El chófer de Creatio le había esperado, solícito, en la puerta de la comisaría. Mika le pidió que la llevase a la pousada y se recostó en el asiento trasero. No podía quitarse de la cabeza la idea de que a los ojos de la policía (y, lo que era aún peor, a los de una banda de narcotraficantes) se había convertido en la principal sospechosa de asesinato del jefe del Comando Brasil Poderoso.
El teléfono que le había prestado Adam comenzó a vibrar en el bolsillo.
El consulado…
Lo sacó a toda prisa, pero se quedó de piedra al reconocer el número.
¿Papá?
Tenía unas ganas terribles de hablar con él, pero no era el momento. Se sentía incapaz de explicarle el lío en el que se había metido; y tampoco tenía ánimo para simular que no pasaba nada. Si le llamaba a ese número es porque Sol se lo había dado. Rogó para que ésta, al menos, hubiese mantenido su palabra de no contarle el asunto del mail cuyo origen se estaba encargando de rastrear.
Lo dejó sonar. Sintió mucha pena. Si la noche se estaba apoderando de São Paulo, en Libia debían de ser las tres o las cuatro de la madrugada. ¿Qué repercusión estarían teniendo en otros países las noticias de los insólitos acontecimientos que vivía Brasil? Seguro que su padre estaba cubriendo la guardia de alguno de sus empleados, acababa de ver en televisión lo ocurrido en Mato Grosso y se desesperaba imaginando a su hija cruzando más allá del arcoíris de humo como la ingenua Judy Garland de El Mago de Oz.
Dejó que se perdiera la llamada y le envió un mensaje diciéndole que la cobertura iba y venía, que todo estaba bien y que ya le llamaría con tranquilidad en otro momento. No podía ser menos cierto. Nada estaba bien. Sentía una creciente zozobra, tal vez debida a las dos palabras escritas sobre la fotocopia de su pasaporte que descubrió al curiosear su expediente.
Se dio cuenta de que llevaban un rato parados en una retención entre el final de la avenida Paulista y Villa Madalena. No pintaba muy bien. Todo el mundo regresaba a sus casas después de trabajar y parecía haber habido un accidente unas cuantas manzanas más adelante.
—Tenemos para rato —comentó el conductor al percibir su impaciencia.
—Seguiré caminando —decidió Mika.
Salió del coche sin esperar una réplica y echó a andar por las empinadas calles del barrio en dirección a la pousada. Sintió un escalofrío al recordar que, nada más llegar a la ciudad, había tenido que arrastrar su maleta a oscuras por aquella montaña rusa ignorando lo que estaba por llegar. Cuando enfiló la última cuesta, un ruido atronador que salía de un almacén se elevó por encima de los pitidos del tráfico.
—¿Qué pasa ahora? —musitó.
Al pasar por la puerta se detuvo a mirar. Sobre el dintel, un letrero de vinilo rezaba: ESCOLA DE SAMBA.
Estiró el cuello para asomarse. Allí dentro habría cerca de doscientas personas. A juzgar por la organización que se intuía más allá de la bulla, debía de tratarse de uno de los grupos que participarían en la competición oficial del inminente carnaval. Estaban en pleno ensayo, dejándose la piel como si acabasen de saltar a la pista del sambódromo.
Se quedó anclada al ritmo alienante. Le entraron ganas de cerrar los ojos y dejarse llevar, lanzarse al interior y trazar movimientos ebrios entre las delirantes bailarinas. Mientras los percusionistas practicaban sus redobles, la reina y su séquito se cubrían con los patrones de sus vestidos —aquel año estaban inspirados en el antiguo Egipto—, que las modistas retocaban sobre sus cuerpos exuberantes y duros como efigies de mármol. No había oficio que no tuviera cabida en las escuelas, que terminaban siendo nutridas asociaciones vecinales que representaban a un barrio entero. Cada una escogía como motivo un evento histórico, un personaje o una leyenda brasileña y depuraban cada detalle de la música, coreografía y vestuario para imponerse al resto de los participantes y deslumbrar en el desfile.
Mika recordó lo que le había dicho el responsable de la oficina comercial de la embajada: «El carnaval paraliza el país». A la vista de lo que tenía delante, no le extrañaba. Aquel grupo de gente, aún vestidos de calle y a unos cuantos días del estreno, desprendía más energía que la central de la presa de Iguazú. Estaba claro que los carnavales brasileños estaban a la altura de su fama. Llegados de Europa en el siglo XV y reinventados como la única fiesta del nuevo continente que compartían libres y esclavos, si con algo no tenían que ver era con el carnelevarium originario latino, bautizado así por la prohibición del consumo de carne en la cuaresma cristiana.
Un joven moreno —como los brasileños blancos llamaban de forma eufemística a sus discriminados compatriotas de raza negra— se fijó en ella y latigueó un botellín de agua que tenía en la mano; arrojó un buen chorro sobre el pecho de Mika.
—Pero ¿qué haces? —se enfadó. No estaba para bromas.
—Te estoy invitando a nuestra escuela.
—Pues vaya forma de hacerlo.
—Ya veo que no conoces el entrudo —dijo, condescendiente.
—¿Qué?
Apenas le oía entre el alboroto, distorsionado tras rebotar en las paredes y el techo de chapa. Se dio cuenta de que el joven era un poco infantil y se arrepintió de haber sido tan brusca.
—Hace siglos —le explicó aquél, soltando una plática aprendida de memoria—, al carnaval se le llamaba entrudo por un juego en el que la gente se tiraba agua para purificar el cuerpo.
—No lo sabía, disculpa.
—Los ricos lo prohibieron porque decían que producía infecciones, pero no es cierto. Eso era porque también se tiraban frutas podridas. ¡No entendían nada! —Rió, mostrando unos dientes grandes y amarilleados—. ¡Y tú tampoco entiendes nada!
Mika escuchó los redobles que seguían subiendo de volumen y pensó que el chico tenía razón. Desde que llegó al país se sentía como un títere conducido por aquella obstinada cadencia tribal que flotaba en el ambiente.
Hizo el gesto de secarse la camiseta con la palma de la mano.
—Gracias por la invitación, pero ahora no puedo entretenerme.
Se dispuso a marcharse cuando otros tres jóvenes que acababan de salir del almacén se unieron a la charla.
—Entra a dar una vuelta, que nosotros te cuidamos.
Éstos eran diferentes. Se movían despacio, acomodando el ritmo de los tambores a un contoneo de sus caderas que, frente a lo que pudiera pensarse, resultaba muy masculino… e intimidante. Algunas escuelas de samba tenían una estrecha relación con las bandas de narcotraficantes que dominaban las favelas. Las financiaban para que brillasen en el carnaval y, al terminar, exigían a sus representantes tributos que en ocasiones eran muy difíciles de satisfacer. Esos incumplimientos habían dado lugar al asesinato de algunos directores, como el de la escuela de Mangueira, que apareció decapitado y quemado tras haberse enfrentado a sus benefactores.
Mika apartó de un plumazo aquellos pensamientos. Si quería pensar con claridad no podía sucumbir a manías persecutorias.
—Mejor otro día —rehusó—. Creo que no tenéis agua suficiente en esa botella como para purificarme.
El chico, espoleado, fue a arrojarle otro chorro. Pero Mika dio un salto hacia atrás y aprovechó para alejarse, despidiéndose con la mano.
—¡Cuando vuelvas por aquí te enseñaré a mover ese culito! —gritó otro entre la batahola de tambores.
Siguió caminando a paso rápido hasta la pousada. Pidió la llave y subió la escalera que conducía a su habitación. Al tratarse de una casa tradicional rehabilitada, había diferentes áreas. La suya estaba ubicada en el primer piso, al fondo de un pasillo que a un lado tenía un par de puertas con los literarios carteles de SUITE PESSOA y SUITE ANDRADE, dos reverenciados poetas de lengua portuguesa; por el otro lado asomaba a un patio interior cubierto de enredaderas. La luz de la luna, que ya se había apoderado del cielo, proyectaba sombras cambiantes sobre el embaldosado.
Cuando fue a abrir le pareció oír algo en el interior.
Estás paranoica…
Introdujo la llave despacio. Permaneció aferrada al pomo mientras repasaba la habitación oscura. Todo parecía estar en su sitio. Los muebles precarios con un toque de encanto, como adquiridos en un rastro; el espejo sin marco en la pared del fondo, sobre el lavabo de porcelana. Se paró a contemplar su propio reflejo distorsionado en la penumbra. Por alguna razón no soltaba el pomo…
Para cuando reparó en la sombra que se movía ya no tuvo tiempo de reaccionar.
Un hombre agazapado empujó la puerta de repente y le atizó con ella en la frente. Mika cayó hacia atrás. Se golpeó en la cadera contra el marco y soltó un grito de dolor, pero la adrenalina hizo que se recompusiera al instante. Cuando el hombre intentó salir de su escondrijo, Mika tensó su pierna izquierda y le bloqueó el paso. Con la otra, todavía desde el suelo, le propinó una patada en la entrepierna que lo arrojó contra el cabecero de la cama. El hombre se recuperó como si nada y se puso en pie con una flexibilidad prodigiosa. Su forma de arquearse la asustó. Reconoció los movimientos de un luchador de capoeira, el arte marcial brasileño que, como todas las disciplinas de defensa personal, podía convertir a cualquier persona en un arma letal.
Permanecieron unos segundos mirándose frente a frente, Mika en la puerta y aquél en mitad de la habitación. Aprovechó para tomarle una instantánea: alrededor de treinta años, camiseta oscura y pantalón estrecho negro, barba rasurada, una profunda cicatriz en forma de cremallera que le recorría el brazo izquierdo…
El luchador comenzó a trazar movimientos oscilatorios con una mano, preparándose para lanzar una nueva acometida. En la otra llevaba un objeto parecido a una carpeta. Mika reconoció la funda de su ordenador. Por un instante se sintió aliviada al pensar que era un simple ladrón, pero pensó que si había algo que no podían robarle era su portátil. En aquel disco duro almacenaba fotos, archivos personales y toda la información que necesitaba enviar a la oficina comercial de la embajada: los escaneos de las cartas de recomendación, el proyecto de fin de carrera y, sobre todo, ¡sus posts sin publicar! Los artículos de denuncia social que había acordado mostrar a Cortés para tratar de destacar entre el resto de los solicitantes de empleo.
Se dio cuenta de que no tenía copia de seguridad de estos últimos. Tanto esfuerzo invertido para escribirlos… ¿Cómo no se los había enviado a sí misma por mail? Tenía que haberlo hecho antes de sacar el portátil de casa. Aunque lo peor no era perderlos, sino la certeza de que no podría volver a redactarlos. Surgieron de forma espontánea en momentos muy concretos de sus años en Madrid, durante y después de la carrera, el difícil período en el que tuvo que construirse una vida propia alejada de su padre. Por ello, además de plasmar sus tesis y pensamientos más o menos filosóficos, llevaban impresos sus diferentes estados de ánimo a lo largo del tiempo, como si fueran marcadores de su crecimiento personal.
En ese disco duro almacenaba no sólo su futuro laboral, sino también su pasado más íntimo.
Se lanzó sin pensarlo contra él. Usaba sus brazos para bloquear la ofensiva del luchador al tiempo que soltaba patadas de su mejor kárate que aquél esquivaba sin inmutarse. Tras agacharse para sortear un potente yoko geri kekomi del talón de Mika dirigido a su mandíbula, el luchador barrió el suelo con un ataque en curva que la alcanzó en el tobillo dañado, haciendo que se encogiera sobre sí misma. Él aprovechó para componer un volantín con ambas piernas en abanico y, pasando por encima de Mika, se colocó en mitad del pasillo.
De la suite Pessoa salió un hombre fornido y trajeado, con el nudo de la corbata aflojado y un teléfono móvil en la mano, alarmado por los ruidos de la pelea. Les increpó sin ser consciente de que se estaba enfrentando a un profesional. El luchador dudó si llevárselo por delante. Lo habría tumbado con más facilidad que a un fardo de heno, pero decidió no complicarse y buscar otra salida. Se encaramó a la barandilla y saltó hacia el pequeño patio de la pousada. Rebotó en el tejadillo que cubría un lavadero y se deslizó hasta abajo. Mika no lo pensó dos veces. Pasó ambas piernas por encima de la barandilla para ir tras él.
Una vez en el suelo, apartó unas sábanas tendidas que se le enrollaron en la cara y aceleró cuando vio que aquél se elevaba por la valla de madera que colindaba con la calle. Estiró el brazo y llegó a agarrarle de la camiseta, pero se le escurrió entre los dedos. Entonces le cogió del bajo del pantalón, pero el hombre sacudió el pie, rozando la nariz de Mika con la suela de su bota deportiva, y de nuevo consiguió zafarse antes de perderse por el callejón.
Mika trepó detrás, pero se hizo daño en la mano con un clavo que sobresalía en la parte superior. Cayó al suelo y apretó la herida, soltó un quejido más de rabia que de dolor y se introdujo en el lavadero confiando que tuviera salida por el otro lado. Apartó a la atónita encargada de la limpieza que estaba doblando toallas sobre una mesa y cruzó una puerta que, como había supuesto, daba a la recepción. Pasó junto al antiguo abrevadero que servía de acceso y salió a la calle.
Miró a ambos lados. Farolas desvaídas. Vehículos buscando aparcamiento. Sillas en las aceras, frente a los bares que ofrecían a precio de saldo las últimas freidurías. Una luna de licántropos imponiéndose en el cielo contaminado que surcaban los helicópteros…
Divisó a lo lejos la indumentaria negra del luchador justo antes de que éste torciera una esquina. Quiso pensar que cojeaba. Tal vez se había herido con los clavos de la valla. Esprintó tras él segura de alcanzarlo, y lo habría hecho en menos de doscientos metros de no ser por lo que encontró en la calle contigua: buena parte de los integrantes de la escuela de samba habían salido del almacén para compartir con sus vecinos la algarabía del ensayo general.
—¡Ahora no! —gritó Mika sin dejar de correr.
En la puerta del local se aglomeraban músicos, bailarinas, integrantes del coro y sus huestes de acompañantes moviéndose al compás. Los tambores sonaban rotundos, las caderas cimbreantes nublaban la vista. Las damas exhibían en sus rostros los dibujos de purpurina que habían ensayado las maquilladoras. La reina portaba, a modo de anticipo, uno de los complementos que vestiría el día del desfile: la diadema de plumas sobre el imponente tocado que terminaba de convertirla en el objeto de deseo de aquellos brasileños con alma de pavo real.
Mika reconoció entre la marabunta al chaval de la botella de agua. Se lanzó a preguntarle.
—¿Has visto a un hombre vestido de negro con un ordenador en la mano?
—¡Hola! —exclamó él.
Comenzó a moverse de forma poco afortunada, dejándose llevar a su manera por el ritmo hechizante.
—¡Ahora no puedo bailar contigo! ¡Necesito que me digas si has visto a un hombre que corría hacia aquí cojeando!
El rostro del chaval se tornó serio. Hizo una especie de puchero y señaló hacia el interior del almacén. Mika se abrió paso a codazos entre los miembros de la escuela. Pensó que le resultaría imposible encontrarlo. Aquel lugar, que parecía una vieja cooperativa textil a juzgar por algunas máquinas oxidadas desterradas en las esquinas, estaba aún más abarrotado que la calle. Aguantando como pudo los empujones, fue recorriendo con la vista cada rincón. Se abalanzaban sobre ella rostros extasiados, ansiando la fiesta de libres y esclavos en la que nadie pedía cuentas a nadie.
Por fin reconoció la figura del luchador. Estaba encaramado a una pasarela metálica que rodeaba el recinto a unos seis metros sobre el suelo.
¿Cómo has llegado ahí?
No veía escaleras, ni otra forma de subir.
Alguien la sujetó por detrás. Era uno de los tres muchachos con los que había hablado un rato antes.
—¡Sabía que volverías a por mí! —exclamó, y comenzó a bailar junto a ella moviéndose de una forma que recordaba a la lambada.
Mika intentó zafarse, pero él la sujetó del brazo y siguió contoneándose. Volvieron a su mente los cárteles de narcos que financiaban algunas escuelas de samba y se preguntó qué estaba haciendo persiguiendo a aquel hombre, aparte de meterse en la boca del lobo y favorecer que se le echasen encima todos los sicarios de Monte Luz. Pero de inmediato se reafirmó en su objetivo: recuperar su ordenador.
Volvió a repasar el recinto. La mayor parte del espacio lo ocupaba la enorme carroza de la escuela, que esperaba el momento de ser conectada al mecanismo tractor que la conduciría por el sambódromo. Representaba una esfinge egipcia similar a la de Gizeh y en su tocado se ubicaba el trono de la reina. El cuerpo era de serpiente, con curvas sucesivas terminadas en unas tarimas sobre las que bailarían la abanderada y su escolta. A los lados se desplegaba una hilera de palmeras doradas como el resto del ornamento. El resultado era imponente. Pero lo mejor de todo era que desde la parte superior Mika podría alzarse hasta la estructura metálica por la que avanzaba el luchador.
Se desembarazó de su pretendiente de un tirón y salió disparada. Saltó a la plataforma exterior de la carroza, dispuesta para los contoneos de la comisión de vanguardia, como llamaban a los bailarines más experimentados, y de allí ascendió por una escalerilla de madera que habían construido para llegar al trono.
La gente gritó horrorizada, temiendo que dañase el ornamento antes del estreno, pero no se detuvo. El luchador había acelerado el paso en dirección a un ventanal con una pegatina de EMERGENCIA. Mika se estiró sobre el asiento del trono, aferró ambas manos a una barra de la barandilla y se alzó por fin a la pasarela.
Para entonces, el hombre había desaparecido.
Corrió hacia el ventanal. Se asomó y vio que era una salida de incendios con la escalera desplegada. Miró abajo y comprobó que el luchador, a pesar de ir arrastrando la pierna de forma cada vez más patente, se disponía a girar por la calle contigua en dirección a la plaza Américo Jacomino. No era una buena noticia. Allí se ubicaba la estación del distrito Alto de Pinheiros.
Bajó sin detenerse a pisar escalón a escalón, deslizándose a fuerza de hacer presión en ambos extremos con las manos y los pies. Llegó abajo en un abrir y cerrar de ojos, pero tuvo que detenerse un par de segundos para acallar un grito de dolor —el rozamiento le había quemado la palma de la mano que antes se había herido con el clavo—. Echó de nuevo a correr, entró en la estación y contempló las diferentes opciones, confiando recibir algún impulso intuitivo: ómnibus, conexiones con Ciudad Universitaria, Barra Funda…
¿Hacia dónde te has dirigido?
Se decidió por la línea verde del metro. Pasó con discreción junto a las cabinas expendedoras, saltó el torno en el que se introducían los billetes y aceleró en dirección a la escalera mecánica. Por suerte, la estación de Villa Madalena era final de línea, por lo que sólo había un andén.
Mientras llegaba, oyó la locución que anunciaba la próxima salida. Buscó rápido entre las columnas. Ningún rastro del luchador. Tenía que haber subido ya. Echó un último vistazo. No podía estar escondido tras un pilar, de ser así lo habría visto. Volvió a mirar al tren. Era un modelo de última generación y los vagones estaban conectados unos con otros, por lo que podía recorrerlo de principio a fin antes de llegar a la estación de Sumaré. Lo que hiciera cuando se vieran cara a cara ya lo decidiría después.
Arriba.
Pero ¿y si él no había subido?
No puedo fallar ahora. Deprisa, decide…
Se lanzó al interior del vagón en el último instante. La puerta le atrapó un brazo y tuvo que dar un tirón para evitar que volviera a abrirse.
Arrancó.
Ya sólo tenía que avanzar hasta cruzarse con él. Pero, cuando el tren comenzó a andar, vio a través de la ventanilla cómo el luchador salía de detrás de una columna y se acercaba a la vía.
No podía creerlo. Estaba encerrada en aquella serpiente de metal, rumbo a ninguna parte, mientras el luchador, desde el andén, le mostraba con sorna su ordenador fuera de la funda.
Cuando pasó a su lado, en esa décima de segundo, se percató de que llevaba un tatuaje en el cuello que apenas distinguió por el tono oscuro de su piel. Intentó fijar la imagen en su cerebro. Era un rectángulo con una especie de ojo en su interior.
Le resultaba sorprendentemente familiar.
Un rectángulo,
con un ojo en su interior…
Se dejó caer en uno de los relucientes asientos del vagón. Mentalmente exhausta, echó la cabeza hacia atrás. Entonces oyó el tono de mensaje de un móvil. Pertenecía al pasajero del asiento contiguo. Aquél lo sacó y jugueteó unos segundos con la pantalla táctil. Al cabo exclamó:
—¡Otra vez!
Mika se volvió. El otro, con expresión de perplejidad, le hizo partícipe de lo que estaba viendo.
Red social Twitter.
Un mensaje compuesto de una fotografía y un hashtag que se estaba viralizando por la red en cuestión de segundos.
Provenía de un perfil llamado @123456¿7?.
La fotografía: el rostro de un cadáver. Con los ojos abiertos, pero con una expresión ya conocida, la boca inundada por la lengua hinchada y la piel mudada hacia una repulsiva tonalidad azulada.
El hashtag: #DíaSegundo.