8

Caminaron deprisa hacia la plaza Antônio Prado en la que se erguía el edificio Bovespa, como se conocía a la Bolsa de Valores de São Paulo. Al tomar la cercana rua 15 de Novembro se unieron a una riada de gente que también se dirigía hacia allí.

Cuando Mika vio al primer hombre le pareció un loco, apenas reparó en él.

Luego vio al segundo.

No podía ser una casualidad. Todos los que caminaban a su lado eran indigentes, pero lo más sorprendente era que todos ellos, sin excepción, llevaban puesta una careta de cartón.

Una careta con la imagen de un reloj derretido.

Se fijó bien. Era un reloj de bolsillo cuya deforme esfera blanca coincidía en tamaño con el rostro, flácida a la altura de los pómulos y más estirada al llegar a la barbilla, con números arábigos, la ruedecilla dentada para darle cuerda en la parte superior y dos agujas marcando las diez y diez que hacían las veces de bigotes. Unas caretas inspiradas en La persistencia de la memoria, el cuadro surrealista de Dalí conocido como Los relojes blandos. Sus portadores eran sin lugar a dudas gente sin techo. Los delataban las ropas hechas jirones, los pies descalzos, la piel sucia hasta decir basta, que aún se antojaba más ennegrecida bajo las impolutas máscaras.

Mamá Santa asentía con los ojos muy abiertos como diciéndoles: «Ya os había avisado de que se trataba de algo raro». Mika presumía lo que estaba ocurriendo, pero se agolpaban las preguntas. Se acercó al que tenía más cerca.

—¿De dónde habéis sacado las máscaras?

El indigente se apartó con reacción perruna, saltando hacia atrás y siguiendo su camino mientras la contemplaba con recelo por los agujeros de su rostro horario.

Otro que venía por detrás le contestó sin dejar de andar.

—No creas que las hemos robado.

Mika reanudó la marcha junto a él, detrás de la peculiar pareja de afrobrasileños.

—¿Quién os las ha dado?

Se encogió de hombros.

—Cuando despertamos esta mañana junto a la escalera del metro central ya estaban ahí. Anoche dejaron cajas llenas por todas partes. Y se empezó a correr la voz.

—¿La voz sobre qué?

—Sobre lo de concentrarnos esta mañana en la plaza Antônio Prado.

—¿De quién ha sido la idea?

El reloj humano volvió a encogerse de hombros.

—Cuando he despertado ya estaban hablando de ello.

Debía de ser cierto lo que contaba. A medida que se acercaban a la plaza del edificio Bovespa, más y más vagabundos con la careta enfundada se incorporaban a aquella marcha que avanzaba como lava volcánica.

—¿Para qué es la concentración? —siguió interrogándole Mika.

—Tampoco lo sé.

—¿Y entonces?

El vagabundo se detuvo y señaló al resto.

—Ninguno tenemos nada mejor que hacer. El que alguien cuente para algo con la gente de la calle ya es suficiente, ¿o no? Sociedad de merda.

Y siguió su camino, volviendo al frente su inexpresivo nuevo rostro.

Cuando divisaron la Bolsa de Valores de São Paulo, a Mika se le cortó la respiración. La plaza en la que se situaba el sobrio edificio de seis plantas, al igual que las calles adyacentes, estaba colapsada de indigentes, miles de ellos, ataviados con sus caretas. Incluso a la Policía Metropolitana le costaba moverse entre la masa para llegar hasta los arcos de entrada.

—No había visto tanta gente desde que vino el presidente Lula para apadrinar la salida de la Petrobras —comentó Padre Erotides, refiriéndose a la ceremonia de oferta pública de acciones de la petrolera, la más grande en la historia de los mercados de capitales.

Últimamente se prodigaban las ceremonias mercantiles. La Bolsa de Valores de São Paulo era la mayor de América y, desde que se fusionó con la Bolsa de Mercados Futuros en 2008, una de las más importantes del mundo. Allí se cotizaban cientos de compañías y cada día se intercambiaban acciones por valor de miles de millones de reales. En los últimos años se había convertido en un icono del progreso económico del país; cuando menos del progreso oficial que, siguiendo las campañas institucionales, mostraban los informativos.

Pero esta vez no había presidentes, ni ministros, ni ejecutivos doctorados en Empresariales, salvo los encorbatados traders que se asomaban a las ventanas y observaban la multitud. Esta vez los protagonistas eran los olvidados, los últimos de la fila social, rostros invisibles que, por una vez, se volvían más visibles que nunca tras sus caretas de reloj blando.

¿Para qué os han convocado aquí?

Mika pensó que la escena se asemejaba a las acciones del colectivo Anonymous. Este grupo de protesta global había adoptado como símbolo la máscara que el dibujante David Lloyd creó para el héroe anónimo del cómic de Alan Moore V de Vendetta, el gran luchador contra la opresión del sistema. Los Anonymous proclamaban que usaban la máscara porque cuando uno de ellos actuaba, lo hacía en nombre de todos. No necesitaban mostrar su identidad personal.

En esta ocasión también eran anónimos, también se fundían en un solo rostro de reloj. Pero Mika sabía que aquello no era un mero acto de protesta.

Volvió a fijarse en los traders asomados a las ventanas. Con el rostro descompuesto, se aferraban a sus móviles con nerviosismo. Aparte de la concentración de indigentes que les rodeaba de puertas afuera, algo grave estaba ocurriendo en el interior del edificio.

Pensó en una anécdota que le contó su amigo Purone sobre Dalí y La persistencia de la memoria. Cuando el genio terminó el cuadro dijo algo así como: «Lo mismo que me sorprende que un bancario nunca se haya comido un cheque, me asombra que a ningún otro pintor se le haya ocurrido pintar un reloj blando».

—Estoy segura de que ahí dentro se están comiendo más de un cheque… —murmuró.

Las unidades móviles de importantes medios de comunicación se afanaban en hacerse un hueco entre la multitud para grabar sus crónicas: TV Globo Internacional, Radio CBN de São Paulo… Los redactores editaban sus textos a tiempo real y los reporteros daban vueltas con la cámara al hombro. Una caravana de TV Record se orilló cerca del lugar donde estaban Mika y sus dos compañeros. Se desplegó el portón lateral y una pareja de periodistas saltaron a la acera como soldados a un campo de batalla.

La presentadora de la cadena, una seductora mujer con trazas de ejecutiva, se atusó el pelo frente a la ventanilla del vehículo, alisó las arrugas de su falda y comenzó a interrogar a los presentes que, como Mika, se encontraban en la línea exterior de la concentración. ¿Se sabe algo nuevo?, preguntó a un señor con aspecto de jubilado que siguió contemplando la marea de máscaras ajeno al micrófono que le acercaban a la boca. ¿Algo nuevo?, pensó Mika. Al parecer, los medios sí tenían información fresca, llegada desde el gabinete de comunicación de Bovespa.

La presentadora probó con otro par de personas que le respondieron con la misma esquivez.

—¿Qué ha ocurrido? —se acercó a preguntarle Mika.

—Vaya, por fin alguien que no se ha quedado mudo. ¿Desde cuándo estás aquí?

—Acabo de llegar.

—¿Has hablado con algún enmascarado?

—Mientras venía.

—¿Eres brasileña?

—No.

—Lo decía sólo por tu acento. ¿Quieres hacer una declaración para nuestro informativo?

—De acuerdo —mintió Mika. Tenía claro que no podía aparecer en otra retransmisión que pudiera ver el investigador Baptista, pero quería aprovechar la disposición de la corresponsal para sondearla. Ya se las apañaría después para escurrir el bulto—. ¿Puede decirme qué ha ocurrido ahí dentro?

La presentadora dudó, pero vio que el cámara aún estaba montando el trípode.

—Ha habido un colapso en la Bolsa. No ha podido operar durante una hora.

—¿Qué tipo de colapso?

—A las diez en punto, que es la hora de apertura de los mercados, todos los relojes del sistema se han reprogramado para marcar las nueve.

—¿Se han atrasado una hora de forma automática?

—Así es. El sistema ha sucumbido al engaño y, creyendo que aún no había llegado la hora de abrir, ha bloqueado todas las operaciones bursátiles que lanzaban los traders.

—Y eso supone…

—Unas pérdidas incalculables. Sobre todo para las empresas de especulación.

—¿Y se sabe si ha sido…?

—¿Provocado? Si no tuviéramos delante a esta marabunta con cara de reloj te diría que estamos ante una avería fortuita como la que dio lugar al flash crash de la Bolsa de Nueva York —comentó con afectación. Se refería a una suspensión temporal de las operaciones que desplomó el índice Dow Jones cerca de mil puntos en 2010, dando lugar a la mayor caída de la historia en una sola jornada—. Con la diferencia de que los estadounidenses recompusieron el sistema en un santiamén y aquí ha estado suspendida una hora. No quiero ni imaginar las cabezas que van a rodar. —La presentadora se volvió de improviso hacia el cámara—. ¿Falta mucho? A ver si voy a tener que cortarte la cabeza a ti también.

—Ya casi está. Ayúdame con el balance de blancos.

Le pasó un folio a su jefa y, como siempre que se disponían a filmar, le pidió que lo inclinase hacia la fuente de luz para equilibrar los colores.

—Pero esto no es fortuito —retomó la presentadora mientras el cámara terminaba el protocolo de ajuste—. Esto es un virus. Y, si no, mira este espectáculo. No hace falta que te lo diga, ¿no?

—¿Decirme el qué?

—Que el asesino del Génesis ataca de nuevo.

Mika sintió un estremecimiento. No tanto por la revelación, ya que saltaba a la vista que aquella performance había salido de la misma mente que las tres anteriores, sino por el hecho de volver a escuchar esas palabras. Resultaba extraño pensar que, para el investigador jefe del Grupo de Operaciones Especiales de la Policía Civil de São Paulo, era ella quien se escondía tras el épico alias.

Lo cierto era que había comenzado el día cuarto. El propio Baptista se había referido al tiempo de los relojes cuando, a la vista de la narración bíblica, especuló sobre lo que podía ocurrir ese jueves. Los versículos resonaron en su mente:

Dijo Dios: «Existan lumbreras en el firmamento del cielo para separar el día de la noche, para señalar las fiestas, los días y los años…».

Dios creó las estrellas para medir el tiempo, caviló tratando de ligarlo todo. Allí estaban, miles de ellas, representando un tiempo derretido en el que habíamos perdido la razón…

El cámara se llevó la mano a los cascos, pensativo.

—¿Qué pasa ahora? —se enfadó la presentadora.

—Te llaman del estudio.

—No me lo puedo creer. Disculpa un momento —se excusó con Mika.

Reguló un pequeño auricular que llevaba en la oreja y perdió la mirada en el asfalto mientras escuchaba.

—Tomo nota, sí.

Dobló deprisa el folio que le había pasado el cámara y comenzó a escribir en él, tras pasarle el micro a su compañero y agacharse para que sus propios muslos le sirvieran de apoyo.

—Repíteme eso, por favor… Sí, negociación de alta frecuencia… Sí, sigue… Contratación algorítmica… Sí, sí, yo estoy copiando, pero la audiencia de la cadena no se va a enterar de nada… Vale, vale… Redistribución de las órdenes en milisegundos… Pillado. Lo tengo todo.

Escuchó a su interlocutor unos segundos más sin apuntar.

—Que sí —le cortó con hastío—, no te preocupes que lo meto todo en la crónica. Hago un par de entrevistas y te envío el material para que montéis la pieza. ¿Quieres que te lo lea una vez entero para ver si está bien? Atento que va —avisó, y repitió con tono de corresponsal el párrafo que el redactor jefe le había dictado desde el estudio—: «La negociación de alta frecuencia que esta mañana se ha suspendido temporalmente es un sistema de transacción bursátil que utiliza las herramientas tecnológicas más avanzadas para obtener información de los mercados y, en función de la misma, intercambiar activos u opciones. Un sistema cuya sofisticación radica en su impresionante velocidad de actuación, basada en la contratación algorítmica. Ante cualquier cambio en los mercados, los gigantescos ordenadores recalculan el precio y redistribuyen las órdenes en cuestión de milisegundos. Esta mañana, esos ingenios capaces de lanzar cuarenta mil órdenes de compra y venta en el tiempo que dura un parpadeo se han detenido durante una hora. Una hora fatídica que los especuladores de São Paulo recordarán el resto de sus vidas».

—¿Te parece bien? —preguntó a su interlocutor—. ¿Hola? —Se tapó la oreja en la que llevaba el pinganillo—. Espera, que apenas te oigo…

Era debido a una sirena que atronaba la plaza.

Mika se volvió pensando que sería uno de los vehículos policiales que rondaban la concentración, pero comprobó que pertenecía a una ambulancia del SAMU-192, el servicio de emergencias de la prefectura. Se introducía a duras penas entre la multitud de indigentes enmascarados, tratando de llegar a los arcos de entrada al edificio. Una vez allí, tres facultativos ataviados con sus monos azules y maletines de asistencia salieron a toda prisa y se perdieron tras las puertas de cristal que custodiaban fornidos agentes de seguridad.

Ha llegado el momento de consultar el Twitter.

Sacó su smartphone y picó la red social. Como en las tres ocasiones anteriores, no tardó en encontrar lo que buscaba. Ni siquiera tuvo que acceder a la pestaña de trending topic. Tecleó directamente el hashtag #DíaCuarto y apareció en su pantalla un nuevo tuit del perfil @123456¿7?.

El cuarto tuit.

La cuarta fotografía.

El rostro de otro cadáver con los ojos abiertos y aquella expresión ya conocida, la boca inundada por la lengua hinchada y la piel mudada hacia una ponzoñosa tonalidad azulada.

Mika mostró la pantalla a la presentadora.

—¡Madre de mi vida!

—Qué joven parece —comentó Mika.

—¿Es que no lo conoces?

Se fijó mejor.

—¿Por qué habría de conocerlo?

—Es Aníbal Cirino.

—Nunca he oído ese nombre.

—Es… Era un famoso bróker de la Bovespa. Famoso tanto por los millones de reales que acumulaba como por su afición a la noche. Un habitual de las revistas de cotilleo que se dedicaba a soltar declaraciones en plan sobrado y distribuir fotos de sí mismo como una cuba, abrazado a sex symbols de realities o a prostitutas de lujo. La verdad es que hacía una temporada que los medios habíamos dejado de seguirle.

—¿Por qué razón?

—Fue condenado por integrar una red de pedofilia.

—Oh… —se disgustó Mika.

—Por estas fechas iban a fallar el recurso que interpuso ante la Jurisdicción Federal. ¿Dónde lo habrán encontrado? Los del SAMU-192 han entrado como un tiro. Por el fondo de la foto parece una de las salas de descanso reservadas a los corredores.

Un pedófilo…

Mika pensó en los cuatro ajusticiados, uno por uno y en todos al mismo tiempo, y de forma automática se reinició la centrifugadora en su cabeza, a vueltas con el mail que le envió Adam —o eso quería creer— y todas las demás preguntas que le azotaban desde entonces. ¿Por qué yo? Si no me conocías de nada… Y en ese instante —tal vez se había pasado definitivamente de rosca— tuvo la sensación de que todo comenzaba a encajar.

—¿Grabamos? —le interrumpió el cámara.

Mika se volvió de espaldas al objetivo y se excusó con la presentadora.

—Lo he pensado mejor y prefiero ceder a otro mi minuto de gloria.

—Pero…

—Lo siento —dijo muy seria—, soy muy vergonzosa.

Se alejó llevando consigo una sarta de reproches y fue a reencontrarse con Mamá Santa. Estaba apoyada en la fachada de un edificio contiguo, conversando con otra mujer entre profusos gestos que acentuaban el tono de cada frase.

—¿Qué te decía la de la tele? —la recibió, tras despedirse de la desconocida.

Mika no contestó. De pronto estaba como ida. Se había quedado plantada a un palmo de la santera.

—¿Qué te pasa? Me encanta TV Record. Emiten una telenovela llamada Pecado mortal que me trae de cabeza.

Pero Mika seguía ausente. No hacía nada más que mirar por encima del hombro de Mamá Santa como si hubiese visto un fantasma.

—No te vuelvas —ordenó muy seria.

—Me estás asustando, mi niña.

Ella lo estaba. Tenía el presentimiento —estruendoso e instantáneo, como esas alarmas que se disparan con una mera corriente de aire— de que un enmascarado que permanecía apoyado en la misma pared, a unos escasos cuatro metros, era… ¿cómo decirlo? Un infiltrado. No por su falta de disimulo cuando las examinaba, creyéndose resguardado tras su careta de reloj, sino por su indumentaria. No iba vestido como el resto, a base de jirones, sucia la piel que asomaba y los pies descalzos. Llevaba bermudas de cuadros, camiseta colorida, con un desproporcionado logo de Nike en el pecho, y aquellas zapatillas altas de baloncesto, grandes y fosforitas, de las que brotaban las pantorrillas lampiñas…

Un escalofrío le confirmó la peor de las noticias. Era uno de los dos motoristas que le habían esperado en la puerta de la pousada. Seguro que el otro andaba cerca.

Han seguido a Mamá Santa…

¿Cómo había sido tan insensata como para llamarla? Había traído hasta sí a los sicarios del Comando Brasil Poderoso. Sin duda la estaban vigilando desde el primer momento. Les constaba que el altercado con el pandillero de la perilla y la huida por los tejados de la favela ocurrió frente a la puerta de su casa, quizá incluso sabían que previamente había pasado un rato en el interior, y la pusieron bajo seguimiento.

—¿Dónde está Padre Erotides? —preguntó en voz baja.

—Pues no lo sé. Ha dicho que quería acercarse al meollo de la manifestación.

—Tenemos que salir de aquí.

—¿Me vas a contar qué ocurre?

El sicario debió de darse cuenta de que le habían descubierto. Se llevó la mano a la cintura bajo la camiseta y sacó una pistola automática.

Mika cogió del brazo a la santera para introducirse entre la multitud, pero no tuvo tiempo. El joven se acercó corriendo y agarró a Mamá Santa por el cuello. Fue a levantar el arma pero en ese instante un puño salió de la nada, seguido de un brazo musculoso que cayó como un yunque sobre la careta de reloj.

Era Padre Erotides.

El sicario se desplomó sobre el asfalto. Aturdido, pero no inconsciente, todavía con el arma en la mano. Mika estuvo a punto de lanzarse sobre él para quitársela, pero no quería arriesgarse a recibir un tiro furtivo, ni llamar la atención de los policías que rondaban la concentración.

—¡Vámonos de aquí!

Salieron como un fueraborda rompiendo el mar de caretas, que les contemplaban como el coro de una tragedia griega. Al cabo llegaron a una callejuela atestada de comercios. Padre Erotides señaló una galería llena de estrechos pasillos con puestos de móviles y aparatos electrónicos entre los que podían escabullirse.

—¿Quién era ése? —chilló una vez dentro. Sus cejas perfiladas subían y bajaban movidas por una especie de tic.

—Los hombres de Poderosinho te han estado siguiendo —explicó Mika a Mamá Santa—. No sabes lo que lamento haberte metido en esto.

—Pero ¿qué os pasa a vosotras dos? —se desesperaba el pae-de-santo, llevándose las manos a la cabeza teñida de blanco—. Venid conmigo. Conozco al dueño de la tienda del fondo, un arreglatodo con un cuartito para sus cables donde podremos ocultarnos hasta que pase el follón.

—Yo he de irme.

Lo dijo de forma tan espontánea que casi se enteró de lo que había decidido al escucharse a sí misma.

—¿Cómo que irte? —saltó Mamá Santa—. ¿Adónde vas a irte?

—Se me rompe el alma, pero a pesar de todos los problemas que te estoy causando no puedo decírtelo.

—Pero mi niña, mírame, soy yo. Siento haber servido de señuelo.

—¿Cómo dices eso? No es culpa tuya.

—Padre Erotides está encantado de que te quedes en el terreiro todo el tiempo que quieras, ¿verdad que sí? —Se volvió un instante hacia él. Éste asintió resignado mientras abría y cerraba la mano con la que había golpeado al sicario—. ¿Quién va a protegerte?

—Tienes que dejar que me vaya.

—Ay de mí, venerado Yemanyá. ¿Cómo me haces esto?

—Por favor, dame tu bendición y di que confías en mí.

La santera se quitó un collar del que pendía un fetiche de hierro en forma de cuerno.

—Toma esto. Lleva décadas colgando de este cuello regordete.

—Pero…

—Seguro que te servirá de más ayuda que todas mis bendiciones y, lo más importante, cuando lo veas te acordarás de tu baiana.

Se lo pasó a Mika por la cabeza. Ella apretó el amuleto con fuerza contra el corazón.

—¿Cómo me voy a olvidar de ti?

Ambas estaban emocionadas.

—Venga, si tienes que irte, vete ya.

—Y tú, ¿qué vas a hacer ahora? No puedes volver a la favela.

—¿Quién lo dice?

—Allí están los narcos.

—Esos brutos sólo me querían para llegar hasta ti y, además… —Se acercó a su oreja y le habló con ese tono que utilizaba cuando se dirigía a ella como a una niña, algo que a Mika le parecía adorable—. Van de gallitos por la vida, pero les dan miedo mis poderes mágicos.

Poderes mágicos…

Mika se lo pensó dos veces, pero no se resistió a decir:

—Me vas a matar, pero voy a pedirte un último favor.

—Como si es un millar.

—¿Conoces el Hospital de Clínicas?

—Desgraciadamente.

—Mi amigo Purone…

No hicieron falta más explicaciones.

Mamá Santa le acarició la cara con suma dulzura.

—Ahora mismo voy, mi niña, acompañada de toda mi legión de orixás. Me sentaré en el borde de su cama y le contaré historias de los viejos esclavos que construyeron esta tierra. Te juro por la playa de Salvador que ni el más fuerte de los tifones me arrancará de allí hasta que despierte.

Durante un instante, a pesar de todo lo que estaba pasando, Mika se sintió inmensamente afortunada. Besó a Mamá Santa y a Padre Erotides como a dos miembros de su familia y salió corriendo hacia el edificio Copan donde despertó el día que todo empezó.