—Sólo tenemos que subir un poco más esta avenida para dar la vuelta —anunció el taxista mientras buscaba la forma de sortear un atasco en la avenida Doctor Arnaldo.
Mika regresó al mundo de los vivos. Al otro extremo de la calle, una valla verde delimitaba el recinto hospitalario.
—No se preocupe, me bajo aquí.
—¡Qué le van a atropellar!
Haciendo oídos sordos a los berridos del taxista, Mika abonó la cantidad que indicaba el taxímetro, se apeó entre pitidos y humo y sorteó las seis hileras de coches que apenas reptaban tirando de freno de mano y poniendo a prueba los desgastados embragues. Alcanzó la acera opuesta, corrió hasta que encontró una garita de acceso y se introdujo por la calle que servía de arteria al complejo. Edificio de Pediatría, de Medicina Tropical, de Virología… El Hospital de Clínicas de la Facultad de Medicina de la Universidad de São Paulo era el mayor centro hospitalario de Sudamérica, una pequeña ciudad con trescientos cincuenta mil metros cuadrados, siete institutos especializados y más de dos mil quinientas camas. Empezó a angustiarle el carecer de información detallada sobre el paradero de Purone.
Siguiendo los carteles, se plantó en la puerta del Instituto Central. Buscó el mostrador de admisiones y dio el nombre de su amigo a la encargada.
—¿No sabe en qué área se encuentra? ¿Trauma? ¿Neuro?
—Sólo sé que está en coma.
—Intensivos. —Buscó durante unos segundos en su ordenador—. Tiene que caminar por aquel pasillo hasta el final, bajar al nivel inferior y una vez allí dejarse guiar por los letreros. —Cuando Mika fue a retirarse, la auxiliar la retuvo—. Pero tendrá que esperar a esta tarde.
—¿Por qué?
—El acceso está restringido a una hora por la mañana, que está a punto de terminar, y otra a partir de las 17.30. La Unidad de Medicina Intensiva no es como las habitaciones de planta, en las que todo el mundo entra y sale como si fuera el bar del barrio.
Mika no estaba por la labor de dejarse frenar por protocolos horarios. Salió disparada hacia donde le había indicado y, después de superar un laberinto salpicado de carritos de comida, celadores y facultativos que comentaban risueños sus historiales, ajenos a la angustia de los familiares varados como espectros en las zonas comunes, llegó a un pasillo coronado por las iniciales U. M. I. que terminaba en una puerta oscilo-batiente.
Tomó aire, la empujó con confianza y se introdujo en la estancia. En el centro se ubicaba el control de médicos y enfermeras. Alrededor, los pacientes se alojaban en cubos individuales de cristal. Tendidos en sus camas articuladas, se entregaban sumisos a los cambios posturales y a las friegas de las auxiliares, que se aplicaban con sus esponjas en cada rincón de los cuerpos blandos.
¿Dónde estaba Purone? Reinaba un silencio extraño. Silencio humano, roto por el inquietante pitido de los monitores y el fuelle de los respiradores.
Una enfermera bajita y rolliza se lanzó a detenerla con las manos por delante.
—No puede pasar. Salga, por favor.
—Vengo a ver a un amigo.
—Le he dicho que salga.
—No me iré hasta que lo encuentre —se resistió, estirándose a mirar por encima de la cofia blanca.
—¡Claro que se irá! Ya ha pasado la hora y, además, está prohibido acceder sin ropa aséptica.
Se fijó en el único familiar que aún permanecía en el interior de uno de los cubos. Vestía bata verde, gorro y calzas de plástico.
—¿Dónde puedo conseguir ése atuendo? Me lo pondré y terminamos con esto.
—Se lo proveemos nosotros después de rellenar el impreso que justifica la relación con el paciente, pero tendrá que ser esta tarde. Ya hemos vaciado la unidad.
—¿Y ése de ahí?
Señaló al visitante rezagado.
—Él está esperando a uno de los doctores.
Mika le habló en tono de súplica, cambiando de estrategia.
—¿Ni siquiera me concede un minuto? No he podido venir antes, acaban de llamarme del consulado español…
—¿Busca usted al chico del disparo en la cara?
—¡Sí, sí, por favor, sólo quiero verle! ¿Verdad que me va a dejar pasar? Por favor…
La enfermera suspiró. Cuando parecía que iba a transigir, objetó:
—No podría darle autorización aunque quisiera. Sólo permitimos una persona por turno.
El visitante de la bata…
Estaba de espaldas pero, como si les hubiera escuchado, se volvió levemente. A Mika le recorrió un escalofrío cuando, a pesar del atavío de plástico higienizado, logró reconocerle.
Era el Capitán Nemo. La mano derecha de Adam Green que había conocido en Creatio.
¿Qué estás haciendo tú aquí?
Le contempló con desconcierto. ¿En qué tipo de trama se hallaban envueltos? ¿Qué pintaba ese hombre, con su expresión de prepotencia, a un palmo del respirador mecánico de Purone? La cabeza le hervía. Lo imaginó desactivando el falso pulmón para provocar a su amigo del alma una angustiosa muerte por asfixia.
Echó a correr hacia él, sorprendiendo a la enfermera que no tuvo tiempo de detenerla. Esquivó unos carritos repletos de material para curas y apartó a una auxiliar que salió de otro cubo para ver qué ocurría. Cuando estaba a punto de llegar, una pareja de fornidos celadores se interpusieron en su camino y la sujetaron por ambos brazos. Aún tuvo fuerzas para estirarse y pegar la cara a la luna. El Capitán Nemo la observaba impertérrito desde dentro.
—¡Suéltenme! —gritó, revolviéndose—. ¡Saquen a ese hombre de ahí!
Los celadores la arrojaron al suelo tirándole burdamente del pelo y, sin ninguna consideración, la sacaron a rastras hasta el pasillo. Uno se parapetó en la puerta y el otro permaneció junto a ella, controlando que no volviese a la carga. Lejos de intentar sacar partido de sus artes marciales contra dos hombres que sólo hacían su trabajo, se acurrucó en un rincón con las manos en la cara, desbordada por la impotencia. En ese momento llegó un médico alto, con su bata recién planchada y un historial en la mano.
—¿Qué ocurre?
—No se preocupe, doctor Souza —le explicó un celador—. Esta mujer ha perdido los nervios, pero ya está todo controlado, ¿verdad?
—Sólo quiero que se ponga bien —sollozó Mika.
—¿Habla del chico español del tiroteo?
El celador asintió.
—No sé si podré soportarlo otra vez —siguió ella.
—¿A qué se refiere con otra vez?
Levantó la mirada y estalló:
—¡Ya murió en mis brazos en la favela! ¿Qué hace ese hombre ahí dentro?
El médico cuchicheó algo con el celador.
—Mientras de mí dependa, a su amigo no va a ocurrirle nada malo —discrepó con sosiego.
—¿Quién es usted?
—El neurocirujano que lleva dos días buscando una solución para que su amigo salga de aquí cuanto antes. Precisamente venía a hablar con la persona que la familia ha designado para recibir los partes.
La persona que la familia ha designado…
—¿Se refiere al hombre que está con él?
—Lo envía esa empresa, ¿cómo se llama…?
—Creatio —contestó Mika con un hilo de voz, cada vez más confundida.
—Así es, Creatio.
—No puedo creerlo…
—Mientras se aclaran las aseguradoras, ha avalado el coste del tratamiento.
—¿Qué está pasando aquí?
—Ya sabe usted cómo son estas cosas: conflictos con relación a los riesgos cubiertos, al alcance de las primas… Es triste, pero el hospital necesita tener garantías de que va a cobrar.
—No me refiero a eso. Dios, va a estallarme la cabeza.
Se llevó ambas manos a las sienes.
—¿De verdad estaba con él cuando recibió el disparo?
—Creí que había muerto… y lo dejé tirado.
La enfermera se asomó para ver si la situación estaba controlada.
—¿Ha visitado esta mujer al paciente? —le preguntó el neurocirujano.
—No se lo he permitido.
—Tráigale ropa.
—Pero, doctor…
—Haga lo que le digo.
—No quedan guantes —peleó aquélla—. He mandado a buscar unas cajas para el turno de tarde.
—No hay bacteria, así que servirá con la bata y las calzas.
—Gracias, doctor —dijo Mika mientras se levantaba.
Cuando entró y vio a Purone de cerca se le cayó el alma a los pies. La cabeza vendada, el tubo en la boca, el émbolo subiendo y bajando; la sonda urinaria asomando bajo la camisola; el monitor marcando el ritmo cardíaco, la tensión arterial y la saturación de oxígeno…
Las máquinas vivían por él.
Se volvió hacia el Capitán Nemo. No sabía qué pensar. El neurocirujano les habló mientras sujetaba la puerta de cristal.
—El disparo que le alcanzó en la pierna no me preocupa. La herida es limpia y sanará sin complicaciones. Pero el otro… La situación es crítica, no le voy a engañar. Iré bajando la presión del respirador para ver si se defiende solo y en breve habrá que pensar en una sonda nutricional para sustituir al suero. Tendremos que proveerle de alimento por vena o por vía enteral, con un tubo a través de la nariz hasta el estómago. Pero todo eso será si no me decido a operar antes. Si por mí fuera, esta misma noche sacaría la bala.
—¿De verdad puede hacerlo? —se animó Mika.
—Eso es lo que venía a decirles. Creo que tengo la forma de acceder, la forma de proceder y la forma de salir. Sólo necesito el beneplácito del neurólogo, que es quien se ocupará de su recuperación tras la intervención.
—Confiamos en usted, doctor Souza —autorizó el Capitán Nemo, abriendo por fin la boca—. Haga lo que considere mejor para su paciente.
—De acuerdo, entonces.
—Ya que al parecer usted lleva la voz cantante —espetó Mika al peculiar ejecutivo de Creatio—, será mejor que me explique todo esto.
—Yo les dejo —se excusó el neurocirujano—. Sólo les ruego que no se demoren demasiado en salir. Ya han visto que tenemos de uñas a la enfermera jefe.
—Gracias de nuevo —dijo Mika.
El médico asintió pensativo y añadió:
—Procuren no discutir delante de él. Se supone que dejamos pasar a los familiares a este recinto para que transmitan amor a los pacientes. Tengan por seguro que él, de un modo u otro… les escucha.
Dibujó un gesto amable y se retiró. Mika se aferraba con fuerza a una esquina de la sábana que cubría a Purone. El pitido del monitor. El émbolo del respirador. Aquel cubo era una olla a presión.
—¿Por dónde quiere que empiece? —se ofreció el Capitán Nemo.
Mika dedicó una mirada compasiva a su amigo Purone.
Tendrás que perdonarme, cariño, pero tengo que hacerlo.
—Por el principio —ordenó, recordando el interrogatorio al que ella misma fue sometida por el investigador Baptista—. Dígame qué estaba haciendo Adam en la favela el día de la reyerta.
El Capitán Nemo tomó aire y le habló con paciencia.
—El señor Green había ido allí al igual que hace todas las semanas desde hace años.
—¿Cómo que todas las semanas? ¿Con qué motivo va a Monte Luz de forma periódica?
—Le gusta controlar en persona el funcionamiento de su ONG.
Un segundo para asimilarlo.
—No sabía que dirigiera una ONG.
—Esa organización es muy importante para él. Si conociera bien al señor Green, le habría oído decir que fundarla es lo mejor que ha hecho en la vida.
—Hábleme de ella.
—Se llama «Bienvenidos» y se dedica a apoyar a los indígenas que llegan a la ciudad desde la selva. Cada día, familias enteras abandonan las regiones amazónicas y se desplazan a las grandes urbes buscando un futuro que se les antoja prometedor, pero lo único que encuentran es desarraigo y miseria. Las favelas sin pacificar de São Paulo están repletas de inmigrantes que no tienen nada. La carencia de trabajo les roba su futuro, una tragedia que también atraviesan muchos brasileños no indígenas, pero en este caso tampoco tienen pasado, porque los madereros han quemado sus tierras, sus tradiciones y sus recuerdos. La ONG Bienvenidos se encarga de integrarlos en la vida de la ciudad y dotarles de recursos para que se defiendan mientras encuentran su camino.
—¿Les dan dinero?
El Capitán Nemo movió la cabeza a ambos lados de forma indeterminada mientras buscaba las palabras exactas.
—Sí que se cubren algunas necesidades básicas de los recién llegados a través de donaciones, pero más importante que la caridad temporal es proveerles de asistencia médica, educativa y psicológica. Muchas veces, lo que más necesitan es alguien que les escuche y les pregunte qué quieren hacer con su vida.
—Ni por lo más remoto habría imaginado esto —reconoció Mika.
—El trabajo de la ONG no termina con la integración inmediata de los indígenas. También tenemos servicios de asistencia jurídica para evitar que, una vez que han construido su nueva vida en las favelas, les echen de ellas.
—¿Ahora se refiere al gobierno?
Asintió.
—Cuando las Unidades de Policía Pacificadora consiguen expulsar a los narcos llega la tranquilidad, pero también llega la especulación. Piense que algunas de las comunidades más pobres están levantadas en los morros que tienen las mejores vistas de la ciudad, unos enclaves en los que la clase media estaría encantada de construir sus chalets. Por eso, a medida que avanza el proceso de limpieza policial, las unidades del Servicio Municipal de Vivienda aprueban planes de urbanización y se presentan en mitad de la noche con sus bulldozers para derribar las chabolas alegando que sus moradores no tienen título de propiedad… Y lo peor es que la gente se lo permite. No conocen sus derechos; muchos ni siquiera saben que quien lleva cinco años ocupando una vivienda, por precaria que sea, puede exigir que se la restituyan llave en mano por otra similar en un morro cercano; y acceden a firmar difusos contratos de derribo a cambio de futuras viviendas sociales y ayudas económicas que nunca llegan a materializarse. Con ocasión de los abusos especulativos que suscitó la concesión del Mundial y de los Juegos, hasta la propia ONU denunció el asunto, pero para resolver los problemas del mundo hace falta actuar sobre el terreno.
—Hacen falta organizaciones como la de Adam Green —murmuró Mika, perdiéndose en sus pensamientos.
—Más bien, espíritus como el de Adam Green —corrigió el Capitán Nemo—. ¿Está satisfecha? ¿O aún sigue creyendo que todos los miembros de Creatio estamos empeñados en terminar con la vida de su amigo?
—Dígamelo usted —se revolvió, viniéndose arriba—. Me parece que quedan muchas preguntas sin contestar. ¿Qué tiene que ver Purone con la ONG Bienvenidos y con Creatio? Todavía no me ha dicho por qué está usted a los pies de esta maldita cama.
—Yo le contraté.
—¿Cómo?
—Es raro que Purone no se lo contase —añadió con pereza.
—¡No le dio tiempo a contarme nada, maldito hijo de…!
Tuvo que tragarse su rabia.
—Si no se tranquiliza, me iré sin decir una palabra más.
—De acuerdo —resopló Mika, cerrando los ojos, escuchando el respirador artificial.
—Yo no le he insultado en ningún momento.
—¡Ya le he dicho que de acuerdo! —volvió a elevar la voz.
El Capitán Nemo dejó transcurrir unos segundos antes de retomar la palabra con aire de suficiencia.
—Contraté al colectivo Boa Mistura para que llevase a cabo la intervención artística en Monte Luz.
—Así que usted era el supuesto mecenas que les financiaba.
—En realidad, el dinero salía de las cuentas de Creatio. Aparte de la asistencia inmediata que la ONG presta a los indígenas, al señor Green le gusta inspirarles a largo plazo a través de proyectos culturales: ciclos de cine, talleres, conciertos… Hace unos meses leyó una noticia sobre la participación de Boa Mistura en la Bienal de Arte de Panamá, donde realizaron un original proyecto pictórico en uno de los barrios más conflictivos del extrarradio, y consideró que podíamos copiar el modelo. Me pidió que contactase con ellos y les convenciera para que diesen color a Monte Luz.
—Entonces Adam sabía desde el principio quién era Purone… ¿Por qué no me dijo nada?
—Quizá porque usted no se lo preguntó.
Mika pensó en la mañana que despertó en el solitario apartamento del edificio Copan tras el tiroteo, en la charla que mantuvo con Adam, en el sosiego que, tan ingenua, sintió a su lado.
—Aun así, no puedo creer que no me pusiera al corriente de todo.
El Capitán Nemo se mantuvo firme, tanto que hasta el plástico de su vestimenta esterilizada carecía de arrugas, pero pareció ablandarse por dentro porque a partir de entonces pasó a tutearla:
—Tal vez el señor Green consideró que si te enterabas de que él era el motivo por el que Purone estaba en la favela, le culparías de lo ocurrido y renegarías de su ayuda. Y después de lo que pasaste, era obvio que necesitabas alguien a tu lado.
—Está claro que el que sí está informado de cabo a rabo es usted.
—De hecho, aún lo sigues necesitando —continuó él—. Quién sabe lo que podrían hacerte los narcos de Monte Luz si localizasen tu paradero.
—Esto es demasiado. Tengo que salir de este cajón, no puedo respirar.
Acarició a su amigo por encima de la sábana.
Te dejo todo el amor que soy capaz de dar, todo. Mucho más del que tu neurocirujano podría imaginar. Pero, por favor, ponte bien. Prométeme que no dejarás de luchar…
Cruzó la puerta de cristal y se encaminó hacia la salida a través del control de enfermeras.
—No olvides que el Comando Brasil Poderoso cree que tú mataste a su líder —oyó a su espalda.
—Sabré cuidarme sola —dijo en voz baja sin mirar atrás.