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Se alejaron a paso rápido del helicóptero. Había empezado a llover. No era el mejor comienzo para un evento semejante, pero el programa no tenía pinta de interrumpirse. En un extremo del llano en el que habían aterrizado, bajo un paraguas plegable, les esperaba un trabajador de la ONG Bienvenidos.

—Este caballero es Silas Dahua —les presentó Adam—. A pesar de la melena de vikingo, su apellido amazónico delata su procedencia. Es el gerente de la hacienda, aunque a veces pienso que me engaña y dedica todo su tiempo a surfear.

—No bromees —replicó aquél—, que el próximo fin de semana celebrarán la tercera etapa del Hang Loose Surf Attack en la playa Da Baleia y estoy pensando echar el cerrojo a tu ONG y subirme a una tabla.

—¿De verdad querrías participar?

—Ya sabes la cantidad de curro que tengo, no seas malo.

Dibujó un gesto de pena. Efectivamente, su pelo era tan liso y tan rubio que más parecía un mochilero nórdico que un descendiente de tercera generación de indígenas brasileños. Vendría a tener la edad de Mika. Por toda etiqueta vestía una camisa negra sacada por fuera de los vaqueros, a la que había añadido un fular de rayas verdes para dar al conjunto un toque de fiesta; o quizá para reivindicar su espíritu libre entre tanto protocolo.

Tudo bem? —le preguntó Mika con cordialidad.

Tudo bom —contestó Silas Dahua. Se volvió hacia Adam—. Me estaba preocupando.

—No habrán empezado…

—Aún están en bambalinas, pero ya sabes cómo son los políticos. No les gusta que nadie llegue después que ellos para robarles el protagonismo.

Atravesaron con prisa el centro histórico. Casas blancas de un solo piso con las ventanas y puertas pintadas de colores vivos, la Cámara Municipal frente a la pequeña iglesia Matriz… Los irregulares adoquines obligaban a caminar mirando al suelo. Un leve traspié al doblar una esquina fue suficiente para que Mika recordase el momento en que se torció el tobillo mientras buscaba a Purone por el laberinto de la favela.

Al poco llegaron a la plaza de eventos. Las instalaciones levantadas para el Glorifica Litoral le parecieron aún mayores que vistas desde el aire. Habría unas tres mil personas. Algunos se resguardaban de la lluvia bajo las carpas laterales. La mayoría permanecía en la explanada frente al escenario, mojándose sin ningún reparo para combatir el calor del verano austral.

—A mí no me va esta música —comentó Silas Dahua—, pero este escenario convoca estrellas a nivel nacional y la gente se vuelve loca, ya lo verás después.

Mika miró al cielo. Las gotas en el rostro.

—Como esto siga así…

El indígena vikingo mostró su acreditación al personal de seguridad de la zona vip. Cruzaron la valla. Mika notó los cuchicheos de los invitados. Se alegró cuando enfilaron la escalera metálica lateral de los técnicos de sonido y se sumergieron tras el telón.

Era en aquel improvisado lobby, alrededor de un puñado de mesitas por las que circulaban los camareros de un catering a base de bebidas sin alcohol y pequeñas empanadillas, donde se apiñaba lo más granado de la sociedad sebastianense, miembros del gobierno del estado de São Paulo y directivos de la petrolera Petrobras y de otras empresas con intereses en el puerto. Como había apuntado Adam, el dejarse ver en un evento que fundía cultura y religión beneficiaba la imagen de cualquier servidor público. La música y la espiritualidad eran dos combustibles imprescindibles para hacer avanzar a la abundante y variada población de Brasil.

—¡Ya está aquí nuestro tardío invitado de honor!

El vozarrón pertenecía a Bruno Araújo, alcalde de São Sebastião, un hombre menudo entrado en años que vestía un traje de espiga igualmente curtido en mil batallas. A pesar de todo, conservaba un porte de autoridad digna del foro romano. Era uno de esos políticos a los que los aspirantes trepas que rondaban el catering observaban con suspicacia mientras se preguntaban qué habría hecho en la vida el viejo pueblerino para que todo el mundo le cogiera la mano con afecto fraternal y cuchichease a su oído bajo los flashes de los reporteros gráficos.

Adam le abrazó.

—Querido Bruno.

—Te has hecho de rogar, hijo. Si lo sé, no te doy la medallita.

—No me regañes. Tuve que pasar a recoger a alguien.

El alcalde fichó a Mika sin disimulo y dio a su homenajeado unas palmaditas en el cuello antes de llevárselo cogido del brazo.

—Ven que te presente a todo el mundo, aunque al principal ya lo conoces. Ahí está don Gabriel. ¡Señor Collor, mire quién ha llegado por fin!

El multimillonario, que estaba enfrascado en una conversación con un afroamericano que le doblaba en tamaño, giró la cabeza. Era más bajo de lo que aparentaba en las vallas publicitarias. La tez morena curtida de tanto sol. Traje gris a medida con todos los aderezos: gemelos de Gucci, alfiler de corbata a juego, pañuelo de lunares para dar un toque sofisticado a la indumentaria de banquero. El pelo, repeinado hacia atrás con gomina. Los ojos negros, tan penetrantes que parecían orlados de kohl. El alcalde y Adam se incorporaron a la charla.

—Así que ése es el famoso Gabriel Collor —comentó Mika en voz baja a Silas Dahua.

—El mismo que viste y calza. Menudo filho da puta.

—Ya veo que le tienes mucho cariño.

—En realidad no sé cómo Adam puede llevarse tan bien con él. Quiero pensar que es sólo por motivos comerciales.

—Pero ¿qué ha hecho?

—Él, personalmente, repeinarse cada mañana con esa brillantina de mafioso. Pero sus empresas… No se priva de nada. Minas en las que trabajan niños, navieras contaminantes… Pero la peor es su constructora. En esta misma zona ganó millones de reales expropiando a los campesinos unos terrenos que finalmente terminaron en manos de las petroleras. Pero lo que no le perdonaré nunca es lo que hizo en Papagaio. Una de mis primas de Manaos vivía allí y fue víctima de la masacre.

—No he oído hablar de ello.

—Eso es porque el gobierno federal se ocupó de taparlo. El grupo Collor Corporation financia al partido.

—Pero ¿qué pasó?

—Hace tres años, dos mil efectivos de la Policía Militar comenzaron el desalojo de un asentamiento de São Paulo llamado Papagaio. Los afectados llevaban allí una eternidad. No se trataba de unas cuantas familias acogidas de forma provisional por el Movimiento de Trabajadores Sin Hogar, sino de toda una comunidad con permisos de habitabilidad de la Secretaría de Estado de Vivienda. Y a pesar de todo no pudieron hacer nada. La constructora del grupo CoCo promovió la limpieza del área para edificar urbanizaciones de lujo, el vicegobernador de la región aprobó el plan y la policía entró con sus tanquetas. ¿Sabes el valor que alcanzan esos terrenos en el mercado libre?

—Por desgracia, no sois los únicos que sufrís los efectos de la especulación.

—Y por eso es tan grande Adam Green. Una persona que ha triunfado y que, en lugar de dedicarse a acumular más fortuna flirteando en los centros de poder, se vuelca en las periferias. Se arroja a los pozos ciegos del extrarradio donde se ahogan los indígenas recién llegados y gasta todas sus energías en prestarles su apoyo…

Mientras escuchaba las rimbombantes alabanzas que el indígena surfero no escatimaba hacia Adam, Mika sintió un conato de desvanecimiento. Se dio cuenta de que apenas había comido en dos días. Estiró la mano al paso de una de las camareras y se introdujo en la boca una empanadilla de pollo.

—¿Te encuentras bien?

Aún turbada, pensó que Silas Dahua era joven y atractivo, con su melena y el fular que la propia Mika habría escogido si hubiera tenido que comprarle un regalo. Pero al lado de Adam parecía un pobre adolescente sin experiencia, sin brillo. Se alegró de que Adam la hubiera invitado, de nuevo su ángel protector. En algunos momentos lo sentía inalcanzable, como un planeta grandioso al que sólo podía contemplar a través de un telescopio (y cuando él decidía desprenderse de su atmósfera brumosa). Pero, a pesar de la distancia que los separaba, quería creer que le estaba tendiendo puentes.

—Ya ha pasado —contestó por fin—. Tengo un hambre que me muero y estoy algo confundida por el viaje en helicóptero.

—Voy a ver si encuentro algo más consistente que esa empanadilla —se ofreció Silas Dahua, marchando hacia la rampa trasera que conectaba con la camioneta del catering.

Como si hubiera escuchado sus cavilaciones, Adam miró a Mika y, al verla sola, le hizo un gesto para que se acercase al grupo.

—La señorita Mika Salvador —participó a los demás cuando la tuvo a su lado—. Licenciada en Publicidad y deportista de élite, recién llegada desde España.

—Una joya —dijo Gabriel Collor, dirigiéndose a Adam como si ella no estuviera delante.

Les saludó uno a uno mientras Adam le explicaba sin prisa quiénes eran, dedicándole tanta atención que le hizo sentirse la verdadera reina de la fiesta.

El gigantón afroamericano resultó ser Ivo dos Campos, el pastor cuya fotografía ilustraba los carteles del evento. Tenía una legión de fieles que escuchaban sus sermones a través del canal de televisión de la congregación, muchos de los cuales habían viajado desde lejos para calentarse en persona con la llama divina que ardía en su pecho. Era la verdadera estrella de la noche, más aún que las cantantes, el rostro más popular de unas iglesias evangélicas cuyo poder no dejaba de crecer. Controlaban algunos medios punteros y se habían asegurado representatividad en el Congreso gracias a donaciones que, paradójicamente, provenían de los barrios populares, a cuyos residentes se habían ganado al prestar atención a problemas sociales descuidados por la Iglesia católica. Bastaba con pasear un domingo por la tarde por la periferia de São Paulo para escuchar la música y el griterío de sus enfervorizados devotos.

El pastor abrió los brazos.

—Bienvenida a nuestro evento. Debemos agradecer a Dios el poder disfrutar de algo así. ¿Eres creyente, hija?

La pregunta le cogió desprevenida. Cuando iba a contestar que prefería hablar de amor sin etiquetas, el pastor siguió.

—Estas reuniones suponen una redención cristiana y revitalizan valores morales que estaban perdiendo terreno. —Se volvió hacia Adam—. Por eso está bien que el ayuntamiento haga ciudadano sebastianense al señor Green. Usted tiene un corazón que rezuma amor de Dios.

—Me halaga, pastor; pero me temo que exagera.

—Pues yo opino lo mismo —ratificó Gabriel Collor—. No sólo eres un ejemplo para esta ciudad, sino para todo el mundo. Mira lo que ha ocurrido estos días en São Paulo y en la selva de Mato Grosso. El planeta entero habla de Brasil como si fuéramos un país de locos, ¡y tienen razón! Esto no es bueno para nuestra economía.

El alcalde se dirigió a Mika:

—El señor Green ha comentado que viste con tus propios ojos la estrella sobre el edificio Italia.

—Acababa de llegar al país.

—A mí aún me impresionó más el arcoíris —intervino el pastor—. Vaya ocurrencia… Hasta ahora los terroristas se limitaban a poner bombas y a repartir balaseras. Si cuando dice don Gabriel que nos vamos a volver todos locos…

—No hable de terroristas, pastor —intervino con voz prudente el alcalde Bruno Araújo—. Nadie ha reivindicado esas acciones. Dejemos a la policía que investigue.

—Ya lo ha hecho —informó Gabriel Collor en tono confidencial.

—¿Acaso se sabe algo? —preguntó el alcalde.

—No debería revelarlo. Mis fuentes provienen directamente de…

—¡Ya sabemos de dónde provienen sus fuentes, don Gabriel! —saltó el alcalde Bruno Araújo con tanta naturalidad que ni siquiera sonó ofensivo—. Usted puede beber de cualquier grifo de este país.

—El FLT —desveló el multimillonario.

—El FL ¿qué? —arrugó la nariz el pastor.

—El Frente de Liberación de la Tierra —aclaró Mika con cierta fascinación.

Gabriel Collor le clavó la mirada.

—Ya veo que los conoce.

Asintió, un poco arrepentida de su muestra de entusiasmo. Fue su amigo Purone quien tiempo atrás le habló de ellos. Al pensar en él se le estrujó aún más el nudo del pecho.

—¿Por qué dices tan seguro que ha sido esa gente? —salió al paso Adam.

—Porque han cogido a su líder en el lugar de los hechos.

—Creía que era un grupo descabezado, unas cuantas células independientes sin dirigentes —comentó Mika.

—Al parecer, el sujeto que han apresado llevaba tiempo organizando una red de comandos para preparar atentados de mayor envergadura. Está todo documentado en los expedientes clasificados que han remitido a la gobernación.

—¡Tiempo, tiempo! —les cortó el alcalde componiendo con las manos una T como si fuera un entrenador de baloncesto—. ¿Qué demonios es eso del FLT que todo el mundo conoce menos yo?

—El Frente de Liberación de la Tierra —comenzó Gabriel Collor con circunspección— es un grupo ecologista más conocido por su denominación anglosajona Earth Liberation Front, o ELF. Por eso sus discípulos se apodan los elfos. Un colectivo anónimo de células que utilizan el sabotaje económico y la guerra de guerrillas para, según dicen, detener la explotación y destrucción del medio ambiente. Ya han reivindicado ataques en más de una docena de países.

El alcalde parecía ofendido.

—¿Me está diciendo que nos tiene en vilo una… panda de hippies?

—Sepa que en 2001 ya fueron clasificados por el FBI como la mayor amenaza terrorista doméstica del país. Quemaron una estación de esquí en Colorado ocasionando pérdidas por más de doce millones de dólares porque, según decía su comunicado, entre las carreteras de acceso y las zonas esquiables estaban arruinando el último hábitat del lince del estado. ¡Aguántenlos, el hábitat del lince!

—Ecologistas radicales —intervino el pastor Ivo dos Campos, tratando de aportar algo.

—No sé si serán ecologistas, pero lo que no cabe duda es que son radicales y, como tales, han de ser eliminados —sentenció el multimillonario sin piedad—. Me da igual que se vistan de liberacionistas de los animales, anticapitalistas, anarquistas verdes o antiglobalizadores.

—No cuadra —musitó Mika.

—¿Qué no le cuadra, señorita?

—Si no recuerdo mal, el decálogo del FLT exige a sus grupos que tomen las precauciones necesarias para evitar cualquier daño a seres vivos. De hecho, si se ganan la simpatía de muchos jóvenes es porque, en un mundo propenso a la violencia, se han mantenido fieles a ese código: nunca iniciar un fuego si hay peligro de herir. Está claro que en ese marco no encajan los dos asesinatos de esta semana.

—¿Los está usted defendiendo?

—Siento interrumpir esta interesante conversación pero ha llegado la hora —serenó el alcalde—. Todos al escenario.