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Se apeó en la plaza de la República, entre vagabundos que apuraban sueños rotos sobre cartones y vendedores ambulantes que desenrollaban sus puestos de pulseras. Los perros metían la cabeza en la papelera del quiosco de café y lamían usados sobrecitos de azúcar. En ese rato previo al bullicio, los altos edificios de estilo soviético adquirían un aspecto desolado, como si nadie viviera en ellos. En mitad de aquel escenario postapocalíptico, aún vestida con la cándida falda y la camiseta que había paseado bajo la lluvia de cacao en São Sebastião, Mika se sintió un blanco perfecto.

Necesito otra ropa.

Se ocultó en un portal hasta que desplegaron la verja de las Lonjas Americanas, unas galerías donde podía comprar algunos básicos sin llamar la atención y sin gastar demasiado. No sabía hasta cuándo tendría que estirar el poco dinero que llevaba encima.

Zigzagueó entre mostradores de planchas y otros pequeños electrodomésticos hasta que llegó a una hilera de perchas. Escogió unos tejanos grises elásticos y una camiseta negra con apenas un atisbo de manga que volaba sobre los hombros. De ahí pasó a la sección de zapatería y se hizo con unas deportivas de suela gruesa, también negras salvo por un discreto logo verde. Se las probó allí mismo, arrinconando sus finas sandalias con el cuero que no había llegado a secar del todo. Las zapatillas eran cómodas y no le producirían roces. Perfectas. Tenía que estar preparada para cualquier cosa. Entró en el probador. Mientras se observaba en el espejo con su nuevo atuendo, se llevó la mano a su melena y dijo para sí:

—Falta un detalle.

Abandonó su ropa blanca hecha un ovillo bajo el taburete, arrancó las etiquetas de las prendas que llevaba puestas y pagó en la caja. En el último momento hizo girar un oxidado expositor de gafas del que extrajo un modelo de aviador de imitación que debía de ser más perjudicial para la vista que un puñado de sal, pero tras el que se sentía protegida.

—¿Dónde hay una peluquería por aquí cerca? —preguntó a la cajera.

Salió del centro comercial y siguió sus indicaciones hasta una calle próxima. Se introdujo en un local pequeño cuyo escaparate anunciaba «frizados», «tratamiento antiedad», «aclaración de piel» y otras técnicas que rayaban la prudencia y tal vez la legalidad.

Le atendió una mujer pálida y pelirroja con permanente hasta media espalda, a la que solicitó un corte de pelo rápido.

—¿Seguro que no vienes con estas prisas porque acabas de discutir con tu novio? Porque yo te lo corto rápido, pero lo que es crecer tardará un poco más…

La sentó en un sillón de escay y comenzó un baile con las tijeras siguiendo las precisas instrucciones de su cliente. Hizo desaparecer la media melena, casi rapándola por detrás, pero mantuvo el flequillo desigual que, al terminar, Mika sujetó a un lado con un par de horquillas.

Antes de levantarse se puso las gafas y sopló hacia arriba haciendo volar los pelillos que se le habían quedado en la nariz.

Ahora sí.

Caminó por la zona peatonal del barrio del centro, de pronto convertida en un hormiguero —nada de reinas, todo hormigas trabajadoras, algunas batiéndose el cobre en los puestos callejeros, otras atrayendo transeúntes hacia los comercios, como los ancianos que sostenían grandes flechas de cartón apuntando hacia cuchitriles de compraventa de oro—. Le llamó la atención un predicador que se había subido a un murete.

No parecía el típico demente atenazado por horrendas visiones. Era un hombre delgado de color, con el pelo corto y un traje cuya chaqueta había doblado con cuidado y depositado a sus pies, dejando a la vista la camisa azul remangada. A Mika le recordó a Barack Obama. Carecía de megáfono. Se valía de su voz envolvente, que ya había atraído a un par de docenas de curiosos.

Hablaba del inquietante Nuevo Génesis que acaparaba las conversaciones de todo el mundo, pero lo hacía desde una perspectiva diferente, elevando los ajusticiamientos y las acciones simbólicas a un plano místico.

—¡… y mejor que pidamos perdón antes de que termine esta semana!

—¡No pueden cambiar las cosas en una semana! —gritó un espontáneo.

—¿Acaso no dice el Génesis que Dios creó el mundo en seis días? —le regañó el predicador—. ¿Quién puede afirmar que no fue literalmente así? Dijo el rey David que «Para Dios, un día son mil años». Y san Pedro afirmó que «Delante del Señor mil años son un día y un día son mil años». En realidad fue Dios quien, al igual que todo lo demás, creó el tiempo. Lo hizo el día cuarto, mediante el mandato: «Existan lumbreras en el firmamento del cielo para separar el día de la noche, para señalar las fiestas, los días y los años».

Mika recordó lo que había hablado con el investigador Baptista. Tictac… bromeó aquél. No tenía ninguna gracia, el predicador lo sabía. Acababa de comenzar el día cuarto. Era algo mucho más que serio.

—Por ello os digo —prosiguió el sermón— que más nos vale pedir perdón antes del domingo. ¿Acaso no veis que las muertes del lunes, martes y miércoles han sido sólo un aviso? Estad preparados para lo que tenga que venir…

Se separó del grupo y siguió adelante en busca de un cibercafé. No tardó en dar con uno (el centro estaba lleno de ellos) al que se accedía por una estrecha escalera que conducía a una entreplanta. Pagó media hora de conexión, se introdujo en un compartimento situado al fondo del local y tecleó en Google las palabras «terreiro + listado + São Paulo».

No esperaba toparse con un registro oficial, y parecía no haberlo. Pero entre el millón cien mil referencias que propuso el buscador asomó una revista de espiritualidad, patrocinada por empresas tan variopintas como estampadores de camisetas o distribuidores de perfiles de aluminio, que incluía una pestaña llamada «Catastro de terreiros». Era una relación confeccionada de forma casera, pero reseñaba docenas de ellos repartidos por todo el país entre los cuales no le costó encontrar:

Erotides D’Ogum Alé

Avda. Liberdade, esquina rua Doutor Rodrigo Silva

Dirigente: Padre Erotides

Cidade: São Paulo

Bairro: Centro

Telefone: (11)34913-00251

Ya tenía lo que necesitaba, pero siguió tecleando. Si había tal avalancha de datos generales, quizá encontrase alguna información específica del santero. Esa nueva búsqueda también dio sus frutos. Su nombre aparecía en la pestaña de noticias de una página dedicada a las sectas y religiones minoritarias.

Se trataba de un artículo divulgado en 2009 por varios medios de comunicación de Brasil acerca de la discriminación histórica que habían sufrido los practicantes de candomblé. El redactor planteaba la paradoja de que, justo antes de fin de año, millones de brasileños vestidos de blanco acudiesen al mar para echar flores y pedir a Yemanyá un año mejor, la mayoría de ellos sin saber que estaban participando de una religión proscrita por prejuicios, agresiones y racismo. Profundizaba en las tensiones que regían las relaciones de los seguidores del candomblé con la poderosa facción evangelista de los neopentecostales y recogía un suceso que alcanzó repercusión nacional. Ahí es donde salía a colación el extravagante santero.

Padre Erotides perdió a su madre años atrás por un infarto. Era sacerdotisa yalorixá como él, se hacía llamar Madre Rosemeire y regentó el terreiro hasta el día de su muerte. Lo llamativo era que la desgracia ocurrió justo al día siguiente de ser calumniada en Folha Universal. El diario, propiedad de la Iglesia Universal del Reino de Dios, publicó su foto con una tira negra y un titular en la que se la tachaba de charlatana y se la acusaba de dañar la vida y el bolsillo de sus fieles. Convencido de que el artículo había sido la causa del infarto de su madre, Padre Erotides inició una batalla judicial de una década que culminó con una condena ejemplarizante que obligó a publicar una retractación y pagar una indemnización por daños morales a la familia.

—Éste es justo el tipo de personas que necesito a mi lado —murmuró Mika mientras entraba en Google Maps para ver cuál era la forma más rápida de llegar al terreiro.

Tras memorizar el plano, abandonó el cibercafé y echó a andar con decisión por los conductos del hormiguero. Cruzó el viaducto del Chá (un paso elevado que servía de plataforma de lanzamiento para aquellos que no soportaban el ritmo de la megaurbe) y sobrevoló hileras de vehículos atascados en el mismo enclave que antaño acogió las plantaciones de té que bautizaron al puente. Dejó a un lado la plaza donde se elevaba la catedral Metropolitana y enfiló la avenida Liberdade con cuidado de no pasarse el cruce con la calle Doutor Rodrigo Silva.

Pronto localizó el cartel anunciador, atornillado en la pared. Se detuvo a observar el local con cierta reserva desde la acera de enfrente. Los farolillos de papel y las tiendas de miso le indicaron que se encontraba a las puertas del barrio japonés. El que allí se ubicase un santuario de candomblé, a su vez tan cerca del inmenso templo cristiano, no era sino una muestra más de aquella compleja ciudad, compuesta de piezas de diferentes puzles obligadas a convivir en la misma caja. Mika se sintió una nueva pieza arrojada al montón, incapaz de encontrar su sitio.

Cruzó sin pensarlo más.

El terreiro, enclavado entre un almacén de fruta y un pabellón dedicado a aparcamiento, ocupaba una edificación de una sola planta. Las dos columnas que flanqueaban la puerta le dotaban de un decadente pero inspirador aire colonial. Se acercó y llamó con los nudillos.

Abrió el propio Padre Erotides. Desprovisto de los atavíos de ceremonia, parecía otra persona. Vendría a tener unos treinta y cinco años. Le llamaron la atención sus trazas de culturista, cada músculo hinchado con bomba neumática bajo la camiseta de la selección nacional de fútbol. Completaban su indumentaria unos pantalones caídos y botas de vaquero de Mato Grosso. Lo que no habían cambiado eran las cejas perfiladas y el pelo teñido de blanco.

La invitó a pasar sin mediar palabra.

Cruzaron un vestíbulo y accedieron a una gran sala vacía, con sillas alineadas en las paredes y un círculo pintado en el centro. Era fácil imaginar a las santeras danzando alrededor para invocar a los orixá, como llamaban a las divinidades del culto. Al frente, sobre una tarima, se elevaba una suerte de trono para Padre Erotides en su papel de pae-de-santo. En una esquina se agrupaba una sección de tambores y otros instrumentos de percusión; en el extremo opuesto, un altar parecido al que Mika vio en casa de Mamá Santa, cubierto de las más variadas figuritas y fetiches.

—¿Qué puedo hacer por ti? —habló por fin, ambos de pie en mitad de la sala.

—Venía buscándole a usted. Le vi el otro día frente al edificio Italia y…

—¿Quieres una sesión? Espera que vaya a por mi agenda.

Se perdió en una de las habitaciones contiguas que dedicaba a vivienda. Mika no lo detuvo. Se acercó a una mesa cubierta de folletos informativos y fotocopias de páginas de periódicos locales que hablaban del terreiro.

Al parecer, Padre Erotides, además de su labor como babalorixá —como se conocía a los sacerdotes que regentaban los templos—, también desarrollaba funciones de integrador social. Promovía talleres culturales; el más popular, uno de danzas afrobrasileñas al que acudían incluso fieles evangélicos que poco antes consideraban aquel santuario un lugar diabólico. Según pregonaban los folletos, estaba empeñado en dotar de una nueva vida al marginado candomblé, reafricanizando a sus santos, durante siglos disfrazados con nombres cristianos para eludir la represión estatal y de la Iglesia católica.

—Algún día todo el mundo sabrá que no adoramos a demonios con cuernos y cola —predicó desde la puerta al verla consultar la gacetilla.

Mika levantó la vista. Padre Erotides traía una libreta de espiral y hojas cuadriculadas. Lo analizó una vez más: el pelo blanco, las botas camperas, esa extraña serenidad que no se correspondía con su torso abultado… Y decidió no andarse con rodeos.

—Me llamo Mika Salvador. Soy española y amiga de Mamá Santa. Una familia de narcos quiere matarme y necesito un lugar para ocultarme hasta que todo se aclare, al menos al que poder venir a dormir. No tengo ningún otro sitio adónde ir.

Padre Erotides compuso una mueca tan acentuada que hasta Marcel Marceau la habría dado por buena. Se lo pensó durante unos segundos y de nuevo se ausentó. Mika dudó si se dispondría a delatarla, por temor al Comando Brasil Poderoso o por mera pereza de echarle una mano. Estuvo tentada de salir disparada por donde había venido, pero después de lo que había leído sobre la vis luchadora de aquella familia decidió darle una oportunidad.

Regresó al poco, hablando por un teléfono móvil con una funda de dibujos manga.

—Sí, mamacita. Aquí la tengo. Te la paso. ¿Que no te la pase? Ah, que vienes. Sí, claro. No te preocupes, que le doy una Coca-Cola.

Colgó y permaneció mirándola a la cara pero no directamente a los ojos. Era como si buscase algún tipo de aura. Mika se emocionó. Demasiada tensión. De pronto, tanto afecto.

—Si no te gusta la Coca-Cola puedo darte agua —le sosegó Padre Erotides—. O canjica con leche de coco.

Mika posó un instante su mano sobre el ciclópeo bíceps en señal de agradecimiento y fue a sentarse en una de las sillas que rodeaban la estancia. Estaba agotada. Padre Erotides entró en la cocina —se oyó ruido de cacharros—. Al poco volvió con un vaso de cola sin gas en cada mano y se sentó a su lado.

El móvil de Mika comenzó a arrojar desesperados tañidos de campanas. ¿Quién había seleccionado ese tono ensordecedor? Era su padre. Descolgó. Saúl le hablaba a gritos, solapados por un chasquido industrial repetido, sin duda los engranajes de una cabeza extractora de la estación petrolera libia. ¿Qué intentas decirme? Se intensificaron las interferencias. ¿Eso son disparos? Sí, eran disparos. ¡Papá!

Despertó sobresaltada.

Se había quedado dormida. ¿Un minuto, una hora? La silla de Padre Erotides estaba vacía. Le dolía el cuello por haberlo mantenido echado hacia atrás. Su corazón golpeaba de tal modo que sentía los latidos en el paladar. Fue sosegándose, todo era silencio, salvo el eco de aquellos gritos que persistían en su cabeza.

Tengo que llamarle.

Sacó el teléfono del bolso. Fue a marcar, pero seguía sin tener fuerzas para hablar. Se limitó a contemplar el dispositivo callado en su mano. Adam se lo prestó para que pudieran contactarle del consulado, y después ni siquiera había hecho ademán de devolvérselo. Él tampoco se lo había pedido. Aún confusa tras el brusco despertar, lo examinó de arriba abajo. Se le ocurrió la peregrina idea de que tuviera algún sistema de rastreo. No era tan descabellado. Adam se había presentado sin más en el aparcamiento del hospital.

¿Eso querías, tener controlada a tu chica desde el principio?

La broma se esfumó de inmediato.

¿Era eso lo que realmente quería, controlar sus movimientos? ¿Acaso no venía guiándole a placer desde que la recogió en la favela?

Pensó en el Nuevo Génesis que, como había dicho el investigador Baptista, convulsionaba el alma de los ciudadanos de Río a Taiwan. Un plan en el que todo estaba calculado al milímetro, en el que nada era casual. Si Adam realmente era su artífice, carecía de sentido que, justo cuando se estaba llevando a efecto, anduviera perdiendo el tiempo con ella. A no ser que… la hubiera elegido para algo que aún estuviera por llegar. ¿Elegido? Sonaba tan épico… Aunque no menos épica era la conexión bíblica que había expuesto el policía. Tenía la sensación de hallarse en la cima de un iceberg cuyo noventa por ciento permanecía oculto bajo el agua. Que las tres primeras ejecuciones y sus respectivos espectáculos simbólicos formaban parte de un plan superior con algún objetivo a escala global no sólo lo advertían los predicadores callejeros. El propio Adam lo confirmó en el garaje del helipuerto… un minuto antes de preguntarle qué hacía ella para cambiar esta sociedad decadente. «Soy la primera que piensa que nuestra civilización está subyugada por ese bucle insano de dinero y poder que infectó al pastor», había dicho. A lo que él preguntó: «¿Y qué haces al respecto?».

—Madre mía… —murmuró.

De súbito recordó el texto del correo electrónico que recibió el lunes, justo después de despertar en el apartamento del edificio Copan. Tras mencionar a Purone como un «daño colateral» rezaba: «¿Hasta dónde llegarías para cambiar el mundo?».

Se le pusieron los pelos de punta.

Por primera vez interpretó aquella frase como una invitación.

Fuiste tú quien lo envió…

Y al momento:

¿Por qué? Está claro que esa frase parece escrita para mí, pero en ese momento aún no me conocías…

Cogió el vaso de Coca-Cola que antes había dejado en el suelo y lo bebió de un trago. Estaba excitada y asustada en la misma proporción. Sobre todo, asustada de mostrarse tan excitada.

Empezó a encajar algunas piezas. Constató que ningún detalle relacionado con Adam, por pequeño que fuera, estaba de más. Hasta su propio reloj de pulsera: un Hublot de la serie… Big Bang. Le gustaba jugar, tal vez lo había comprado sólo por su nombre. ¿También estaría jugando con ella? ¿O de verdad, por alguna razón que no alcanzaba a vislumbrar —volvió a preguntarse—, le estaba pidiendo que formase parte con él de algo tan inmenso? En cualquiera de los dos casos, ¿cómo iba a negarse? Por fin tenía una oportunidad efectiva de cambiar el mundo y, además, hacerlo junto a Adam Green.

En ese momento oyó la puerta de la calle. Padre Erotides hablaba con alguien en el vestíbulo. A Mika no le costó reconocer la voz de Mamá Santa, llamándole mientras irrumpía en la estancia con la fuerza de una orixá recién invocada.

—¡Mi niña!

—Mamá Santa, es la segunda vez que me rescatas —acertó a decir mientras se levantaba.

Esperaba que la santera le diese un fuerte abrazo y se dedicase a consolarla y le acariciase los mofletes con sus manos amorosas. Pero, en lugar de eso, la baiana se detuvo en mitad del círculo pintado en el suelo y dijo:

—No imaginas lo que está pasando en el edificio de la Bolsa.

—¿Hablas de la Bolsa de Valores?

Mamá Santa asintió.

—Está junto al ayuntamiento, no muy lejos de aquí.

—Pero ¿qué ocurre?

—Sí, mamacita —intervino Padre Erotides, acercándose a su vez—. ¿A qué viene esa cara de susto?

—Será mejor que lo veáis con vuestros propios ojos.