Amazonía brasileña,
veinticuatro años antes
El americano caminaba hacia el río apartando ramas a su paso. Castaños, palmas, jatobas, bayas açaí… En las profundidades de la selva amazónica, el término «biodiversidad» cobraba un nuevo sentido. Desde un punto fijo era difícil encontrar dos árboles hermanos. Hasta cien especies diferentes convivían en el terreno que ocupa un campo de fútbol; dieciséis mil en todo el pulmón verde. Una interminable erupción de troncos, serpentinas de liana y confeti de hojas. Así debió de ser el edén.
Por eso había escogido llamarse Adam. Por su feliz destierro al jardín sagrado.
El cambio de nombre no respondió a un capricho, ni siquiera al comprensible anhelo de dejar atrás su pasado. Fue una forma de adaptarse a las costumbres de la tribu que lo acogió después de haber vagabundeado durante meses con su amigo Camaleón tras su huida del campamento maderero. En aquella comunidad, los padres esperaban a que sus hijos definieran sus rasgos físicos y su carácter antes de decidir cómo llamarlos. A una niña saltarina que no dejaba de canturrear acababan de bautizarla Periquito. A su hermano, inquieto e independiente, se le conocía como Lombriz de Tierra.
La travesía que iba a iniciar también respondía a una arraigada tradición. Era el viaje iniciático que todos los adolescentes debían hacer al llegar a la edad adulta. En el caso de Adam llegaba un poco tarde, y quizá por eso necesitaba ese ritual de purificación más que ningún otro miembro de la tribu.
—Antes de decidir si tu destino está unido al nuestro —le explicó el líder de la comunidad—, necesitas encontrarte a ti mismo.
—¿Dónde he de buscar?
—Has de llegar a la Piedra de las Almas. Duerme una noche a sus pies y deja que te invada tu alma. Te está esperando allí desde el principio de los tiempos.
Apenas le había dado un puñado de indicaciones, y además un tanto crípticas: remar río arriba durante cinco días hasta la gran laguna que se abría tras los meandros de la serpiente. Adam confiaba que esas curvas fuesen tan pronunciadas como para diferenciarlas de las que se sucedían por todo el cauce. «Son como una caracola», le había tranquilizado el jefe dibujando una espiral con el dedo. Una vez alcanzase la laguna, debía tomar un brazo que derivaba hacia el sur y seguir corriente abajo hasta un recodo en el que se elevaba la enigmática Piedra de las Almas.
El bote, amarrado a una raíz, oscilaba apacible. Construido con madera de sucupira, mediría unos cuatro metros de largo por medio de ancho. Tenía tres tablas cruzadas que servían de asientos. Las dos situadas al frente estaban cubiertas por una red sobre la que reposaba un arpón. Arrojó encima su machete.
Deshizo el nudo y subió haciendo equilibrio. Achicó el agua con media botella de plástico que flotaba junto a dos cabezas de pez. Aseguró el tapón de caucho, cogió el único remo y lo apoyó en el barro del fondo para impulsarse.
Era media tarde. Aspiró una bocanada de aquel aire tan puro que conmocionaba. Oxígeno recién liberado con aroma a madera húmeda, tierra y maleza. Se sentó y, antes de empezar a remar, se dejó llevar durante un rato por una leve corriente para sentirse parte del río.
Durante los tres primeros días no detectó un solo signo de presencia humana. Remaba sin pausa bajo el escrutinio de iguanas y perezosos y dormía sobre un lecho de hojas confiando no llamar la atención de los caimanes cuyos ojos brillaban a la luz de la luna sobre la superficie del agua. La mañana del cuarto día divisó una malla de bejucos, las enredaderas que algunas tribus utilizaban para mantener sumergidos los cadáveres de los fallecidos a fin de que las pirañas acelerasen su descomposición.
Estaba cansado de remar, así que decidió parar. Parecía tratarse de una pacífica comunidad ribereña. Todos sus miembros se acercaron a la orilla con gesto circunspecto, como si la embarcación que se aproximaba fuera la carabela Santa María. Varó el bote en un recodo de arena y les ofreció el regalo que portaba previendo una situación como aquélla: un par de monedas americanas que llevaba en el bolsillo el día que escapó de improviso de su vida anterior. El jefe las examinó con el rictus de un anticuario florentino y le invitó a quedarse a dormir. Adam pensó que en cualquier momento estallaría una tormenta, por lo que no estaría mal pasar la noche en una cabaña.
Quizá hubiese declinado la oferta de haber sabido lo que le ofrecerían después de la cena. Tras unos sabrosos hongos y unas tortas de yuca brava, le acercaron un cazo con una pasta amarillenta. Eran los huesos molidos del cadáver cuya carne habían entregado a las pirañas, aderezados con yema de huevo y plátano. Adam había oído que algunas tribus honraban así a sus muertos, por lo que cerró los ojos y tragó hasta que no quedó nada.
Al poco comenzó a llover. Las familias se recogieron en las chozas. Aprovechando la tregua de los mosquitos, él permaneció en la puerta de la suya. Un niño chapoteaba en el barro y abría la boca mirando al cielo.
Pensó en lo que le había llevado allí. Primero las ilusiones. Sus estudios de Ingeniería Forestal y del Medio Natural en el Yellowstone Baptist College de Billings, Montana; el premio extraordinario de su promoción; las alabanzas del tribunal del doctorado, cuando escucharon su proyecto de desbaste controlado para reducir el impacto de la deforestación sobre el ecosistema brasileño. Y después la realidad con la que se dio de bruces: los abusos, la explotación. Veía a aquellos nativos tan inocentes y vulnerables… Algunos madereros utilizaban un medio de reclutamiento conocido como «enganche», con el que los indígenas firmaban sin saberlo su cadena perpetua. Los «gatos» —así llamaban a los patrones— se reunían con los líderes tribales y acordaban cortar unas pequeñas cantidades de madera de sus territorios a cambio de construirles infraestructuras tan absurdas como una cancha de baloncesto o de proveerles de arroz, botas para la lluvia, sal y algún rifle antiguo a los que atribuían un valor veinte veces superior al real. De este modo, y dado que los gatos se esmeraban dando anticipos, siempre disponían de un crédito que los indígenas trataban infructuosamente de pagar a base de permitir más y más extracción de madera que ellos mismos terminaban talando, inmersos en un eterno círculo de deuda y amenazas.
Adam los observaba y quería ayudarlos, advertirles, prepararlos para resistir. La selva era la base de su identidad y de su supervivencia, les daba la vida. Pero sobre todo quería aprender de ellos. Veía en cada grupo indígena un pequeño experimento sobre cómo configurar una sociedad. Todos tenían las mismas necesidades y sueños: hablaban, reñían, comían, se enamoraban, tenían hijos, enfermaban, envejecían y, cómo no, morían. Carecían de la tecnología y la seguridad de la civilización moderna, pero atesoraban valiosas enseñanzas que clamaban por ser transmitidas. La educación, el tratamiento de la vejez, la resolución de conflictos, la resistencia a la enfermedad, al peligro y al aislamiento, trascendiendo su yo individual para sentirse parte física y espiritual de la comunidad… Era otro mundo. Era su jardín sagrado.
Se despidió de sus anfitriones al poco de amanecer y continuó su viaje. A media mañana estalló una nueva tormenta. Desde el río parecía aún más atronadora, zarandeaba las copas de los árboles en las riberas, producía remolinos. El bote se inundaba sin darle tiempo a achicar. En cualquier momento se iría al fondo, pero siguió remando contra la pantalla de lluvia. Sentía que estaba cerca de su destino. Una suerte de atracción tiraba de él por los meandros cada vez más pronunciados. ¿Estaría en el interior de la caracola? Ni siquiera veía la puntiaguda proa.
Le dolían los brazos y la espalda, tanto que apenas lograba mantenerse sentado en la tabla. Envidió la fortaleza de las plantas, sus efectivos mecanismos de adaptación y defensa. Algunas generaban hojas insípidas, difíciles de digerir o poco nutritivas, de modo que los insectos tenían que dedicar tanto esfuerzo a comerlas que preferían largarse a mordisquear otra especie. En eso pensaba mientras seguía introduciendo el remo, una y otra vez, en cualquier dirección con tal de no volcar. Hasta que, con la misma virulencia que arrancó, la tormenta cesó y dio paso a una luz celestial que acribilló las nubes.
Estaba en mitad de la gran laguna, plateada y densa como una bandeja de mercurio. Garzas, gavilanes y martines pescadores se lanzaron a celebrar que había escampado. Siguiendo las indicaciones que le habían dado, remó hacia el brazo situado al sur. Al adentrarse en el afluente notó una presencia. Un jaguar, erguido sobre dos patas como las esculturas que custodiaban los templos del pasado, le seguía con su mirada sosegada desde la orilla.
Dos o tres horas más tarde supo que había llegado a su destino. En un recodo tras un tramo largo, como un altar al fondo de una bóveda de ramas, se alzaba la gran Piedra de las Almas.
Era un enorme monolito en forma de menhir. Nunca había visto nada igual, al menos no en la selva. Desde el primer momento supo que había sido colocado allí a propósito. Pero ¿por quién? ¿Y cuándo?
Amarró el bote a unas lianas que se introducían en el río, saltó al agua y caminó hacia la piedra. Tocó la superficie tallada. La rodeó y se introdujo tierra adentro para inspeccionar la zona. Le chocó encontrar un área despejada, sin apenas arbolado. Sólo matorral y arbusto bajo. Algo en el suelo llamó su atención.
Se agachó para apartar la hojarasca. Era un canal de piedra de unos cuarenta centímetros de anchura, una especie de conducción de agua que llegaba hasta el río. Siguió despejándolo de maleza con el machete. En algunas zonas estaba más a la vista; en otras, casi tapado por hojas y raíces, pero en ningún momento variaba su rectilíneo recorrido.
Terminaba en un ribazo natural de metro y medio de altura que resultó ser un murete también construido por el hombre. Se encaramó a él y contempló el despejado paisaje desde lo alto, con la boca literalmente abierta. No daba crédito a lo que tenía delante.
El pretil seguía el trazado de un foso curvo de dos metros de profundidad y otros dos de anchura reforzado con piedra en el interior. Un inmenso y perfecto círculo que superaría los cien metros de diámetro. Y aquello no era todo. A continuación se divisaban más fosos que formaban nuevos círculos y rectángulos conectados entre sí por caminos y canales.
Estaba sobre un colosal geoglifo.
Así se denominaban las estructuras arqueológicas de figuras, a veces geométricas, otras antropomorfas o de animales, construidas para ser vistas desde el cielo. Las más conocidas eran las líneas de Nazca en suelo peruano, pero la deforestación de la Amazonía brasileña iba sacando a la luz otras igual de impresionantes que llevaban milenios ocultas por la espesura. Tal vez fuesen enclaves religiosos, tal vez fortalezas. Lo único seguro es que sólo una civilización avanzada podía haberlas realizado.
Adam bajó al foso ayudándose con las piedras salientes y echó a andar. Encontró trozos de cerámica, restos de platos o vasijas que examinaba y volvía a dejar en su sitio. Al cabo de un rato vio una estatuilla a sus pies.
Era negra, quizá de basalto. Mediría poco más de un palmo de altura. Representaba una especie de sacerdote que sujetaba una tabla con inscripciones en un alfabeto que Adam no supo reconocer. Se asemejaba al egipcio, al igual que el estilo de los ropajes, la perilla y el tocado. Pero la pequeña figura miraba de frente, firme sobre los grandes dedos de sus pies, y exhibía una confusa sonrisa nada faraónica. Se agachó a cogerla, pero un calambre eléctrico le subió hasta el codo y tuvo que soltarla.
La contempló, caída en la piedra mohosa. ¿Cuánto tiempo llevas aquí? De nuevo estiró el brazo hacia ella, lentamente, como quien se aproxima a acariciar a un animal salvaje. Esta vez no le devolvió la descarga.
Salió del foso, se sentó en lo alto del murete y pegó la estatuilla a su pecho.
¿Quién pobló esta tierra antes de que se cubriera de selva?, se preguntó. ¿Qué clase de atlantes, más antiguos que los árboles? Pensó en cuántas civilizaciones habrían nacido y caído en los cinco continentes. Miró al monolito, la gran Piedra de las Almas que se alzaba en la ribera del río, y una pregunta se impuso al resto: ¿qué mal hicisteis vosotros para merecer el castigo del olvido?