6

El investigador Baptista y el agente Wagner salieron disparados hacia la estancia contigua. Pasado medio minuto —y con la sensación de que se habían olvidado de ella—, Mika se levantó y se asomó. El otro despacho era más amplio, pero resultaba igual de asfixiante dado que habían ubicado de forma imposible tres mesas de trabajo sobre las que se acumulaban las carpetas repletas de documentación.

Los policías no se percataron de que estaba allí. Tenían la vista clavada en un televisor colocado sobre un armario metálico. Habían subido el volumen hasta un nivel atronador para escuchar la retransmisión en directo que emitían desde un helicóptero.

«Nos acercamos a otro de los campamentos de la compañía Global Madeiras Ltda. que hace poco más de una hora han saltado por los aires…».

Era un reportero especial de la cadena TV Brasil, la misma en la que Mika había seguido el debate nocturno de Eloísa Meneghel la noche del apagón. Según se podía leer en la parte inferior de la pantalla, sobrevolaba algún lugar de la región amazónica de Mato Grosso. Debía de haber ocurrido algo muy gordo, pero Mika no tenía espacio en su cabeza para problemas ajenos.

Se volvió hacia la mesa en la que el investigador Baptista le había tomado declaración. Entre el barullo de cables del ordenador y el vaso de café rodeado de ceniza, reposaba su expediente.

Miró a un lado y otro.

No puedes hacer eso…

Nadie la vigilaba. Al igual que el investigador Baptista y sus compañeros de departamento, los que trabajaban en la sala central que había atravesado para llegar al despacho estaban clavados a otro televisor que emitía el mismo programa en directo.

No lo pensó más. Se acercó con rapidez a la carpeta y la abrió. Empezó a revolver papeles sin lograr fijar su atención en ninguno. El corazón iba a salírsele del pecho.

Entretanto, el reportero trataba de hacerse oír sobre el ruido de los rotores.

«Es el tercer campamento de extracción de madera que sobrevolamos, pero nuestros compañeros de la otra unidad aérea nos informan que están ardiendo varios más».

«Han sido siete en total», confirmaba la voz en off del presentador del noticiario, desde los estudios centrales de la cadena.

Mika seguía a lo suyo, pasando de forma errática fotografías de la favela, de los muertos caídos en la reyerta, informes que no tenía tiempo de leer… ¿Qué esperaba encontrar? Se le ocurrió que quizá hubiera cámaras de vigilancia, pero ya era tarde para dar marcha atrás. A cada momento levantaba la cabeza para comprobar si entraba alguien y, al volver a rebuscar en la carpeta, había perdido el hilo. Estaba a punto de abandonar cuando vio una fotocopia de su pasaporte. En ella, el investigador Baptista había escrito dos palabras.

A rotulador y con mayúsculas.

Las leyó varias veces.

¿Qué significa esto?

Lo dejó todo como lo había encontrado y volvió a asomarse al despacho contiguo intentando mostrar normalidad. Nadie se fijó en ella. El presentador del noticiario seguía conversando con el reportero que sobrevolaba Mato Grosso, cruzando información sobre lo que parecía un atentado terrorista en mitad de la selva.

«Mientras conectamos con los compañeros de la unidad móvil que se dirige al campamento situado al nordeste —decía—, confírmanos una cosa: las imágenes que nos están llegando parecen mostrar el mismo modus operandi en todas las explosiones. ¿Podemos afirmar que se trata de un mismo autor?».

«Sin duda ha sido una acción coordinada, pero para llevarla a cabo habrán necesitado un escuadrón entero. Eso es lo que más asusta. Los siete objetivos se encuentran en la misma zona, pero apenas tienen accesos y están completamente rodeados de espesura».

«¿No hay peligro de que el fuego se propague?».

«No realmente. Como veis en esta toma panorámica —la pantalla mostró la clásica calva en mitad de la foresta—, los campamentos se construyen en zonas que ya están previamente limpias de vegetación; y los estallidos han sido lo suficientemente potentes como para volar por completo las instalaciones y el material, pero no como para afectar a la selva primaria que hay alrededor. Está claro que se trata de una acción maquiavélicamente calculada».

«¿Y los trabajadores de la Global Madeiras Ltda.? ¿Están todos bien?».

«Sólo alcanzamos a ver algunos de ellos corriendo de un sitio a otro, afanados en sofocar el fuego».

La cámara móvil seguía enviando imágenes de los almacenes destruidos y las máquinas taladoras convertidas en un amasijo de hierros, como hangares y tanques recién bombardeados. A Mika le resultó extraño que los maderos carbonizados desprendiesen un extraño humo naranja que poco a poco iba copando el cielo.

—Vaya lío —murmuraba Baptista—. ¿Y dicen que han estallado todos al mismo tiempo?

—En el mismo instante —le confirmó uno de los policías sin apartar la vista de la pantalla.

El viento cambió y el helicóptero tuvo que dar un giro brusco para no introducirse de pleno en la densa columna de humo que ascendía hacia el cielo.

—¿Qué clase de mierda están fumando ahí?

—La primera explosión desprendía humo verde —le informó el compañero, poniendo cara de no saber la explicación—; la segunda, violeta y ésta, naranja. Han dicho que debe de ser cosa de los materiales que han utilizado para la ignición.

—No sé… —murmuró Baptista, accionando de forma inconsciente el engranaje de su mente de investigador—. Lo que ha estallado ahí no ha sido una de esas bombas caseras que los rebeldes universitarios fabricaban con nitrato de potasio y azúcar moreno. Me parece mucho humo y muy naranja.

—Habrá que esperar para ver qué encuentran los bomberos. Por lo menos, no nos toca lidiar con ese tinglado.

—No estaría mal —bromeó Baptista—. Con tanto colorín parece una verbena. La música ya la ponemos nosotros.

—¡Ratatatatá! —exclamó el agente Wagner, simulando el ruido de una metralleta.

—A los de la Global Madeiras no les hará tanta gracia —dijo el cuarto policía, que hasta entonces había estado callado.

—No me digas que todos los campamentos son de la misma empresa.

—Los siete.

—¡Joder! —exclamó Baptista—. Alguien se la tiene jurada, aunque no me extraña. Están dejando la selva más afeitada que el pecho de Wagner.

—¡Lo hago por higiene!

El televisor mostraba cómo la inmensa columna de humo naranja seguía ascendiendo.

El investigador Baptista se acercó a la pantalla. Casi llegó a pegar los ojos.

—¿En qué piensas? —preguntó el agente Wagner.

—Aún no lo sé, pero hay algo que me huele mal.

—A chamusquina —dijo su compañero, seguido por las risas del resto.

En ese momento, el presentador del noticiario que se encontraba en los estudios centrales pidió la palabra al reportero que seguía relatando desde el aire los trabajos de extinción del fuego coloreado. Suspendieron la retransmisión y mostraron una toma del plató del noticiario mientras preparaban un vídeo que acababa de llegar a la redacción.

«Señoras y señores televidentes —comenzó el presentador con un ligero temblor en la voz—, en unos instantes les mostraremos las imágenes que acaban de enviarnos desde una de las avionetas de extinción de incendios que sobrevuela el área de los atentados. Les pedimos que disculpen su baja calidad. Están tomadas desde un teléfono móvil, pero ello no empaña su… —Hizo una pausa que dejó ver que estaba improvisando, sin seguir un guión escrito en el teleprompter—. No sabemos cómo describir lo que está ocurriendo. Es… desconcertante. Véanlo ustedes mismos».

La cadena dio paso al vídeo.

Desde la avioneta se disfrutaba una vista general del área de selva en la que se ubicaban los siete campamentos objeto del atentado simultáneo. Podía verse con toda claridad cómo de todos ellos emergía su respectiva columna de humo. Comprimidas como siete tornados y cada una de un color diferente: rojo, naranja, amarillo, verde, azul, añil y violeta.

Terminaban fundiéndose en lo alto, formando una imagen sobrecogedora.

Un arcoíris.

Un arcoíris de humo, terrorífico y hermoso.

—¡Por el venerado Cristo de Corcovado! —exclamó el agente Wagner.

El investigador Baptista se volvió con una inusual sensación de desconcierto y vio a Mika.

—¿Qué haces tú ahí?

—Sólo quería decirles que me voy ya —improvisó.

—Hace rato que tendrías que haberte ido. ¡Venga, aligera!

Agitó la mano en el aire y se quedó mirando mientras la española daba la espalda a aquel arcoíris, cada vez más parecido a una mueca trágica, que se apoderaba del cielo.