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Mika permaneció inmóvil unos segundos. Tenía a Adam delante pero no lo veía. No veía nada, o tal vez pasaba ante sus ojos su existencia entera. Sus convicciones y miedos y frustraciones y sueños.

—Salgamos ya —se oyó decir a sí misma.

Adam se enfundó una gorra de béisbol y unas gafas Persol con bisagras en el frontal y en medio de las patillas que llevaba plegadas en el bolsillo. Caminaron en silencio por el vientre de la ballena hasta el ascensor, cruzaron el portal y enfilaron la galería comercial que había que atravesar para salir a la calle. Aunque deteriorados por el tiempo y la falta de mantenimiento, los sinuosos corredores revestidos de gres y madera conservaban un toque de sofisticación. Adam avanzaba vigilante entre los vecinos que iban y venían. Justo antes de girar la curva que desembocaba en la avenida Iparinga donde tenía su plaza de aparcamiento, se detuvo y pegó la espalda a la pared.

—¿Qué ocurre?

Indicó a Mika que también se parapetase junto al muro y estiró el cuello para asomarse.

—Ya han venido.

—¿Quién?

—Ésos de ahí, los de la cabeza afeitada.

Mika se fijó mejor. Eran dos hombres de unos cuarenta años vestidos ambos con camiseta, tejanos y botas de militar. Caminaban entre las mesas de un local de moda abierto en la confluencia de la galería con la calle, fijándose sin disimulo en los clientes que abarrotaban la terraza. La mayoría de los que allí compartían agitadas charlas sobre lo que acababa de ocurrir en la Bolsa de Valores eran gente joven con un aspecto desenvuelto que contrastaba con la casposa pareja de matones. De cualquier modo, a Mika le sorprendió que Adam los hubiese detectado con la inmediatez de un sónar.

—¿Te han descubierto? —susurró.

—Si así fuera estarían llamando a mi puerta y no dando vueltas por aquí abajo. Es a ti a quien buscan.

—¿Qué?

Uno de los hombres se volvió como si les hubiera oído hablar. Adam y Mika presionaron aún más la espalda contra la pared. Al menos tenían la ventaja de que, en contraste con el sol que estallaba en la calle, el corredor se antojaba a oscuras.

—Lo siento Adam —se angustió Mika—, tenía que haberte dicho que me perseguía la gente de Poderosinho. Han intentado matarme dos veces. Creía que no me habían seguido…

El hombre echó a andar hacia ellos a paso muy lento, escudriñando entre el gentío.

—Esos dos no son sicarios, Mika. Son agentes de la secreta.

Lo dijo con una escalofriante serenidad. ¿Estaba al tanto de sus reuniones con el investigador Baptista?

—Te juro que no he comentado nada de ti a la policía.

—Lo sé.

La cogió de la mano y salieron disparados, volviendo sobre sus pasos hacia el interior de la galería. El agente llamó a su compañero y ambos arrancaron a correr detrás.

—¿Dónde tienes tu coche? —gritó Mika entre jadeos.

Adam tuvo que apartar de un codazo a un joven que salía de un portal.

—¡Si cogemos mi coche les pondremos mi identidad en bandeja! ¡Lo más importante es que no sepan quién soy!

Salieron al exterior de la galería. El sol estalló en sus ojos. Cruzaron la calzada sin detenerse, evitando a duras penas que los vehículos se los llevaran por delante, y se introdujeron por un callejón estrecho que comunicaba con el bulevar de la avenida São Luís. Adam se detuvo, le sujetó el rostro y expuso la situación con aplomo.

—Debieron de perderte la pista cuando te metiste en el Copan, así que no te preocupes. No vieron que entrabas en mi portal.

—Pero…

—En ese edificio vivimos cinco mil personas, por lo que no has llegado a descubrirme. Para ellos sigo siendo un hombre con una gorra y unas gafas. Todo está en orden. ¿De acuerdo?

Mika quiso volverse hacia el callejón por el que estarían a punto de asomar los agentes, pero Adam se lo impidió.

—¿De acuerdo? —insistió.

—Sí.

—Bien. Ahora tenemos que conseguir que siga siendo así. Si estás en su punto de mira, lo importante es que no me relacionen contigo.

Un estremecimiento.

—¿Vas a dejarme aquí?

Él sonrió con dulzura.

—Eres mi musa, ¿o es que ya no te acuerdas? Los despistaremos antes de llegar a la pista de despegue.

—¿Qué pista?

—Sólo te pido que me hagas caso en todo sin cuestionarme. ¿Sí?

Sus perseguidores hicieron aparición por fin. Uno de ellos daba instrucciones por un intercomunicador.

—De acuerdo, sí, sí.

Adam se separó de ella y caminó con decisión hacia un mensajero que acababa de aparcar junto al bordillo una Yamaha WR 125 de trail. Los largos espejos retrovisores, como antenas de insecto, potenciaban la agresividad del chasis y el carenado blanco y rojo. Mientras consultaba la dirección de un paquete sin quitarse el casco, Adam le arrancó la llave de la mano.

—Pero ¿qué hace? —gritó con estupefacción.

Adam se agachó en una extraña pose y barrió la calle con su pierna derecha, cogiendo desprevenido al mensajero y haciéndolo caer. Cuando iba a levantarse, Mika —encendiendo de forma automática su cerebro de luchadora— le inmovilizó sujetándole la mano derecha en la espalda en una posición que, a juzgar por los insultos que escupía el casco, debía de causar un dolor extremo.

—¡Monta ya! —gritó Adam mientras arrancaba con un fuerte pisotón a la palanca.

Saltó a la parte trasera del sillín. Estaba muy elevado y separado de la rueda trasera, provista de neumáticos mixtos para poder acceder a vías sin asfalto. Asentó bien las deportivas en las estriberas y se agarró a Adam como si ambos fueran la misma persona. Éste dio todo el gas que le permitió la muñeca, despertando a un motor monocilíndrico de cuatro válvulas que le devolvió una respuesta instantánea, y salió disparado entre los vehículos del atestado doble carril.

Al llegar a la confluencia con la rua da Consolação, dos coches de policía se cruzaron veloces en su camino. Adam giró a la izquierda y enfiló la única dirección de la rua Quirino de Andrade esquivando personas y vehículos a base de un enérgico balanceo que rompía las leyes de la física. A mitad de calle comprobó que el paso quedaba reducido a un solo carril, ya que el otro estaba inutilizado por unas obras de canalización. Peor aún, el hueco disponible lo ocupaba momentáneamente el cuerpo de una miniexcavadora de oruga que había sobrepasado la línea de conos para ganar espacio y poder apilar con el brazo y el cubo unos cilindros de cemento.

Adam se volvió sobre su hombro. Tenía que pensar a toda prisa. Los coches de policía les pisaban los talones y él se había metido en un cuello de botella, emparedado entre coches aparcados, la miniexcavadora y, más allá de la zanja de obra, el muro de contención de la contigua rua Coronel Xavier de Toledo, que ascendía cuesta arriba a un nivel superior. No podía pasar, tampoco esperar, y mucho menos volver por donde había venido.

Apretó a fondo el embrague, avivó el acelerador con un rugido rabioso, giró la moto en redondo y comenzó a subir por la pila de cilindros de cemento. Mika se aferró a su torso y clavó las deportivas en el apoyo estriado para que no se le resbalaran las suelas mientras se colocaban en posición casi vertical. Se encaramaron a lo alto del muro y, desde allí, saltaron a la calle superior.

Siguieron sorteando coches y autobuses urbanos. Mika apretaba las rodillas contra los muslos de Adam, temerosa de que el roce con algún guardabarros se las arrancase de cuajo. Al poco se dieron de bruces con una plazoleta arbolada construida a dos alturas. Adam frenó para estudiar las posibles vías de escape. Si la rodeaba por la calle de único sentido que indicaba la señalización, se alejaría de su destino aún más de lo que ya lo había hecho. No se trataba sólo de huir. Necesitaba encaminarse cuanto antes hacia el río, cerca del cual se ubicaba la pista de despegue donde aguardaba su transporte. Así que se irguió de pie sobre la moto, la introdujo en el espacio peatonal de la plaza y se lanzó por una escalinata de piedra hacia la zona situada más abajo.

No contaban con que allí les esperaba otro coche policial que había parado para identificar a unos vendedores ambulantes. El conductor les echó el alto con un golpe de luces mientras el copiloto salía del vehículo. Adam consiguió frenar in extremis, pero derrapó sobre el adoquinado. Mika saltó a tiempo y quedó en pie. Adam, sin llegar a caer y manteniendo sujeto el manillar, enderezó la moto y le pidió que subiera de nuevo.

Durante un par de segundos se quedó paralizada. Estaba huyendo de la policía… Pero no sentía miedo, de pronto le parecía algo natural…

Montó de un salto y, antes de darse cuenta, ya estaban otra vez zigzagueando como en una carrera de obstáculos, dejando a su paso una estela de bocinazos, chirridos y marcas de caucho quemado en el pavimento.

El vehículo policial conectó la sirena y salió tras ellos como una exhalación. A pesar de la maniobrabilidad de la moto, apenas lograban sacarle ventaja. De hecho, cada vez estaba más cerca. Mika sintió pánico cuando vio que se aproximaban a un cruce colapsado por indolentes filas de luces de freno que avanzaban centímetro a centímetro.

—¡Cuidado! —gritó, apretándose contra la espalda tensa que vibraba con el motor de cuatro tiempos.

Adam redujo varias marchas de golpe, subió la moto a la acera y se abrió hueco entre peatones histéricos. Jugaba con el embrague para mantener candente la aguja de las revoluciones y encabritar todos los caballos en cuanto disponía de unos metros de pista libre. Al ver que se aproximaban a un callejón donde se instalaba un mercadillo de flores, frenó de golpe. La rueda trasera se deslizó sobre la baldosa pulida, pero logró controlar el derrape y detenerse en la entrada. Se tomó un momento para examinarlo. Desembocaba en una zona desde la que tendría fácil acceso al viaducto Doutor Plínio de Queirós; y sin duda era lo bastante estrecho como para que sus perseguidores no cupieran y se vieran obligados a esperar a que se diluyera el atasco o a dar un gran rodeo. Pero estaba atestado de basuras y al fondo había una valla…

Se volvió a mirar. El coche de policía acortaba distancia, se les echaba encima.

—Sujétate —advirtió a Mika, y aceleró sobre las bolsas provocando un estallido de desperdicios y pétalos podridos que durante unos segundos se mantuvieron en el aire como un menesteroso confeti.

Por fortuna, la valla no tenía candado. Se asomaron al otro lado al ralentí. No había policía. Todo parecía normal: un barrendero con su mono naranja frente a una casa de cambio, un paso elevado de cemento cubierto de grafiti, mujeres con bolsas de la compra, un aparcamiento descubierto con anuncios de lavado a mano en la puerta. Les envolvió el olor a quemado que ascendía desde las ruedas. Adam arrancó despacio y, controlando la velocidad para no llamar la atención, enfiló el viaducto en dirección sudoeste.

Cuando cruzaron el río bajo la inmensa estructura en forma de equis del puente Octávio Frias de Oliveira, Mika se sintió libre. Le pareció una puerta de salida. Una vía de escape. Y ciertamente lo era. Lo que no sabía es que, vista desde la perspectiva opuesta, también era una puerta de entrada a un nuevo infierno que le daba la bienvenida con las calderas en ebullición.

Siguieron conduciendo hacia el extrarradio. A ratos apoyaba su cabeza en la espalda de Adam y cerraba los ojos. El ruido atronador del tubo de escape le sumía en un estado de somnolencia.

Después de cruzar dos polígonos industriales y un barrio dormitorio con perpetuo aspecto de inacabado, el paisaje mutó a un llano seco sin apenas construcciones. Adam se introdujo por un camino que conducía a un terreno cercado. El cartel de la entrada anunciaba:

AERÓDROMO DEPORTIVO

VUELO SIN MOTOR

ACROBACIA AÉREA

GLOBOS AEROSTÁTICOS

PARACAIDISMO

Mika se irguió. ¿Qué demonios iban a hacer? Apenas asimilaba lo que leía. Fue entonces cuando se dio cuenta de que había estado a punto de quedarse dormida y caer de la moto.

El aeródromo parecía de juguete. Aparte de la torre de control, toda su estructura se componía de la pista de despegue, una calle de rodaje y dos hangares de mantenimiento. Frente a éstos reposaban un biplano de época, una avioneta de fumigación y un planeador al que estaban cambiando los timones.

Se detuvieron frente a una casucha que hacía las veces de recepción y cafetería para los socios. Salió a recibirles un álter ego de Adam: maduro, alto, con gorra y gafas oscuras. Parecían llevarse bien.

—Hola, señor Green.

—Mauro.

—Ya tiene lista esa belleza.

Señaló una avioneta de hélice que esperaba en la plataforma de estacionamiento a pie de pista. Una Rans S-7 Courier de los ochenta que se había convertido en la estrella de los vuelos fotográficos por las amplias vistas de su asiento trasero. El fuselaje estaba pintado a dos franjas en blanco y amarillo; las alas, con rayos ocres al estilo del sol naciente de la insignia naval japonesa de la Segunda Guerra Mundial.

—Gracias, como siempre.

—¿Adónde van a ir?

—A dar una vuelta.

—¿Sabe a qué hora volverán?

—En realidad no regresaremos hoy. De momento haz constar que salgo para un paseo de cuatro horas y a lo largo del fin de semana te confirmaré la ruta que he seguido, para que no te busques problemas.

El tal Mauro asintió.

Ha dicho «a lo largo del fin de semana», pensó Mika, y estamos a jueves. ¿No vamos a volver?

Adam echó a andar hacia la avioneta, pero apenas había dado un par de pasos se volvió.

—Otra cosa, Mauro: ocúpate por favor de que alguien deje esta moto junto a una delegación de São Paulo Express, la empresa de mensajería.

Mika buscó algún logotipo escondido en el carenado.

—El chico llevaba una pegatina en el casco —le explicó Adam sin jactancia.

Levantó la portezuela y se encaramó al asiento delantero.

—¿Vas a pilotarla tú? —se sorprendió Mika.

Adam le habló mientras se ajustaba las cinchas de seguridad.

—No tiembles, que esto es como conducir una moto.

—No sé si eso me tranquiliza mucho.

—Veo que no pierdes el sentido del humor.

—No me dejas otra opción. ¿También hoy tendré que esperar a aterrizar para saber adónde vamos?

Sin esperar respuesta, se agarró a una de las barras que unían el ala al fuselaje, apoyó un pie en la banqueta colocada junto a la rueda y se introdujo de un brinco en el asiento trasero. Coloco sobre sus piernas una manta que alguien había dejado allí —supuso que más tarde, y más arriba, la necesitaría— y ajustó las cinchas de seguridad.

Adam puso en marcha el motor y le habló mientras la hélice comenzaba a tirar del aparato.

—Vamos a las cataratas de Iguazú. Verás qué maravilla.