Amazonía brasileña,
veinticinco años antes
Las máquinas engullían selva con la voracidad de un perro encadenado. En un santiamén, aquellos cruces de tanque y grúa talaban el tronco, lo desnudaban en el aire y arrojaban a ambos lados las vestiduras de corteza. Avanzaban como una mano obscena sobre la tierra virgen. Sin impedimentos, sin misericordia. El ruido de los motores solapaba la sinfonía amazónica.
Uno de los capataces separó de su boca el walkie-talkie que le conectaba con la oficina portátil y colocó las manos en forma de megáfono para hacerse oír sobre el estruendo.
—¡Americano!
Se dirigía a un joven que, apoyado en una pila de tablas, escribía algo en su cuaderno. Llevaba tan sólo un par de semanas trabajando para la maderera y nadie le había preguntado su nombre. En aquel campamento perdido se trabajaba y se bebía, no había tiempo para conversaciones alrededor del fuego. Al capataz le bastaba con saber que el nuevo ingeniero había nacido en los bosques de Yellowstone, el hogar de aquel oso de los dibujos animados, y que por eso sabía tanto de árboles.
—¡Americano! —insistió.
El joven levantó la mirada. Dejó lo que estaba haciendo y se dispuso a acercarse, pero el capataz alzó la mano indicándole que no era necesario.
—¡Dale una patada a ese mono! —fue lo que le pidió.
Se refería a uno de los peones indígenas. Llevaba toda la mañana tirado en el suelo, acurrucado en posición fetal junto a unos tocones. Quizá no tuviera más de treinta años, pero sus arrugas y las deformidades de los pies hacían que pareciese un anciano. Apretaba contra su pecho un cinturón con abalorios y no dejaba de tiritar.
El ingeniero resopló.
—¿No ves que está enfermo?
—¡Pues que se vaya a morir a otra parte! No quiero que le caiga encima una rama y que el jefe de la tribu se pase toda la noche haciéndome vudú.
—Pero si aquí no hacen vudú…
El capataz espetó algo por su intercomunicador, caminó a grandes pasos hacia el indígena y le atizó dos puntapiés, uno en las costillas y otro en el trasero cuando enfilaba a gatas a duras penas hacia una montaña de troncos que apilaban sus compañeros.
—¿Tienes algo que objetar? —escupió al pasar de vuelta junto al americano. Éste no contestó, pero su dura mirada hizo que el capataz se detuviera en seco—. ¿Seguro que quieres trabajar aquí? Quizá te pueda recomendar como jardinero para un hotelito que conozco en Ipanema.
El americano aguantó el pulso durante unos segundos. Se fijó en otros trabajadores de la empresa que se afanaban en sus tareas, con sus gorras regalo de la petrolera o el casco amarillo, las herramientas colgando de la cintura y un pañuelo en la boca para no tragar humo o astillas. Respiró profundamente el olor a resina. Eso le serenaba.
—Si te vienes conmigo de hamaquero… —dijo por fin.
El capataz estalló en una carcajada.
—Más vale que te marques a fuego lo que decían los conquistadores portugueses —le aconsejó mientras volvía a su puesto.
—¿Qué decían?
Habló sobre el rugido de las máquinas:
—¡Qué más allá del trópico no hay pecado!
Cuando terminó la jornada de trabajo, el americano sacó una silla a la puerta de su barracón y se sentó a saborear los primeros minutos de silencio del día. Las taladoras resoplaban exhaustas, como una manada de búfalos al borde de una charca. El sol del ocaso arrancaba destellos dorados al plumaje de los tucanes.
El campamento maderero se asemejaba a un pueblo del antiguo oeste. Los empleados se alojaban en cobertizos móviles instalados junto a un tejadillo bajo el cual se reunían a cenar. Para entonces, todos habían ocupado sus sitios y esperaban con impaciencia el momento de arañar sus platos metálicos. El americano no tenía hambre. Había adelgazado tres o cuatro kilos desde su llegada, pero apenas podía probar bocado aparte de algunas frutas que cogía de los árboles. Lo achacaba al clima sofocante y no le daba importancia; su cuerpo atlético tenía reservas de sobra.
Frente a los barracones se encontraba el almacén, la única construcción levantada con cierta firmeza. Allí guardaban la comida y las armas, además de una mesa de oficina con los papeles privados del patrón, quien pasaba varias horas inmerso en trapicheos que el americano prefería no conocer.
Un todoterreno de la maderera apareció por la vía abierta entre la foresta. Se detuvo a las puertas del campamento. De él se apearon el capataz —¿de dónde venía?; ni siquiera le había visto ausentarse— y un par de gorilas blancos con trazas militares, sacados de alguna guerrilla clandestina. Les observó, escudado en las sombras que se cernían sobre el campamento, mientras abrían el maletero y sacaban un pesado cajón de madera que introdujeron en el almacén.
Tardaron unos minutos en salir. El capataz se aseguró de cerrar bien el candado y permaneció en pie junto al portón mientras el vehículo se alejaba por donde había venido. Cuando se disipó la nube de polvo fue a reunirse con los demás, dispuesto a vaciar una de aquellas botellas sin etiquetar que bien podrían contener el mismo combustible que bebían las máquinas.
Aquella escena inquietó al americano. Lo más probable es que su desazón se debiera al calor sofocante o a las picaduras de los mosquitos que a esa hora le acribillaban cada centímetro de piel, pero decidió quitarse de en medio hasta la hora de meterse en el catre. Se levantó y, como ya había hecho otros días a la puesta del sol, fue a caminar por la selva.
La espesura estallaba en el mismo límite del área deforestada. No había senderos ni balizas. Sobre el suelo bullían varias capas de vida animal y vegetal. Era como entrar en otro mundo, con sus propias reglas, su propio lenguaje y sonidos. Vagaba entre los troncos queriendo imaginar que sorteaba las columnas de una inmensa catedral, pero se sentía más próximo a un reo que deambulase entre barrotes carcelarios.
¿Cómo podía faltarle oxígeno en mitad del pulmón de la tierra? Las cosas no eran como había pensado, pero aguantaría lo que fuese con tal de conseguir sus objetivos.
Amaba los árboles y se había dejado la piel estudiando —incluso cursó lengua portuguesa, convencido de que terminaría viviendo en la Amazonía— hasta que obtuvo el doctorado con una revolucionaria tesis sobre tala selectiva, una forma de explotación artesanal en la que primaba el respeto por el ecosistema. Era obvio que no se parecía en nada a los procedimientos de la maderera, pero necesitaba aquel primer empleo. Estar en posesión de cierta experiencia sobre el terreno era un requisito indispensable para que el Ministerio de Medio Ambiente brasileño analizase su propuesta y le dejase montar su propio campamento experimental.
Mientras caminaba a paso lento intentando relajarse, concluyó que su pesadumbre tenía otra causa bien definida. Aun cuando tratase de disimularlo —y de engañarse a sí mismo—, le perturbaba la forma en la que trataban a los peones nativos. Su situación no era mejor que la de los esclavos de la antigua colonia. Cuanto mayor era su aislamiento social y geográfico, mayor era el abuso de los madereros; y la caoba o el cedro solían crecer en los terrenos de las comunidades menos contactadas y, por ende, más ingenuas. Los castigos físicos y los ajusticiamientos estaban a la orden del día; las mujeres consideraban algo normal el prostituirse por una botella de gaseosa… Entretanto, él tenía que mirar hacia otro lado y seguir con su trabajo.
Contempló el cielo a través de las copas de los árboles. El universo verde que había imaginado se teñía del rojo de la sangre vomitada por los excesos de trabajo y alcohol, del rojo de la ambición, del rojo de los tintes del palo de brasil, la madera que dio nombre al país en tiempos de los conquistadores y se convirtió en su condena.
En un momento dado le pareció oír algo entre los matorrales. Se detuvo en seco, temiendo haberse cruzado en el camino de un jaguar. Inspeccionó cada palmo de maleza hasta que, a un paso de donde se encontraba, una sombra cambió de posición. Dio un salto hacia atrás antes de comprobar que era uno de los trabajadores indígenas. Estaba recostado sobre unas enormes hojas del árbol del caucho —Ficus elastica, resonó en su cerebro científico—, sorbiendo higos caídos.
—Voy a marcharme de aquí para siempre —declaró.
El americano no acertó a procesar aquella confesión. Le confundía el acento entrecortado, que sonaba a castañuelas, y la sensación de que aquel encuentro no era casual.
—Del campamento —puntualizó el nativo—. Voy a marcharme y no volveré jamás.
—¿Por qué me lo cuentas? ¿No temes que se entere el capataz?
—No eres como él. Ni siquiera sé lo que estás haciendo aquí.
El americano resopló y volvió a levantar la vista al cielo que, solidarizándose con su desánimo, definitivamente tornó al negro. Una racha de viento meció las ramas más elevadas, provocando un chaparrón de ramitas.
Se sentó en el suelo. A su lado, el nativo parecía aún más pequeño. Poco mayor que un camaleón sobre las hojas salpicadas de savia.
—¿Adónde quieres ir? —preguntó, eludiendo hablar de sí mismo.
—A Serra Pelada.
—No me digas que ahora te va a entrar la fiebre del oro…
—Me han contado que cuando llueve puedes encontrar pepitas sobre la tierra. Por todas partes, sin necesidad de sumergirte en el barro del cráter.
—Dudo que sea tan fácil.
—Dicen que el suelo brilla tanto que parece reflejar todas las estrellas del cielo.
No quiso insistir. Es posible que aquel indígena lo creyese de verdad, o quizá le bastase con tener un sueño que alcanzar.
—¿Y la deuda? —El americano sabía que los reclutadores de la maderera utilizaban las tretas más sucias para que los peones jamás consiguieran compensar con su trabajo los anticipos, por otra parte exiguos, que les abonaban al ocupar sus tierras—. ¿No temes que el patrón te persiga y te haga daño?
—Los arara somos una tribu de guerreros y no tememos a nadie. Y al patrón no le debemos nada. Se queja de que cortamos mal la madera y no sirve para el comercio, pero se la lleva de todos modos.
Al americano le sorprendió la forma de expresarse del nativo en aquel portugués fluido. Había leído informes de la OIT sobre indígenas que trabajaban en las explotaciones desde que aprendían a andar. Quizá fuera uno de ellos. Pero ¿por qué de repente le revelaba sus planes de huida?
—¿Qué tal se encuentra tu compañero? El que estaba enfermo.
El nativo camaleón se separó con parsimonia del lecho de hojas y le pidió que le siguiera.
Caminaron hacia el extremo meridional del campamento. Cruzaron en silencio la explanada en la que dormitaban los engendros mecánicos y llegaron a los cobertizos donde vivían los peones. Levantados con un puñado de tablas y tejadillo de ramas, se confundían con la foresta que crecía a su espalda.
El americano nunca había llegado hasta allí; y tal vez habría sido mejor no hacerlo aquella noche. Fueron hacia una portezuela entreabierta por la que se derramaban murmullos y fulgores de velas. La choza estaba repleta de miembros de la tribu arara. Algunos sentados y otros de pie con su escueta estatura, formando un corro alrededor del cuerpo sin vida del trabajador.
—No sabía que había muerto… Lo siento mucho.
Permanecieron unos minutos en la entrada, esperando a que el más anciano culminase una jaculatoria. De nuevo aquel golpeteo gutural. Al poco comenzaron a salir. Primero las mujeres, después los varones más fornidos portando el cuerpo. El americano se apartó con discreción, pero el nativo camaleón le hizo una seña para que se integrara a la procesión de duendes que se introducía en la selva.
Llegaron hasta un claro en el que habían compuesto una plataforma de ramas. No podía tratarse de una pira funeraria; habría sido una locura encender fuego bajo el paraguas de los árboles gigantes de lupuna y castaños de mil años.
Más bien parecía un altar.
Colocaron el cadáver encima. El americano se tomó tiempo para observar uno a uno a los arara. Sabía que no debía encariñarse con ellos, que cualquier contacto más allá del que exigían los certificados de tala que redactaba cada día le traería quebraderos de cabeza, pero era difícil apartar la vista…
Unos se fustigaban con matas para espantar los mosquitos; otros, apenas moviendo los labios, canturreaban oraciones a los dioses de la naturaleza, acompasándolas con la melodía de los grillos; una madre se estrujaba un pecho para amamantar a una cría de mono araña que debía de ser la mascota del niño que se abrazaba a su pierna.
Decididamente, era difícil no mirar.
Un rato después, rompieron filas y se encaminaron de regreso a los cobertizos.
—¿Vais a dejarlo ahí?
—Hay deudas que sí deben ser saldadas —sentenció el nativo.
El americano había leído en sus libros de antropología que la tribu arara no enterraba a sus muertos. Los abandonaba a la intemperie para que devolviesen (a cualquier ser vivo que pasase por allí) las sustancias vitales que tras el deceso permanecían en el cuerpo. En justa correspondencia, cumpliendo con la línea de crédito de la creación.
Regresaron a la misma choza en la que se había celebrado el velatorio y se reunieron en una suerte de cónclave, esta vez sólo los varones. El americano observó cómo iban cogiendo sitio, apretándose para que nadie quedase fuera. Le sorprendía que todos dieran por buena su presencia en aquel acto tan íntimo. Aunque no quisiera admitirlo, cada vez se encontraba más cómodo. Esos hombres eran la selva misma; sus piernas, los troncos y sus brazos, las ramas; eran los árboles que durante los años de facultad había dibujado a carboncillo en sus cuadernos de espiral.
Trató de localizar distintivos de la tribu en algún rincón. Los arara no contactados se caracterizaban por los morbosos trofeos que exhibían tras las batallas. Conservaban la piel de la cara de sus enemigos, elaboraban flautas con sus huesos y lucían collares de dientes. Pero al mismo tiempo fueron una de las tribus que antes se integraron con los invasores blancos. No les quedó otro remedio. La carretera Transamazónica atravesó sus plantaciones y zonas de caza y rompió las vías de comunicación entre las distintas comunidades de la etnia, por lo que se desvanecieron sus posibilidades de supervivencia como grupo aislado.
Un adolescente que vestía una camiseta raída del Hard Rock Café de Belo Horizonte apareció portando un cuenco de madera. Estaba lleno de pasta de urucú, una leguminosa peluda con semillas de color rojo que los arara utilizaban en los rituales de iniciación y de guerra. Se lo entregó al anciano que había pronunciado las plegarias, quien untó las yemas de sus huesudos dedos índice y corazón y pintó dos rayas a cada lado de su rostro.
Una mostraba su tristeza; la otra, su ansia de lucha.
El americano olió algo que hasta entonces le había pasado desapercibido. ¿Qué estaban quemando? Buscó humo pero sus ojos seguían velados por el tul rojo de la sangre, de la esclavitud, de la ambición y de los tintes del palo de brasil… Y ahora también por el rojo del urucú, la misma pintura que siglos atrás amedrentaba a los portugueses.
—Tienes que ayudarnos —dijo el nativo camaleón.
El americano le había comprendido a la perfección, pero estaba tan aturdido que le pidió que repitiera la frase.
—No sé qué puedo hacer por vosotros —se excusó después—. Me pagué los estudios trabajando y vine aquí con el dinero justo. Hasta que no cobre el primer sueldo…
—No queremos dinero. Tienes que ayudarnos a huir.
A huir…
Le recorrió un estremecimiento.
—¿Qué estás diciendo?
—Sólo te pedimos eso.
—¿Cómo que sólo?
Quiso levantarse y salir de allí, pero algo le impedía mover un músculo. Bajó la mirada y sobre el suelo de tierra reconoció el cinturón de abalorios del peón fallecido. El extraño olor se acentuó, y también los otros tufos que inundaban el barracón: a cuero húmedo, a sudor, a restos de comida. Sufrió una arcada que apenas pudo disimular.
—Bastará con que vayas a la caseta del guarda y te sientes a conversar con él.
Se convenció de que su encuentro en la foresta no había respondido a una improvisación. Lo tenían todo preparado. Negó repetidamente con la cabeza.
—Seguro que sabes cómo entretenerle —prosiguió el nativo—. Puedes contarle cosas sobre las mujeres de tu país.
—Calla, por favor.
—¿Cómo las llamáis allí, guajiras? Así les dicen algunos maquinistas extranjeros…
—¡Qué te calles!
La choza entera enmudeció. Hasta los grillos de fuera enmudecieron.
—Sólo necesitamos cobertura durante unos minutos —insistió el nativo—. Lo justo para hacernos con las armas del almacén y alejarnos del campamento.
Aquello era demasiado. Trató de argumentar sin ponerse nervioso.
—¿De verdad estás pensando en asaltar el almacén para robar los fusiles? No podéis desafiar así a la maderera.
—Con tu ayuda no nos cogerán.
—Si cometéis un delito les daréis verdaderas razones para que os lo hagan pagar caro.
—No temas, jamás te relacionarán con nosotros.
—Veo que no me escuchas. No hablo de mí. Y no digas que yo saldría impune. Lo más probable es que alguien me haya visto acompañándoos al funeral.
—No lo creo. Los blancos temen a nuestros espíritus y se guardan de acercarse.
—Yo soy blanco.
—Tú tienes alma de árbol.
—¿Y después? —saltó, alterado—. ¿Qué haréis después? ¡Habéis perdido la cabeza!
—Somos guerreros arara. Cuando llegó la Transamazónica luchamos contra los militares.
—Y perdisteis.
—Seguir viviendo de este modo sí que es perder.
—Os perseguirán hasta Serra Pelada, os encontrarán y os matarán.
—Ya estamos muertos.
El cinturón de abalorios… Las rayas rojas de urucú…
—¿Cuándo habíais pensado hacerlo?
¿Por qué seguía interesándose? Las palabras salían de su boca sin haber sido procesadas por su cerebro. El mero hecho de estar manteniendo aquella conversación denotaba que estaba tan loco como ellos.
El nativo sonrió y contestó:
—Ahora mismo.
—¿Qué?
—En las noches de funeral no hacen rondas de vigilancia.
—Por los espíritus…
—Sólo hemos de evitar que el guarda nos sorprenda llevándonos las armas. No se darán cuenta hasta el amanecer y les sacaremos suficiente ventaja.
—¡Ventaja! Por mucho que corráis, el Land Cruiser del patrón os alcanzará en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Por la selva virgen?
—¡Enviarán a un par de sicarios y os abatirán uno a uno como si se tratase de un safari! ¿Por qué no hacéis las cosas como es debido y acudís a la policía para denunciar el contrato con la maderera?
El nativo dibujó una expresión tan vacía de contenido que habló por sí sola.
El americano se levantó y apartó con nerviosismo a los indígenas que se interponían entre él y la puerta. Una vez afuera, se detuvo a un par de pasos de la choza y perdió la mirada entre las sombras de las máquinas. Sintió bajo sus pies el latido de una cicatriz sobre la que jamás volvería a regenerarse la selva primaria. Pensó en cada una de las horas que había pasado estudiando, practicando portugués, pero sobre todo en las horas, veinticuatro cada día, trescientos sesenta y cinco días al año, que había amado los árboles…
El nativo camaleón, que había salido tras él, le asestó el golpe definitivo desde la puerta.
—Los arara creemos que los árboles escuchan las penas del ser humano. Pero cada vez hay menos árboles y más penas.
El joven ingeniero arqueó las cejas. Hizo una respiración profunda, maldijo el día que el tribunal de la tesis alabó sus estúpidas ideas sobre cómo preservar el ecosistema amazónico y se dirigió hacia la caseta del guarda.
Dio unos golpes en la pared de chapa y entró sin esperar autorización. El guarda, que estaba leyendo un periódico antiguo, estiró el brazo hacia un revólver que aguardaba sobre la mesa. Cuando reconoció al visitante aflojó la tensión que le había producido el sobresalto, pero siguió observándole con incredulidad. Ya entonces, la mente del ingeniero le advirtió:
Sí que te van a relacionar con la huida.
Pero se sentó en un taburete y se escuchó a sí mismo decir:
—Seguro que tienes una petaca escondida por ahí…
El guarda, todavía mudo, abrió un cajón y le ofreció una botella de ron de cachaça. Todo el mundo decía que estaba loco, pero el americano sabía que su problema era el alcohol. En cualquier caso, aquella asfixiante caseta era el único sanatorio en el que le habían admitido.
La mesa del guarda estaba situada junto a una ventana desde la que controlaba todo lo que ocurría en el campamento. El americano tenía que lograr como fuere que cambiase de postura, o cuando menos conseguir que perdiera ángulo de visión. ¿Durante cuánto tiempo? No había acordado nada con el indígena. ¿Cómo pensaban abrir el almacén para llevarse las armas? Confiaba que hubiesen conseguido una llave y no tratasen de forzar el candado que sellaba el portón. Cualquier ruido extraño alertaría a los trabajadores que dormían en los barracones cercanos. Eso no es problema tuyo, se dijo. Limítate a mantener entretenido al guarda. ¿De qué podía hablarle? No se veía intimando sobre guajiras…
Comenzó a parlotear sobre cuánto echaba de menos la brisa de Montana, que arrastraba partículas de nieve aún en pleno verano. Le preguntó si sabía dónde estaba Yellowstone y le contó que cuando tenía ocho años, en un desfile de carrozas de Salt Lake City, se separó de sus padres y pasó toda la noche perdido en el bosque. Va a pensar que soy estúpido, se reprochó. Pero continuó su monólogo ante el guarda que ya entrecerraba los ojos, sin duda por la somnolencia que le producía aquélla letanía de banalidades.
En un momento dado, el eco de un disparo cercano recorrió cada rincón del campamento.
Le dio un vuelco el corazón.
Todo había acabado. Aun antes de empezar, como estaba sentenciado.
El guarda echó mano del revólver, apartó de un empujón a su visitante y saltó fuera de la caseta.
El capataz y otros trabajadores salieron de los barracones también empuñando sus armas cortas. Los indígenas corrían en desbandada hacia la selva. Los madereros organizaron la persecución a voces y fueron tras ellos. El capataz se percató de que la puerta del almacén estaba abierta. Escupió una maldición y corrió hacia allí.
Se asomó con la profesionalidad de un marine, los brazos tensos sujetando con ambas manos el arma y una linterna, y entró profiriendo un grito. El haz de luz recorrió cada rincón. En el suelo había dos indígenas desarmados. El nativo camaleón estaba arrodillado junto a otro miembro de la tribu, más joven, que se retorcía con el muslo agujereado por una bala. Él mismo se había disparado al robar el fusil, dando la voz de alarma.
—Mono estúpido… —musitó el capataz mientras se regodeaba con los borbotones de sangre.
El nativo camaleón aspiró el último aliento de su compañero, le acarició el pelo y corrió hacia el fondo del almacén para introducirse por un respiradero. El capataz fue acercándose paso a paso mientras el indígena se desesperaba tratando de arrancar la malla que cubría el hueco. Levantó el arma y, cuando se disponía a disparar, el americano, que le había seguido hasta allí, le golpeó desde atrás con un madero.
El capataz cayó inconsciente. El joven ingeniero permaneció inmóvil, con el tablón en la mano y el rostro desencajado. El nativo camaleón volvió sobre sus pasos y le agarró del brazo.
—¡Tenemos que irnos de aquí!
—Dios mío, ¿qué he hecho?
—¡Cuélgate a la espalda un par de fusiles de ese armario!
—¿Qué he hecho? —repetía una y otra vez.
El nativo se acercó al cajón de madera que el capataz y los dos gorilas habían descargado del todoterreno unas horas antes. Estaba oculto bajo una manta. Pensó que contendría munición y no quiso dejar pasar la oportunidad de echar a la bolsa unas cuantas cintas de balas. Buscó un hierro para hacer palanca. La tapa estaba sellada con grapas y clavos que lentamente fueron cediendo, mostrando lo que había en el interior.
Sus achinados ojos se abrieron de forma sorprendente. La boca, flanqueada por las dos rayas de urucú, dibujó una mueca horrenda. Hincó las rodillas en el suelo y juntó las manos.
El americano escuchó su respiración agitada y se volvió despacio. El nativo estaba orando… o tal vez pidiendo clemencia, temblando como una ardilla herida ante el cajón de madera.
Cuando vio lo que contenía, también él se arrodilló.
No sabía cómo actuar.
Tan sólo acertó a llorar, como un recién nacido que por primera vez se asoma al mundo.