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Parada frente al edificio Copan, le parecía mentira que tan sólo hubieran transcurrido dos días desde que despertó en la cama de Adam Green tras la reyerta de la favela. Avanzara como avanzase el segundero en aquella ciudad de relojes derretidos, regresaba a la inmensa ola de Niemeyer con el corazón cambiado y la mente lúcida. O eso pensaba.

Se introdujo por el entramado de sinuosas galerías buscando el portal correcto entre todos los de la comunidad. Era como adentrarse en el vientre de una ballena. Treinta y siete plantas y más de mil viviendas. Una vez se plantó frente al portero automático, tampoco recordaba con seguridad cuál era el loft del que ya todos conocían como…

Se obligó a decirlo en voz alta antes de acercar el dedo al botón:

—… el asesino del Génesis.

Rostros desfigurados, lenguas hinchadas, piel azulada con aquel inmediato aspecto de descomposición. Si daba el paso, también formaría parte de eso. «¿Hasta dónde llegarías?», le había preguntado él. ¿Tenía tan claro que deseaba seguir adelante fuera cual fuese el precio?

Sonó el móvil en su bolso. No se había quedado dormida, alguien llamaba de verdad. ¿Su padre? ¿El propio Adam?

El investigador Baptista.

Maldito Pepito Grillo…

Lo dejó sonar. Sus ojos se balanceaban del móvil al portero automático. Móvil. Portero automático. Móvil. Portero automático.

Apagó el teléfono, lo devolvió a las profundidades del bolso y a toda prisa presionó el pulsador confiando acertar con el número de apartamento.

Silencio.

—Aló.

Era él.

—Soy Mika.

Silencio.

Zumbido eléctrico en la cerradura.

Estoy dentro.

La recibió en vaqueros y camisa impecable. Mika lo contempló unos segundos desde el rellano. Él mantenía la puerta sujeta por el pomo.

—¿Vas a entrar?

—Depende de hasta dónde me dejes pasar.

—¿Hasta dónde deseas hacerlo?

Mika se lanzó a abrazarle y le besó con fiereza. Él la agarró por la cintura, dio una vuelta sobre sí mismo para introducirla en el apartamento y cerró la puerta con el pie. Ella le quitó la camisa. Él trató de hacer lo mismo con la camiseta negra, pero Mika le apartó la mano.

—Esta vez mando yo.

Y se la quitó ella misma, así como el sujetador, mientras él contemplaba sus pechos liberados. Volvió a besarle y caminó hacia atrás, tirando de él por aquel apartamento que ya conocía, hasta que la parte baja de su espalda tocó con la isleta de la cocina. El contacto de la piel con la encimera de metal le produjo un escalofrío que, en su estado de excitación, se extendió por todo el cuerpo como una reacción nuclear en cadena.

Echó los brazos hacia atrás y se encaramó de un salto a la encimera.

—Ahora sí que te toca —le ordenó mientras se quitaba a toda prisa las deportivas presionando en el talón y estiraba las piernas—. Arráncame este pantalón.

Adam obedeció. Le soltó el botón de los vaqueros y tiró de ellos hacia los tobillos, arrastrando la braga al mismo tiempo. Se detuvo un instante a contemplar las piernas duras por el deporte de competición y al mismo tiempo tan suaves, como recién hidratadas. Mika extendió los pies en punta para que el tejano terminase de salir.

Cuando la tuvo desnuda sobre la encimera, la sujetó por las caderas y se inclinó para besarle los pechos, la tripa, el sexo. Pero ella lo apartó con el pie, apoyándolo en su torso, y tiró de él hacia arriba. Quería sentirlo en su interior de inmediato. No estaban en la pousada de São Sebastião, escuchando el repiqueteo de la lluvia, envueltos por el aroma de la tarta de chocolate recién sacada del horno. Estaban en aquella megaurbe trepidante hasta la demencia y, por qué no, adictiva, en la que se moría y se amaba bajo el torbellino de los helicópteros.

Adam, sucumbiendo a aquella urgencia de jadeos, se inclinó sobre ella, la cogió del tobillo y colocó la pierna sobre su hombro. Soltó la hebilla de su cinturón y aflojó el vaquero lo suficiente para dejar al aire su miembro dispuesto. Mika alzó la otra pierna para colocarla en la misma posición. Al hacer ese movimiento, sus sexos se encontraron de forma natural. Ella permaneció un rato apoyada en los codos, mirándolo de frente mientras él se entregaba de forma arrítmica, midiendo los tiempos de cada embestida a tenor de las respuestas de ella, de sus gestos y temblores. Después se reclinó hasta quedar tumbada sobre la encimera. Mientras gemía como nunca se había escuchado a sí misma, barrió con los brazos algún objeto que no identificó y que cayó al suelo. Para entonces no oían nada, no veían nada. No sentían nada salvo el estallido de su conjunta pasión desatada, fundiéndose en un solo orgasmo intenso y verdadero como el que hubo de preceder a la vida.

Adam dejó la tetera humeante sobre la mesita baja del espacio decorado como una jaima en mitad del loft. Mika, tumbada como estaba en el suelo sobre la alfombra circular con un cojín por almohada, se recolocó de lado. Vestía sólo la braga y la camiseta negra. Hacía calor, pero arrugaba los dedos de los pies al sentirlos fríos por la bajada de tensión que siguió al clímax. Luchaba para no quedarse dormida. Tenía la impresión de que si se dejaba arrastrar por aquella sensación de amparo, entre tanto orden y silencio, tardaría días en despertar.

Sin mover un músculo, se dedicó a repasar las estanterías. Ahora que sabía más cosas sobre Adam, los objetos exóticos repartidos entre los libros ya no le parecían calladas piezas de museo. Allí estaba la figura de basalto que le llamó la atención el primer día. Esa especie de sacerdote de alguna civilización ancestral que sujetaba una tabla con caracteres pictográficos y que, al intentar cogerlo, le produjo —¿a qué pudo deberse?— un calambre en el brazo. Aun sin conocer su origen, vislumbraba una fascinante historia detrás de cada una de aquellas reliquias, sin duda recopiladas durante sus años con los nativos. Tal vez era mejor no indagar y preservar el misterio del universo Adam Green. Un universo donde cada estrella —desde la primera que surgió en mitad del apagón— desprendía una luz enigmática y especial.

Adam, sentado en el extremo del sofá, la contemplaba con placidez. Pasado el frenesí, disfrutaba de cada centímetro cuadrado de aquel cuerpo que respiraba con calma infantil, yacente sobre un costado como una sirena varada: la curva desde el hombro atlético, bajando por su estrecha cintura, hasta la cadera proyectada hacia el techo; la cabeza —con aquel repentino corte de pelo que le desconcertaba y, por eso mismo, le atraía aún más—, descansada sobre el cojín con un brazo por debajo. El otro brazo posado en la alfombra como lo colocaría la pantera que llevaba dentro.

Mika notó los ojos de Adam deslizándose por su piel y encogió las piernas hasta pegarlas al pecho. Recordó la charla que mantuvieron al volver de São Sebastião y dijo:

—Habrá que darle esos cachetes a la sociedad.

Sonrió. Su rostro natural era serio, pero cuando sonreía parecía que lo hicieran todos los objetos que tenía alrededor.

Adam esbozó un gesto seductor.

—En ese momento me habría gustado explicártelo todo, pero la clave estaba en que te dieras cuenta por ti misma. Comprender el Nuevo Génesis y convencerte de que era legítimo. El venir aquí tenía que salir de ti.

—Lo sé.

—No me refiero a venir por lo de antes.

—Sé a qué te refieres.

Un segundo vacío.

—Esta mañana —le contó Mika—, me puse a analizar el mail que recibí el lunes: «¿Hasta dónde llegarías para cambiar el mundo?». Cuadraba con la conversación que mantuvimos en el garaje del helipuerto, pero también pensé que lo recibí nada más conocernos y que en ese momento aún no sabías nada de mí. ¿Qué sentido tenía que me pusieras un gancho de ese tipo? Aunque te hubieras sentido atraído, no tenías ni idea de qué tipo de persona era yo. Un rato después, parada con la boca abierta frente al edificio Bovespa, pensé que todas las acciones de este Nuevo Génesis (la estrella, el arcoíris, la lluvia de cacao y los relojes derretidos, acompañadas de los correspondientes ajusticiamientos) formaban parte de un mismo fresco y no pude evitar acordarme de mis amigos del colectivo Boa Mistura. Sus pinturas murales también están formadas por mil elementos diferentes que encajan y se complementan a la perfección. El propio Purone, antes de la reyerta en la favela, alabó la belleza plástica de la estrella en el rascacielos; desde el primer momento la consideró un símbolo que trascendía el caos del apagón. La cuestión es que, al ir relacionando unas cosas con otras, lo vi claro. Eras su mecenas y coincidiste con ellos en el consulado mientras yo me recuperaba en este apartamento. Ellos fueron quienes, por suerte o por desgracia, te contaron cosas sobre mí. Y estoy segura de que me describieron mucho mejor de lo que merezco. Sin saberlo, mis amigos estaban escribiendo mi carta de recomendación.

Adam hizo ademán de aplaudir.

—Lo que no he logrado desentrañar es el significado de la dirección de correo que utilizaste para mandarme el mail: lcmytepyafyh¿d?@gmail.com

—No era fácil.

—Pero seguro que tiene algún sentido.

Sonrió.

—Son las iniciales de «luz», «cielo», «mar y tierra», «estrellas», «peces y aves» y «fieras y hombres».

—Simbología de los seis días de la creación… ¿Y la última «d» entre interrogantes?

—Ya te lo explicaré en su momento.

—Más misterios.

—Me gusta eso que has dicho de que las cuatro acciones eran parte de un mismo fresco —retomó él.

—O de una misma sinfonía, como quieras verlo. El caso es que de repente todo cuadraba, incluso…

—No pares.

Mika respiró hondo. Era como si continuasen sumidos en pleno acto sexual.

—Incluso los asesinatos eran notas obligadas de la partitura. —Arqueó las cejas y apretó los labios—. Nunca creí que llegaría a decir esto, pero… Cuando me enteré del historial pedófilo del último ajusticiado me pareció grandioso. Día cuarto, Dios crea las estrellas para regir el tiempo, los días y los años… Estaba claro que ese indeseable estaba de más en el nuevo escenario. Alguien que no es capaz de respetar el tiempo, de esperar a que llegue el momento adecuado para cada cosa… —Hizo una mueca de desagrado—. Y, además, ligado con la performance frente al edificio Bovespa y el bloqueo de los sistemas para hundir a los especuladores que estrujan ese mismo tiempo hasta los microsegundos que les hacen enriquecerse a velocidad de vértigo.

—La verdad es que lo pasé bien diseñando ese truco.

—Lo de las máscaras de Dalí fue genial, pero ¿cómo hiciste para retrasar los relojes de la Bolsa de Valores?

—Encargué a mi hacker que fabricase un virus. En Bovespa utilizan servidores UNIX, un sistema que nunca había sufrido un ataque informático con repercusión. Sí que existían virus menores, de hecho el primer troyano fue creado para UNIX, pero nadie conseguía propagarlos.

—Y ahí estaba el reto para Creatio —declaró ella con solemnidad, repitiendo a continuación lo que Adam le explicó en su visita a la empresa—. Todo se puede diseñar, desde una funda de smartphone hasta una democracia que un lobby quiere instaurar en un país totalitario.

—Y no sólo necesitaba diseñar las tripas de un virus efectivo, sino también vestirlo con un traje llamativo. Primero pensé en un virus latente, de los que llamamos «bomba lógica». Podía programarlo para que se ejecutase a sí mismo a las diez de la mañana con el objetivo de modificar el comportamiento algorítmico del sistema y lanzar órdenes de venta masiva de stocks bursátiles que quebrarían el mercado. Pero era demasiado obvio, necesitaba algo más… especial. Y entonces se me ocurrió el virus que finalmente ha operado esta mañana, programado para retrasar la hora de los sistemas. Eso sí que era jugar con el tiempo.

Tanta creatividad… Mika necesitaba saber por qué le abría las puertas a algo tan magnífico. ¿Sólo por la atracción sexual? El deseo afloraba cuando estaban uno frente al otro, pero era obvio que había otra razón. Antes de preguntárselo siguió encofrando los cimientos de aquel castillo encantado.

—Cuando me he plantado en tu puerta me has preguntado hasta dónde quería pasar.

—Sí.

—No soy de las que se quedan en el vestíbulo. Me gusta entrar hasta la cocina.

—Ya lo he comprobado. —Sonrió él, lanzando un golpe de ojos a la isleta.

—Hablo en serio. Si por alguna razón vas a hacerme partícipe de tu plan superior, como lo llamaste en el garaje, quiero estar segura de que me dejarás ir contigo hasta el final.

—¿Todavía lo dudas?

—¿Cómo podría no dudarlo? Tienes ayuda de sobra. ¡Si hasta has echado mano del FLT! Cuando tu amigo millonario Gabriel Collor mencionó que uno de los líderes del Frente de Liberación de la Tierra estaba implicado en la acción del martes contra el maderero, creí a pies juntillas que ellos eran los responsables de todo el plan.

—No es ayuda lo que busco en ti. Como bien dices, de eso tengo de sobra. El engranaje está organizado a la perfección y no me falta financiación para tener a todo mi equipo de trabajo contento.

—Entonces ¿de qué se trata?

Adam se tomó unos segundos.

—De inspiración.

—¿Cómo?

—Para crear, se necesita inspiración. Incluso Dios hubo de tener una musa.

Mika, que seguía hecha un ovillo sobre la alfombra, se incorporó y se sentó en la posición del loto.

—Y tú habrás tenido la tuya para crear todo esto.

—Hasta que apareciste, creé a partir del recuerdo de antiguas musas.

—O sea, que soy una sustituta.

No sonó despectivo. Adam siguió con el mismo tono de intimidad.

—Eres quien eres. Llegaste cuando llegaste, y lo hiciste en el momento más bello. Surgiste con la primera estrella.

—Todavía me acuerdo de cómo me quedé cuando la vi brillar sobre el rascacielos —se relajó Mika—. ¿Por qué me pasa esto nada más aterrizar?, pensé entonces. La gente gritaba: ¡marcianos!, ¡terroristas! Y yo de pie en mitad de la calle, arrastrando mi maleta con una rueda rota.

Se tomaron unos segundos para pensar en todo lo que había ocurrido desde el lunes. Sentían una anticipada nostalgia por lo rápido que avanzaban los acontecimientos y, en el caso de Mika, también una gran expectación por lo que hubiera de venir.

En un momento dado, leyó algo encriptado en los ojos de aquel hombre. Acababa de acostarse con él. No podía engañarla.

—Hay algo más, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir?

—No es sólo inspiración lo que esperas de mí.

Sus pupilas mutaron como las de un gato.

—Deja que las cosas fluyan.

Más interrogantes, como los que flanqueaban la «d» en su dirección de correo electrónico. Mika mudó su gesto soñador hacia otro mucho más terrenal. Como si, de repente, una ola hubiese deshecho el idílico castillo de arena, dejando un barrizal de cuentas que saldar.

—¿Estás bien? —se preocupó él.

—¿Quieres la verdad? ¿O prefieres que permanezca en silencio, como sueles hacer tú?

Adam frunció el ceño.

—Haz lo que consideres.

—Quizá te parezca una maníaco-depresiva por este cambio de humor, pero me veo aquí sentada tan tranquila, tan…

Bajó la cabeza.

—Estás pensando en tu amigo.

Mika asintió.

—Mi buen amigo Purone.

—Me han comunicado que la cosa pinta bien.

Cerró los ojos, dejando escapar una lágrima.

—Gracias…

—El neurocirujano va a operarle esta misma tarde para extraer la bala.

Se secó la cara con el dorso de la mano.

—Me mata esta sensación de haberle traicionado. Vine a Brasil por él, Adam. ¿En ningún momento has temido que yo…?

—Puedes preguntarme lo que quieras.

Le clavó la mirada.

—Que me deje llevar por lo que le ha ocurrido a Purone y te delate.

Adam se levantó del sillón y fue hacia ella. Seguía sentada en la alfombra. Se agachó para colocarse frente a frente.

—No puedo estar más tranquilo. Siempre supe que eras tú.

—¿Quién era yo?

—La persona a la que quiero coger de la mano cuando el Nuevo Génesis se haga realidad.

Mika comenzó a respirar deprisa.

—Pero…

—Creía que iba a vivir esto solo, Mika. Y de repente te metiste en mi coche.

La besó.

—Eres mi musa.

De nuevo su musa.

¿Era su forma de hablar de amor?

Se cogieron ya las manos, anticipando el advenimiento definitivo.

—Dime sólo una cosa más —añadió ella, aprovechando la inercia—. ¿Qué hacías el lunes en mitad de la reyerta?

La pregunta no pareció causarle ningún problema.

—Fui allí porque quería ajusticiar a ese indeseable con mis propias manos.

Mika se puso en pie como accionada por un resorte.

—¿Lo mataste tú mismo? Pero ¿qué eres? ¿Una especie de agente de la CIA o algo así?

La abrazó con fuerza.

—¿Qué diferencia hay entre pagar a un sicario o ejecutarlo en persona?

—Me cuesta creer que hayas sido capaz —dijo ella apoyada en su hombro.

—Hubo un tiempo en el que me forjé para esto y para mucho más. Pasé años en esa dura jungla con mi amigo Camaleón.

—¿De quién hablas ahora?

—De mi hermano indígena.

—Eso era otra vida…

Adam consultó su reloj.

—Ha llegado la hora. El escenario del día quinto está un poco lejos. Tienes que decidir si estás preparada para acompañarme.

—¿Te refieres a si estoy preparada para ver cómo te ocupas en persona? ¿De verdad necesitas seguir probándome, hasta el punto de que tenga que asistir a eso?

—No soy yo quien va a matar mañana.

—Menos mal…

—Serás tú quien lo haga.