmediato plazo. Dentro de poco, a los extranjeros que se acerquen a visitar las cataratas les dirán: «¡Hace años, en Brasil había indígenas y árboles!».
—Ya…
Adam detectó un atisbo de duda en la mente de su pupila.
—Hasta ahora, la gente se ha echado a las calles en movimientos espontáneos convocados por internet. Masas sin líderes que asustaban a políticos y analistas pero que, al igual que surgían, se desinflaban. Ninguno ha llegado a alterar este sistema enfermo. Sin embargo, el Nuevo Génesis supondrá un cambio radical. No te preocupes por tus reacciones (es bien sabido que el cuerpo es reacio a los cambios), pero tampoco dudes en enfrentarte a ellas. Es el momento de gritarte a ti misma: «¡Despierta!». Cuando contemples el mundo con ojos nuevos, sin tamizar por los velos que nos impone el mismo sistema que queremos combatir, verás que estamos haciendo algo necesario e ineludible.
Mika asintió.
—Es como si me estuviera escuchando a mí misma, con la diferencia de que tú llevas el discurso hasta las últimas consecuencias. Realmente te admiro…
—Vayamos al Club L’Amour. Tienes que aclimatarte antes de tu encuentro con la alcaidesa.
—¿Qué estás diciendo?
—La madame ya tiene preparada tu habitación.