Adam Green no iba a permitir que se cuidara sola.
Cuando salió al aparcamiento del Hospital de Clínicas para buscar un taxi, el elegante dueño de Creatio la esperaba apoyado en el capó de su Aston Martin. Vestía un traje azul oscuro de corte moderno, con camisa blanca sin corbata.
Después de todo lo que había oído minutos antes, ni siquiera le sorprendió verlo allí.
De nuevo su aura magnética, irradiando una luz tan intensa que quedaría impresa en una foto. ¿Qué tenía aquel hombre? No era su atractivo físico lo que la seducía. De hecho, no era en absoluto su tipo, ya que prefería alguien más joven y menos compuesto. Sin embargo, al volver a verle había sentido un escalofrío.
Mientras caminaba hacia él tuvo tiempo de examinarlo y de racionalizar esa reacción adolescente. Tal vez fuera debida a la estela de melancolía que Adam destilaba, como diciendo: «Lo tengo todo, pero te necesito a ti». No, no era melancolía… Era algo más profundo. Como si, desde su burbuja de perfección, sintiera compasión por el dolor de ella. Más aún, era como si sintiera compasión por todo dolor ajeno. O tal vez lo que le cautivaba era la idea de tener a su lado un hombre que sustituyese a la figura paterna en estos momentos en los que, como cuando perdió a su madre y Saúl la abrazó día y noche, vagaba sin cable por el espacio exterior.
Desterró la idea con cierta aversión y preguntó:
—¿Te ha avisado el Capitán Nemo de que estaba aquí? No le he visto hacerlo…
—Anda, sube al coche.
—No hasta que me expliques por qué ocultaste que eras el mecenas que contrató a mis amigos Boa Mistura.
—Si ya dispones de esa información, será porque el Capitán Nemo te lo ha contado. Y en ese caso también te habrá explicado la causa de mi silencio.
—Me ha explicado lo que él supone que fue la causa. Quiero oír tu versión.
—Sube al coche —insistió.
—¿Adónde vamos?
—Arriésgate.
En la mente de Mika burbujeaban endiabladas contradicciones. Necesitaba unos segundos para convencerse de que tomaba la decisión correcta.
—Ahora que sé más cosas de ti y de tu ONG, creo que este deportivo no te pega nada —dijo para ganar tiempo.
—Me ocupé de coordinar unas innovaciones para los fabricantes y me lo regalaron… O eso dicen ellos. En realidad, jugaron a ser generosos para luego renegociar el precio final de mi trabajo. El caso es que ahora no me lo puedo quitar de encima. Estoy esperando que nos contraten un nuevo proyecto de i+D y no les haría gracia ver que conduzco otra marca.
No se le ocurría nada más que preguntar. Adam aprovechó el instante dubitativo para abrirle la puerta y ella se introdujo sin rechistar. Cuando le vio rodear el coche por delante pasando la mano por la chapa se sintió de nuevo a su merced. Aceptaba la situación, casi la agradecía. Estaba agotada y Adam le salvaguardaba de todo peligro, podía dejar de estar alerta. Él ocupó el asiento del conductor, arrancó como si acariciase a un purasangre, cruzó el aparcamiento del hospital y aceleró en dirección a la avenida Paulista.
Una vez allí, callejeó por bocacalles limpias, entre bloques de viviendas con los bajos enrejados y vigilantes con chaleco antibalas y el subfusil montado, discretamente sentados tras floridas jardineras —a falta de alambradas y sacos terreros, que si no se incorporaban al dispositivo de seguridad era sólo por una cuestión estética—. En un momento dado, Adam se volvió y encaró la puerta de un garaje.
El vigilante levantó la barra. A pesar de que estaba oscuro, Adam serpenteó la rampa con pericia. Se oían los chirridos de las ruedas al virar sobre el solado. Aparcó en una plaza de la segunda planta de sótano, bajo un letrero colgante en el que se leía: RESERVADA.
Salió del coche. Mika esperó paciente en su asiento a que le abriese la puerta. Ya que estaba entregada a su juego, quería llevarlo hasta el final. Se apeó como una diva y caminó tras él hasta el ascensor. Adam pasó una tarjeta magnética por un sensor y ambos se introdujeron en silencio. Era estrecho, pero no llegaban a rozarse.
Los botones llegaban hasta el piso treinta, que fue el que Adam pulsó. Se dirigían al ático de un rascacielos. Mientras ascendían, Mika imaginó con detalle la escena que le esperaba a continuación: la puerta se despliega dejando ver un vestíbulo de madera noble y luz tenue, accedemos a una suite, Adam se sienta en la gran cama de sábanas recién planchadas y me contempla mientras yo permanezco de pie, me pide que deje caer la falda, mis piernas tiemblan, no de miedo sino de excitación, el algodón se arremolina en mis tobillos…
¿Qué me pasa?, dijo para sí. Pero al instante corrigió: Más me vale no ponerme mojigata. Estoy en el interior de este ascensor porque he querido, acompañando a un millonario a su ático secreto, y tengo las mejillas a mil grados…
La puerta se abrió por fin, pero no a la lujosa antecámara que Mika había imaginado. Muy al contrario, salieron a un pasillo de cemento que tenía por toda decoración un foco amarillo y una cámara de seguridad en el techo. Caminaron hacia un portón metálico con un lector digital sobre el que Adam volvió a pasar su tarjeta.
—¡Ya hemos llegado! —exclamó mientras lo empujaba con ambas manos y cruzaba al otro lado.
Mika tuvo que cerrar los ojos. El viento y la repentina luz le golpearon con fuerza. Estaban en la azotea. Las antenas destellaban por el resol que se filtraba entre las nubes. Entornó los ojos y vio que se trataba de un helipuerto. Un pequeño aparato les esperaba con las aspas en funcionamiento.
—¿Vamos a subir ahí?
—Si quieres echarte atrás, estás a tiempo.
Entregada a su juego…
El piloto, un joven enfundado en un traje negro como su helicóptero, ayudó a Mika a entrar en la cabina. Era un MD-500E, un ultraligero militar reconvertido para uso civil. Apenas tenía espacio para ambos en el asiento corrido de pasajeros ubicado detrás del tripulante. La cabina estaba provista de grandes ventanas en forma de ojos que favorecían su aspecto de mosquito.
Adam le pasó unos cascos con grandes almohadillas.
—Atenúan el ruido y tienen un intercomunicador que te conecta conmigo —le explicó, haciendo gestos con el dedo para hacerse entender.
Mika los colocó con cuidado de no engancharse el pelo, revuelto por el remolino de las hélices, y se abrochó el cinturón. El rotor incrementó la velocidad de giro. Notó un leve zarandeo y poco a poco se separaron de la azotea. Dulcemente, como una mariposa que echa a volar desde la palma de tu mano. Al perder contacto físico con el suelo, durante un instante —quizá embriagada por la adrenalina— incluso se sintió en paz. Se asomó sobre el hombro del piloto, a través de la gran pantalla delantera de cristal, y le pareció estar suspendida en una pompa de jabón, conducida por el viento sobre los tejados.
En unos segundos cogieron altura y distinguió el Hospital de Clínicas, el centro histórico, los barrios adyacentes al río, las favelas. La masa de edificios se prolongaba hasta donde alcanzaba la vista. Adam contemplaba sin rubor cada una de sus reacciones.
—Parece increíble que hayan construido todo esto en unas décadas —dijo ella, tratando de desvincular el paisaje de sus recientes vivencias.
—La pena es que no se haya hecho mejor. El caos es el medio natural de nuestra especie.
Se inclinó sobre el piloto para darle alguna indicación.
—¿Este helicóptero es tuyo?
—Pertenece a una cooperativa.
—¿Quieres decir que lo compartes?
Adam asintió.
—En esta ciudad, tener un helicóptero privado es el súmmum para aquéllos que quieren destacar en sociedad. Si quieres comprarte un traje en las galerías Daslu o cualquier otro centro comercial de moda, mejor que aterrices en su azotea o hasta los dependientes te mirarán mal. Pero también sirve para combatir los atascos y la delincuencia. En ocasiones es la única forma de llegar a tiempo y con seguridad a mis citas de trabajo. Lo bueno es que puedes asociarte a una cooperativa y compartir los costes de compra, el mantenimiento de los aparatos y el sueldo de los pilotos.
—Por eso hay tantos dando vueltas todo el día. Creía que eran de la policía.
—También los utilizan, pero la mayoría son privados. Esta ciudad tiene el mayor tráfico de helicópteros del planeta. Si en Nueva York hay unos cincuenta helipuertos, aquí hay casi cuatrocientos.
Mika miró por la ventanilla. Iban dejado atrás los barrios del centro, encaminándose hacia el este.
—¿Me estás dando una vuelta turística?
—Vamos a la costa —fue todo lo que Adam reveló mientras el morro se inclinaba con suavidad hacia delante y alcanzaban la velocidad de crucero de 135 nudos.
Sobrevolaron los rascacielos de la ciudad moderna. Un rato después, el gris del cemento fue mutando al verde. Las grúas se confundieron con los árboles y el helicóptero se introdujo en una zona que dejaba entrever su pasado agrícola. Adam le explicó que fue Pedro II quien atrajo a la región a los primeros inmigrantes cualificados, americanos sureños que huyeron de su patria tras haber perdido la guerra civil.
—El emperador fue un emprendedor —explicó—. Les ofreció algo tan sagrado como la propiedad del suelo a cambio de su tecnología y conocimientos agrarios. Y los confederados estuvieron a la altura. Levantaron sus nuevas plantaciones sin la ayuda de la esclavitud que hasta entonces había sustentado su economía. Me gusta esta historia porque todos lo tenían claro. En tiempos difíciles toca reinventarse.
Reinventarse…
Eso es lo que pretendía hacer yo viniendo a São Paulo…
Siguieron su ruta en una implacable línea recta bajo las nubes bajas que cubrían la región como un falso techo.
—¡El mar! —exclamó Mika cuando divisó el primer reflejo en el horizonte—. Dan ganas de saltar.
—Si tienes valor…
—Tengo mucho más del que crees.
—Ya lo voy comprobando.
Se inclinó para mirar abajo. Las montañas se zambullían en el agua, provocando un estallido del que nacían pequeñas calas.
—No imaginaba así el litoral brasileño.
—Las playas del norte son parecidas a las del Caribe, pero esta costa es única.
—Tan abrupta…
—Tan violenta, tan real.
El helicóptero puso rumbo nordeste siguiendo el trazado de la orilla. Al poco, Mika divisó una población entre palmeras que se derramaba por la montaña hasta fundirse con las olas.
—São Sebastião —señaló Adam.
El piloto hizo un gesto con la mano y comenzó el descenso.
Un barrio industrial rodeado de chabolas y unos inmensos depósitos de cemento afeaban su encanto colonial. Desde que Américo Vespucio divisó el asentamiento original había sobrevivido a base de cultivar caña de azúcar, café y tabaco, pero la verdadera revolución llegó cuando su pequeño puerto pesquero se convirtió en fondeadero para los barcos que transportaban el oro de la región de Minas Gerais.
Mika se fijó en una isla paradisíaca que emergía unas millas mar adentro.
—Se llama Ilhabela —le informó Adam—. Su arena blanca sirvió de refugio para corsarios y contrabandistas y hoy sigue atrayendo mucho turismo de la capital, pero yo me quedo con mi querida São Sebastião. Me trae recuerdos de un tiempo feliz, cuando…
Interrumpió la frase. Volvió a inclinarse sobre el piloto, que seguía concentrado en la maniobra de aproximación al punto donde descenderían. Para entonces volaban tan bajo que los patines de aterrizaje del aparato casi rozaban los postes de cableado. En una explanada cerca del mar habían instalado un gran escenario. Riadas de gente se dirigían hacia allí.
—¿Qué celebran?
—Me esperan a mí.
—¿Cómo que a ti?
—Me conceden la medalla de ciudadano sebastianense. El reconocimiento anual a su forastero favorito.
Por eso el traje, impecable de arriba abajo, a pesar de este calor.
Mika repasó el gran despliegue de luces y sonorización.
—No me entiendas mal, pero ¿todo ese montaje…?
—Me tocará decir unas palabras, pero no seré el único, ni el más importante. Mi nombramiento forma parte de los actos institucionales de inauguración del Glorifica Litoral. Soy el padrino de esta edición.
—¿Cómo? —elevó la voz hacia el intercomunicador.
—Un famoso festival de música evangélica de cinco días. Entremezcla sermones y canciones.
—¿Góspel?
Adam asintió entre el ruido.
—Se ha hecho tan popular que los políticos aprovechan el acto de apertura para hacerse un lavado de imagen y posar en un baño de multitudes.
—¿Por qué te dan a ti la medalla?
—Crees que no la merezco.
—Ya sabes lo que quiero decir. ¿Qué has hecho exactamente para ganártela y protagonizar este lío?
—Premian a mi ONG Bienvenidos. El año pasado compré una hacienda portuguesa de las afueras y la rehabilité para ampliar mi radio de acción.
—Qué bueno. ¿Os dedicáis a lo mismo que en São Paulo?
—Más o menos. En la favela de Monte Luz prestamos apoyo a los indígenas que se desplazan a la urbe, y aquí acogemos a los campesinos que abandonan sus tierras y se mudan a la costa en la falsa creencia de que el petróleo es una fuente inagotable de recursos. Desde que Petrobras construyó su terminal en el puerto, São Sebastião no ha parado de crecer… sin mucha fortuna. Los recién llegados terminan levantando chabolas en barrios marginales como Topolândia o, lo que es peor, en zonas prohibidas de Mata Atlântica tremendamente propensas a sufrir deslizamientos de tierra.
—Y ahí es donde entra tu ONG, fundada para actuar sobre el terreno mientras otros se dedican sólo a parlotear.
—¿De dónde has sacado esa frase?
—El Capitán Nemo ha comentado algo parecido esta mañana.
—La hacienda está pensada sobre todo para acoger a los hijos de los campesinos —prosiguió—, que son quienes más sufren las consecuencias del exilio. Dispone de aulas, salas de juegos, centro deportivo…
—Tienes que enseñármela.
Adam llevó la mano a los auriculares, como si hubiese una interferencia. El helicóptero comenzó las maniobras de aproximación a una explanada cercana a la plaza de eventos donde estaban previstos los actos. Mika se fijó en los asistentes. Además de los lugareños y de quienes habían llegado en autobuses, un grupo de invitados con traje y corbata y vestidos de cóctel llenaban una zona vip al pie del escenario. Pasó la mano por su falda de algodón. Mamá Santa había dicho que parecía una sacerdotisa de candomblé.
—Estás preciosa —dijo él, leyendo sus pensamientos.
—Yo no estoy tan segura.
—Esto no se distingue mucho de una fiesta en la playa, ya ves lo cerca que está la orilla del mar, por lo que vas perfecta. Te aseguro que voy a ser la envidia de todos estos gerifaltes.
—No me digas que ahí abajo hay gente muy importante…
—Según se mire. Ha venido Gabriel Collor.
Mika recordó la valla publicitaria del grupo Collor Corporation que vio desde el taxi el primer día, justo antes del apagón. Incluso habló de las siglas CoCo con el conductor, quien comentó que Gabriel era la persona más rica de Brasil y estaba cerca de convertirse en la más rica del planeta.
—¿De verdad está aquí? ¿Lo conoces?
—He desarrollado muchos proyectos para sus empresas. Digamos que quería mostrarme su agradecimiento con su presencia en un acto público.
—¡Y lo dices como si tal cosa!
—Es una persona como tú y como yo. Con sus virtudes y sus miserias.
Mika notó que el helicóptero tomaba tierra.
—Contéstame a una cosa más: ¿cuál es la verdadera razón por la qué escogiste São Sebastião para ampliar la ONG?
—¿A qué te refieres con verdadera?
—Antes has mencionado que aquí pasaste un tiempo feliz.
—Es una antigua historia.
—Me la debes. Es mi tarifa como señorita de compañía.
—No seas vulgar, yo no he dicho eso.
—Has dicho que vas a ser la envidia de todos los gerifaltes.
Adam sonrió y tomó aire.
—Hace algún tiempo pasé unos momentos inolvidables en este lugar. Me acompañaba una persona a la que amaba con toda mi alma.
—¿Quién era? —preguntó Mika con osadía.
El piloto abrió la puerta y gritó bajo el estruendo del rotor.
—¡Fin del trayecto, señor Green!
—¿Quién era, Adam?
—Salgamos ya, Mika. Nos esperan.