Mika buscó sitio en el lateral, junto a la mesa de monitores. Se sentó en una de las cajas de aluminio llenas de cableado y rogó para que la tormenta no fuera a más. Aun cuando la tarima estaba cubierta, las rachas de viento introducían cortinas de agua por los extremos. Se preguntó si ello afectaría a los sistemas de sonorización. Los charcos que se formaban junto a los enchufes no preconizaban nada bueno. Abajo, el público aguantaba estoico. Algunos habían desplegado sus paraguas; otros seguían tomándose el chaparrón como parte del festejo.
Miró al cielo.
Nubes cada vez más negras. Pero con un extraño brillo.
Le pareció ver un destello en un claro momentáneo. Al poco, otro.
Había algo allí arriba.
Un acople del micrófono le devolvió al evento. El alcalde se acercó a un atril de metacrilato colocado en el centro y saludó a los asistentes agitando ambas manos de forma desenfadada. Dio las gracias por su asistencia a las personalidades que permanecían de pie a ambos lados y comenzó con los discursos institucionales previos al festival.
Tras construir un mitin sobre nuevos proyectos de alcantarillado, la terminación de las obras de la autopista de Tamoios y las cuantiosas inversiones de las concesionarias del puerto, introdujo a su nuevo ciudadano sebastianense y padrino del festival.
—Nuestro país pasa por su mejor momento y ello nos obliga a estar a la altura —concluyó—. Por eso agradecemos la ayuda de los forasteros que se incorporan a nuestra gran familia. —Se volvió hacia Adam—. Como el señor Green, quien desde el momento que puso un pie en nuestras calles empedradas no ha dejado de impulsar dos importantísimos valores: la humanidad y el compromiso.
Aplaudió con efusividad hacia Adam y lo acompañó hasta el centro del escenario, donde le hizo entrega de la cajita que contenía la medalla y le cedió la palabra. Después de saludar a los miembros del gobierno regional y agradecer de forma protocolaria la distinción a la Cámara Municipal, el recién homenajeado sacó su voz más honda.
—Han pasado varios años desde que coloqué el primer letrero de la ONG Bienvenidos a la entrada de un local alquilado en la azotada Monte Luz. Desde entonces, son muchos los indígenas llegados a São Paulo que han cruzado esa puerta. La cruzaban hacia dentro, con incertidumbre y miedo al no saber bien lo que iban a encontrar; y al poco la cruzaban hacia fuera, con el espíritu renovado y los puños cerrados para contener tantas ganas de comerse el mundo. —Bajó un ápice la mirada y arqueó las cejas—. El único inconveniente es que la mayoría de las veces ha sido el mundo el que se los ha comido a ellos. Con o sin mi ayuda, son muy pocos los que logran escapar del insaciable tifón connatural a nuestra civilización. Un tifón devastador que engulle a los más débiles para seguir creciendo y agrandando las desigualdades sociales.
Hizo una pausa y se protegió la cara de la tromba de agua que se metió en el escenario desde el frente con otro repentino golpe de viento. Parecía estar formándose un tornado nada simbólico, pero el público seguía en su sitio, participando de la celebración previa a la palabra de Dios.
—Nuestro planeta se está convirtiendo en una favela global. Una inmensa y única favela salpicada de pequeños barrios ricos protegidos de la pobreza por altos muros con alambradas electrificadas. Pero no sustentaré este alegato en la mera indignación. Porque la indignación, por sí sola, es una virtud incompleta. La indignación ha de venir acompañada de acción. Mirad aquel horizonte. —Señaló hacia el mar—. Por mucho que nademos hacia él, siempre seguirá allí, inalcanzable. ¿Para qué sirven entonces los horizontes? Para animarnos a seguir nadando. Por eso me decidí a colgar un nuevo letrero de mi ONG Bienvenidos, a pesar de las dificultades. Y lo hice en São Sebastião porque es un lugar que amo. —Se volvió un instante hacia el pastor Ivo dos Campos—. En esta lucha contra el tifón no nos vendría mal la ayuda de alguna divinidad que, después de tanto trabajo creador, no se haya ido a echar la siesta. —Y dirigió la mirada al público, con tanta fuerza que cada uno de los miles de asistentes tuvo la sensación de que lo miraba a él—. Aunque, pensándolo mejor, el verdadero poder para cambiar las cosas radica en cada uno de nosotros, ¿no creéis?
En ese par de segundos durante los cuales el auditorio no rompe a aplaudir por miedo a quebrar la emoción de un discurso, una persona de las primeras filas elevó la vista a la tormenta que no cesaba.
—¿Qué demonios es esto?
—¡Ahora graniza! —exclamó una mujer, apretando contra su pecho a la hija que llevaba en brazos, calada como recién sacada de la bañera.
—No es granizo, es de color oscuro.
Aquél sacudió su cabeza como si algo sólido le hubiera golpeado el ojo mientras escudriñaba el cielo. Poco a poco, los que le rodeaban también miraron hacia arriba. Los puntos se multiplicaban sobre sus cabezas, fundiéndose con las gotas de la tormenta. En unos segundos, todo el público hablaba de forma atropellada.
—¡Es barro!
—¡No puede llover barro!
—Esto no es barro —dijo un agricultor de la zona, tras agacharse a recoger una pieza del inmenso charco en el que se había convertido la explanada—. Esto es… cacao.
¡Es cacao!, constató Mika con estupefacción al observar sobre la palma de la mano una semilla que acababa de sacarse del pelo.
—¿Qué es esta broma? —gritó el alcalde.
El guardaespaldas de Gabriel Collor corrió hacia su jefe para cubrirlo con sus brazos y conducirlo a un lugar menos expuesto.
—¡Que no es un francotirador! —gritó el multimillonario, quitándose al agente de encima con un manotazo sin dejar de contemplar el manto de agua salpicado de semillas.
La primera respuesta de la gente fue de absoluta confusión. La fiebre evangelista que envolvía el festival provocó lágrimas nerviosas y una extraña sensación de dicha. Intentaban asimilar esa suerte de milagro, vivirlo en plenitud, sentir las oscuras simientes golpeándoles el cuerpo chorreante de lluvia. Algunos se preguntaban si no las estarían lanzando con algún tipo de cañón de confeti, pero era fácil constatar que el cacao acompañaba a las gotas desde las mismas nubes. Por todas partes emergían móviles grabando y tomando fotos. Pronto, la turbación y el éxtasis religioso dieron paso a una explosión de miedo. La masa comenzó a moverse a un lado y otro como un ente único y demoledor.
Sobre el escenario reinaba el mismo desconcierto. El alcalde sugirió que todas las personalidades se agrupasen en un corro y ordenó a sus efectivos policiales que formasen un cordón de seguridad para impedir que el público subiera a cobijarse.
Adam contemplaba la escena con las manos asidas a ambos extremos del atril. Vio a Mika y salió de su ensimismamiento. Le hizo una seña pidiéndole que no se moviera de donde estaba y fue a reunirse con sus anfitriones.
Viéndose sola en mitad del tumulto, Mika se acordó del indígena surfero Silas Dahua. Trató de localizarlo, pero le interrumpieron unos gritos que provenían de la zona vip situada a los pies del escenario. Todos los invitados intentaban salir al mismo tiempo y se aplastaban unos a otros contra la valla. Algunos de edad avanzada y poco acostumbrados a esos eventos estaban perdiendo el conocimiento por el tapón humano y la presión. Las varillas rotas de los paraguas se convertían en dañinas agujas.
El alcalde ordenó a los efectivos de policía que custodiaban a las personalidades que fueran a ayudar de inmediato. Les siguieron los escoltas privados. Saltaron al pasillo que separaba la tarima de la valla y empezaron a sacar a los heridos por encima de las barras de hierro que se les clavaban en el tronco.
Mika se fijó en la plaza. Lo primero que pensó es que parecía una inversión del cuadro que Adam había pintado en su discurso. Al fondo estaba la gran masa, el gentío anónimo llegado para demostrar su fe y escuchar las historias de superación del pastor, elevando los brazos al cielo con una mezcla de espanto y fervor; y, en primer término, el pequeño espacio vip atiborrado de acreditaciones y trajes de fiesta, de pronto aplastados contra las vallas de separación, sus propios muros.
Alguien exclamó de pronto:
—¿Dónde está el pastor?
Los demás miembros de aquel selecto grupo de personalidades se miraron unos a otros.
¿Dónde estaba Ivo dos Campos?
El alcalde se plantó en el borde de la tarima, cubriéndose con los brazos para que la tormenta salpicada de cacao no le impidiera mirar. Repasó el pasillo al que estaban sacando a los aprisionados de la zona vip, por si el pastor había bajado a ayudar. Al no verlo escudriñó la gran plaza. Suspiró de alivio cuando divisó su cuerpo generoso entre la marabunta de fieles.
—¡Pastor! —Alzó la mano—. ¡Vuelva aquí, pastor!
El gigante Ivo dos Campos se volvió hacia él y gritó a su vez desde el gentío:
—¡Están cayendo semillas del cielo, alcalde! —Y rió a carcajadas mientras sus devotos le abrazaban—. Como en el libro del Génesis, ¿se da cuenta?
—¡Venga a cobijarse!
Pero el pastor se dedicó a recitar con su voz de trueno:
—«Dijo Dios: “Cúbrase la tierra de verdor, de hierba verde que engendre semilla, y de árboles frutales que den fruto según su especie y que lleven semilla sobre la tierra”».
El alcalde Bruno Araújo se quedó de piedra, sin duda pensando que el poder de la Iglesia evangélica había llegado mucho más allá de lo que suponía. ¿Eran ellos quienes habían organizado aquella lluvia? ¿Acaso era parte del espectáculo? De súbito le asaltó otro pensamiento.
—¿Y don Gabriel Collor? —preguntó al aire, consternado.
—No lo veo… —contestó un concejal.
—¿Dónde está su guardaespaldas?
Como el resto de escoltas, seguía ayudando a los vip junto al vallado. Bruno Araújo se dirigió hacia el jefe de la policía y le habló al oído.
—Encuentra a Collor en diez segundos o desde mañana te dedicarás a recoger mierda de perro en la playa.
Los agentes que estaban atendiendo a los lesionados dejaron aquella tarea en manos de los equipos de primeros auxilios y subieron a registrar cada rincón. En eso consistió el improvisado dispositivo: dar vueltas por el escenario buscando detrás de los bafles, de la mesa de mezclas, en los sitios más absurdos. Saltaron de nuevo al suelo para mirar debajo de la tarima. Nada. Se dedicaron a otear entre la gente.
Nada.
Mika seguía sin moverse de donde estaba. No quería importunar y, además, empezaba a intuir lo que estaba ocurriendo. La lluvia de cacao, otro extraordinario símbolo tras la estrella y el arcoíris. ¿De verdad estaban relacionados? Le costaba asimilar semejante coincidencia, estar presente en otra de aquellas locuras colectivas, pero saltaba a la vista que era así. Y en ese caso sólo faltaba…
El tercer cadáver.
Primero el narco, después el maderero…
El multimillonario Gabriel Collor, dijo para sí, llevándose las manos a la boca.
Recordó lo que Silas Dahua había comentado acerca de la expropiación de tierras a los campesinos para favorecer a las empresas con intereses en el puerto. Las piezas encajaban a la perfección. Caían nuevas semillas sobre el cemento pringado de petróleo. Una nueva cosecha. Al igual que la estrella que prendió en lo alto del rascacielos, un nuevo principio…
Tenía que hablar con Adam de inmediato, contarle lo que había deducido para que avisase a su amigo antes de que ocurriera lo irremediable. ¿Dónde estaba?
También él había desaparecido del escenario.
Su cabeza centrifugó de un lado a otro.
¿Y si se estaba equivocando de víctima?
Sintió un escalofrío.
No puede pasarle nada, a Adam no. Él no merece un final así…
Se acercó al borde del escenario y, cuando empezaba a faltarle el aire, lo localizó entre el público que seguía en la plaza. ¿Qué hacía allí abajo? Avanzaba con precipitación, apartando gente a su paso para introducirse más y más en el núcleo de fieles que rodeaban al pastor Ivo dos Campos. También reconoció a Silas Dahua, quieto entre la multitud, a un paso de ambos.
Cuando Adam llegó hasta el evangelista, lo abrazó y le dijo algo al oído. Después, sin intercambiar más palabras, volvió sobre sus pasos camino del escenario, quitándose de encima a la masa que seguía debatiéndose entre salir disparada o permanecer junto a su líder espiritual cayese lo que cayese del cielo.
Cruzó el cordón policial y subió la tarima por la escalera lateral. Mika fue a su encuentro. Cuando iba a preguntarle qué le había dicho al pastor, un agente de policía que emergió bruscamente de detrás del telón le dio un fuerte empujón que casi la tiró al suelo.
—¡Está en el reservado! —venía gritando.
Al poco apareció por el mismo sitio el multimillonario Gabriel Collor, con el móvil en la mano.
—¿Quién había mirado en la zona del catering? —se indignó el jefe de policía.
—¿Se puede saber qué os pasa conmigo? ¡Ni que fuera un delincuente!
—No le encontrábamos, don Gabriel —salió al paso el alcalde.
—¡Estaba hablando con el gobernador!
—Le pido disculpas, no nos lo tenga en cuenta. Mire, parece que ha cesado la lluvia.
Así era. Ya no caían semillas. Pero la otra tormenta arreciaba.
Adam abrazó a Mika desde atrás, apretando la espalda de ella contra su pecho. Mika reclinó la cabeza en su hombro.
El sosiego no duró mucho. Una nueva ola de gritos llegó desde la plaza.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó el alcalde.
La gente se abrió en círculo. En el centro apareció un cuerpo tendido.
—Dios mío… —murmuró Mika.
Era el cuerpo del pastor Ivo dos Campos.
Tumbado boca arriba sobre el cemento encharcado.
La gente que le rodeaba huyó despavorida.
—¡Que alguien baje a ayudarle! —ordenó el alcalde.
Sin duda era tarde.
Por el manto de agua y la distancia que lo separaba del escenario, Mika no alcanzaba a ver el cuerpo del pastor con claridad. Pero notaba algo raro en su rostro. De pronto, lo que comenzó como un presentimiento prendió con la virulencia de la mecha de un cartucho de dinamita. Sin separarse del abrazo de Adam, con los brazos aprisionados por los de él, que se enlazaban sobre sus pechos, sacó como pudo el teléfono móvil del bolsillo. Tecleando con una sola mano para que él no se diera cuenta, entró en Twitter y picó trending topic para ver de qué se hablaba en la red social.
A velocidad de vértigo, miles de personas de todo el mundo estaban compartiendo una nueva fotografía. Otro rostro hinchado con la lengua fuera y aquella tonalidad azulada.
El rostro del pastor Ivo dos Campos, desfigurado de forma fulminante.
Y aquel texto estremecedor.
#DíaTercero.
Madre mía…
Sintió frío, como si la tormenta fuera de hielo. El corazón se le aceleró de tal modo que Adam, pegado a su espalda, tuvo que notar los latidos. Su abrazo dejó de parecerle protector, ahora le asfixiaba. Tenía el cerebro bloqueado, no era capaz de reaccionar, ni siquiera oía el jaleo a su alrededor. Mantenía los ojos clavados en el móvil. De algún modo que no alcanzaba a adivinar, ¡oh, Dios!, Adam había terminado con la vida del pastor. ¿Para qué si no había bajado a hablar con él unos minutos antes? ¿Y la fotografía? De eso se habría ocupado Silas Dahua. ¿Por qué no se desembarazaba de él y salía corriendo? Debía de estar loca para permanecer al lado de un asesino. Las preguntas se acumulaban en su cabeza. ¿Estaré paranoica? ¿Por qué querría Adam matar al evangelista? Pensó en los otros dos ajusticiados, el narco de Monte Luz y el maderero. Aquéllos sí se lo merecían. El pastor, sin embargo, era una persona admirada. Adam no haría daño a alguien así, seguro que no tenía nada que ver con lo que había ocurrido. Pero ¿acaso no estaba también presente en la favela cuando estalló la revuelta? El Capitán Nemo le había ofrecido una más que firme coartada con aquella historia de las visitas a la ONG, pero…
El jefe de policía pasó por delante de ellos de camino a la escalera lateral.
Mika lo llamó.
Apenas notó un ápice de tensión en el abrazo de Adam.
—¿En qué puedo ayudarle, señorita?
Unos instantes de silencio.
Adam permanecía inmóvil. Sus brazos eran cadenas.
—Disculpe, señorita, he de atender otras… —Debió de ver la desazón en sus ojos—. ¿Seguro que está usted bien?
Más silencio.
Adam, quieto como una escultura griega.
Mika levantó la mano por fin y le mostró la pantalla del móvil. Pero no añadió nada. Ninguna explicación, ni mucho menos una acusación.
El oficial contempló la fotografía con expresión de cansancio. Sin duda todo aquello le venía grande. Acarició la pistola enfundada y salió disparado en busca del alcalde, que también mostraba signos de estar sobrepasado.
Adam soltó a Mika.
¿Debería huir?
Él la cogió del brazo y la arrastró hacia la parte trasera del escenario.
—No te detengas —le dijo mientras bajaban por la rampa que conectaba con la camioneta del catering.
—¿Vamos al helicóptero?
—No.
—¿Adónde me llevas?
—Tú sólo sígueme.
Necesito más tiempo para pensar…
—¿No vas a decirle nada a tu amigo Gabriel Collor?
Se detuvo y se colocó frente a ella.
—A Gabriel se lo han llevado hace rato. Si no hacemos lo mismo, en unos minutos acordonarán la zona y los investigadores no nos dejarán salir hasta mañana.
Mika percibió algo oculto detrás de la urgencia. No sólo se trataba de la necesidad de eludir el protocolo policial. Notó cómo le sujetaba las manos, con presión pero al mismo tiempo con dulzura. El flequillo rubio de actor de los cincuenta, calado como el resto del cuerpo, se le pegaba a la frente. Los ojos azules brillaban como dos faros en mitad del caos.
Adam…
Cerró los suyos, sólo un segundo, y corrió con él hacia la parte antigua de la ciudad bajo el chaparrón que regaba las semillas recién sembradas.