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Salió disparada hacia Villa Madalena. El taxi engullía la avenida Paulista sin detenerse en los semáforos, como mandaban los cánones de seguridad ciudadana. Apenas reducía la marcha para asomarse a las calles perpendiculares y evitar una colisión lateral con otro demente que circulase a esas horas intempestivas.

Mika celebraba esa forma de conducir. Quería llegar cuanto antes a la pousada, meter sus cosas al rebullón en la bolsa trolley de la rueda rota y largarse de allí. Ya se había convencido de que, durante la última escala del largo vuelo desde España, había apuntado la dirección en alguna de las tarjetas que después perdió en la favela. ¿Cómo, si no, la había localizado el luchador que se llevó su portátil?

Tengo que volverme invisible.

El problema era adónde dirigirse. Cuando el taxista anunció que estaban llegando fue a preguntarle por otro hostal, cuanto más precario y escondido mejor, pero convenía no dejar rastro. Además, en cualquiera de esos alojamientos familiares, al igual que en los hoteles más lujosos, tendría que rellenar la ficha policial con la fotocopia de su pasaporte, por lo que la información tarde o temprano caería en manos de alguno de los funcionarios corruptos a los que se había referido Baptista y quedaría de nuevo al descubierto.

Dejando a un lado las pousadas y hoteles, sólo quedaba buscar alojamiento en una casa particular. El apartamento de Adam no era una opción. Si se presentaba a esa hora tendría que hablarle de las visitas a la comisaría, algo que prefería seguir guardando para sí mientras no aclarasen su… relación. Era mejor no mostrarse suplicante. Confiaba que fuese él quien le llamase de nuevo. Siempre aparecía. En mitad de la favela, en la puerta del hospital. Seguro que no tardaría en volver a manifestarse.

¿Adónde voy mientras tanto?

Pidió al taxista que la dejase en la esquina de la rua Harmonia. Era de dirección única y no le merecía la pena rodear la manzana para llegar hasta la puerta de la pousada, que apenas estaba a cincuenta metros del cruce.

En cuanto se apeó, vio algo que la ancló al asfalto. El taxi ya había arrancado a su espalda. Estuvo tentada de pararlo pero reaccionó tarde. Giró la cabeza lo justo para ver cómo se fundía en el vapor del alba, dejándola sola.

¿Sola?

Sobre la acera había dos motocicletas apenas iluminadas por el letrero de neón de la POUSADA DO VENTO que chispeaba enfrente. Pensó que debía de estar muy neurótica para preocuparse por eso. ¿Dos motos? Podían pertenecer a cualquier vecino. Pero tenía motivos suficientes para mostrarse prudente y había algo —una percepción real, muy por encima de un presentimiento— que le impedía dar un solo paso. Las examinó con atención desde la distancia y pronto detectó aquello de lo que, de forma inconsciente, ya le había advertido su cerebro. Su cerebro acostumbrado al tatami de las competiciones de kárate, a anticipar los movimientos del rival, a detectar cualquier punto flaco en el trazado de los puños que primero debía esquivar y, al instante, anular con un contragolpe potente y certero.

«M-T».

Ambas motos tenían serigrafiadas en el depósito las letras «M» y «T»… de «Moto-Taxi».

Eran mototaxis de las que circulaban por las calles principales de Monte Luz, al igual que por otras favelas de São Paulo. Durante el rato que pasó buscando a Purone el día de su llegada, vio varias de ellas llevando a vecinos que iban cargados o que, por un solo real, se ahorraban el esfuerzo que exigían las empinadas escalinatas de la comunidad.

Parada como estaba junto al poste que sujetaba el cartel con el nombre de la calle, buscó a sus dueños. Los localizó sentados en el bordillo de una tienda de cartuchos de impresora. Mascullaban confidencias en voz baja junto a una litrona de cerveza Bohemia. Uno de ellos tenía el casco colocado sobre la cabeza, calado hasta las cejas como si fuera un sombrero; el otro, una gorra amarilla vuelta hacia atrás, coronada por unas gafas de plástico. Ambos con bermudas que mostraban sus piernas flacas. Ambos con zapatillas altas de baloncesto, grandes y fosforitas. Ambos, pensó Mika con terror, con un revólver enfundado en los genitales.

Dio media vuelta confiando que no la hubiesen visto, pero mientras lo hacía notó cómo el del casco inclinaba el cuerpo hacia delante y se ponía en pie.

Echó a correr.

Torció la esquina y encaró cuesta arriba la calle por la que le había traído el taxi, confiando estar en mejor forma que sus perseguidores. Pronto supo que no iba a servirle de nada. Escuchó a lo lejos el pisotón violento sobre la palanca y el arranque de las motos rasgando la ciudad dormida, el clic de la primera marcha y el gas a fondo espoleando los ruidosos caballos.

Cuando creía no tener escapatoria, una furgoneta de policía que terminaba su ronda por el barrio se incorporó desde una calle contigua y se dejó deslizar por la pendiente al ralentí. Al ver correr a la mujer frenó en mitad de la calzada de dirección única y lanzó un fogonazo con las luces de advertencia. Mika siguió avanzando mientras rogaba que quien estuviera tras el parabrisas tintado no pensase que era ella la delincuente.

—¡Ayuda!

La puerta del copiloto se abrió. Salió un agente que le echó el alto pistola en mano. Mika se paró en seco. Volvió la cabeza hacia atrás y comprobó que los dos motoristas torcían la esquina y enfilaban hacia arriba poniendo a prueba la aguja de las revoluciones.

—¡Al suelo! —ordenó el policía.

Mika obedeció. Clavó las rodillas en la calzada. Cuando los motoristas iban a echársele encima descubrieron que el vehículo de los deslumbrantes faros pertenecía a la Policía Metropolitana. Derraparon a un palmo del cuerpo encogido de su perseguida, lanzando exabruptos y tirando del manillar con maestría para cambiar el sentido.

Los agentes se olvidaron de Mika —en São Paulo no había tiempo para preguntar o pararse a pensar— y fueron a por los otros dos, que ya huían calle abajo. Accionaron la sirena y les persiguieron por la montaña rusa de Villa Madalena, rozando los bajos en cada cruce.

Mika estaba aterrada. Necesitaba alejarse de allí. ¿Hacia dónde? Echó a correr en sentido contrario a los sicarios, haciendo un esfuerzo sobrehumano para analizar su situación y buscar una alternativa para las próximas horas, tal vez días.

No era prudente acercarse al hospital donde Purone estaba ingresado, pensó jadeando. Puede que también allí la estuvieran esperando. En cuanto a sus compañeros de Boa Mistura, habrían abandonado la casa de la favela tras la reyerta y no tenía ni idea de dónde estarían ahora. El consulado tampoco era una opción. Allí le harían aún más preguntas que en la comisaría y darían cuenta a sus familiares, algo que quería evitar a toda costa. Era primordial mantener a su padre y a Sol lejos de aquella locura. Su locura. ¿A quién más conocía en la ciudad? Pensó en Cortés, su contacto de la oficina comercial de la embajada española, pero no era de fiar ni por su perfil institucional, ni por su carácter chulesco y, en consecuencia, imprevisible.

Pasó junto a la estación de metro, aún cerrada. Justo enfrente, un ómnibus nocturno estaba recogiendo a dos madrugadoras ancianas. Corrió hacia él. La puerta se le cerró en las narices, pero golpeó el cristal con los puños hasta que el conductor accionó la apertura.

—Pero ¿qué hace? —se quejó, suavizando el reproche al ver que se trataba de una mujer joven—. Me ha asustado.

—¿Hacia dónde va este autobús?

—Hasta la plaza de la República y vuelta para atrás.

Mika pagó con un billete que sacó de su bolso de forma apresurada y se hizo un ovillo en la última fila de asientos.

El autobús arrancó.

Ni siquiera se atrevía a mirar por la ventanilla.

Al interrumpirse el flujo de adrenalina, se le echó el mundo encima.

Volvió a pensar en su padre. Una cosa era dejarlo al margen de su delicada aventura y otra torturarlo con su silencio mientras los medios de todo el planeta se colapsaban con la información que llegaba de Brasil. Él nunca habría cometido tantos errores. Para empezar, no habría curioseado en el archivo confidencial del policía, la chiquillada que le había conducido a aquella angustiosa situación, vetada su salida del país si no colaboraba con el investigador Baptista, a quien sólo podía calmar con la única cosa que no podía darle: Adam Green. Tenía que pensar con claridad. Paso a paso.

Se dirigía a la plaza de la República… Cerca de allí estaba la Galería del Rock. Se acordó de Sarita, la tatuadora. Tampoco le servía. Demasiado joven y endeudada como para pedirle que la escondiera —tal vez incluso durmiese en la camilla del estudio—. Bastante había hecho ayudándole a localizar a Maikon, el colega de la segunda planta que había tatuado al sicario que le robó el portátil. El mismo Maikon con quien, por cierto, no había llegado a hablar.

Todo está ocurriendo tan deprisa…

¿Quién más se había cruzado en su vida?

Pensó en Mamá Santa. Por sí misma habría sido la persona ideal. Comprometida, afectuosa y valiente. Ideal, salvo por un pequeño detalle: vivía en el corazón de la favela que había amamantado a los matones de los que estaba huyendo. No podía ni pensar en acercarse por allí.

Entonces sonrió. No porque se hubiera vuelto loca. O quizá no del todo por ese motivo…

¡Padre Erotides, el santero al que Mamá Santa acompañaba en los rituales de candomblé! Cuando se encontró con ella frente al edificio Italia del que se disponían a expulsar los malos espíritus, le contó que Padre Erotides regentaba una casa santuario en el centro de la ciudad, donde celebraba sus rituales privados. ¿Cómo lo llamó? Un terreiro. Era el lugar perfecto para esconderse. Al fin y al cabo, pensó con un brote de sorna (fruto del regocijo que le producía el haber abierto una vía), allí estaría bajo la protección de las fuerzas del más allá.

Tenía que encontrarlo. Si se presentaba de parte de Mamá Santa, seguro que Padre Erotides le daría cobijo. Bastaría con que llamase a su simpática compañera de ceremonias para confirmar que Mika era una persona legal.

El alba se adivinaba entre las calles orientadas al este. Se respiraba la quietud previa a los quejumbrosos atascos y al tronar de los helicópteros que pronto cruzarían el cielo. Un instante de paz, sin duda demasiado bello.

¿Dónde estaba el fallo?