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Se separaron como dos viejas amigas, con la serena certeza de que sus caminos volverían a cruzarse. Mika anduvo por el entramado de calles peatonales seguida por los versos de «Sampa» (el título de la canción y, a su vez, el topónimo cariñoso de São Paulo). Al igual que el compositor, ella tampoco entendía nada de lo que estaba ocurriendo desde que puso un pie en la ciudad.

Como anunció Mamá Santa, pronto llegó a una plazoleta enclavada entre grandes edificios. No era extraño que a la baiana le resultase tan especial. En el centro se levantaba la pequeña iglesia Nuestra Señora del Rosario de los Hombres, construida por brasileños negros en un enclave que, en sus orígenes, se destinó a ritos animistas; a su lado, el desgarrador monumento a la Madre Negra mostraba una esclava africana de color amamantando a un niño blanco, llorando por el hambre que pasaban sus verdaderos retoños.

Giró sobre sí misma y divisó uno por uno los edificios que rodeaban la plaza hasta que localizó la Galería del Rock. Sus siete plantas sin fachada se alzaban etéreas, abiertas a la calle con unas balconadas sinuosas no aptas para quienes sufrían de vértigo.

Resultaba obvio por el aspecto de los que estaban asomados que era el punto de encuentro de todas las tribus urbanas de la región, desde los góticos que había mencionado Baptista, hasta seguidores de cualquier otra estética underground imaginable: punk, heavy, hip-hop, grunge, mod, rastafari y hasta otakus japoneses. Pensó que ella nunca había mostrado ante nada ni nadie una fidelidad semejante y se decidió a entrar.

Además de ser el paraíso del tatuaje —muchos de sus moradores tenían más superficie corporal tintada que libre—, en cada nivel se sucedían docenas de pequeñas tiendas de monopatines, camisetas de bandas de música y atuendo para las tribus, accesorios, CD, objetos de culto tan peregrinos como máscaras de Darth Vader o réplicas a tamaño real de los orcos de El señor de los anillos… También abundaban los locales de profesionales del piercing, dispuestos a agujerear los lóbulos de quienes solicitaban pendientes convencionales o, cuando el cliente cultivaba tendencias más extremas, a introducirles cuernos de aluminio en la frente o provocarles escarificaciones cutáneas propias de las tribus ancestrales del etíope río Omo.

Enfiló una escalera interior que conectaba las siete plantas de aquel edificio (ora backstage de concierto, ora museo de los horrores) abriéndose paso entre la gente y el olor a kebab de los puestos de comida rápida. La luz natural que penetraba por las claraboyas del techo, mezclada con los focos de los pasillos y los neones de los escaparates, dotaba al lugar de una atmósfera onírica. Los equipos hi-fi de los locales —todos con las puertas abiertas de par en par— intentaban imponer las preferencias musicales de sus propietarios, pero había un sonido endémico de aquel islote: el enjambre. Como el investigador Baptista había resaltado, las máquinas de los estudios de tatuaje producían un inquietante zumbido que resonaba como un millón de abejas por encima de la algarabía.

A la vista del tamaño de la galería, Mika celebró tener una referencia para empezar sus pesquisas. Subió hasta la quinta planta y preguntó por Sarita, la tatuadora que le había recomendado la chica de la pousada.

No fue difícil de encontrar. Empujó la puerta de cristal y accedió a una recepción con un par de sillones tapizados de leopardo y una mesa baja cubierta de carpetas con los diseños que proponía la artista. CREA TU PROPIO TATUAJE, CREA TU PROPIO YO, sugería un cartel sujeto con chinchetas en la pared negra. En una vitrina de cristal se exhibían las pistolas, hileras de botes de tinta y el material quirúrgico que garantizaba la máxima higiene para cuando la tinta penetrase bajo la epidermis.

Una cortinilla de cadenas de aluminio servía de separador con la estancia contigua. Mika se asomó. Sobre una camilla yacía un muchacho con abundante barba que estiraba el cuello hacia las tipografías romanas tatuadas en su gemelo. A su lado, Sarita rebuscaba en los cajones de su mesa de apoyo. Tendría más o menos la edad de Mika. Vestía unos pantalones bombachos y, por arriba, tan sólo un sujetador negro que contenía a duras penas sus generosos y operados pechos, ambos tatuados con una enredadera que surgía de su ombligo. El pelo morado se arremolinaba cada vez que el ventilador anclado en un rincón del techo hacía su ronda.

—Hola —saludó, cordial—. ¿Te importa esperar fuera hasta que termine? Puedes ir echando un vistazo a los álbumes que hay sobre la mesa.

—No me importa que se quede —intervino el cliente con una sonrisa pícara.

—Okey, pero no te acerques mucho. Si me rozas el brazo le haremos un buen borrón a este guaperas.

Mika atravesó la cortinilla metálica y apoyó la espalda en la pared. Olía más a consulta médica que a bar de carretera frecuentado por ángeles del infierno.

—¿Primera vez? —preguntó Sarita mientras cambiaba de aguja.

Mika se levantó la camiseta y le mostró el sinograma samurái que lucía en la cadera, aquel símbolo que le servía de antorcha cuando resultaba difícil dar pasos adelante. Sarita asintió complacida y prosiguió con su labor. Una vez terminadas las líneas y el relleno del diseño que tenía entre manos, bajó el tono de negro y comenzó con las sombras, añadiendo un toque de agua y de blanco.

—Esto ya casi está —anunció al cabo, incorporándose hacia atrás para articular el cuello—. Sólo falta dar brillo a estas letras y enseguida estoy contigo.

—En realidad no he venido a tatuarme.

—¿Qué quieres entonces?

—Necesito que me ayudes a localizar al autor de un tatuaje.

—Qué legal —exclamó el muchacho.

—Tú no te metas —le regañó Sarita—. Yo vivo de tatuar, no de informar.

—Lo siento, esperaba más corporativismo en el gremio —contraatacó Mika con sarcasmo.

—Tienes que ser más corporativa —repitió el muchacho.

—¡Qué te calles! —le gritó Sarita, amenazándole con la aguja. Al momento, dejó la pistola sobre la mesita auxiliar y añadió—: No me tengáis en cuenta mi mala leche, los dueños de la galería me están friendo a facturas.

—No te preocupes. Me envía una clienta tuya que te ha puesto por las nubes.

—¿Ah, sí? ¿Quién?

Se dio cuenta de que no sabía cómo se llamaba.

—Trabaja de recepcionista en la Pousada do Vento.

—No caigo…

—Le tatuaste un duende en la espalda.

Mika compuso una postura imitando a la criatura del bosque.

—¡Ahora me acuerdo! Una niña muy lanzada. No soltó ni un quejido.

—Entonces ¿vas a ayudarme?

—¿Cómo te llamas?

—Mika.

—¿De dónde eres?

—De todas partes.

—Eso me gusta. —Se volvió hacia su cliente y le habló, recuperando el tono profesional—. Vamos a dejar que tu piel descanse unos minutos. Cuando vuelva remataré los brillos y lo protegeremos bien para que no se infecte con este calor, ¿okey?

Mika y Sarita salieron a la recepción y se sentaron en los sillones de leopardo. La tatuadora se quitó los guantes hipoalergénicos y los arrojó a una papelera con tapa.

—El diseño que estás buscando, ¿lo ha hecho algún compañero de la galería?

—No tengo ni idea.

—Cuéntame cómo es.

—Mejor te lo dibujo.

Sarita le acercó un folio y un rotulador y Mika lo plasmó con la mayor exactitud que pudo.

—Un rectángulo y un ojo. Simple, pero curioso.

—Ya veo que no te suena.

—Mío no es, desde luego.

—Y se te ocurre quién…

—Esto podría haberlo hecho cualquiera. Pensaba que se trataría de algo más sofisticado, no me entiendas mal.

—He sido una ingenua al pensar que sería llegar y besar el santo.

—De todas formas…

La tatuadora se asomó al exterior e hizo gestos a un par de niños que estaban apoyados en un puesto de helados para que se acercaran a la puerta del estudio.

—¿Conocéis a Kurtz? —les preguntó.

—¿El Loco?

—Traedlo aquí y os compro uno de ésos.

—¡Vete pidiéndolos!

Echaron a correr hacia la escalera circular.

—¡Uno para los dos! —gritó Sarita.

—¿Quién es Kurtz el Loco? —preguntó Mika cuando aquélla regresó al sillón.

—Un clásico del lugar. Dicen que lleva en la galería desde la inauguración en 1961.

—¿Trabaja aquí?

—Más bien vive aquí. Ha llevado una existencia dura, pero todos le queremos. Es como nuestro padre espiritual, ha conseguido regresar de todo tipo de viajes.

—Psicotrópicos.

—De esos mismos. —Sarita volvió a concentrarse en el dibujo—. Puede que sea inventado aunque, por el rollo simbólico del ojo, también podrían haberlo copiado de algún motivo neolítico.

—¿Cómo que neolítico?

—O anterior. En un glaciar de los Alpes encontraron una momia de unos cinco mil años… ¡con cincuenta y siete tatuajes en la espalda! Dicen que en ese caso no era ritual, sino terapéutico, como la acupuntura. Está claro que en aquel entonces eran mucho más listos que nosotros.

Sarita cambió la música que salía de un iPod conectado a un altavoz. Desterró a Kings of Leon a cambio de una sosegada versión de Adele interpretada a piano y voz por Linkin Park.

Al poco, uno de los niños se asomó a la puerta del estudio.

—¡Aquí está Kurtz el Loco!

—No lo llames así delante de él, hombre.

Kurtz entró en el local arrastrando los pies. Era un hombre flaco y estirado como un junco, enfundado en una parka con capucha tres tallas mayor que la suya que, en esas fechas, debía de subirle la temperatura interior a cien grados.

Sarita se acercó a la caja registradora para pasar una moneda a los niños, pero Mika se adelantó.

—Es cosa mía.

—Okey. Kurtz, ¿te importa sentarte unos minutos con nosotras?

—¿Te crees que voy a rechazar a dos bellezas juntas para mí solo? Aún me queda una pizca de cerebro sano. La pizca de reconocer a las reinas del carnaval cuando las tengo delante.

—Eres un encanto. —Le acercó un taburete cilíndrico de cuero blanco—. Mira, ésta es Mika. Está buscando a quien haya podido tatuar este motivo. ¿Te suena?

—Pues claro.

Mika sintió un burbujeo instantáneo.

—¿Cómo que pues claro? —refunfuñó Sarita—. ¿Así de fácil?

—No me preguntes el nombre del presidente de Brasil, pero el autor de un tattoo

—¿Lo ves? —celebró Sarita—. Ya te lo había dicho.

—Son obra de Maikon, el de la segunda planta.

—¿Cómo que son?

—Más de uno como éste ha tatuado, eso seguro.

Sarita se levantó de golpe y asomó la cabeza a la estancia donde reposaba su cliente.

—No te muevas de aquí, guaperas, que vuelvo en un minuto. Si entra alguien le dices que se siente y que no toque nada.

Bajaron a toda prisa al estudio de Maikon. Además de la sala de operaciones, tenía una exposición y venta de material para otros compañeros de profesión: tintas con los colores más sofisticados, pistolas personalizables, sistemas de esterilización…

Les atendió su empleada, una asiática de piel oscura y no por ello menos tatuada. Los brazos, con rayas de cebra; en el cuello, una cadena de espinos.

—Ha salido a almorzar —les informó.

—Vaya —se quejó Sarita—, ni que trabajase en un banco. ¿Sabes adónde?

—Ya sabes que le gusta el sushi.

—Ni sabía que a Maikon le gustaba el sushi, ni comprendo cómo alguien puede comer pescado crudo por la mañana.

—¿Hay algún japonés cerca? —intervino Mika.

—En la séptima hay un oriental.

Otra vez para arriba.

En ese momento sonó una cautivadora sintonía de xilófono.

—Creo que es tu móvil —dijo Kurtz a Mika.

El smartphone que le había prestado Adam…

Rebuscó nerviosa en el bolso y contestó.

—Diga.

—¿Hablo con Mika Salvador?

Era un hombre que se dirigía a ella en perfecto castellano. Un escalofrío le recorrió la espalda.

—Sí, soy yo.

—Mi nombre es José Pérez-Terreros, del consulado español en São Paulo. Nos dejaron este teléfono de contacto.

—Sí, sí. ¿Tiene noticias de mi amigo Purone? Del colectivo Boa Mistura…

—Ante todo disculpe la demora. Hemos tenido algunos problemas de coordinación con las Unidades de Policía Pacificadora que se ocuparon de la evacuación de su amigo de la favela, pero ya lo hemos solventado. Nos acaban de informar de que, el mismo día de la reyerta, fue llevado al Hospital de Clínicas de la Facultad de Medicina, donde todavía permanece ingresado.

Mika exhaló un sollozo y dijo con un hilillo de voz:

—Le agradezco todo lo que están haciendo.

—Se encuentra en el mejor centro médico del país, por eso no ha de preocuparse. Y ha dejado más que claro que es un muchacho fuerte. Pero habrá que esperar.

—¿A qué se refiere con esperar?

—Aún tiene el proyectil alojado en la región paratemporal.

—¿Qué está diciendo?

—Le entró por la zona del pómulo y le fracturó la base del cráneo. Pero nos hemos asegurado de que lo traten los mejores especialistas.

—Oh, Dios… ¿Cuál es el pronóstico?

—No le voy a engañar. Está en coma y en situación crítica, pero al menos no hay muerte cerebral. Necesitan estudiar su evolución y detectar…

Colgó sin escuchar el final de la frase. Miró a Sarita y Kurtz, que le contemplaban en silencio. Habría querido compartir con ellos lo que sentía, pero no sabían nada de lo ocurrido. No sabían nada de ella. Era una extraña en mitad de aquel pasillo infestado de guitarras distorsionadas y fauces de serpiente.

—Tengo que irme.

—¿Ahora? ¿Y el tatuaje que andabas buscando? Seguro que Maikon está en ese puesto de comida oriental de la séptima…

Echó a correr hacia la calle y subió a un taxi que enfiló hacia el hospital, serpenteando entre un ómnibus y dos camionetas de reparto. Se asomó por la ventanilla, tratando de contener las lágrimas y liberar el puño que se había instalado en su pecho y le estrujaba los pulmones. Las obstinadas nubes de acero seguían ocultando el sol. Pesaban sobre ella como el recuerdo de tantos momentos compartidos con Purone. Necesitaba verle, convencerse de que no seguía tirado en un callejón de la favela mientras la vida se le escurría por las alcantarillas.