5

Decidió ir directa a ver al policía que le había dejado aviso en la pousada. No podía seguir escondiendo la cabeza.

Estaba inquieta. Más que eso, tenía miedo de que la arrojasen a un calabozo infecto a la espera de un juicio por el doble homicidio de los narcos que tardara años en celebrarse. No conocía las leyes del país y hacía poco que había visto en YouTube las brutales imágenes de un motín en una cárcel brasileña, decapitaciones incluidas.

Mientras se dirigían hacia allí, se dejó los ojos en la pantalla del móvil buscando información en la red sobre el Grupo de Operaciones Especiales cuyo emblema del tigre decoraba la tarjeta. Conocido por su acrónimo GOE, era el brazo de élite de la Policía Civil del estado de São Paulo. Había sido creado a principios de los noventa para actuar en operaciones tácticas de alto riesgo relacionadas con instituciones penitenciarias, pero con el tiempo sus funciones se habían diversificado: servían de apoyo a la Policía Judicial, eran enviados a solventar todo tipo de conflictos que entrañaban peligro y tenían su propio servicio de inteligencia. Los llamados «investigadores» —el cargo de la persona con quien tenía que entrevistarse— equivalían a los habituales inspectores de otros cuerpos internacionales de policía.

—Ahí es —señaló el chófer de Creatio.

Se detuvieron frente a las grandes instalaciones que el grupo poseía en Campo Belo, en la zona sur de la ciudad.

Mika contempló desde el interior del Lexus el conglomerado de edificios, pintados por completo de negro. Aún estaba a tiempo de no bajar y regresar a España por la vía rápida. No creía que su caso fuese tan importante como para que en los controles fronterizos ya tuviesen un fax con su nombre y fotografía. Estaba claro que había actuado en defensa propia.

Tomó aire y salió con decisión.

Pasó los primeros controles mostrando la tarjeta del investigador y accedió al interior del recinto. Tenía el corazón en un puño. En su todavía corta existencia había vivido mil experiencias —bien sola o con su padre en los diferentes países por los que habían pasado—, pero nunca antes había estado en una comisaría.

Tras los muros negros coronados de espinas se repartía la infraestructura propia de una base de operaciones especiales: un polideportivo en el que practicaban todo tipo de artes marciales —Mika sintió una punzada de nostalgia al ver cómo un grupo reducido entrenaba aikido en el exterior—, paredes de rápel, talleres de mantenimiento de armamento, grandes hangares para las unidades móviles y, por fin, el edificio de logística y oficinas.

El agente que custodiaba la entrada avisó de su llegada por el interfono.

—El investigador Baptista estaba jugando un partido de fútbol del campeonato interregional de policías —le informó, socarrón—. Pero me dicen que ya ha salido del vestuario.

La condujo a un despacho. A Mika le alegró comprobar que no la encerraban en la clásica sala de interrogatorios con un falso espejo. En la pared había un cartel pegado con celo que llevaba por título ORACIÓN DE LAS FUERZAS ESPECIALES y rezaba: «¡Oh, Dios Todopoderoso! Concédenos la sabiduría de tu mente, de tu corazón el coraje, la fuerza de tu brazo y la protección de tus manos…».

El investigador Baptista entró al poco como un elefante en una cacharrería, empujando con la rodilla una papelera metálica que hizo rodar provocando una retahíla de quejas de sus compañeros.

—¡Vale, vale! —exclamó.

No se parecía al estereotipo de inspector que Mika había imaginado, con traje y corbata gris. Era un hombre rudo y musculado que vestía el uniforme negro de la unidad con el felino del GOE cosido en el hombro. Desprendía un fresco olor a jabón.

Se sentó al otro lado de la mesa de trabajo, apartó con el codo un amarilleado teclado de ordenador y dejó caer el expediente que traía en la mano izquierda. Con la derecha sujetaba un café en un vaso de poliestireno y un cigarro encendido que colocó en equilibrio sobre una grapadora para no apoyarlo directamente en la mesa.

—¿Quieres uno? —le ofreció.

—No, gracias.

—¿Te importa que fume yo?

—No.

Mika lanzó una mirada al cartel de prohibido fumar que colgaba de la pared a un lado de la mesa.

—En España tampoco está permitido dentro de los edificios, ¿no es así? Aquí nos tienen fritos con este tema. La nueva ley aumentó tanto el tamaño de los mensajes de advertencia en la cajetilla que resulta difícil reconocer las marcas.

Se echó la mano al bolsillo y sacó un paquete de Galaxy que mostró a Mika con gesto de indignación. El aviso ocupaba un lateral y toda la parte posterior.

—¡Wagner! —llamó a su ayudante—. ¿Vas a traer ya el maldito portátil?

—¡Estoy atendiendo una llamada! —Se quejó aquél desde la sala contigua.

Estaba claro que iban a tomarle declaración.

—Luego se les ocurrió la fantástica idea de prohibir fumar en los partidos del Mundial… —siguió Baptista, haciendo tiempo—. ¡Y la FIFA aplaudió la medida! ¿Para qué se meterán los del fútbol dónde nadie les llama? ¿No se dan cuenta de que somos el segundo país productor de tabaco del mundo? Llegará un día en el que me tenga que detener a mí mismo por ocultar un paquete en mi mesilla de noche, ¿qué te parece?

Dio un sorbo a su café.

—Ya llego —se oyó la voz del ayudante.

Entró en el despacho con un portátil abierto que colocó en el extremo de la mesa. Acercó una silla y se sentó en un lateral.

—Te presento al agente Wagner —introdujo Baptista.

Vestía el mismo uniforme negro. Era menos fornido que el investigador, pero no por ello perdía el aspecto marcial, acentuado por el pelo rasurado.

—¿Por qué quería hablar conmigo? —preguntó Mika mientras el ayudante abría el programa y componía una estampa de taquígrafa.

El rostro del investigador Baptista mudó al instante.

—Dímelo tú. ¿Te has metido dónde nadie te llamaba, como la FIFA?

Mika valoró su situación. Paso a paso, decidió. Sin decir nada más de lo necesario para no meter la pata. Comenzó a hablar, seguida por el inmediato tecleo del agente Wagner.

—Ayer, en la favela de Monte Luz, dispararon a mi amigo Purone, del colectivo artístico Boa Mistura.

—He hablado con el consulado —repuso el investigador—. Dime algo que no sepa.

—Creí que estaba muerto.

—Es lógico, le habían agujereado la cara. —Removió sus papeles—. ¿Por qué no empiezas por el principio?

—¿Desde que llegué a la favela?

—Mejor desde que llegaste a Brasil.

—¿De verdad quiere que le cuente todo?

—Si es necesario retrocederemos hasta el momento en que llegaste a este mundo. Acabo de pasar por la gasolinera de la maldita paciencia y tengo el depósito lleno.

Mika respiró hondo.

—Aterricé justo antes del apagón.

—¿Cómo llegaste a la Pousada do Vento?

—En taxi.

—¿Recuerdas el número del vehículo?

—Qué va.

—¿Algún distintivo?

—El conductor tenía una camiseta de Metallica.

—Estás de broma…

Mika miró a su alrededor.

—Ya tienen aquí suficiente ambiente festivo como para que yo me ponga a contar chistes —dijo, disfrazando su ansiedad con cierto atrevimiento.

Baptista rió y se volvió hacia su compañero.

—¡No dejes de copiar nada, Wagner! Creo que de aquí vamos a sacar material de sobra para ganar el concurso de monólogos de este año. —De nuevo la miró a ella—. Perdona que nos mofemos de ti. Lo hacemos desde el cariño, ¿verdad, Wagner?

—Verdad, investigador —contestó aquél sin dejar de teclear.

—No creo que eso de la camiseta me sirva para contrastar tu versión. Medio São Paulo se viste en la Galería del Rock. Por cierto, ¿has estado allí? Es genial: todo un centro comercial de siete pisos lleno de puestos de ropa gótica y estudios de tatuajes.

Imitó con la boca el sonido de las pistolas de tatuar.

—Tuvimos un accidente —recapituló Mika, cortando el zumbido—. Eso sí que puede comprobarlo.

Chapeau! ¿Dónde ocurrió?

—Acabábamos de llegar a Villa Madalena. Sobrevino el apagón, se cruzó una moto y el taxi golpeó a un vehículo aparcado.

—¿Os tomaron declaración entonces? ¿Hablaste con alguno de mis compañeros?

Negó con la cabeza.

—El taxista me obligó a salir a toda prisa. Ni siquiera me cobró.

—¿Perdona? ¿Me dices que el taxista no te cobró la carrera? Ahora sí que estoy seguro de que mientes.

—Dijo que perdería el trabajo si sus jefes se enteraban de que había siniestrado el vehículo con una turista dentro.

Baptista y Wagner cruzaron otra mirada.

—¿Qué hiciste luego?

—Seguí a pie hasta que llegué a la pousada. Una vez allí pasé la noche pegada al televisor. Como usted, supongo.

—Yo estaba cazando murciélagos. La oscuridad es el estado ideal para aquéllos que escogen la vía del mal.

—Pero lo de la pousada sí que podrá comprobarlo…

—Ya lo he hecho —dijo él, cortante—. Pasemos a la mañana siguiente. ¿Dónde estuviste antes de ir a Monte Luz?

Mika recordó su entrevista con Cortés, el responsable de la oficina comercial de la embajada. Fue a contestar, pero en el último momento aguanto el aire en sus pulmones. Si revelaba que había mantenido aquella reunión, el investigador Baptista telefonearía a Cortés para contrastar la información; y con tantos expedientes de búsqueda de trabajo esperando ser atendidos, lo que menos le interesaba era manchar su currículum.

—Paseando —mintió—. Ya le he dicho que acababa de llegar a la ciudad, estaba asustada por el apagón y con el sueño cambiado.

—Paseando, ¿por dónde?

Mika lo miró a los ojos, desafiante.

—Por aquí y por allá. Todavía no conozco la ciudad como para mostrárselo sobre un mapa. Cuando me cansé de dar vueltas, subí a un autobús que me llevó hasta Monte Luz y busqué a mis amigos por el laberinto de calles. Bueno, entretanto…

—No te detengas.

—Estuve en casa de una mujer.

—¿Una mujer?

—Una sacerdotisa de candomblé. Me dio una pomada para un esguince.

—No te he visto lesionada. —Se incorporó sobre la mesa para mirarle las piernas—. ¿Llevas muletas o algo?

—Era una simple torcedura de tobillo. —Iba a contarle que ya lo tenía desde los campeonatos europeos de kárate, pero prefirió silenciar su condición de luchadora profesional—. Me hice daño en una de las cien escalinatas de cemento que subí y bajé.

—¿La conocías de algo? A esa mujer, me refiero.

—¿Cómo iba a conocerla? No la había visto en mi vida. Sólo sé que se llamaba Mamá Santa.

—Bonito nombre —intervino el agente Wagner.

—Lo que ocurrió después ya lo sabe: encontré por fin a mis amigos y comenzó la reyerta.

—¿Qué hiciste después de dejar a ese tal Purone?

—Corrí todo lo que pude tratando de hallar la casa de la santera pero, antes de llegar, me tomó como rehén un chico de unos veinte años. Camiseta de baloncesto, perilla. Llevaba una pistola ametralladora.

—Sigue.

—Me arrastró hasta un callejón en el que le esperaba otro miembro de su escuadrón. Obeso, con bermudas. Querían utilizarme como escudo, así que… me defendí.

—¿Qué quieres decir exactamente con que te defendiste?

Tragó saliva. Había llegado el momento.

—Me desembaracé del de las bermudas y le di una patada que lo desplazó fuera del callejón. Al ponerse a tiro, un joven de la banda rival le cosió a balazos. Acto seguido, de otra patada aplasté el arco nasal del de la perilla. Fue todo en defensa propia.

—Vaya leona… —Mika se acordó de su padre. «Mi pequeña pantera», habría dicho él. El recuerdo hizo que se sintiera vulnerable, pero tenía que aguantar el tipo. El investigador Baptista reanudó el interrogatorio—. ¿Qué hiciste luego? ¿Te fuiste por dónde habías llegado?

—No.

—Pues tú dirás.

—Trepé por un balcón, me encaramé al tejado y salté a otra calle después de cruzar a gatas por las azoteas de media favela.

—Joder, no había quien se creyera esa película.

—¿Cómo?

—Y a la vista de tu foto, tan femenina, mucho menos.

El investigador Baptista abrió un cajón del que sacó algo que arrojó sobre la mesa.

—¡Mi pasaporte!

—Puedes llevártelo. Tu versión coincide con la de esa Mamá Santa.

—¿Han hablado con ella?

—Fue esa bruja la que lo entregó a mi gente. Según dijo, se te cayó cuando trepabas por el balcón.

Mika respiró hondo, tratando de que no se le notase.

—Entonces ¿hemos acabado?

Baptista hizo una mueca.

—Por ahora no tengo material para encerrarte.

—¿Cómo que por ahora? ¿Me está acusando de algo? ¡Ya le ha quedado claro que actué en defensa propia!

—Si te acusase formalmente de algo —susurró Baptista inclinándose sobre la mesa—, estaríamos conversando en un tono bastante menos distendido. Pero no puedo dejar de pensar en algunas piezas que no me cuadran. Qué casualidad que te presentes en la favela y justo ese día… Este trabajo me ha enseñado a no creer en las casualidades.

—Le ruego que hable más claro.

—Te lo diré tan claro como digo que Neymar no le llega a Pelé ni a los tacos de la bota. —Se tomó un par de segundos y declaró—: No suelo tener a una tortuga ninja extranjera dando vueltas por las azoteas de mis favelas el mismo día que asesinan al inaccesible jefe de un cártel.

—¡No estará insinuando que fui yo! ¿Por qué habría querido hacer eso?

—La respuesta suele ser: por dinero.

—Benditos reales —añadió el agente Wagner.

—¿Está sugiriendo que soy una sicaria del otro escuadrón? ¡Estuvieron a punto de matarme entre unos y otros, por Dios!

—Del otro escuadrón o de… ¿quién sabe? Hay muchos intereses creados alrededor de la pacificación de las favelas.

—¿Qué intereses?

—¿De verdad necesitas que te lo cuente? Esa reyerta nos ha obligado a entrar con tal potencial que ahora tendremos que quedarnos para evitar que la opinión pública se nos eche encima. En cuanto pasen unos meses, el gobierno querrá compensar el gasto y comenzará a cobrar por una luz y un agua cuyas canalizaciones no ha costeado, lo que empujará a los habitantes de Monte Luz a desplazarse a otras favelas sin pacificar en las que puedan seguir viviendo de gratis, sometiéndose al señorío feudal de otros narcos. Y ese éxodo permitirá al gobierno acotar zonas de Monte Luz para que sus amigos empresarios de la construcción especulen y se hagan aún más ricos. Es el ciclo de siempre. Pero tú ya lo sabes, ¿no?

—Es absurdo. Estamos hablando como si de verdad yo hubiera participado en algo de todo eso…

—Yo no lo veo tan absurdo —repuso, mirándola a los ojos.

Levantó el expediente para remover papeles de forma que Mika no pudiera ver lo que contenía. Releyó unos párrafos apretando los labios y a punto estuvo de preguntarle algo más, pero cerró la carpeta de golpe.

—Dame tu número de teléfono. Quiero tenerte localizada.

Ella sacó el terminal que le había dado Adam Green y se dispuso a buscarlo.

—¿No te sabes tu propio número?

—Es nuevo.

—Ya…

Estaba claro que esperaba más explicaciones, pero no quiso dárselas. Se lo dictó.

—¿Puedo irme?

—Si no tienes nada más que contarme…

En realidad sí que quedaba algo en el tintero. Mika recordó que el enigmático propietario de Creatio no había llegado a explicarle qué estaba haciendo en la favela cuando la recogió con su flamante deportivo.

Baptista sin duda notó su vacilación. Su siguiente disparo fue certero.

—Contéstame a una última pregunta: ¿cómo lograste escapar de aquel infierno?

—Corriendo.

Nada más decirlo, Mika sintió un repentino bombeo en el tobillo. El esguince reclamaba su atención, avivado por aquella segunda mentira.

El investigador Baptista volvió a inclinarse sobre la mesa y le habló en voz baja. Mika sintió que su olor a champú le inundaba las fosas nasales.

—Pues es mejor que aún te quede fondo para seguir corriendo.

—¿Por qué dice eso ahora? Me está asustando.

—No soy el único que piensa que te dedicas a partir cuellos. La familia de Poderosinho también se ha enterado de tus andanzas.

—Pero ¿qué dice?

—Deberías haberle sacudido más fuerte al de la perilla.

Sintió un nudo en el estómago.

—Entonces ¿no… lo maté?

Baptista negó con la cabeza.

—Según nos contó esa bruja de Mamá Santa, se reanimó y escapó antes de que llegásemos nosotros. Seguro que salió pitando para dar cuenta de tu existencia al nuevo jefe del cártel.

En mitad de la creciente angustia, le alivió enterarse de que tenía un cadáver menos sobre sus espaldas; y también, por un brote repentino de emoción al sentirse tan sola, de que no había sido la santera quien la delató. Pero el desahogo le duró poco. Aquello confirmaba su tesis sobre el mail que recibió al despertar. Habían sido los narcos quienes lo enviaron. Le estaban avisando y en cualquier momento se arrojarían sobre ella. Y lo peor era que no la perseguían por haber acabado con la vida de un par de esbirros. Querían vengar la muerte ni más ni menos que del maldito Poderosinho.

Volvieron a su mente las tarjetas de visita que había esparcido por toda la calle cuando se le enganchó el bolso. Temía que, además de llevar impreso su nombre y dirección de correo electrónico, en alguna de ellas también figurase a bolígrafo la dirección de su pousada. Pensó en apuntarla durante el vuelo —tenía la reserva pagada y era seguro que pasaría allí unos cuantos días al inicio de su estancia, por lo que estaría mejor localizada mientras buscaba su primer trabajo—, pero culminó el viaje tan cansada y dormida que no podía asegurar si aquella idea se quedó en una mera intención.

—¡Venid a ver esto! —gritó alguien al otro lado de la pared, interrumpiendo sus cavilaciones—. ¡Corred!