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São Paulo, en la actualidad

Tumbada boca arriba en la cama de la pousada, Mika no podía arrancarse de la cabeza el tatuaje del luchador de capoeira que le había robado el portátil. Después de darle mil vueltas, comenzaba a dudar si de verdad lo había visto antes.

Un rectángulo…

Con un ojo en su interior…

No quería ni pensar que el sicario hubiera sido enviado por la familia del narco Poderosinho. Pero ¿cómo iba a tratarse de un robo aislado?

No había duda. Conocían su dirección.

Era una pesadilla. Primero Purone y ahora ella. Nunca en su vida se había sentido tan sola. Ni había tenido tanto miedo.

Los claxon de la avenida próxima iniciaron su particular obertura. El estruendo de un helicóptero hizo vibrar el techo. Los rayos del primer sol se introdujeron por una rendija de la contraventana. La metrópoli le reclamaba y ella apenas había logrado conciliar el sueño unos minutos en toda la noche. Se incorporó y perdió la mirada en el rincón donde había sorprendido al sicario agazapado. Estaba agotada, pero tenía que moverse. Era peligroso permanecer allí y, además, si seguía dejando que pasasen las horas sin hacer otra cosa que mirar la pantalla del móvil y esperar que se iluminase con la llamada del consulado, terminaría volviéndose loca. Empezaba a pensar que esa llamada no llegaría nunca. Que Purone no despertaría nunca.

Durante la interminable vigilia había tenido tiempo de repasar palabra por palabra la declaración prestada en el cuartel del Grupo de Operaciones Especiales. Cuando mencionó la camiseta del taxista del aeropuerto, el investigador Baptista le habló de la Galería del Rock. Según dijo, era un centro comercial dedicado a la ropa gótica y… a los estudios de tatuajes.

Un rectángulo…

Con un ojo en su interior…

Tal vez se estaba obsesionando con ese maldito símbolo. O, más bien, ya estaba completamente obsesionada. Y era consciente de que no se detendría hasta deshacer el nudo que le oprimía. Necesitaba localizar como fuera al sicario (el único hilo del que podía tirar en mitad de aquel caos) y reunirse de nuevo con el policía. Convencerle de que ella no tenía nada que ver con lo ocurrido en Monte Luz, de que sólo era una víctima más. En su primera declaración mintió. Dos veces. Silenció su entrevista de trabajo en la oficina comercial para evitar que se les ocurriera confirmar la coartada y que ello manchase su currículum; y también ocultó su huida en el deportivo de Adam Green. Movimientos erráticos. Terriblemente temerarios. Ahora lo sabía.

No podía culparse. Se sentía sola y tenía miedo…

Para vencer al miedo, bastaba con enfrentarse a él. Era una enseñanza básica del camino del guerrero.

Voy a por ti.

Tomó una ducha rápida y se enfundó una falda larga blanca. Se adivinaba un bochorno asfixiante y no estaba dispuesta a sufrir más de lo necesario. El calor le impedía pensar con claridad. La ajustó en las caderas con un cinturón estrecho de chapas doradas, como las sandalias, y completó el equipo con una camiseta de tirantes también blanca. Se miró al espejo y respiró hondo. El aspecto angelical no se correspondía con el infierno que estaba viviendo por dentro, pero quizá ayudase a compensarlo. Colocó una horquilla en la parte izquierda del pelo dejando suelto el otro lado y bajó a recepción.

Al verla, la joven del mostrador se echó instintivamente hacia atrás. Después de la persecución por los pasillos de la pousada, seguro que habría preferido no tenerla como huésped. Pero cuando Mika preguntó por la Galería del Rock, el gesto arisco de la recepcionista se perdió tras un brote espontáneo de simpatía.

—Lo mejor es que vayas hasta la estación de la plaza de la República y que te indiquen desde allí. Cuando llegues a la galería, sube a la quinta planta y busca el estudio de Sarita. Es la artista que me hizo esto.

Le mostró el duende que lucía sobre su omóplato derecho, un ser de gran nariz y sombrero en pico que avanzaba de puntillas, como si estuviera a punto de hacer una travesura.

—Le diré que voy de tu parte, gracias.

—¿Tienes ya pensado el motivo? ¿El nombre de tu chico?

—No hay chico.

—¿Seguro? Sarita tatúa unas letras que parecen tallos de flores…

Cuando abandonó los limpios túneles del metro y asomó a la plaza, en pleno centro histórico, le azotó un caos diferente. El humo y el ruido del tráfico convivían con el impenitente trino de los pájaros y el verdor de los árboles tropicales que flanqueaban el estanque. Era el hogar de rondadores de incierta calaña, pero también el vértice de animadas calles comerciales, repletas de restaurantes y cibercafés, tenderetes de collares y carritos de fruteros que anunciaban zumo recién exprimido.

El barrio llevaba impresa la marca de su zarandeada existencia. En el pasado fue el distrito financiero y administrativo, pero cuando las empresas se trasladaron a las zonas modernas nacidas de la explosión económica, el gobierno del Estado también hizo las maletas y voló a un palacio al sur de la metrópoli. El vaciamiento trajo degradación, delincuencia y especulación, unas lacras que intentaban ser erradicadas por asociaciones privadas, avaladas por intelectuales o empresarios nostálgicos, empeñadas en preservar su breve historia y su cultura.

Echó a andar mientras buscaba a quien preguntar por la Galería del Rock. Entre impersonales bloques de viviendas se alzaba el edificio Italia, un icónico rascacielos de la edad de oro del centro urbano. A sus pies, una muchedumbre se agolpaba junto a un precinto de la Policía Metropolitana.

El acceso al inmueble estaba cortado. Además de la cinta de plástico sujeta a árboles y farolas para marcar el perímetro, había agentes armados apostados en las esquinas. Los curiosos que ocupaban la acera conversaban entre sí. Se introdujo en el grupo más nutrido, que había formado un gran corro.

En mitad del círculo, un hombre de unos cuarenta años con túnica y tocado de santero practicaba una suerte de ceremonia. Por los artilugios que agitaba y sus peculiares collares, debía de tratarse de un ritual de candomblé. Tenía un aspecto ambiguo, con las cejas recortadas y el pelo que asomaba teñido de blanco. Estaba acompañado de otras santeras más jóvenes que quemaban hierbas aromáticas y esparcían el humo por los asistentes. Él, entretanto, componía unos movimientos que sólo podían ser debidos a algún brebaje ilegal. Se acercó a Mika, permaneció unos segundos mirándola a los ojos y fue a pasar unas caracolas por su pelo.

Ésta se apartó de forma instintiva.

—No te asustes —dijo alguien.

Se volvió. Era una de las ayudantes del santero. De inmediato, ambas se fundieron en un aspaviento.

—¡Mamá Santa!

—¡Mika, mi niña! ¿Qué haces aquí?

—¿Y tú? —preguntó con emoción, tuteándola.

—¡Yo estoy trabajando, bendito Yemanyá!

—¿Te dedicas a hacer rituales de candomblé en plena calle?

—Padre Erotides suele llamarme cuando necesita ayuda. —Señaló al hombre, que para entonces ya dedicaba sus particulares convulsiones a otros transeúntes—. Tiene un terreiro no lejos de aquí.

—¿Un terreiro?

—Un templo de candomblé. Pero ¡no te imagines una catedral, que los afrobrasileños somos pobres por naturaleza! Es una vieja casita en la que su familia lleva medio siglo celebrando el culto.

—¿Y qué os ha traído hoy aquí?

—Los propietarios de este rascacielos nos han encargado purificarlo. Lo primero es desterrar a las ánimas negativas que rondan alrededor.

A Mika se le echó encima todo lo que venía padeciendo desde su llegada.

—Conmigo tenéis trabajo abundante. Debo de estar poseída de la cabeza a los pies por malas ánimas.

—Mika, Mika… —Le cogió por los mofletes como si fuera una niña—. No sabes cuánto me alegro de verte después de lo que pasó. ¡Y qué guapa estás! Con esa falda blanca podrías unirte a nosotras. Pareces una sacerdotisa de primera, sólo te falta el turbante.

—Sé que declaraste ante la policía a mi favor —le agradeció, tratando de ocultar lo emocionada que estaba para parecer más entera.

—Yo solamente me limité a contarle lo que vi. Ni a tu favor ni en contra.

—Gracias de todas formas por haberte implicado.

—El miedo no es el único motor que mueve mi comunidad. Cada día somos más los que caminamos hacia el futuro por las callejuelas más limpias de las favelas, sin pensar en si también son las más empinadas. Mira estas piernas venidas de Bahía. —Se alzó la falda y dio unos cachetes en su propio muslo—. Te aseguro que pueden soportar todos los escalones que haga falta.

—Espero de corazón que no tengas problemas. ¿Están las cosas muy feas por Monte Luz?

—No son días nada fáciles. Silencio y lágrimas, mala mezcla. Por cierto, he oído que dispararon a uno de los artistas españoles…

Mika tenía intención de ponerla al corriente, pero no pudo hablar. El mero hecho de pensar en Purone le impedía respirar. Seguía sin recibir la llamada del consulado, por lo que empezaba a imaginar lo peor. Tranquila, dijo para sí, paciencia, Purone es fuerte, sé fuerte tú también. A su alrededor, el santero continuaba su danza catártica.

—¿Por qué este lugar necesita ser purgado? —preguntó para desviar la conversación—. ¿Y por qué está tomado por la policía?

—Vayamos a otro sitio para hablar más tranquilas —sugirió Mamá Santa, cogiéndola del brazo.

—¿Puedes escaparte ahora?

—Aún seguirán un rato con los preparativos. Me uniré a Padre Erotides cuando entre en el edificio.

Cruzaron a la acera de enfrente. Era gracioso ver a la baiana esquivar los coches con esa mezcla de desparpajo y desprecio, como si estuviera exenta de ser atropellada por venir envuelta en alguna suerte de burbuja protectora. Se sentaron en el bordillo de un parterre de hierba seca y Mamá Santa declaró:

—Es habitual realizar rituales de purificación en oficinas para que los negocios resulten más prósperos. Pero en este caso la cosa va más allá. Con lo que ocurrió aquí el lunes, están convencidos de que ha acumulado energía negativa como para carcomer los cimientos y echarlo abajo.

—Me estás diciendo que…

—Ahí arriba se encendió la estrella, la luz que iluminó las favelas en mitad del apagón.

Así que era eso. Estaban junto al rascacielos que Mika divisó desde la cima del morro de Villa Madalena. Levantó la vista. La interminable fachada, estrecha y gris, se confundía con las nubes que se habían instalado sobre la urbe.

—¿Cómo pudieron subir el material? Quienquiera que lo hiciese, tuvo que transportar hasta la azotea los focos, aunque fuera por piezas, y una vez allí montarlos y hacer funcionar el sistema. ¿Cómo es posible que nadie se diera cuenta?

—Lo tenían bien planeado —le explicó Mamá Santa—. En la última planta hay un restaurante llamado Terraço Itália que se alquila para congresos. Tiene unos precios obscenos, pero también una terraza desde la que se obtiene una vista de trescientos sesenta grados de la ciudad. Los constructores de la estrella lo sabían y lo reservaron durante tres días, por lo que tuvieron acceso permanente sin que nadie les importunase.

—Sí, pero ¿cómo atravesaron la recepción y sortearon a los agentes de seguridad con las piezas de los cañones de luz?

—Las pasaron en las cajas de madera del catering.

—Bien pensado… ¿Y el apagón?

—El secretario de seguridad no ha concretado nada, aunque han detectado un asalto al sistema informático que regula la conexión con la represa.

Mika dibujó un gesto de perplejidad.

—¿Cómo sabes todo esto?

—Sale en todos los periódicos de hoy, mi niña.

Frunció el ceño.

—Lo que me extraña es que la policía vaya filtrando a tiempo real la información.

—Supongo que el gobernador lo habrá decidido así para recabar ayuda de la población, pero…

Se detuvo, como si no estuviera segura de si debía decir lo que pensaba.

—Pero ¿qué?

—Está generando el efecto contrario.

—Estás diciendo…

—Estoy diciendo que el pueblo brasileño o, mejor dicho, que todo el planeta está a favor de esos machotes. El noticiario los tacha de terroristas, pero no lo son. Son unos héroes.

—¿Cómo que héroes? ¿Tú también lo piensas?

—Pues sí.

—Pero ¡han asesinado a gente!

—A gente que lo merecía —corrigió Mamá Santa, retocándose el turbante con vacilación.

—¿Se conoce ya la identidad del segundo muerto cuya foto circula por Twitter?

—Sale en la primera página del Jornal do Brasil: Gilmar Barbosa, presidente de Global Madeiras.

—No me digas que era el dueño de los campamentos que ardieron en la selva.

—Así es, ese malnacido corta-árboles. La Global Madeiras es la empresa que controla gran parte de las talas indiscriminadas de nuestro pulmón amazónico. Comenzó esclavizando indígenas y terminó comprando a medio ministerio para conseguir indecentes permisos de deforestación. La pena es que antes de matarlo no le hayan cortado su diminuto tronquito.

—¿Y los trabajadores de la empresa muertos en las explosiones? ¿Qué culpa tienen ellos?

—¡Si no murió ninguno! ¿Dónde has estado las últimas horas, mi niña? Las televisiones de todo el mundo no hablan de otra cosa. Los autores del atentado avisaron con tiempo suficiente para que el personal desalojase las instalaciones, pero no tanto como para que desactivasen los temporizadores. Quien haya hecho esto es un genio. Primero el apagón y la estrella de luz señalando nuestras favelas, entre ellas la de Monte Luz donde mataron a Poderosinho. Después los incendios simultáneos y ese maravilloso arcoíris adornando el cielo de la selva sobre las oficinas donde Barbosa fue encontrado con su apestosa lengua fuera… Y todo ello sin causar una sola baja, aparte de los dos invitados especiales, claro. Se trata de… ¿Cómo lo llamaban en el Jornal do Brasil? Ah, sí: un asesino en serie selectivo. Un narcotraficante, un maderero sin escrúpulos… A ver quién es el siguiente.

Un asesino en serie selectivo…

Mika no quería profundizar en el debate sobre la legitimidad de aquellos ajusticiamientos, ni mucho menos entrar a valorar las consecuencias posteriores. Seguro que Mamá Santa, llevada por el frenesí de los acontecimientos, habría dicho que los vengadores secretos no eran responsables de la reacción posterior de las bandas, ni de la incursión de la policía pacificadora. Resonaron en su mente los malditos «efectos colaterales» (estas dos palabras le golpeaban las paredes interiores del cráneo como si cada una portase un bate de béisbol) y de nuevo visualizó el mail que le enviaron los narcos. ¿Hasta dónde llegarías para cambiar el mundo? Ella no intentaba cambiar nada. No estaba en su mano.

No quería morir.

—Supongo que para coger a los autores bastará con seguir el rastro de la reserva del restaurante —comentó, volviendo a las pesquisas policiales para ahuyentar sus propios fantasmas.

—Ya querría el gobernador que fuese tan sencillo. El restaurante lo contrató una organizadora de eventos extranjera que pagó por adelantado. Están investigándola pero, al parecer, se han dado de bruces con toda una cadena de empresas.

—Y todavía no han llegado al punto de partida.

—Ni van a llegar, ya lo verás.

Desde la acera de enfrente, una de las santeras jóvenes hizo señas a Mamá Santa para que se reincorporase al ritual. Antes de despedirse, Mika aprovechó para preguntarle cómo llegar a la Galería del Rock.

—¿Para qué quieres ir ahí?

Mika fue a hablarle del tatuaje del luchador de capoeira que le robó el portátil, de que necesitaba localizar quién lo había hecho y tirar de ese hilo, el único hilo, para a través de él llegar hasta la familia de Poderosinho y acudir de nuevo a la policía para aclararlo todo. Pero el tal Padre Erotides esperaba en jarras al otro lado de la calle.

—Te prometo que te lo contaré otro día.

—Camina por esa calle de ahí enfrente —le indicó Mamá Santa con resignación— y te darás de bruces con una plazoleta llamada Largo do Paiçandu. Es un sitio muy especial. Parece mentira que esté junto a esa galería infernal.

—Tampoco será para tanto.

—Nosotros inventamos la bossa nova, mi niña. Eso sí que es música. Elegante, lírica… Es un son para ir despacito, viviendo la vida. Ya sabes lo que cantaba João Gilberto a esta ciudad.

Y, mientras se alejaba, comenzó a entonar con empeño:

Alguma coisa acontece no meu coração

que só quando cruzo a Ipiranga e a Avenida São João.

É que quando eu cheguei por aqui eu nada entendi

da dura poesia concreta de tuas esquinas,

da deselegância discreta de tuas meninas…