Un par de horas después, Mika se levantó de la cama envuelta en la sábana. Caminó hacia el balconcillo y desplegó una hoja del portón. La tormenta había pasado. Las gotas que vertía un canalón repiqueteaban contra la cubierta de uralita de una leñera. Aprovechando la calma, un estridente transistor inundaba el patio y los corredores de la pousada.
Desde aquella habitación del piso superior alcanzaba a ver en escorzo la recepción. El encargado y otras dos personas se habían sentado en un sofá frente al mostrador y escuchaban atentos el noticiario.
La locutora de un magacín emitido desde Brasilia desgranaba lo ocurrido en São Sebastião. Le acompañaba en antena un ponderado periodista local con el que habían conectado por vía telefónica. Aún atónito, narraba el suceso que acababa de vivir en primera persona. Mika pensó que todos los informativos del planeta estarían en ese mismo instante aparcando las porfiadas noticias locales para montar piezas con las más variadas especulaciones sobre la lluvia de cacao que había regado el ajusticiamiento del pastor evangelista.
Tras expulsar de su mente la recurrente instantánea del rostro deformado del pastor Ivo dos Campos, se apoyó en el marco del balcón para seguir el informativo como si fuera una más del grupo de amigos del recepcionista.
Se ciñó aún más la sábana para combatir el frescor que la tormenta había dejado a su paso. No era consciente de la sensualidad que desprendía, apresando su silueta la luz dorada que se filtraba por una fisura del cielo plomizo, como una presencia angelical escapada de una acuarela romántica que Adam, desde la cama, contemplaba sin rubor.
«Te aseguro que aún no puedo creerlo», exclamaba en antena el periodista de São Sebastião, nervioso tanto por lo que acababa de presenciar como por haberse convertido, tan cerca de su jubilación, en corresponsal por un día para los medios de comunicación de medio mundo.
«¿Estás seguro de que no has asistido a un espectáculo de magia de David Copperfield?», preguntaba la locutora.
«Yo mismo he llegado a pensar que se trataba de una ilusión —contestaba el periodista muy serio—. Pero no sólo lo he contemplado con mis propios ojos; también lo he tocado y olido al igual que todos los que estaban allí grabándolo con sus móviles. No hay más que entrar en YouTube. Algunos vídeos han sumado miles de visitas en unas horas, y no es para menos. Entre la lluvia caían semillas de cacao».
«Y mientras tanto se ha producido el asesinato del pastor Ivo dos Campos…».
«Así es. Al igual que las dos acciones que le preceden en esta semana demencial, la estrella de São Paulo y el arcoíris de la selva de Mato Grosso, la de esta tarde ha sido fruto de una compleja operación coordinada».
«La policía afirma que las semillas fueron arrojadas desde helicópteros. ¿Has podido hablar con alguien que los haya visto?».
«No. La tormenta impedía distinguir nada más allá de las nubes. Pero varias personas de los pueblos vecinos, alejados de la celebración, aseguran haber oído el rumor de las hélices».
La locutora dio paso a un invitado que también estaba conectado por vía telefónica, el director del INMET, Instituto Nacional de Meteorología del Ministerio de Agricultura, Pecuaria y Abastecimiento.
«Díganos: ¿es tan fácil como parece arrojar un grano de cacao desde encima de un nubarrón y que se proyecte hacia el suelo en un punto exacto?».
«Las nubes no son sino gotas de agua o granizo en suspensión, pero eso no quiere decir que sea fácil —comenzó el meteorólogo, engolado—. En según qué casos, el cacao podría quedar retenido en la nube y desplazarse a una distancia imposible de prever. Hay que considerar diversos factores para conseguir un resultado tan preciso como el que hemos visto».
«¿Podría hablarnos un poco más de esos factores?».
«En primer lugar han de conocerse las corrientes ascendentes y descendentes que operan de forma caótica en la atmósfera, formadas por convergencia de vientos que se enfrentan e impulsan arriba y abajo a las llamadas “nubes de desarrollo vertical”, el grupo al que pertenecen los cúmulos nimbos que provocan las tormentas. Quienquiera que haya provocado esta lluvia de cacao sin duda ha estudiado la evolución de esas corrientes en la zona, su densidad y altura».
«¿Suele variar mucho la altura?».
«Más bien muchísimo: desde una gran proximidad al suelo hasta más de treinta mil pies. Las nubes de la tormenta que descargó sobre São Sebastião vagaban a poco más de mil quinientos pies, una distancia al suelo ideal para desarrollar ese estrambótico plan. Por un lado eran lo suficientemente altas como para ocultar a los helicópteros; y por otro lo bastante bajas como para tener la certeza de que el vaciado de la carga iba a caer en el lugar preciso».
«Me cuesta creer que puedan preverse condiciones meteorológicas tan concretas».
«Como delegados de la Organización Meteorológica Mundial, mi equipo y yo disponemos de simuladores de última generación y de un banco de datos que recoge tablas desde 1961, por no hablar de los doce millones de documentos históricos que estamos incorporando para establecer estadísticas desde 1900. Si alguien juega con todas esas cartas, obviamente es más fácil ganar la partida».
«Y, por lo que veo, los autores de este hecho tenían la baraja completa».
«Es la única explicación. No sé cómo, pero han entrado en los archivos del ministerio y han desencriptado las carpetas del InMET…».
Mika se llevó la mano de forma instintiva al tobillo dolorido. Aprovechando que estaba descalza, lo masajeó e hizo unos giros.
Adam comenzó a canturrear desde la cama con una delicada cadencia:
La tierra desnuda y fría
se vistió con árboles gigantes.
Entre las ramas el viento silbaba.
Shhh… Shhh… Shhh…
Mika analizó sus reacciones ante el hecho de estar allí, a solas con él después de lo que había pasado en el festival. No le provocaba ningún temor. Muy al contrario, era como si la canoa con la que durante tres días había bajado los rápidos de un río se hubiese orillado en un remanso de calma.
—Creía que estabas dormido.
—Tal vez lo esté. Pareces salida de un sueño.
—Qué galante. ¿Qué era eso que cantabas?
—Una vieja canción indígena. Y tú, ¿estás bien?
Señaló el tobillo.
—No es nada. Mientras íbamos a la plaza de eventos pisé mal y reavivé una vieja lesión.
—No te lo había notado.
—La tengo desde antes de Navidad. La víspera de mi último combate me hice un esguince entrenando.
—Yo me he hecho más de uno por las escaleras de la favela.
—Aunque prefiero las torceduras a que me rompan la nariz —bromeó ella. No quería hablar de Monte Luz.
—Yo también lo prefiero.
—¿A qué nariz te refieres, a la tuya o a la mía?
—¡A las dos, supongo!
Le hizo un gesto para que volviera a la cama. Mika caminó despacio, se encaramó al colchón y se colocó a horcajadas sobre él.
Adam le acarició las piernas. Estiró los brazos para llegar hasta sus tobillos, permaneció unos segundos sobre el dañado como si estuviera haciéndole una imposición de manos y fue volviendo lentamente hasta que alcanzó sus rodillas.
—Tampoco me gustan los golpes en las rodillas —susurró ella. Adam seguía su recorrido por los muslos—. Son lesiones difíciles de curar y quedan marcas.
—No veo cicatrices por aquí.
Siguió subiendo.
—Tengo hambre —dijo ella de repente.
Dio un brinco desde la cama y se dirigió al cuarto de baño dejando caer la sábana, que se derramó por el suelo como la cola de un vestido de gala.
Tras tomar una ducha, mientras Adam se aseaba a su vez, hizo la cama. Sabía que echarían todo a lavar en cuanto abandonasen la habitación, pero había algo que le impulsaba a esconder lo que acababa de ocurrir allí.
Bajaron a la recepción. El encargado y sus amigos continuaban pegados al aparato de radio.
—Después de lo que ha pasado no creo que encuentren nada abierto —les informó aquél—. Ya sabe lo que dicen de los restaurantes de por aquí: llevan tan buena vida que incluso cierran para almorzar. Ya les preparo yo un tentempié, que va incluido en el precio.
Les invitó a sentarse a una de las mesas de la estancia contigua. Hirvió agua para té y sacó de una alacena un bizcocho de chocolate aún caliente. Un armazón de fina tela lo protegía de los mosquitos.
—Esta malla me recuerda a la selva —dijo Adam mientras la retiraba y servía una porción para cada uno—. Si no cubríamos cada plato se llenaban de bichos. Incluso metíamos las patas de los muebles en vasos de aceite para evitar que trepasen las hormigas.
Mika recordó las fotografías que había visto en Creatio, en el cajón de su escritorio. Aquellas en las que Adam posaba con una familia de nativos, entre guacamayos y enormes troncos.
—¿Viviste en el Amazonas? —preguntó, haciéndose la sorprendida.
—En la provincia de Manaos. Mucho tiempo.
Sonó nostálgico. Mika comprendió su empeño por integrar socialmente a los indígenas que acogía en la ONG.
—Y lo que cantabas antes…
Adam no se hizo de rogar. Entonó de nuevo con melancolía:
La tierra desnuda y fría
se vistió con árboles gigantes.
Entre las ramas el viento silbaba.
Shhh… Shhh… Shhh…
—Shhh… Shhh… Shhh… —coreó Mika, repitiendo aquel silbido del viento entre los árboles.
—Los viejos de la aldea la susurraban a los niños en las noches de tormenta para que se quedasen dormidos.
—¿No sentías miedo? Al menos al principio, con tantos animales alrededor, gruñendo y silbando.
Imitó unas garras con las manos. Él sonrió pero le contestó serio:
—Claro que tenía miedo. Pero el peligro de mi selva no se debía al tamaño de los colmillos de los depredadores, como ocurre en la jungla africana, sino a las defensas químicas de sus infinitas especies. Malaria, dengue… La Amazonía no es voraz, es venenosa.
Mika se introdujo en la boca un pedazo de bizcocho demasiado grande que le manchó los labios como si fuera una niña pequeña.
—Nunca lo había pensado.
—Desde fuera sólo tememos aquello que conocemos: las pirañas, los vampiros, las tarántulas o las hormigas de fuego. Pero el mayor peligro puede estar en una rana de preciosos colores y tan pequeña como una nuez.
—Prefiero enfrentarme a una pobre ranita que a un jaguar.
—No estés tan segura. La rana dardo dorada, como se conoce a la Phyllobates terribilis, es tan bonita que le darías cobijo en una maceta de tu salón, pero su veneno es quince veces más potente que el curare. Los indígenas lo utilizan para cazar. Acercan la rana a una hoguera para que exude gotas de su mortífero fluido y humedecen en él sus flechas. El efecto letal es tan potente que permanece activo en la punta durante un par de años.
—¿Tú llegaste a hacer eso?
—¿A qué te refieres?
—A usar cerbatanas y poner trampas.
—Estás hablando con un profesional.
—No sé si creerte.
—Pues deberías. Me encantaba vivir en la selva. Era un ejercicio constante de creatividad.
Mika iba comprendiendo más cosas. Aquel hombre no podía haber tenido un pasado convencional. Desprendía una luz diferente, sugerente y salvaje, como la propia jungla.
—Así que allí se gestó tu empresa…
Adam se detuvo a pensar.
—¿Recuerdas que te expliqué cómo en Creatio todo el mundo hace cosas que no están directamente relacionadas con su preparación académica? En la Amazonía ocurre lo mismo. Todo se aprovecha para fines diferentes al que inicialmente está previsto por la madre naturaleza. Incluso en lo más cotidiano. Puedes curar la urticaria con las tripas de una oruga, utilizar una enorme hoja de banano como paraguas aprovechando su impermeable textura plástica o comunicarte golpeando un tronco específico cuya frecuencia de vibración no se solapa con ningún otro sonido de la foresta. Es un universo aparte, con sus propias reglas; y los nativos supieron adaptarse a esas reglas. Su supervivencia estaba basada en la creatividad.
—Y en lugar de aprender de ellos, los hemos usado como bestias de tiro.
Adam asintió con pena.
—Hemos tenido al alcance de la mano una base de datos de valor incalculable que va a perderse para siempre.
—Pero tú aprovechaste tu oportunidad —observó Mika mientras devoraba otra porción de bizcocho.
—Yo no soy nadie. Pero para qué lamentarnos ahora cuando ha sido así toda la vida. Hace siglos, un gobernador llamado Francisco de Viedma ya escribió un informe revolucionario sobre la estupidez de los occidentales que contactaban con las tribus.
—Me gusta ese Viedma. No creo que fuese muy políticamente correcto.
—Más bien nada. Decía que los conquistadores calificaban a los indígenas moxo de salvajes porque se dedicaban a proteger como oro en paño unos garrotes llenos de rayas, sin percatarse de que era su forma de documentar los anales de su pueblo, con signos jeroglíficos que exigían una destreza intelectual y una memoria extremas. Terminaba su informe diciendo que si alguno de esos colonos vergonzantes hubiese visto a Newton calculando el movimiento de los astros con su más y menos algebraico, también habrían dicho que el gran científico era un idiota y sus análisis, un conjunto de garabatos más propio para adornar la puerta de un carbonero que para ilustrar el entendimiento humano.
Adam permaneció un rato con la mirada perdida.
A Mika no le convenían los silencios. Seguía aferrándose a la paz que experimentaba a su lado —más bien un conjuro consentido, como si se tratase de un gurú espiritual—, pero las preguntas y el miedo por estar metiéndose más y más en la boca del lobo aprovechaban para recuperar posiciones en su cabeza.
(Adam internándose como una serpiente entre el público del festival).
(El rostro desfigurado del pastor).
Se lanzó sin red:
—¿Qué vamos a hacer?
—¿Te refieres a la preservación del acervo indígena?
—Me refiero a ti y a mí.
—Tengo que volver a São Paulo, pero tú puedes quedarte el tiempo que quieras. No te preocupes de nada, lo cargaré todo a la cuenta de Creatio.
Sintió como si le hubieran dado un ladrillazo.
—¿Me estás diciendo que no tienes sitio para mí en el helicóptero?
—Claro que tengo sitio.
—¿Entonces?
—No quiero que te sientas dirigida.
Mika negó repetidamente con la cabeza.
—No quieres dirigirme pero me financias una escapada playera lejos de ti. Te aseguro que esta segunda opción suena aún más paternalista, así que no te las des de progre.
—¿Por qué te enfadas?
—¿Tú qué crees?
Le sostuvo la mirada.
—Sólo trato de ser amable.
Mika se levantó de su silla. Dio una vuelta sobre sí misma y apoyó ambas manos en el respaldo.
—Tienes razón. No tengo ningún derecho a enfadarme contigo.
—Deja que vaya a despedirme del alcalde y en un rato vuelvo a buscarte.
—De acuerdo.
—Bien —confirmó él, encaminándose hacia la salida.
—¡Espera! Sólo hay una cosa…
Adam se volvió.
—Sigues queriendo saber con quién vine a esta pousada por primera vez.
—Déjalo. No he debido sacar ese tema.
—Estuve aquí con mi hijo.
Con tu hijo…
—Pero…
—Ahora ya puedes estar tranquila.
—Me dijiste que no tenías familia…
Él la miró como nunca antes lo había hecho.
Mika trató de excusarse pero, para entonces, Adam ya estaba cruzando la puerta.
Se dejó caer de nuevo en la silla. En ese mismo instante, sonó su móvil.
No le costó reconocer el número.
Ahora no…
Insistía. Tras amagar un par de veces, descolgó con urgencia.
—Diga.
—Al habla Baptista, Grupo de Operaciones Especiales.
—Ya sabía que era usted. ¿Qué quiere?
—Ya veo que no te ha mejorado el carácter. Groar… —gruñó, imitando a una leona.
—Groar —repitió ella con desgana.
El investigador tomó aire y cambió el tono.
—Explícame ahora mismo qué hacías esta tarde en el escenario de São Sebastião donde se han cepillado al pastor o te pongo de inmediato en busca y captura.
Mika sintió una garra en el pecho.
—¿Cómo lo ha sabido?
—Cuando viniste a verme te coloqué un localizador en el dobladillo del pantalón sin que te dieras cuenta.
—¿Cómo?
—Te he visto por la tele, como otros cincuenta millones de brasileños. La cadena local ha compartido sus imágenes con los noticiarios nacionales.
—Ni me fijé en que había cámaras.
—Será porque estabas concentrada en tu trabajito.
—Más bien porque no tenía nada que ocultar.
—Eso ya lo veremos.
—¿Me acusa de nuevo o sigue haciéndose el gracioso?
—¿Con quién viajaste allí?
—¿Eso importa?
—A mí sí.
—Con nadie.
—¿Desde dónde me hablas? Te oigo regular.
Mika no sabía si realmente le oía mal o si quería cortar la charla y guardar todos los cartuchos para cuando la tuviera frente a frente.
—Sigo aquí.
—¿Dónde es aquí?
—En São Sebastião.
No iba a ser tan ingenua de darle más detalles.
—Pues vuelve como un rayo a São Paulo y ven directa a mi oficina.
—Pero…
Baptista colgó sin darle tiempo a replicar.
Suspiró.
Durante un rato se dedicó a juguetear con el tenedor sobre el último pedazo de bizcocho. Algo tendría que explicarle al investigador. En su primera declaración no mencionó que Adam la recogió en la favela. Ahora tenía muchas más cosas que contar… o que ocultar. Si silenciaba lo que había visto y luego salía a la luz que Adam era el asesino del pastor, ella se habría convertido en cómplice por arte de birlibirloque.
Cómplice de asesinato.
De dos asesinatos.
Se reclinó en la silla y dejó escapar un suspiro. Acababa de acostarse con él y no podía arrancarse de la cabeza cada instante vivido en esa cama. La tenía hechizada, y lo peor de todo es que le gustaba esa sensación de sumisión…
Adam, Adam. ¿Cuál es tu historia?